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Terminal
Terminal
Terminal
Libro electrónico589 páginas7 horas

Terminal

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Información de este libro electrónico

Después de que los médicos le dijeran que estaba perdiendo la batalla contra el cáncer, Minnie decide mudarse a la última habitación disponible del Madre Nieve, un hospital para enfermos terminales de Hamburgo, Alemania, con el fin de hacerle frente a las preguntas más incontestables de la vida. Este hospital terminal es como un hotel en el que los huéspedes van a morir. No pasará mucho tiempo hasta que Minnie se dé cuenta de que la muerte no es el único misterio que existe en el Madre Nieve: cada uno de los residentes esconde un oscuro secreto. Mientras su fin se acerca, empieza a sospechar que quizá los fallecimientos que acontecen no son tan naturales como puede parecer a simple vista. Pero, ¿quién se molestaría en cometer un asesinato en un lugar en el que la propia muerte es una conclusión ineludible? Con un asesino pisándole los talones y el tiempo corriendo en su contra, Minnie se jura a sí misma resolver el crimen antes de decir su último adiós.

Contada con un humor y una naturalidad sorprendentes, Terminal es una novela de misterio ambientada en un lugar inesperado en el que la muerte plantea el mayor enigma de todos.

IdiomaEspañol
EditorialMike Powelz
Fecha de lanzamiento25 oct 2017
ISBN9781547507344
Terminal

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    I wanted to wait for awhile before I posted a review on this one. There are so many elements and the novel is so very thought provoking that I needed to sort it out in my head.
    The premise of the novel is unique and interesting. An elderly woman is told she has weeks or months left to live. It is suggested that she live out her final days in a hospice for those needing end of life care. The catch is that when she arrives she realizes that there is a killer loose so she decides to play Miss Marple to solve the mystery and save the day before she dies.
    As I said, the book is very unique with the subject matter and I had the impression that the author (who is actually in the story along with his family members) has first hand knowledge of hospices.
    There are two elements to the story. One deals with hospice care and the other with murder. I found that the two did not seem to blend very well and at times I felt like I was reading two novels in one. The fascinating part is that I was interested in both subjects so I did not mind switching from one subject to the other at all. Usually I would be put off by a novel that does this but in this case, it worked very well. Death can be a very daunting and depressing subject so the "intermission" with the murder investigation was a welcome respite.
    One things this novel has is a plot twist. I love a good plot twist and I found the author pulled it off beautifully. It actually ties the book together and I ended up giving a higher star. I found the book well written and a very interesting read.

Vista previa del libro

Terminal - Mike Powelz

Terminal

Un hospital para enfermos terminales. Doce pacientes. Un asesino.

Una novela de suspense

de

Mike Powelz

Introducción de Mike Powelz

––––––––

A mi querido lector:

Un asesino que acecha en la noche mientras todo el mundo duerme.

Un gato que huele la muerte.

Doce personas que temen por su vida.

Bienvenidos al Madre Nieve, un hospital para enfermos terminales que tiene dos caras.

––––––––

Durante el día, el interior del centro presenta una atmósfera agradable y luminosa. Además, está situado en el corazón de uno de los barrios con mayor ambiente nocturno de Hamburgo. A su alrededor hay infinidad de discotecas, casinos y tiendas eróticas. Pero, al caer la noche, algo sucede: una figura misteriosa con aspecto de niño se desliza rápidamente por los pasillos del edificio.

Minnie es una enferma en estado terminal que se instala en una de las habitaciones del Madre Nieve. Allí conocerá a los otros residentes: una pareja de lesbianas, un masón, una miss, un expolítico, y otras personas extravagantes. Cada uno de los huéspedes esconde un oscuro secreto. De repente, tres personas mueren de forma misteriosa: una pareja de ancianos es encontrada sin vida en su cama, y otro de los enfermos yace muerto debido a una asfixia. Entonces Minnie se da cuenta de que los residentes de este hospital para enfermos terminales van a morir a manos de un misterioso asesino en serie, al igual que en la novela Diez negritos, de Agatha Christie. La suerte no está del lado de la anciana y, aunque haya visto en varias ocasiones a la espantosa figura, la policía no la tomaría en serio porque no consideraría que lo que se está cometiendo es un crimen. Además, el asesino tiene algo a su favor: está prohibido realizar la autopsia a los cadáveres en un hospital para enfermos terminales.

Los acontecimientos tienen lugar en una dramática carrera contra el tiempo: el astuto asesino está cada vez más cerca de Minnie y ella se encuentra cada vez más débil. El enfrentamiento final tendrá lugar en el lecho de muerte de Minnie.

––––––––

Un increíble hotel de lujo en el que mueren los pacientes.

Un enfermo puede establecerse de forma voluntaria en un hospital para enfermos terminales si los médicos han decidido que no existe cura posible para el paciente y si todavía le queda un determinado tiempo de vida, debido a un cáncer, al sida o a alguna otra enfermedad.

Un hospital para enfermos terminales es básicamente como un hotel. No es tan lúgubre como puede sonar. ¿Batas blancas? Ni rastro. ¿Mascotas? Las que quieras. ¿Un horario de visitas fijo? No. ¿Conciertos de piano y otros eventos? Claro. ¿Hacer check out e irte? También es posible.

Por supuesto que hay diferencias con respecto a un hotel normal. Al fin y al cabo, los huéspedes mueren en este hotel terminal. En el Madre Nieve hay más sinceridad que en cualquier otro lugar. Por ejemplo, cuando los residentes comen juntos o asisten a algún evento especial, confiesan datos personales acerca de ellos, ya sea su procedencia, sus secretos más oscuros, sus errores o cómo se engañan a ellos mismos. A veces cuentan más cosas a gente que acaban de conocer que a su propia familia.

