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Tmeiin: Los judíos impuros: Historia de la Zwi Migdal
Tmeiin: Los judíos impuros: Historia de la Zwi Migdal
Tmeiin: Los judíos impuros: Historia de la Zwi Migdal
Libro electrónico595 páginas4 horas

Tmeiin: Los judíos impuros: Historia de la Zwi Migdal

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En Buenos Aires, a fines del siglo XIX, operaban distintos colectivos de rufianes y tratantes de blancas. No fueron los judíos los más poderosos o los mayores en número. Sin embargo, la formación de una poderosa sociedad llamada, en principio, Varsovia y luego Zwi Migdal, la osadía de poseer una sede social, un templo y un cementerio propio, los visibilizó en el creciente antisemitismo de la década del 30 y los proyectó hasta nuestros días como los más despreciables y temibles sujetos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 may 2018
ISBN9789874490186
Tmeiin: Los judíos impuros: Historia de la Zwi Migdal
Autor

José Luis Scarsi

Nació en 1961 en Caseros, Buenos Aires. Fue colaborador en varios medios gráficos y especialmente en la revista Todo es Historia. Sus investigaciones, que se centran en la vida cotidiana de los porteños, fueron galardonadas en congresos y certámenes nacionales. Como Investigador Titular en la Biblioteca Nacional, algunos de sus trabajos han sido traducidos al inglés y son fuente documental de gran número de estudiantes e historiadores. En los últimos años, se ha dedicado al estudio de la trata de blancas y el rufianismo en el Río de la Plata, logrando conformar un importante archivo fotográfico y documental, como así también una pormenorizada base de datos de los principales implicados en el tema durante los siglos XIX y XX. Sus conocimientos sobre el accionar de la Zwi Migdal le valieron la convocatoria para el documental Impuros, producción israelí-argentina que, desde el abordaje histórico de la temática, traza un paralelismo con la situación en la actualidad.

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    Tmeiin - José Luis Scarsi

    Bibliografía

    Prólogo

    El lapso de 60 años en el que la prostitución fue una actividad tolerada en la ciudad de Buenos Aires y, por lo tanto, regida por una serie de ordenanzas y reglamentos, comienza en 1875, cuando aún no se habían acallado los últimos disparos de las guerras civiles. Continúa atravesando los sucesos de 1880, la Revolución del Parque una década después, la ola inmigratoria, la violencia y el fraude político, las luchas sindicales, el voto secreto y universal, la Reforma Universitaria, los gobiernos populares, la Semana Trágica, los fusilamientos de la Patagonia y el golpe militar de 1930. Cuando finaliza, en 1936, lo hace en un clima creciente de xenofobia y avance de las ideas fascistas.

    En todos esos años, los actores del negocio prostibulario fueron cambiando –al igual que la sociedad cambió en los procesos mencionados– y no se corresponden con la imagen estereotipada y única que se suele tener de ellos. El intento de este trabajo es brindar un acercamiento al escenario de los hechos y a los protagonistas que en él participaron. Se enfoca sobre los proxenetas judíos, ya que sin ser este grupo el más numeroso ni el de mayor actividad, es el que ha dejado mayores registros de su accionar tanto de manera material y concreta, como también de forma simbólica en el imaginario popular.

    No ha de resultar casual ni discriminatorio referirse a todos estos individuos, llegados de Europa del Este, como rufianes judíos. Ellos mismos, sin importar su nacionalidad, se reconocían y vinculaban por medio de su pertenencia religiosa. Tenían rasgos particulares que los identificaban en sus orígenes, en sus negocios y hasta en la concepción global de su época.

    Mientras que los rufianes italianos, franceses, españoles y criollos que operaban en la ciudad eran abarcados por el colectivo de la nacionalidad y, a la vez, integrados como sujetos activos en las prácticas sociales, comerciales y religiosas de sus respectivas comunidades, la colectividad judía se esforzó por identificar y expulsar a los tratantes de blancas, a quienes veían como seres despreciables. Desarraigados, pero aún portadores de sus tradiciones y una fe sui generis, se dieron a la tarea de reproducir las instituciones, sociales y religiosas, de las que habían sido separados. De esta manera, se visibilizaron y dejaron sus huellas, agrupados bajo la figura de una sociedad de socorros mutuos. Así, se las ingeniaron para administrar un cementerio propio, una sinagoga y una palaciega sede social. Tuvieron la capacidad de moverse dentro del marco legal y al igual que cualquier otra institución de su tipo brindaban el auxilio debido a sus asociados. Este es, precisamente, el argumento por el cual hablamos de rufianes judíos a la hora de identificarlos.

