Como un diamante
Por Jacqueline Baird
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Al darse cuenta de que la bella Liza Summers trabajaba para el principal sospechoso de un caso de robo de diamantes, Nick Menéndez decidió encargarse del asunto personalmente y proteger a Liza. Pensó que la manera más sencilla de descubrir la verdad y proteger a aquella encantadora mujer era llevársela a la cama.... e intentar que se quedara allí hasta saber si estaba implicada en el caso.
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Como un diamante - Jacqueline Baird
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Jacqueline Baird
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Como un diamante, n.º 1466 - abril 2018
Título original: At The Spaniard’s Pleasure
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-203-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
EN un gesto de irritación, Nick Menéndez apretó las manos al volante del todoterreno que acababa de alquilar en el aeropuerto. Tenía previsto haber llegado a Lanzarote antes de las nueve, pero se había retrasado, incluso a pesar de volar en su jet privado, porque a su llegada no había ninguna pista disponible. Iban a rodar cabezas… Nick era de los que siempre conseguían lo que querían en el momento en que lo querían, y no le hacía ninguna gracia que nada ni nadie le hiciera sentirse frustrado. Pero debería haberlo supuesto, pensó tensando los labios. Todo lo relacionado con Liza Summers acababa siempre resultándole frustrante de un modo u otro…
Claro que, si era sincero consigo mismo, tenía que admitir, por mucha rabia que le diera, que en realidad su frustración no era culpa de Liza. Habían sido grandes amigos hacía ya muchos años, hasta que la encontró besándose con otro y no supo cómo reaccionar. Ahora se daba cuenta de que aquello lo había puesto terriblemente celoso porque siempre había deseado ser su primer amante; aunque entonces él ya estaba prometido con otra mujer y no había podido hacer nada al respecto.
Ahora Liza había vuelto a su vida. La noche anterior, Nick había encontrado su nombre leyendo un informe de uno de sus negocios, una empresa de seguridad que estaba haciendo un trabajo para un viejo amigo.
El mes anterior Carl Dalk, un compañero de la universidad cuya familia era la propietaria de una mina de diamantes en Sudáfrica, se había puesto en contacto con él para pedirle ayuda, cosa que Nick le había garantizado inmediatamente. En su época de estudiantes, un día habían ido juntos a hacer rafting y, durante el descenso del río, Nick había caído de la barca quedando inconsciente. Carl lo había sacado de entre los rápidos sin dudarlo un segundo, así que le debía la vida a aquel hombre. Y, aunque en la actualidad no se veían muy a menudo, ambos se consideraban muy buenos amigos.
Nada más terminar la universidad, Nick se había unido al negocio familiar, un pequeño pero prestigioso banco mercantil español que, a lo largo de los años, se había convertido en el enorme grupo de empresas multinacionales que era en la actualidad. Carl era una de las pocas personas que sabía que una de esas empresas era una discreta agencia de seguridad. Dicha agencia había intervenido ya en multitud de investigaciones de toda índole, tanto en España como en el extranjero.
Carl había recurrido a su viejo amigo tras haber sufrido dos robos de diamantes en su mina. Lo más curioso era que, después de calcular el valor de las piezas robadas, los ladrones habían vuelto a ofrecérselos a la compañía de seguros de Carl a la mitad de su precio real.
La aseguradora había accedido a pagar con la intención de atrapar a los malhechores y contando con el apoyo de la policía. Sin embargo el plan no había funcionado: en ambas ocasiones los ladrones habían conseguido escapar después de vender los diamantes.
El negocio de Carl se encontraba en una situación muy comprometida a causa de la llegada de diamantes baratos procedentes de Rusia y de la invención de diamantes artificiales. Cuando las ganancias de la empresa estaban más bajas que nunca, había habido un tercer robo… Así que Nick le había ofrecido prestarle ayuda económica además de poner a su disposición su agencia de seguridad.
Mientras leía el último informe, Nick había tenido la seguridad de estar en el buen camino para atrapar a los ladrones… justo entonces se había topado con el nombre de Liza Summers. Inmediatamente había llamado al director de la agencia de seguridad y había descubierto que aquella mujer no era otra que «su» Liza Summers, la hija de la mejor amiga de su madre.
Nick había prometido pasar todo el fin de semana en España para acompañar a su madre a varias fiestas de celebración de las bodas de oro de su tío Tomás. Pero entonces, Nick había decidido sustituir al hombre que se encontraba al frente de la investigación en Lanzarote. Si alguien iba a interrogar a Liza Summers iba a ser él. Llevaba seis años sin verla, pero le resultaba muy extraño que su antigua amiga hubiera cambiado tanto como para verse implicada en aquellos robos, tal y como sugería el informe.