Cuando mi padre fue a un hospital para enfermos terminales, mi madre y yo estuvimos cuatro semanas a su lado. Más tarde, escribí varios artículos sobre los enfermos del Leuchtfeuer, un hospital para enfermos terminales de Hamburgo, situado en el barrio de Sankt Pauli. Los acontecimientos de Terminal también tienen lugar en esta ciudad, en un hospital para enfermos terminales ficticio. Tanto la trama como los crímenes y todas las personas que aparecen en el libro forman parte de mi invención (más acerca de esto en la tercera parte del epílogo). Solo hay siete excepciones: mi padre, mi madre, mi hermana y yo aparecemos como personajes dentro de la novela, del mismo modo que Ursula Demarmels, la famosa experta en espiritualidad y vidas pasadas. También estarán en la novela su marido y un vagabundo ya mayor llamado Rudi Weiss. La historia de la muerte de mi padre sucedió tal y como plasmo en la novela.

Sin embargo, este libro es, por alguna otra razón, todavía más especial. En Terminal, todo gira en torno al tema de la muerte vista como un viaje o una aventura. Para ello, me baso en conversaciones que he tenido con pacientes del hospital, enfermos terminales y sus familiares, psicólogos, enfermeros, etc. También es cierto que estas conversaciones han sido dramáticamente ampliadas. Además, muchos de los hechos y acontecimientos que subyacen en la novela surgen tras mi investigación en libros y artículos acerca de la muerte y los cuidados paliativos.

Esta novela de suspense es realmente un manual de instrucciones —que no todo el mundo conoce— para afrontar la muerte. Terminal te liberará del gran miedo a la muerte y te servirá de ayuda en caso de que tus padres, pareja o incluso tú mismo queráis o debáis instalaros en un hospital para enfermos terminales.

Tal vez gracias al libro, no te parezca tan mala la idea de hacer un donativo a algún centro de cuidados paliativos o de apadrinar un enfermo. Piénsalo, solamente tenemos un padrino cuando llegamos al mundo. ¿Por qué no tenerlo también al final de nuestras vidas? Es una buena idea. Si después de leer Terminal tienes ganas de hacerle compañía a una persona que vaya a morir o de ver cómo es un hospital para enfermos terminales desde dentro, no lo dudes más y hazlo.

Aunque cueste entenderlo ahora, la experiencia de ayudar a alguien en los últimos momentos de su vida embellece la tuya y le da más sentido. ¿Por qué? Porque puedes aprender cómo vivir mejor y cómo evitar cometer los errores fundamentales de los que la gente se arrepiente cuando ven la muerte cerca. Eso te lo aseguro.

Casi todo el mundo ve copos o partículas brillantes cuando está muriendo. Si quieres entender el significado de este fenómeno, deberás acompañar a Minnie, la protagonista de este misterio, hasta el final, para descubrir junto a ella a su verdadero amor.

Espero que te guste Terminal.

Mike Powelz

Introducción de Antonia Rados: muerte con alas

––––––––

En Afganistán, donde conocí a Mike Powelz hace unos años mientras estaba destinado, existe el siguiente proverbio: «Solo hay dos días importantes en la vida de un hombre: el de su boda y el de su muerte».

Debido a los conflictos que hay actualmente en el país, el tiempo de vida de un afgano o afgana antes de su segundo día más importante es normalmente breve. Además, es vivido con incertidumbre y crueldad. Para los hombres, la guerra significa sufrir una muerte violenta. Las mujeres, por otro lado, se ven obligadas a casarse y a acabar con sus vidas de otra forma: inmolándose.

Tal tragedia se hizo presente cuando Mike Powelz y yo estábamos en la ciudad afgana de Herat. Una mujer llamada Gululai estaba muriéndose en un hospital. Era joven y hermosa, pero la suerte no estaba de su lado. Tras una semana, murió debido al gran dolor que ella misma se había provocado. Se había rociado con gasolina.

Un reportero no llega a acostumbrarse nunca a la muerte, y mucho menos cuando se trata de la muerte de una joven. Cada vida que se pierde te deja enormemente impactado. Y, a veces, reina el silencio, como cuando estábamos Mike Powelz y yo en el patio del hospital. ¿Cómo debe uno actuar al experimentar una muerte lenta y segura? Y, aún peor, ¿cómo se debe actuar en un país en el que el día de tu muerte está visto como una fecha tan importante?

Estas eran preocupaciones superficiales en cuanto a diferencias culturales.

En el entierro de Gululai pude ver, apartado del resto, a su tío. Parecía un Moisés con esa postura rígida y esa barba abundante. Por lo que escuché, siempre había tratado bien a su sobrina. Entonces, se puso frente a mí y me dijo que su sobrina ahora estaba con Alá. Alzó las manos al cielo y empezó a llorar.

A pesar de que no sea muy religiosa, eso me conmocionó. Estuve a punto de llorar con él. Este hombre había encontrado otra interpretación para la muerte de Gululai. La había hecho más soportable. Le había dado alas a la muerte, si es que se interpretaba de esa forma.

Necesitamos esas alas. Como dijo una vez el poeta francés, Paul Éluard: «La gente necesita la poesía en su vida».

Y en la muerte, se podría añadir también.

Sobre todo, cuando uno se está muriendo.

En la novela de Mike Powelz, la poesía recibe su debida importancia. Terminal le enseña a alguien como yo, que conoce mejor Afganistán que Europa, que no somos tan diferentes los unos de los otros. Vivimos de manera distinta, pero, a la hora de la muerte, todo es igual de terrible.