    Podríamos hacer el intento de agrupar en tres años referenciales el arribo y desarrollo de cada uno de los contingentes de inmigrantes que se vincularon con el comercio sexual: 1870, 1895 y 1920. Cada grupo, con sus intereses y motivaciones propias, separado por períodos de 25 años, podría ser identificado como generaciones independientes pero unidas en el tránsito de un mismo camino. Los primeros en llegar lo harán luego de haber explotado el comercio en Europa y el norte de África. Viéndose perseguidos por las autoridades de aquellos continentes, desembarcan para probar suerte en las ciudades costeras de América. Con el inicio de sus actividades en Buenos Aires y la pronta expansión del negocio, serán quienes, de manera más o menos directa, forzarán la necesidad de una legislación que le otorgará un marco legal al ejercicio de la prostitución. Son estos hombres los que comienzan a traer contingentes de mujeres europeas con el fin único y declarado de la explotación sexual.

    En la segunda generación, cuyo número de componentes fue muy superior al de la anterior, podemos encontrar una marcada serie de tensiones y luchas internas que se prolongarán durante el primer lustro de su actividad, dando como resultado la creación de una sólida organización en la que todos se encolumnarán bajo una única autoridad central.

    La tercera generación llevó el límite de sus capacidades a su máxima expresión. Ya no solo fueron verdaderos empresarios del bajo mundo, sino que, además, diversificaron sus tareas en proyectos económicos de carácter legal. Tenían excelentes conexiones y se hacían llamar señores por los cuadros más destacados de la policía. Las rápidas e importantes fortunas que habían logrado no conseguían ocultar su pobre y desdichado origen. Sin embargo, se empeñaban en sobrecargar su entorno haciendo uso reiterado de la ostentación. Esta conducta, vale tenerlo en cuenta, no se diferenciaba en nada del derroche al que se había acostumbrado la acaudalada élite porteña del Centenario, cuya fiesta siguió en la Argentina de posguerra.

    Rufianes y madamas que ejercían su crueldad y violencia sin límites sobre jóvenes inocentes, carentes de toda maldad. Hombres de oficio ruin que recorrían los poblados de Europa del Este seduciendo a humildes campesinas con la tentadora y reiterada promesa de bienestar en el Nuevo Continente. Familias engañadas en su buena fe que entregaban a sus hijas con la esperanza de un buen casamiento. Ya fuera que parte de estas historias –contadas en blanco y negro, donde conviven sin matices buenos y malos– haya sido sobredimensionada para generar conciencia sobre la existencia de un grave problema social; o que las mujeres, sus familias y la propia sociedad que las expulsaba se apropiaran del discurso de la victimización como una manera de ignorar cierta responsabilidad en los hechos, lo cierto es que, durante décadas, muchos autores han abrevado en las fuentes de esta novelesca construcción que poco tiene que ver con la realidad.

    Solo la falta de cuestionamiento al discurso oficializado a fuerza de reiteración puede justificar que todas las muchachas fueran consideradas como niñas engañadas carentes de todo discernimiento; mientras que los proxenetas eran presentados como lo más aborrecible de la raza humana. Hay que tener presente que, en este esquema binario que proponía la sociedad patriarcal, las mujeres carecían de todo tipo de derechos. Aceptar que pudieran ingresar al mundo de la prostitución por decisión propia y sin mediar engaños, era otorgarles la capacidad para cuestionar y poner en peligro el sistema imperante.

    El tráfico con destino a los prostíbulos de Buenos Aires fue de tan veloz crecimiento que, en unos pocos años, la ciudad pasó a ser vista como el mayor centro mundial de perversión y comercio inmoral. Si bien esta caracterización puede resultar un tanto excesiva, hay que considerar que provenía, principalmente, de organizaciones inglesas de protección a las mujeres, que no podían dejar de lado ciertos prejuicios referidos a la conducta de los latinoamericanos y a la importancia que su economía comenzaba a tener a nivel mundial.

    Con una gran dosis de hipocresía, los moralistas europeos señalaban la situación en América; mientras que, en sus propias ciudades, el número de prostitutas superaba en miles a las que se podía encontrar en Nueva York, Buenos Aires o Río de Janeiro. Habría sido más atinado reconocer los millones de jóvenes empobrecidas abandonadas a su suerte en el Viejo Continente. Ellas eran las que huían por el hambre, la falta de oportunidades, las persecuciones religiosas y otras varias razones de un sistema injusto que las excluía.

    Sabemos que la denominación trata de blancas conlleva un carácter discriminatorio y a la vez resulta anacrónica. Hoy, existe un consenso universal que prefiere hablar de trata de personas. Sin embargo, hemos preferido la utilización de esta terminología, ya que se ve justificada al ser empleada dentro del contexto temporal y conceptual de los sucesos narrados.

    El mayor desarrollo de esta actividad se inicia en coincidencia con las décadas de miseria que impulsaron a vastos sectores de la población europea en su sueño transatlántico. Habrá que sumarle a esto la limpieza étnica desatada con los pogroms del imperio zarista de los Románov y agregar la responsabilidad que les cabría a aquellas sociedades europeas, generando millones de parias, para comprender que cualquier burdel porteño ofrecía muchas más esperanzas y mejores oportunidades de las que existían en una aldea judeo-polaca a fines del siglo XIX y comienzos del XX.