Esa era la razón por la que se encontraba atrapado en el aeropuerto de Arrecife, esperando a que un enorme grupo de turistas cruzara la calle que iba del aparcamiento al aeropuerto. Normalmente le encantaba visitar Lanzarote, también conocida como La Isla de los Volcanes. El paisaje era surrealista, una pequeña isla plagada de volcanes, cuyos cráteres y ríos de lava petrificada le daban un aspecto casi lunar. Nick tenía una casa situada a las afueras del Parque Nacional de Timanfaya, un lugar privilegiado donde también poseían residencias varios jeques árabes. Era el sitio perfecto para relajarse y hacer lo que quisiera lejos de la mirada del público. Pero esa vez era diferente, pensó Nick con tristeza y con una rabia que iba en aumento cada vez que pensaba en lo que le esperaba.
Su dura mirada se detuvo en el pequeño café situado al lado de la parada de taxis, donde había otro atasco que le impedía continuar. En una de las mesas de dicho café, había una mujer de largo pelo rubio. El cabello recogido dejaba adivinar un atractivo perfil; un cuello largo y unos pechos firmes cubiertos por una camiseta de algodón azul. Sin poder apartar los ojos de ella, Nick admiró sus esbeltas piernas…
De pronto todo su fuerte cuerpo masculino se puso en tensión. ¡Bien! Parecía que la información que le habían proporcionado era correcta, pensó con irónica satisfacción.
Carl había conseguido localizar a los ladrones con la ayuda de la policía sudafricana, que los había seguido por toda África hasta llegar al desierto del Sáhara, donde descubrieron que habían cruzado por mar hasta la isla de Lanzarote. Allí habrían podido atrapar a los ladrones, pero eso no era lo que Dalk quería, lo que él quería era detener al cerebro de toda la operación.
El informe que Nick había leído la noche anterior explicaba cómo todas las pesquisas habían llevado a los investigadores hasta un tal Henry Brown, que había llegado a Lanzarote hacía un par de días acompañado de su secretaria.
Por mucho que se esforzara, Nick todavía no conseguía hacerse a la idea de que la secretaria de aquel tipo no fuera otra que Liza Summers. La niña que había conocido a los ocho años se había convertido en la hermosa mujer que estaba ahora sentada en la terraza de la cafetería como si no hubiera nada en el mundo que la preocupara lo más mínimo… Pero, aunque ella no lo supiera, eso estaba a punto de cambiar.
La noche anterior, después de leer el mismo informe que él, le había llamado Carl Dalk eufórico ante las evidencias de que estaban a punto de echarle el guante al responsable del robo. Solo les faltaba averiguar quién había sido su conexión en Lanzarote. Aunque estaba todavía demasiado impresionado por haber visto el nombre de Liza relacionado con tan sucio asunto, Nick se había apresurado a convencerle de que le permitiera encargarse del tema personalmente.
Estaba claro que tenía un grave conflicto de intereses: apoyaba a Carl sin reparos, pero al mismo tiempo no quería creer que Liza Summers estuviera envuelta en una trama de robos y chantaje. Y si, por desgracia, resultaba ser cierto, tenía muy claro que intentaría al menos mantener su nombre alejado de la prensa. Se lo debía a la amistad que unía a sus familias y a la encantadora niña que había sido en otro tiempo.
Observándola una vez más se dio cuenta de que ya no había nada de niña en aquella mujer… De pronto Nick tuvo que admitir que la idea de interrogar a la bella Liza había empezado a resultarle tentadora. Y, al verla quitarse la gafas de sol, no le quedó ninguna duda de que era ella. Era Liza Summers…
Le sorprendió la reacción instantánea de su cuerpo; hacía mucho tiempo que no respondía de manera tan espontánea a la mera presencia de una mujer. De hecho, Nick Menéndez era conocido por su frialdad y control sobre sí mismo, seguramente por eso se sentía traicionado por su cuerpo. El hecho de haberla encontrado tan rápidamente era un verdadero golpe de suerte, el primero de todo el día. Un encuentro accidental era mucho mejor que la opción de llamarla al hotel donde se alojaba. Llevaba seis años sin ver a aquella mujer y tenía que reconocer que estaba aún más bella de lo que la recordaba; al menos por fuera, pensó sin poder quitarse de la cabeza la misión que lo había llevado hasta allí.
Así que aparcó el coche en el lateral de la carretera y salió a su encuentro.
–¡Liza!… ¡Liza Summers!
Liza dejó la taza de café encima de la mesa, aquella voz profunda la hizo ponerse a temblar. «No, por favor». No era posible que aquello estuviera sucediendo. No había oído esa voz desde que era un adolescente y ahora, en aquella pequeña isla en medio del océano Atlántico, retumbaba en su cabeza como un fantasma del pasado.
–Me ha parecido que eras tú.
Una sombra alta y oscura se puso delante de ella tapándole el sol. Los ojos se le quedaron a la altura de unos fuertes muslos masculinos cubiertos con pantalones tejanos. Liza tragó saliva antes de levantar la cabeza muy despacio; la cintura dejó paso a un pecho ancho. La camiseta negra que llevaba dejaba adivinar todos y cada uno de sus músculos.
Por fin lo miró a la cara y, al hacerlo, notó cómo el corazón le revoloteaba dentro del pecho. Su rostro estaba a la sombra, pero habría