Saber que el dolor debe significar algo más que simplemente sufrimiento es una verdad universal. Y, aunque cada vez más gente joven muera allí, también hay jubilados con y sin pensión. De su cuidado se encarga la familia, y, cuando decimos familia, no solo nos referimos a padre y madre, sino también a los incontables tíos y tías, abuelos y abuelas... No sería una verdadera familia si todos estuvieran bien del todo y contentos con la situación.

Es raro escuchar que un anciano muera de inanición o por el frío en Afganistán. Esos serán seguramente los menos afortunados que no tienen familia.

Mike Powelz ha hecho buenas observaciones y así se puede apreciar en su novela. Vemos los hospitales para enfermos terminales como residencias que han pasado a ser parte de nuestra familia, ya que cuidan de nuestros padres, madres, tíos y tías, etc., puesto que no existe ese modelo de familia extendido de antes. En un hospital para enfermos terminales, la gente llora, ríe, odia y ama, justo como en una familia afgana. Sin embargo, hay una diferencia: aquí no hay ningún Moisés que alce las manos al cielo con lágrimas en los ojos. Quizá alguien podría importar a algún tío afgano a nuestros países.

––––––––

Antonia Rados, nacida en 1953, es una periodista austríaca y tiene un doctorado en Ciencias Políticas. Su carrera televisiva se inició con retransmisiones desde Washington, D.C. para la Austrian Broadcasting (ORF). Luego estuvo trabajando para la cadena alemana RTL y se dio a conocer gracias a su reportaje en directo desde Bagdad durante la Guerra de Irak.

Ha recibido diversos premios, como el de reportera de guerra o el premio Hanns Joachim Friedrichs por periodismo televisivo en 2003. En 2012 llevó a cabo una de las últimas entrevistas exclusivas con el exdictador de Libia, Muamar el Gadafi. Actualmente, Antonia Rados vive en París.

Introducción de Ursula Demarmels

––––––––

Nuestro primer aliento de vida nos conduce también al último y, mientras tanto, se materializa la vida en este mundo. Como experta espiritual en vidas pasadas, sirvo de guía para que las personas encuentren sus antiguos yos y vean las formas en las que murieron. Además, también experimentan qué les sucedió una vez liberados de la cárcel del cuerpo. Las almas viajan al más allá hasta que renacen de nuevo en forma de otra persona. Todos podemos aprender mucho sobre nuestra vida de esta forma. Podemos vivir con más afecto, placer, creatividad, amor y, además, superar el miedo a la muerte. Pude guiar a Mike Powelz en su viaje interior y escribió acerca de ello en la revista Hörzu.

Me hizo mucha ilusión que Mike me dijera que la inmortalidad del alma, la reencarnación y la búsqueda de significado en la vida iban a jugar un papel tan crucial en su novela. Al mismo tiempo, también fue una sorpresa —y algo a lo que una debería acostumbrarse— aparecer como uno de los personajes de la novela —en el papel de guía espiritual, ¿cómo no?— junto a mi marido y a nuestra gata.

El concepto de hospital para enfermos terminales ha sido familiar para mí desde que era pequeña, ya que mi madre era amiga de la hermana de Elisabeth Kübler-Ross, la psiquiatra americana y experta en la muerte y en el proceso de morir. Mi madre me lo había explicado todo acerca de la obra de Kübler-Ross. Años más tarde, se lo conté a mi marido, Gerhard, que impulsó algunas alternativas en cuanto a cuidados paliativos en Salzburgo y también una opción interconfesional para el hospital de allí: se habilitó una habitación en la que los seres queridos podían despedirse en paz y tranquilidad. Gerhard se encontró con una dura resistencia para lograrlo. Incluso en el hospital, el tema de la muerte se quería evitar fuera como fuera.

Aquí en la cultura occidental intentamos omitir el concepto de la muerte hasta que no se puede bloquear más, ya sea porque es nuestro fallecimiento o el de alguien cercano.

La muerte puede llegar rápidamente y sin previo aviso, o también, como en el caso de las enfermedades que no tienen cura, nos hace enfrentarnos a ellas. El dolor y la idea de que nuestra propia existencia pueda desaparecer para siempre mientras se deja atrás tantas cosas y a tantos seres queridos —una mascota también es un ser querido— pueden hacer de tus últimos días de vida un auténtico infierno. El trabajo de un hospital para enfermos terminales es contrarrestar esto. Los cuidados que se utilizan en un centro de cuidados paliativos aseguran que los últimos días de vida en este mundo sean vividos de la mejor manera posible de forma que, cuando todo llegue a su fin, los enfermos se puedan ir en paz.

La novela de Mike Powelz nos sumerge en un hospital para enfermos terminales y nos muestra los detalles, casi como si fuera el propio lector quien estuviera allí, de cómo viven los residentes y sus responsables esta última etapa de vida-muerte. Veremos detalles en cuanto a qué les emociona y qué es lo más importante para ellos en la vida por encima de todo. Esta excepcional novela no solo está llena de suspense, sino también de muchas enseñanzas. Trata muchos temas considerados tabú por la sociedad y los pone en el punto de mira. El libro absorbe a todo aquel que lo lee y le muestra la parte más profunda de uno mismo. Estoy convencida de que Terminal puede transformar y animar al lector a replantearse la vida de otra forma. Simplemente se deberá considerar un nuevo rumbo para la vida, en el que la represión, la diversión innecesaria y tanto empeño por conseguir dinero y poder se cambien por más tolerancia, principios morales, compasión, despertar espiritual y una conexión feliz con uno mismo. Así es cuando de verdad se mejora con los demás y con los animales.

Les deseo lo mejor.