    Es importante recordar que la mutual en la que se agremiaron cientos de estos indeseables fue conocida en las tres primeras décadas del siglo XX como Sociedad de Socorros Mutuos Varsovia. No obstante, un repentino cambio de nombre en 1929 y un proceso judicial que encontraría enorme repercusión en la prensa al año siguiente, bastarían para grabarla a fuego, en la memoria colectiva, como Zwi Migdal.

    Serán el comisario Julio Alsogaray y el juez Rodríguez Ocampo –luego de varios intentos infructuosos por desarticular la organización de los rufianes– quienes, impulsando una controvertida denuncia presentada por Raquel Liberman, dan el primer paso de lo que terminaría por ser la rápida y estrepitosa caída de la Zwi Migdal. No es un detalle menor que esto ocurriera en 1930, año del quiebre institucional y ascenso de la primera dictadura militar en Argentina. El cambio se imprimía galvanizando las conciencias con un discurso xenófobo que buscaba identificar al culpable de la crisis mundial y los males de la nación. La amplia penetración que este análisis simple y reduccionista tuvo, en vastos sectores de la sociedad porteña durante la década infame, fue la llave que permitió producir algunos de los mayores actos y movilizaciones del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán fuera de la Alemania nazi de Hitler.

    Las huellas en el tiempo

    El ordenamiento legal con que se trató de encuadrar la sexualidad en la ciudad fue dejando, al igual que las capas estratigráficas, el testimonio de los diferentes comportamientos colectivos y las maneras con que el gobierno comunal ha luchado contra los llamados males sociales. Las dudas, temores y dispares interpretaciones que estos desataban fueron continua materia de discusión y tensiones.

    El Archivo del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires cuenta con una buena y bien catalogada cantidad de documentos relacionados con la prostitución en el siglo XIX. Allí se mezclan pedidos de habilitación, partes médicos, multas y denuncias con las que podemos seguir las huellas dejadas por los proxenetas en sus múltiples trámites municipales.

    En las instituciones judías, junto a la dificultad para conseguir documentación, se suma la autocensura. El desprecio que el accionar de los rufianes despertaba en el resto de la comunidad judía de Buenos Aires tuvo un peso tan significativo en su época que ha sido transmitido a las siguientes generaciones, consiguiendo que el tema, hasta el día de hoy, siga generando la repulsa y el silenciamiento tanto dentro de la historia familiar como comunitaria. Además, hay que considerar el atentado a la AMIA, que destruyó algunos de los pocos documentos custodiados referidos a la participación de judíos en el comercio sexual y la trata de blancas. Los intentos que desde el interior de la propia colectividad se generaron para luchar contra este mal se vieron coronados con el trabajo de la Sociedad Israelita de Protección a Niñas y Mujeres, conocida en el ámbito comunitario como Ezras Noshim. Con gran esmero se confeccionaron cientos de prontuarios de cada uno de los judíos asociados con la prostitución, se denunciaron sus negocios y se ofreció protección a sus víctimas. Sin embargo, hoy en día esta documentación es casi inexistente y así perdemos la oportunidad incomparable, no solo de conocer más sobre las características y el accionar de los proxenetas sino, particularmente, sobre el sacrificio y el esfuerzo de quienes, faltos de medios y huérfanos del apoyo oficial, decidieron enfrentar a la poderosa organización tenebrosa.¹

    En el repositorio documental de la Policía Federal Argentina, se puede tomar contacto con los Libros Copiadores de Notas. Estos voluminosos mamotretos daban cuenta de las novedades, ocurridas diariamente, en el radio de las manzanas custodiadas por cada seccional. Allí, con caligrafía no siempre clara, fueron quedando registrados los movimientos de hombres y mujeres que, en mayor o menor medida, fueron los gestores y organizadores del negocio de la prostitución. Las detenciones, sus señas particulares, la ubicación de sus locales, las disputas de poder y las relaciones que fueron trabando, han quedado expuestas con metódica escrupulosidad hasta en sus aspectos más mínimos.

    No obstante, nos quedaremos con el deseo trunco si esperamos conocer detalles de lo sucedido en la mayoría de las comisarías porteñas, ya que solo se conservan los libros correspondientes a las primeras cinco seccionales. El resto de la documentación fue destruido por las filtraciones que se sucedieron en los empobrecidos estantes donde se apilaban estos invaluables tesoros.