Ursula Demarmels

––––––––

Oriunda de tierras suizas, Ursula Demarmels vive en el distrito de los lagos de Austria, cerca de Salzburgo. Ha trabajado durante más de treinta años como experta espiritual en vidas pasadas y como mentora de seminarios. Su programa de televisión alcanzó y superó la cifra de 30 millones de espectadores, y su libro Who Was I in a Previous Life? es ya una obra de referencia del género. Ursula fue la primera europea graduada en el Dr. Michael Newton’s Institute for Life between Lives Hypnotherapy en Estados Unidos. Para ella, lo más importante es utilizar esos conocimientos espirituales que tiene con fines humanitarios para lograr una existencia más armoniosa entre seres humanos, animales y naturaleza.

Prólogo

––––––––

Gustav Sonnleitner murió el 31 de octubre.

A pesar de tener tan solo cuarenta y seis años, todo aquel que le había dado de comer, cambiado pañales o limpiado el vómito durante sus últimos siete días de vida ahora suspiraba aliviado.

Katharina Schulz tomaba aire mientras abría la ventana de la habitación en la que Gustav había fallecido, la misma habitación en la que su cadáver encogido y amarillento había estado tendido durante doce horas. Ella se alegraba por él. Ya se acababa su sufrimiento.

El ama de llaves no hizo ademán de santiguarse ni de empezar a rezar. En su lugar, cogió una silla y la acercó a la cama para observar el rostro del difunto. Katharina no había coincidido mucho con el enfermo mientras estaba vivo. Su trabajo consistía en comprobar que el personal limpiara a fondo los restos de comida del suelo.

Ahora todo estaba limpio.

Gustav ya no volvería a vomitar nunca más. Tampoco tendría más ese gesto atormentado. La muerte había transformado su rostro, como sucede siempre cuando alguien fallece.

Katharina Schulz llevaba supervisando durante diecisiete años que cada una de las doce habitaciones del Madre Nieve proporcionara a los pacientes una atmósfera limpia y estéril. La suciedad y los gérmenes eran sus peores enemigos. Si había algo que le habían enseñado los años de experiencia, era que no existía nada que pudiera hacer más duros esos últimos instantes de vida —y el consecuente proceso de muerte— que las bacterias y los virus.

Sin embargo, independientemente del esfuerzo de Katharina, Gustav murió sufriendo, siendo consciente completamente de todo el proceso en esa larga batalla contra la muerte. Su hermana, que vivía en Viena, sacó al enfermo de sida de su sucio apartamento la semana anterior a su fallecimiento y lo llevó al Madre Nieve. Gustav, a pesar de medir uno ochenta y ocho, pesaba tan solo treinta y nueve kilos en el momento en el que llegó al centro. Su demacrado cuerpo estaba resistiéndose firmemente a la transición hacia un, con suerte, mundo mejor.

Había hecho esfuerzos para mantener un ojo abierto hasta el último segundo. El compañero del turno de noche de Katharina le había estado cogiendo la mano a Gustav durante la hora en la que falleció.

Todos morimos de la misma forma en la que hemos vivido.

Este era uno de los tantos pensamientos pre mortem que Katharina escuchaba con bastante frecuencia en el hospital. El propio Gustav había vivido, como se detallaba en el archivo del paciente, una vida de desenfreno basada en alcohol, drogas y sexo que lo condujo a una muerte rápida por contraer el VIH o, dicho de forma más correcta, debido a una grave infección de pulmón causada por una insuficiencia en el sistema inmunológico.

Katharina se sentía mal con tan solo pensarlo. ¡Como si una vida de placeres sexuales tuviera que ser castigada al final! Prefirió quitarse ese cliché de la cabeza y pensar en otra cosa. En su opinión, Gustav intentaba mantener un ojo abierto y aferrarse a una vida de sufrimiento por el simple hecho de que todavía no estaba listo para morir. No se podía ir porque había algo que cargaba sobre su conciencia.

La encargada sabía que si los enfermos no habían dejado arreglados todos sus asuntos mientras vivían, luego tendrían una muerte más dolorosa.

Tú eras uno de esos asuntos.

Katharina no podía quitarse ese pensamiento de la cabeza. Quizás en su lecho de muerte Gustav estaba esperando una última visita por parte de un antiguo amor; quizás un amor del que se deshizo cuando estaba en el punto más decadente de su vida. Quizás esperaba unas últimas palabras o fundirse en un cálido abrazo. Quizás esperaba alguna expiación. Quizás, quizás, quizás.

Todavía no había venido nadie.

Hasta ahora.

La hermana de Gustav estaba en el piso de abajo, en la entrada. Acababa de llegar de Viena, muy bien vestida. Estaba esperando a que Katharina le diera las pertenencias de su hermano para incinerarlas junto a su cadáver. El difunto tenía pocos objetos personales: una pitillera desgastada, un par de zapatillas marrones, un par de zapatos más arreglados color café avellana, un jersey verde, vaqueros, una chaqueta que tenía algunas manchas, dos juegos limpios de pijama y un álbum de fotos pequeño.

Lo último que hizo fue empaquetar el resto de las pertenencias de Gustav en una caja de cartón y seguidamente llevarla a la puerta. Luego se acercó por última vez al difunto.

—Te estoy enviando a un lugar en el que podrás respirar mucho mucho mejor —murmuró—. ¡Espero que todo te vaya bien!

Y cerró la puerta de la habitación 6.

––––––––

Desde la habitación de al lado, el profesor Berthold Pellenhorn escuchaba cómo le costaba respirar a Dietmar el Flaco mientras entraba en la habitación 6. Dietmar, un tipo delgaducho, se dirigió al lecho de muerte en busca de algo, como si fuera un profesional acostumbrado a esas tareas. Desde hacía cuatro años el enfermero abría las puertas del Madre Nieve a sacerdotes, imanes, monjes budistas, y otros miembros del clero, y leía en voz alta libros de cuentos o de filosofía a pacientes en estado terminal mientras servía como paño de lágrimas.