    Un breve comentario merece el tema de los prontuarios. Es sabido que muchos tratantes de blancas contaban con la complicidad de miembros corruptos de la fuerza, que se encargaban de borrar de sus antecedentes todo rastro de actividades ilícitas; o simplemente, como ocurrió en varios casos, los prontuarios eran robados del archivo policial. Al día de hoy, cuando se intenta consultar esta documentación, la Policía Federal Argentina refiere que es inexistente. Sin embargo, y contradiciendo lo anterior, la Oficina de Antecedentes es capaz de brindar datos de cualquier antepasado radicado en la ciudad, siempre que podamos probar nuestro vínculo familiar y justificar la necesidad de acceso a estos datos.

    A estas fuentes primarias se suma la siempre fértil lectura de documentos de prensa que, con cada nuevo hallazgo, nos aportan la mirada particular en el momento de los hechos. Una investigación exhaustiva realizada en archivos, bibliotecas, cementerios y a través del testimonio oral de familiares directos, ha tenido por objetivo despejar las citas recurrentes que, sin ningún grado de veracidad, se repiten desde un cuestionable y dudoso origen. Los datos inéditos que vamos a ofrecer vienen, por sobre todo, a proponer un debate acerca de supuestos que, reiterados en el tiempo, habían tomado la apariencia de verdades y ahora comienzan a modificar situaciones que se creían cerradas.

    Finalmente, debemos recordar que leyes y decretos del año 1936 ordenaron la destrucción de todo el material administrativo relacionado con la prostitución. Particularmente, el referido a la identidad de las mujeres, intentando de ese modo brindar cierto anonimato y permitir la reinserción a una nueva vida social y laboral.

    Los primeros años de la Sociedad Varsovia y su historia posterior se encuentran fragmentados en tantos cientos de piezas que, a falta de conectividad entre ellas, muchas veces se ha recurrido a inventar teorías o ficcionar sucesos que las relacionen. El ejemplo más paradigmático es el de Noé Trauman, presidente de la Varsovia. En la vida real, fue prestamista usurero y explotador de mujeres, pero el paso del tiempo y la poca rigurosidad histórica con que se ha abordado su caso lo convirtieron en precoz activista político, luchador libertario, esclarecido dirigente y figura cuasiliteraria, compartiendo tertulias con Roberto Arlt en la confitería Las Violetas. Esperando escapar a la tentadora posibilidad de reproducir las historias, solo por el interés superficial que su dudoso carácter épico despierta y descreyendo de las apariencias que en primera instancia parecen coincidir con el cúmulo de relatos que giran en torno al tema de estudio, hemos dedicado años de investigación en los cuales, durante largos períodos, el único resultado al esfuerzo era comprobar la inexistencia de muchos de los hechos que se daban por ciertos. Finalmente, la energía aplicada en cada investigación, ha tenido como consecuencia el descubrimiento de nuevos archivos y materiales, que si bien ayudan a cerrar una puerta o despejar una duda, también terminan planteando una mayor cantidad de interrogantes a resolver.

    Hoy brindamos este material y nuestra subjetiva mirada sobre los hechos que se analizan con el objetivo de aportar nuevos elementos de juicio para un tema que despierta constante curiosidad y mantiene vigencia hasta nuestros días. El deseo sincero que podemos confesar al escribir estas palabras es el de despertar el interés de los lectores en este controvertido capítulo de nuestra historia, construyendo juntos un puente de conocimientos que nos comunique con el pasado y nos dé los elementos para vislumbrar las consecuencias que, nuestras acciones como sociedad, tendrán en el futuro.

    ¹ En las primeras décadas del siglo XX, se conocía con la denominación de tenebrosos a los tratantes de blancas y a los proxenetas.

    Capítulo 1

    Buenos Aires, 1875

    La ciudad y su contexto

    Si algo caracterizaba a los prostíbulos más conocidos de la ciudad de Buenos Aires, no era la atención, ni el servicio que brindaban sino, más bien, los continuos alborotos que en ellos ocurrían y las molestias que provocaban en el vecindario. Curiosamente, no siempre era el mal elemento representado por vagos, ladrones y malandras el causante de tales escándalos. Una moda extendida entre los integrantes de la sociedad porteña en el gobierno o vinculados a ella eran las correrías nocturnas de los niños bien, destrozando instalaciones y concitando la atención paternalista de la autoridad policial.