Dietmar miró al cadáver. Gustav parecía estar tranquilo. Más feliz incluso que en vida.

Cuando aún estaba vivo, los ojos de Gustav expresaban desconfianza, como si estuviesen tratando de evadir la muerte —como si fuesen capaces de hacerlo—, pero ahora ya estaban cerrados. Los otros empleados del Madre Nieve le contaron al enfermero que el difunto había estado luchando con todas sus ganas para mantener un ojo abierto del todo hasta que le fallaron las fuerzas en los últimos segundos. Mientras agonizaba, le preguntó a su compañera si ya era la hora. Ella asintió mientras agarraba fuertemente su mano. Le animó a darse por vencido, a que buscara dominar aquello que miles de millones de seres humanos antes de él habían intentado y no habían logrado. Morir.

Para Dietmar, la muerte en sí era un misterio. Aunque llevara trabajando ya bastante tiempo en el Madre Nieve y pensara que conociese todas las facetas de la muerte, eso no quitaba que fuese un duro golpe emocional cuando un compañero perdió la vida en un trágico accidente de coche hacía cuatro meses.

El enfermero cerró la ventana, quemó unas hojas de salvia en un recipiente para incienso y respiró profundamente el aroma. La purificación de la habitación de un paciente fallecido a través de la quema de salvia era un ritual que se remontaba muchos años atrás en el Madre Nieve. Dietmar reflexionaba majestuosamente mientras daba vueltas por toda la habitación. Iba por todos los rincones. Las hojas de salvia disipaban poco a poco el olor a muerte.

Huele a un canuto bien cargado, pensó

No pudo evitar esbozar una sonrisa. Ya había terminado su jornada.

Entonces, el enfermero puso un recipiente con granos de café recién molidos. No había nada mejor contra el olor a tumor abierto. Dietmar tenía la corazonada de que el aroma sería del agrado de la siguiente paciente de la habitación 6, una señora mayor.

De repente, se dio cuenta de que ya no estaba solo. Giró la cabeza en dirección a la puerta y vio al profesor Berthold Pellenhorn, que había salido de la habitación de al lado. Apareció en escena en su silla de ruedas, gracias a su mujer. Parecía un Buda con esos ojos alegres centelleantes.

El ahora exvecino de Gustav sonreía pícaramente. Abrió la boca, y desde su garganta pudo articular tres palabras.

—¿Aaaaalguien nuuuuuevooo viviviene?

Para Berthold Pellenhorn, pronunciar una sílaba era una lucha contra su propia lengua.

—Sí, profesor —le contestó Dietmar—. Hoy se traslada aquí otra paciente. En unas horas tendrá una nueva vecina.

Berthold movió la cabeza violentamente de atrás hacia delante.

—Yyyyy... Guuuuustav?

—Van a recoger al señor Sonnleitner en cualquier momento —contestó Dietmar mientras miraba el cadáver.

—Guuuuuustav estuuuuvo popoooco aquí.

—Sí, Gustav solo estuvo entre nosotros siete días.

El profesor sufría de ELA, la enfermedad de Lou Gehrig. La enfermedad empeoraba en un principio de semana en semana, pero ahora Berthold se encontraba cada día peor. Como el difunto Gustav, él también estaba a la espera de la muerte.

La esclerosis lateral amiotrófica, o ELA por sus siglas, es una enfermedad cruel que arrebata las ganas de vivir de aquellos que la padecen. Pero no a Berthold Pellenhorn. Desde el momento en que el exdiputado del Ministerio del Interior comenzó a ver el fin, cobró vida para él la idea de hacerle frente a la muerte con la única cosa que todavía le quedaba: optimismo para dar y regalar. Berthold era consciente de que la muerte le acechaba y que pronto pondría sus garras sobre él. Mientras, él la estaría esperando en su silla de ruedas, con las manos paralizadas, sin poder moverse. Sus músculos se iban degenerando lentamente y, además, se estaba produciendo la unificación de todas las células nerviosas de la garganta y de las vértebras del cuello. Raramente se veían lágrimas en los ojos de Berthold, y cuando las había, eran de alegría. Si no fuera por el inagotable sentido del humor del profesor, a Barbara, su mujer, le resultaría muy difícil quererlo tanto y tener que verlo tan necesitado en los momentos más difíciles de su largo matrimonio, cuando Berthold tenía tantas trabas para formar palabras.

El profesor Berthold era considerado una fuente de consuelo infinita. Eso lo sabían todos aquellos que habían tratado con él e incluso aquellos enfermos terminales que lo intentaron en la última etapa de sus vidas.

—Queee vaaayaaa biennn, Guuuustavvv —articuló ahora Berthold.

Para sorpresa de Dietmar, Berthold apenas hizo una pausa antes de preguntar otra cosa.

—Buuuenoo, ¿quiiiiiiénnn vivivieeene?

—Ojalá pudiera decírselo —contestó el enfermero—, pero ni siquiera yo sé el nombre de su nueva vecina. Es una señora mayor, Milli, Missie, o algo por el estilo...

––––––––

Minnie respiró profundamente antes de entrar en la habitación 6 por primera vez.

El aroma de las hojas de salvia de Dietmar, mezclado con el olor a café fresco, llamó la atención de su olfato.

—¡Qué bien huele aquí!

La tensión que tenía al principio disminuyó para dar paso ahora a un gesto más relajado en la comisura de sus labios. No ocurrió por casualidad. Antes estaba preocupada por si su viejo sillón reclinable la estaría esperando en el centro de la habitación. Y allí estaba.

Este era su nuevo hogar. Ya nunca más tendría que ver el interior de un hospital. ¡Ya ha pasado todo! El nuevo pensamiento que le vino a la cabeza le impactó. Mi nuevo hogar es la última estación del tren de mi vida. Moriré en esta cama y luego acabaré dentro de un ataúd. Una vez dentro de esa cosa, iré directa a la capilla y al cementerio. En mi funeral los vivos estarán escuchando el Ave María mientras que yo, separada del resto, estaré junto al altar. Después del entierro todo el mundo hará bomba de humo para entrar en calor de nuevo con café y dulces y así escapar del frío diciembre.

Por suerte, hoy era tan solo 1 de noviembre, aunque Minnie estaba convencida de que viviría, como mínimo, hasta Navidad, y quizás más, independientemente de que hubiera llegado a un hospital para enfermos terminales para morir.

Empezó a acariciar sus rizos blancos con los dedos y trató de calmarse. ¿Cómo podía morir ahí? Después de todo, su sillón para ver la televisión estaba en esa ahí, sus cortinas estaban colgadas ahí, todavía respiraba y, lo más importante de todo, seguía teniendo ganas de vivir.

Con ánimo para seguir luchando, la señora mayor apretó sus manos y recordó las palabras de su médico de cabecera, el doctor Vier: «El Madre Nieve no es la última estación, sino la penúltima. Un hogar para la recuperación, para respirar tranquilamente, para vivir, antes de que llegue la hora».

Sin embargo, había una cosa que ni siquiera el doctor Vier sabía. Minnie a veces escuchaba susurros de una voz esperanzadora. Era una voz incesante y auténtica que le decía: «Te puedes poner bien, Minnie, puedes hacerlo. ¡Tienes una oportunidad!»

Minnie estaba en la última etapa de cáncer vaginal y con metástasis: el tumor se había extendido hacia los pulmones, la vejiga y quién sabe si a otros órganos.

Aunque eso era ya lo de menos.

—Te sorprenderías de lo que puedes lograr en el Madre Nieve —le dijo una vez el doctor Vier—. Por favor, no desperdicies esta oportunidad.

No estaba ahí por voluntad propia, sino porque los médicos se rindieron con su caso. Pero, ¿iba a darse ella por vencida? Eso era otra historia. Una cosa es ir a un hospital para enfermos terminales y otra es tener que morir allí también. Minnie no podía concebir esa idea. Después de todo, se encontraba bien.

He sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, pensó para reafirmarse en sus pensamientos, y eso no fue por pura casualidad, está claro.

Minnie dejó su bolsa de mano encima de la cama, completamente blanca por el color de las sábanas, y dejó a su viejo amigo Jumbo, el elefante gris, sobre la almohada. El animal de peluche había estado con ella en todos los momentos de su vida, tanto en los buenos como en los malos. Jumbo no había cambiado nada. Lo tumbó más o menos de lado, con la trompa rodeando el cuello, los ojos cerrados, y durmiendo plácidamente. Siempre le había dado igual a dónde le llevaba Minnie.

Tampoco era muy complicado complacer al peluche.

Observaba cada rincón de la habitación 6 sintiéndose agradecida por las comodidades: teléfono con línea directa, un armario de madera con un espejo, una televisión moderna con pantalla LCD e incluso un equipo de música estéreo. Y aquello era tan solo el principio. En la mesa de la habitación la estaba esperando una tarta de bienvenida casera. Tenía la forma de un osito de peluche y las extremidades estaban hechas de chocolate. Además, había una ventana de celosía enorme y un pequeño balcón en el que poder estar y contemplar las vistas sentada en un acogedor banco de madera bajo la sombra de un castaño. También había una rampa.

Justo entonces vio como llevaban en silla de ruedas a la puerta del Madre Nieve a un hombre con un abrigo de rayas. Minnie lo reconoció rápidamente, ya que era el mismo caballero discapacitado que la había saludado al salir del taxi con un «Bububuenoss díasssss». Parecía un Buda, pero con los pies hinchados y zuecos de goma. Un Buda que, sí o sí, te tenía que gustar.

Minnie bajó la mirada. Llevaba exactamente el mismo calzado que el hombre de la silla de ruedas.

—Parece que tengo un alma gemela —murmuraba mientras se miraba en el espejo.

Una mujer entrada en años se miraba a sí misma. Era una criatura con tantas arrugas en la cara que guardaba un parecido bastante razonable a la Vetusta Morla del libro para niños de Michael Ende, La historia interminable. Una señora realmente mayor con unos pocos rizos y cada vez menos pelo debido a las entradas.

—Blanco —susurraba—. Todo en mí es blanco al igual que las nubes que se alzan sobre el Monte Everest.

Sus ojos color azul pálido dejaron caer alguna lágrima. No, no ha sido fácil venir aquí. Estaba sola. Jumbo no iba a servirle de ayuda. Haber llegado al Madre Nieve era su peor pesadilla.

—No puede ser cierto. No lo es, no; ¡no puede ser cierto!

Agarró con la mano, todavía más huesuda que antes, el reluciente collar de perlas que adornaba su blusa de satén, y apretó las perlas firmemente mientras examinó con la mirada a aquella señora mayor del espejo, fundiéndose en una atmósfera de lágrimas.

Estaba estresada. Todo su cuerpo estaba en tensión. Arrugó la frente.

Era verdad: estaba ahí, en un hospital para enfermos terminales, ¡para morir!

Se quedó mirando fijamente, atónita, a esa criatura tan anciana del espejo. Era ella. ¡Vas a morir aquí!