    Así es como el comisario de la Seccional Primera comunica en junio de 1862 al jefe de Policía:

    Anoche como a las diez y media conduje al Departamento [de Policía] a los jóvenes Bartolomé Mitre, Benito Casal, Marcos Gómez, Domingo Sarmiento, Domingo Robusión y los oficiales Antonio Britos y Eduardo Britos por haber ocasionado los desórdenes y escándalos siguientes. Primeramente, vinieron por la calle Reconquista y rompieron los vidrios de las ventanas del lupanar de Adelaida N. número 167 y de allí siguieron hasta el de la calle [25] de Mayo y entraron en el número 198 donde pidieron cerveza, y porque no se les despachó empezaron el desorden, apagando una lámpara que había en la sala, y volteando una olla de comida que estaba en el patio en un brasero. En vista de este desorden mandó el dueño del lupanar a la mujer Gavina González a llamar a la patrulla y entonces el oficial Britos sacó la espada y con ella le tiró un palo al dueño de casa, huyendo enseguida todos para la calle en momentos que llegaba Gavina González con la patrulla, delante de la cual tiraron algunos palos a Gavina González. A la intimidación que se les hizo de hacer alto, contestaron algunos insultos y entre ellos Domingo Robusión que le dijo que les había de marcar bala. No fue posible hacerlos hacer alto por el Alcalde ni el Ayudante de Serenos de la sección pues siguieron por el bajo, llevando el oficial Antonio Britos la espada en la mano desenvainada. Mientras esto sucedía recibí aviso del desorden y acudí inmediatamente al bajo donde atajé el grupo.²

    Por las investigaciones que el comisario realiza, puede establecer que el mismo día y con anterioridad a los hechos narrados, la patota había estado en el lupanar de la calle del Parque número 44 causando similares destrozos y, además, escapando con cinco cuadros que robaron del lugar. También puede identificar al joven Mitre y a los oficiales Britos como los mismos que en días anteriores habían estado haciendo escándalo en el lupanar de Adelaida N. sin poder ser prendidos. La multa que se les impone, más allá del pago de los destrozos, es de 200 pesos para cada uno.

    Poco tiempo después y antes de finalizar el año, el lupanar perteneciente a Carmen Acuña, de calle Cerrito 247 y el ubicado en la misma calle al 123, de Magdalena Penchau, serían asaltados por un grupo compuesto por Manuel Giménez, Manuel Basavilbaso, Pablo Ramella, Eliseo Valdez y el oficial Alberú; pese a encontrarse cerrado el de Carmen, por haber concluido el horario de visitas, los mencionados jóvenes fuerzan la puerta y una vez dentro rompen vidrios, vajilla y muebles.³

    Al año siguiente, Bartolito, hijo aún descarriado del Presidente de la Nación y su buen amigo Dominguito, a su vez hijo del futuro presidente, acompañados por Beccar y otros que su estado de ebriedad no les dejará recordar, causan un descomunal desorden en el local de Reconquista 252 por lo que son detenidos unos instantes hasta que el pronto pago de la multa los exime de otros trámites.

    Algo más sórdidos en su aspecto y con una concurrencia menos atildada pero igualmente escandalosa resultaban ser los lupanares regenteados por Natalia Peralta, Gregoria Martínez, Ángela Acosta y Andrea Ríos. De ellas, el comisario O’Gorman que llegaría a ser jefe de la Policía decía: Estas mujeres viciosas incorregibles, son las célebres cuchilleras de los conventillos de la calle Córdoba.

    Es por estos rumbos donde los jóvenes y ardorosos soldados aprovechaban cualquier tiempo libre para escapar de sus obligaciones y tras ellos, en su búsqueda, llegaban sus superiores. Natalia, tal cual muestran los reportes policiales, era capaz de insultarlos con toda insolencia y desafiaba la autoridad militar haciendo esperar en la puerta de calle a los oficiales del ejército mientras los soldados, según su decir: pasaban visita con las muchachas completando el tiempo por el que habían pagado.

    Curtidas en el trato con el bajo fondo, no se dejaban intimidar con facilidad: La Parda Salomé (Córdoba 197), Carolina Andrade (Córdoba 133), Adela Pintos (Córdoba 188), Eugenia González, Tomasa Cortés, María Moris, Adelina Rodríguez (alias La Tigra) y Amelia Prudan (alias La Rubia Patria) eran, entre otras, de las más frecuentes ocasionadoras de escándalos. Eran hábiles en el uso del cuchillo, que sabían esconder entre los pliegues de sus ropas o llevar prendido en las ligas, y con reiterada frecuencia resolvían sus desavenencias a las trompadas o enfrentaban a los propios parroquianos con improperios y golpes a la más mínima queja de estos.

    Desde algunas casas como las de El Ñato José María Torres (Tucumán 242) o la de Bonifacio Domínguez (Maipú 136) donde trabajaban varias mujeres, hasta cafés, posadas, despachos de bebidas y las típicas tabaquerías, antecesoras de los actuales kioscos, se podía conseguir una variada oferta sexual. También, fueron numerosos los casos registrados de mujeres que atendían a sus clientes en las mismas piezas de los inquilinatos donde vivían. Asimismo, en varios prostíbulos, se registraba la presencia de niños y niñas: el pequeño de 7 años, hijo del rufián que regenteaba la casa pública cita en Temple 148. Otra niña de un año que vivía junto a su madre en el lenocinio de calle Esmeralda 109 y completaban el siniestro panorama tres nenas censadas como rameras, una italiana de 12 años en 25 de Mayo 104 y dos argentinas de 10 y 12 años que moraban en las secciones Segunda y Decimotercera respectivamente. Estos pequeños, expuestos a la presencia frecuente de los clientes, terminaban compartiendo una convivencia casi familiar entre las mujeres que allí trabajaban y sus visitantes.