El pensamiento resonó con fuerza en su cabeza y el tiempo pareció detenerse.

Así era, hasta que vio algo que le dio un poco de esperanza. Sus pantalones. Al menos, sus pantalones no eran blancos.

—Casi son beige, en realidad —murmuró Minnie, liberándose de la histeria.

Entonces, tan solo debía aceptar la idea de que había terminado en un lugar llamado Madre Nieve. Por ahora. Y ver cómo era la vida ahí.

Le llegó el aroma a café recién hecho.

—¿Vendrá alguien a buscarme? —se preguntó.

La mudanza

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Lo primero que se debe hacer cada vez que se entra en un sitio nuevo es echar un buen vistazo al lugar. Importa poco si se trata de un complejo hotelero, de la casa nueva de un amigo o de una cabaña en la montaña donde se vaya a pasar el fin de semana. Sin embargo, el vistazo es todavía más importante si ese sitio nuevo es un hospital para enfermos terminales y uno va allí para quedarse, y no digamos ya si la persona tiene miedo y la imagen mental que tiene del lugar es oscura y deprimente.

En la mañana del 1 de noviembre, un taxi recogía a una anciana Minnie y la llevaba hasta el Madre Nieve. Un atractivo taxista español, que tendría posiblemente unos pocos años más que el mayor de sus nietos, la esperaba en frente del Centro Médico Universitario, en las cercanías de Eppendorf, un área situada al norte de Hamburgo.

La compañera de habitación de Minnie se despidió de ella sin levantarse de su cama. Subiendo ligeramente el volumen de voz, le dijo que iría a visitarla en cuanto saliera de allí.

El recorrido que hizo el taxi hasta el centro de la ciudad duró tan solo diez minutos. El conductor giró a la derecha en dirección al barrio rojo.

—Todo es un no parar por aquí —comentaba el joven español mientras buscaba una emisora en la que hubiera alguna canción de merengue.

Justo después, bajó un poco el volumen de la radio.

—¿Vive usted aquí?

—Pronto, sí —respondió Minnie.

El taxista sintió curiosidad y decidió echarle un vistazo a la dirección que le habían dado en el hospital.

—¿Madre Nieve? No lo conozco. ¿Es una residencia de ancianos?

—No solo eso —contestó Minnie—, pero cuénteme un poco acerca de este no parar del barrio. ¿Es que están ahora de carnaval?

—Ahora e incluso varias veces al año —respondió el joven.

Luego tomaron un desvío a la derecha alrededor del Stadtpark. De repente, Minnie se encontró en el corazón del ostentoso barrio de Sankt Pauli en Hamburgo. Bajaron una gran avenida en la que se podía ver a los lados multitud de casinos baratos, el museo de cera Panoptikum, quioscos, tiendas eróticas, clubs de striptease y la parada de Reeperbahn.

—¡Guau! —dijo maravillada Minnie.

—Impresionada, ¿eh? Aquí hay un montón de restaurantes y también algún que otro buen local para bailar —dijo guiñándole un ojo a través del espejo retrovisor—. ¡Mierda! Me he pasado la entrada. Ahora tengo que hacer un cambio de sentido.

Minnie se alegraba en parte del retraso. Había mucho que ver por esa zona. A la izquierda estaba la famosa estación de policía Davidwache, por donde paseaban muchas muchachas con ostentosos abrigos y tacones de aguja.

—Putas a plena luz del día —dijo el taxista frunciendo el ceño—. ¡En Madrid no enseñan tanto!

Minnie seguía mirando por la ventana. A la derecha había un McDonald's y muchas tiendas. Entre ellas, una tienda de armas en la que se podían comprar pistolas eléctricas y porras de policía.

—Ahí puede pillar usted una buena pieza —susurró el español.

Hizo un cambio de sentido brusco.

—Ya estamos llegando. Mire, ¡eso es el Madre Nieve!

Tomaron el acceso hacia un edificio rosa modernista que había en frente de un establo de ponis, ya un poco alejado de todo el ruido del carnaval.

—Parece un lugar tranquilo —comentó el español.

El taxista parecía muy interesado en el lugar, aunque, tal y como le confesó a la anciana, nunca se había fijado en él en todos sus años de conductor.

—¿Y qué es exactamente?

Minnie se aclaró la garganta.

—¿Cuánto es?

El taxista cobró dieciocho euros. Minnie le pidió un recibo.

—Para el seguro médico, imagino.

La anciana asintió con la cabeza.

—Escuche, señora —dijo el español antes de continuar con lo que iba a decirle mientras clavaba en ella sus ojos negros—. Mi nombre es Daniel, y esta es mi tarjeta. Por si acaso tengo que venir a recogerla de nuevo.

—Muy amable de su parte —continuó Minnie—, pero no será necesario. Me quedaré aquí un tiempo.

—Entonces, quizá podría darle algún día una vuelta por el barrio de Sankt Pauli —le ofreció el joven taxista.

Sonriendo, Minnie cogió la tarjeta del taxista y la metió en su bolso.

—Me temo que debe hacer el último tramo andando —dijo el español mientras fijaba su mirada en el Golf que alguien había aparcado donde no estaba habilitado—. Si no fuera por ese coche, la habría acompañado hasta la misma rampa. Pero bueno, al menos no trae mucho equipaje.

Minnie se bajó del taxi y el español se marchó. Ya estaba sola.

Sola en el Madre Nieve.

Únicamente le separaban siete metros de la entrada.

La anciana avanzaba lentamente, dando un paso tras otro.

Seis metros.

Delante de la casa, un hombre en silla de ruedas que parecía un Buda la saludó amablemente.

¿A qué esperaba?