    No había en la ciudad barrios netamente prostibularios y la diversidad de ofertas era tan amplia como el universo de potenciales consumidores. Las llamadas casas de citas, donde destacaban las de Leonor, Ramona, Máxima, Teodora, La Vieja Eustaquia o Petrona, eran conocidas por ofrecer lo que podría llamarse un servicio de encuentros. Allí, estas mujeres ofrecían a los concurrentes la compañía de jóvenes que aún no se dedicaban por completo al comercio sexual o al menos simulaban cierto grado de ingenuidad en sus actitudes. Luego de la presentación, la furtiva pareja solía concurrir a alguna posada o un hotel de pocas pretensiones. Entre las mujeres que mantenían estas prácticas era importante el número de aquellas que, sin caer en el ejercicio cotidiano que imponían las casas de prostitución, encontraban en esta modalidad part time, la manera de equilibrar sus ingresos. Estas casas, destinadas a un público selecto que buscaba discreción y estaba dispuesto a pagar grandes sumas por la candidez que suponían llegar a encontrar en las muchachas, ofrecían frecuentemente, para un grupo siempre importante de perversos visitantes, la lasciva presencia de niñas de corta edad. En algunos casos, las pequeñas eran conducidas al lugar por sus propias madres que las esperaban hasta una vez finalizado el servicio. En otros, llegaban fugadas o víctimas de secuestros. El doctor Benjamín Dupont, que durante años promovió la lucha contra la prostitución, relata algunas anécdotas en las que paseando por la calle era abordado por personajes que le ofrecían tarjetas de invitación como la siguiente: María G. invita a Ud. para una rifa de una joven de 13 años que tendrá lugar el domingo 6 del corriente a las 9 de la noche en San José num. 12. También, había recibido invitaciones a bailes y tertulias hechas en el reverso de fotografías de mujeres desnudas.

    Otro lugar destacado por aquellos años se encontraba en el número 35 de la calle Corrientes, allí funcionaba el lupanar de Concepción Amalla. El griterío que se reiteraba a diario solía mezclarse con los insultos y el llanto que evidenciaba el maltrato que recibían las internas. También, era frecuente que estas mujeres llamaran a los transeúntes aún cuando estos fueran acompañados por su familia. La molestia que causaban en el barrio motivó la queja de los vecinos, junto con el reclamo a la municipalidad para que la casa fuera clausurada. El órgano de gobierno dio curso a la solicitud y encomendó al comisario de la seccional correspondiente la inmediata clausura de aquel establecimiento ante la primera falta o alboroto que se produjera.¹⁰

    Sin embargo, nada de esto ocurrió y existe un revelador parte donde se da cuenta de las desventuras sufridas por el vecino de la casa lindera. Allí el comisario de la Seccional Primera decía: No tener conocimiento de desórdenes en dicho lupanar, sin embargo, Carlos Guertre, que vivía junto a dicha casa de prostitución se mudó de domicilio pues las rameras andaban completamente desnudas por las azoteas tratando de seducir a sus sirvientas, las que fueron varias veces presentadas por este señor, pero como el infrascrito no presenció nunca dichos escándalos no procedió contra ellas. Nos resulta curioso que, habiendo existido la directiva de la municipalidad para la clausura del lugar, las denuncias concretas y los testigos que las ratificaban, el comisario justificara su inacción por la razón de no ser, él mismo, testigo directo de los hechos que se le referían.¹¹

    Como vemos hasta ahora y así podría continuar la lista, todas las mujeres y los personajes vinculados al negocio eran de ascendencia española y en su mayoría criollos. Algún italiano, algún francés podrían mencionarse como excepción. Según el primer censo nacional, de 1869, había en la ciudad 185 mujeres autodefinidas como prostitutas y 47 rufianes para quienes trabajaban algunas de ellas. Seguramente que el número debe haber sido mayor al registrado, pero es de suponer que declararon otro oficio.