Cinco, cuatro, tres, dos... Un paso más y lo habría logrado.

Minnie alzó la mirada.

En efecto, el edificio era de color rosa y no inspiraba tristeza en absoluto.

De hecho, parecía un lugar acogedor.

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Fueron dos personas las que recomendaron a Minnie que se trasladara allí: el doctor Vier, su médico de cabecera y Andreas Albers, doctor en Psicología y actual psicólogo del Madre Nieve. La sugerencia le llegó poco después de recibir el devastador diagnóstico que decía que tenía cáncer vaginal en fase terminal.

—Gente como usted suele venir con nosotros —le dijo el doctor Albers—. Gente que comprende cuánto le queda aproximadamente de vida y que, al final, es un huésped más.

—Es lo mejor para usted, Minnie —añadió su médico de cabecera.

Las palabras se quedaron en el aire, hasta que la anciana rompió el silencio.

—¿Por qué?

El psicólogo se disponía a responder sin tan siquiera mirar el archivo del paciente, pero el médico de cabecera le interrumpió.

—Minnie, usted tiene lo que se denomina carcinoma urotelial. Este puede empeorar y ocasionar la ruptura o fractura de la vagina.

Las palabras se quedaron suspendidas en el aire. Entonces, se pronunció el doctor Albers.

—Ahora se preguntará qué es un carcinoma urotelial. ¿Cierto?

Minnie asintió.

—Al urotelio también se le denomina epitelio de transición o transicional. Es un término genérico para referirse a la pelvis renal, al uréter, a la vejiga y a la uretra.

—¿Tengo cáncer? —preguntó Minnie.

—Sí —respondió el doctor Albers.

—Pero, tiene cura, ¿no?

—Desgraciadamente, no —dijo el psicólogo mirándola fijamente a los ojos—. Pero, eso no es todo, lamentablemente. Su tumor no es operable porque está creciendo junto al tejido epitelial. Además, el cáncer está ya en una etapa muy avanzada y se ha extendido a sus pulmones.

—¿Es por eso que a veces sangro... por ahí abajo? —quiso saber Minnie.

—Sí —le confirmó el doctor Albers—. Su tumor puede estallar en cualquier momento y destrozarle la vagina. Existe el riesgo de que sufra una hemorragia.

—¿Cómo es de grave? —le preguntó la anciana al doctor Vier.

—Tenemos las manos atadas en esto, Minnie.

—No puede vencer al cáncer —aclaró el doctor Albers con voz cálida y clara.

—¿Y qué significa eso exactamente? —dijo ella con voz temblorosa.

—Que le queda poco tiempo de vida.

Esas terribles palabras retumbaron en la habitación del hospital. La compañera de cuarto de Minnie alzó la vista del periódico, pero poco después continuó con la lectura.

—¿A qué se refiere con poco? —preguntó.

—Se debe ser muy prudente a la hora de dar diagnósticos —dijo el psicólogo—. Si le dijera que le quedan tres semanas de vida, estaría siempre con la cuenta atrás en mente. Quizá viva mucho más tiempo. Una predicción podría tener un efecto fatal para usted. Y no quisiera que tirara la toalla.

—¿Me va a seguir doliendo ahí?

El doctor Albers sonrió.

—Le puedo prometer que no. Las medicinas paliativas son unos cuidados muy avanzados. Ahora la medicina nos permite saber qué métodos terapéuticos utilizar en cada ocasión. Yo trabajo en un centro en el que tenemos gente con enfermedades incurables y con poca esperanza de vida. Sin embargo, estas personas reciben los tratamientos más óptimos, además de que son tratados con mucha atención y cariño.

—¿Qué harán conmigo? —preguntó Minnie preocupada.

Para responder, el psicólogo recurrió a una de sus largas explicaciones que había repetido hasta la saciedad, semana tras semana, a lo largo de su vida. Daba igual si se trataba de un joven o viejo, rico o pobre, hombre o mujer, peón o jefe, homosexual o un cabeza rapada, a todo el mundo se le ponía la piel de gallina cuando el médico pronunciaba las siguientes palabras: enfermo terminal.

—El Madre Nieve es un hospital para enfermos terminales de Hamburgo. Dispone de doce habitaciones. Su fundadora puso en marcha el proyecto del hospital en 1992, poco antes de que su hija muriera de sida. Tras esta experiencia, la fundadora quiso crear un lugar en el que los enfermos terminales pasaran sus últimas semanas de vida sin dolor y sin preocupaciones. Sin embargo, tuvo que luchar mucho para conseguirlo, porque aquí vivían antes los Zacarías, una familia muy poderosa que dirigía uno de los periódicos más importantes del país. Los Zacarías habían estado luchando por todos los medios en los años noventa contra aquella idea de hospital para enfermos terminales porque le tenían miedo a la muerte. Incluso llegaron a ir a los tribunales. Desde entonces, los enfermos viven en nuestro centro como si vivieran en un hotel. Los médicos que se encargan de nuestros huéspedes conocen los mejores remedios paliativos, como la morfina que administramos, ya sea en forma de piruleta, inyecciones, pastillas, parches o sonda.

—¿Quiere decir eso que puedo curarme allí?

—Desgraciadamente, no —respondió el psicólogo—, pero Minnie, una vez sea atendida, ya no tendrá que estar más en cama. Ni siquiera le apetecerá. Allí tratamos con medicamentos muy sofisticados. Después de la primera dosis, notará rápidamente que se siente como antes.

—¿Podría volver alguna vez a mi casa?

—Lamento decirle que no —le dijo el doctor Albers—. No podemos correr el riesgo de que sufra una hemorragia y de que su vagina estalle mientras está en su

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