    Dos años más tarde y de acuerdo a un cuadro estadístico de la policía, se informaba de la existencia de 74 lupanares donde trabajaban 280 mujeres, mencionando a los 96 dueños con los eufemísticos términos de gerentes o directores. También, se indicaba un curioso dato referido al número de 501 visitantes, lo que suponemos, ya que no hay mención clara sobre el tema, que ha de haber sido la media diaria.¹²

    El diario La Tribuna comentaba sobre el particular:

    El número de casas (de prostitución) que se ocupa de tan infame tráfico es de 49. En esta cifra, no están comprendidas aquellas que sin ser ni más ni menos lo mismo que estas, no se pueden calificar de tales por la decencia aparente y engañosa que revisten. Tampoco está comprendida la numerosa cuartería que existe por decirlo así en determinadas calles; pocilgas inmundas donde el vicio y la corrupción es mayor y más repugnante. De manera pues que se puede calcular sin exageración en 150 el total de lupanares que tiene en su seno el Municipio.¹³

    Las estadísticas anteriores tuvieron lugar el mismo año en que el pánico se apoderaba de Buenos Aires. Si el cólera había golpeado fuerte en 1867 y 1868 y la fiebre tifoidea al año siguiente, fue la gran epidemia de fiebre amarilla de 1871 la más mortífera de la historia, llegando a poner en duda la supervivencia de la propia ciudad. Fue tan alto el número de muertos y el temor al posible contagio que los comercios cerraron, los servicios públicos se interrumpieron, los cementerios colapsaron y el presidente Sarmiento, junto con sus ministros abandonó la ciudad. De los casi 200.000 habitantes con que contaba Buenos Aires, 130.000 huyeron a Flores, Belgrano y algún otro pueblo cercano tratando de escapar a la epidemia. Barrios enteros quedaron desiertos. Un testigo de los hechos anotaba en su diario: La población huye, la inmigración se embarca. Terror, fuga. Reina el espanto.¹⁴

    Ante la aparición de los primeros síntomas los médicos clausuraban la casa quedando el resto de sus ocupantes encerrados y expuestos al contagio. Los cadáveres, en muchos casos, eran arrojados a la calle sin importar la causa del deceso y así se amontonaban esperando el paso del desgraciado carrero que, sin trámite ni contemplación, los apilaba con el resto de la carga mortuoria. Era tal la fatiga y el nulo conocimiento sanitario con que estos hombres cumplían su tarea que, en más de una oportunidad, los indigentes que purgaban su borrachera al abrigo de un zaguán fueron sobresaltados al despertar al pie de una fosa común.

    Una francesa de vida ligera, como solía decirse, se salvó de ser enterrada viva solo por la mirada atenta de los médicos. Ana Robles, ya dada por muerta y puesta en el cajón, reaccionó y salió del mismo cuando el carro estaba en la puerta de su casa para llevarla a enterrar.¹⁵

    En un solo día, llegaron a morir 430 personas por la epidemia. Al siguiente 501 y el que continuó, 10 de abril, 503. En el transcurso de cinco meses, el número total de víctimas fue de 13.725.¹⁶

    Por fin, con el mismo vigor y rapidez que los nuevos brotes crecen en un campo arrasado por el fuego, cuando lo peor de la crisis pasó, los porteños se entregaron con inusitado fervor a celebrar la vida. El entretenimiento, la diversión y algunos excesos fueron para muchos, nacionales e inmigrantes, una manera de sobrellevar las penas y el desarraigo.

    Contrariamente a lo que ocurría con la prostitución, que no estaba ni prohibida ni aceptada, solamente existía per se, para la realización de bailes públicos debían seguirse varios requisitos y a la vez cumplir con el pago de los impuestos correspondientes, por tal motivo, muchos cafés disponían de cuartos acondicionados para dar bailes sin que el sonido delatara su carácter clandestino a las autoridades. Allí, movidas por la música de un organito, unas pocas mujeres danzaban con los concurrentes a cambio del pago por cada pieza musical. La disparidad de sexos en el número de los presentes dio como resultado que los hombres, a fin de aprovechar la música que sonaba, tomaran como costumbre bailar entre ellos. Esta práctica, algo extraña en la ciudad, no debería sorprendernos, ya que para los pueblos europeos era una tradición extendida que los hombres danzaran juntos en bailes que exaltaban el valor y el heroísmo del grupo.

    Si la cantidad de hombres jóvenes y solteros ya era de por sí superior al número de mujeres, esta relación se acentuaba en este tipo de reuniones donde las mujeres que acudían lo hacían como trabajadoras danzantes o simplemente por divertimento del ala más orillera y amoral del género femenino. Lo que para el conjunto de la sociedad era caratulado como un entretenimiento inocente y razonable al ser practicado por el hombre, era visto como un comportamiento impensable para una mujer que se considerara honesta y seguramente, ninguna de ellas pondría en duda su moralidad concurriendo a estos peringundines.

    Lo mismo ocurría con las casas de prostitución, institución sui generis que ofrecía a los hombres la complacencia femenina en lo más variado de sus posibilidades y, por otro lado, aseguraba la castidad hasta el matrimonio para las mujeres de buena familia pues, continuando con los conceptos morales de la época, para las hijas de obreros o campesinos no se pretendían actos de tal fortaleza o pruebas de castidad, cosa que sí era de esperar en una mujer de la alta sociedad porteña.

    También, fueron muy concurridas las academias de baile, que contrariamente a lo que su denominación sugiere, no eran otra cosa más que locales a los que los hombres asistían con el único propósito de bailar sin ningún interés por el aprendizaje. Las mujeres que allí danzaban lo hacían por oficio más que por diversión, ya que, al igual que en los bailes clandestinos, prestaban su compañía a cambio del pago por cada pieza musical. Los bailes de La Pandora, en Reconquista 279, convocaban a más de 200 personas de diversas nacionalidades en cada reunión, las que estimuladas por la música y la bebida que se expendía en el local contiguo, formaban reiterados escándalos. Quejas de los vecinos y multas nunca pudieron poner fin a esta situación.¹⁷

    Según se desprende de los reportes policiales, para principios de la década de 1870, la principal actividad de la policía se centraba en contener los desbordes que se producían en bailes y prostíbulos. Ebriedad, alborotos y riñas eran cosa de todos los días y vale hacer notar que a las causas que en general provocaban estos hechos, hay que agregar la diversidad de idiomas y culturas que, con la creciente inmigración, comenzaban a ponerse en pugna dentro de los reducidos ámbitos donde los hombres jóvenes concurrían a entretenerse.

    La misma situación multicultural se daba en la policía, donde se hacía difícil encontrar postulantes para integrar el cuerpo y los pocos interesados que se acercaban, lo hacían con la experiencia de haber fracasado en otros intentos laborales. Resulta muy oportuno tener en cuenta que: de los 1895 policías con que contaba la fuerza, solo 332 eran argentinos, siendo 717 italianos, 659 españoles, 112 franceses y hasta 46 alemanes seguidos por pequeños grupos de otras nacionalidades. Con el pobre manejo del idioma, una casi nula formación profesional y asimilados a la policía por la necesidad más que por vocación, estos hombres trataban de mantenerse lejos de las grescas pues era poca la autoridad que de su presencia emanaba.

    Hasta 1872 la vigilancia policial solo se cumplía durante las horas del día, por la noche la responsabilidad quedaba en manos del Cuerpo de Serenos. Si los policías infundían poco respeto por su falta de compromiso y preparación, había que bajar un escalón aún y raspar del fondo del pozo social el lumpenaje necesario para completar las filas de la vigilancia nocturna. Los serenos, sencillamente se confundían con el elemento antisocial. Criollos hábiles con el cuchillo y de carácter violento, eran ellos, en cantidad de casos, los causantes de los mayores problemas. Su extracción marginal los llevaba a ver en los policías al peor de sus enemigos. Fue necesario disponer de una hora de diferencia en los cambios de guardia para evitar los enfrentamientos que entre las dos facciones se sucedían por las mañanas.¹⁸

    En un barrio que por aquella época podía considerarse como parte de los arrabales de la ciudad, fueron creciendo, favorecidos por la cercanía del Parque de Artillería y la terminal ferroviaria, una serie de focos comerciales dedicados al vicio y la degradación. Comprendido por las calles Lavalle, Uruguay, Tucumán y Talcahuano, donde hoy se levanta el Palacio de Tribunales, se encontraba el mencionado Parque de Artillería. Tan relevante era su existencia para la zona, que la primera de las calles nombradas se llamaba Parque en aquel entonces y de igual manera se conocía a la plaza que estaba frente a su entrada. Este nombre lo conservará hasta 1878, cuando se le instituye el de Plaza General Lavalle. La terminal ferroviaria, perteneciente al Ferrocarril Oeste, se levantaba en la actual ubicación del teatro Colón y se llamaba, como es de esperar, estación Parque.¹⁹

    Dado que el afincamiento de los primeros judíos, y en especial los dedicados a la trata de blancas, se realizó en las cercanías de plaza Lavalle y fue varios años anterior al de Balvanera (Once), este sector de la ciudad tiene una consideración especial tanto en esta pequeña reseña como en los capítulos que la continúan. Así, por ejemplo, en el barrio de San Nicolás, cercano a la calle Córdoba, donde existía un límite impuesto por la naturaleza que en los días de tormenta hacía imposible el tránsito, fueron instalándose varios de estos locales. El Tercero del Medio era un pequeño arroyuelo que nacía en las inmediaciones de plaza Lorea y rumbeaba el último tramo de su recorrido buscando el bajo por Viamonte, Suipacha, Córdoba y Paraguay hasta la bajada final de la calle Tres Sargentos. Tenía tal fuerza en su caudal en época de lluvias, que hasta las grandes carretas que llegaban del norte debían cambiar su recorrido producto de las inundaciones que causaba el serpenteante curso. La situación se acentuaba, aún más, con el desnivel existente entre las veredas y la calzada, que usualmente sobrepasaba el medio metro y convertía a las calles en verdaderos canales venecianos, que solo se diferenciaban de los europeos por la estacionalidad de las inundaciones y la inclinación del terreno que le otorgaba una fuerza incontenible a la

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