Coaching estratégico: Como transformar los limites en recursos
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El coaching estratégico evoluciona directamente de un modelo de problem-solving y de comunicación terapéutica fruto de más de veinte años de aplicación empírica y de rigurosa puesta a punto técnica, que es el fundamento de un enfoque de psicoterapia breve internacionalmente reconocido por su eficacia y eficiencia.
Caracterizado por su extrema flexibilidad y adaptabilidad a diferentes ámbitos sin perder su alto nivel de rigor, este modelo se concentra en los procesos interactivos que cada persona lleva a cabo, lo que permite su aplicación tanto de forma individual como colectiva.
Las técnicas utilizadas se basan en el hecho de que no podemos evitar recurrir al autoengaño en nuestra percepción de la realidad, por lo que este proceso natural se usa de forma estratégica para que superemos las propias resistencias y los bloqueos que impiden el pleno desarrollo de nuestro talento.
Roberta Milanese
Roberta Milanese, psicóloga y psicoterapeuta, es investigadora asociada al Centro di Terapia Stratégica de Arezzo dirigido por Giorgio Nardone y docente de la Escuela de Especialización en Psicoterapia Breve Estratégica de Arezzo. Es responsable del estudio afiliado de Milán, donde desarrolla actividades de psicoterapia, consultoría y coaching, y directora de la Escuela de Comunicación y Problem Solving Estratégico de Milán. Enseña en másters clínicos y organizativos en Italia y el extranjero.
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Coaching estratégico - Roberta Milanese
Nardone
Capítulo 1
El autoengaño estratégico: de la realidad padecida a la realidad gestionada
¿Qué es pues la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en resumen, un conjunto de relaciones humanas que han sido poética y retóricamente transferidas y adornadas, y que tras un largo uso parecen a la gente sólidas, canónicas y vinculantes.
Friedrich Nietzsche
Si los jóvenes supiesen que en seguida se convertirán en simples manojos de costumbres, prestarían más atención a lo que hacen cuando su futuro aún es moldeable.
William James,
Principles of Psychology
1. De la «verdad objetiva» a la «consciencia operativa»
El hecho de que no exista una única realidad «verdadera» sino muchas realidades subjetivas que varían según el punto de vista que adoptamos para observarlas ya no es una novedad, tanto en el mundo de la psicología como en el de las ciencias en general. A partir del principio de incertidumbre de Heisenberg y de la teoría de la relatividad de Einstein, hasta las formulaciones más recientes de la perspectiva epistemológica conocida como «constructivismo radical» (von Foerster, 1973, 1987, 2001: von glasersfeld, 1984, 1995; von Foerster, von glasersfeld, 2001; Watzlawick, 1976, 1981), parece ahora insostenible la posibilidad de poder tener una forma cualquiera de conocimiento «objetivamente cierta» de la realidad. Ya los escépticos en el siglo iv a.C., anticipando los estudios más recientes de neurofisiología y de cibernética de segundo orden, habían subrayado esta imposibilidad, desde el momento en que cualquier conocimiento del mundo «exterior» está determinado por nuestro sistema sensorial y cognitivo. El «cómo» y el «porqué» conocemos influyen sobre lo «que» conocemos. Cada vez que miramos, escuchamos o tocamos algo en el mundo exterior, lo que vemos o sentimos es siempre el fruto de la interacción entre el estímulo externo y nuestro sistema sensorial y cognitivo (von Foerster, 1973, 1987, 2001; von glasersfeld, 1984). Del mismo modo, las categorías lingüísticas que utilizamos para describir lo que percibimos y los constructos culturales dentro de los que hemos crecido influencian nuestra percepción de la realidad. Como afirma Wittgenstein (1980), el lenguaje que utilizamos nos utiliza, en el sentido de que los códigos lingüísticos con el que comunicamos la realidad son los mismos que utilizamos en la representación y elaboración de nuestras percepciones. Por lo tanto, lenguajes diferentes conducen a representaciones diferentes de la realidad. Aún más significativos son los estudios que demuestran que nuestras expectativas, nuestras experiencias anteriores y nuestros estados de ánimo pueden influenciar ampliamente nuestra percepción de la realidad exterior.
Numerosos experimentos de psicología social, por ejemplo, han demostrado que el modo como una persona se siente cuando ha de elaborar una opinión sobre otra influye de forma notable en su percepción. Una persona de buen humor, en efecto, tiende a atribuir a los demás muchas características positivas y deseables más que otra de mal humor (Forgas, 1985). Asimismo son iluminadores los experimentos de schachter y singer (1962) relativos al modo en que identificamos e interpretamos nuestros propios sentimientos y emociones. En su investigación, los dos estudiosos suministraron a algunas personas una droga ligera (epinefrina) que provocaba activación; a algunas de ellas se les dijo cuáles iban a ser los efectos (palpitaciones, aumento del ritmo cardíaco, etcétera) y, a otras, en cambio, se les dijo que se trataba de una simple inyección de vitaminas. De este modo, algunas personas estaban «informadas» sobre la razón de sus síntomas de activación posteriores, mientras que otras estaban completamente a oscuras (grupo de los «ignorantes»). Después de la inyección, un cómplice del experimentador que fingía formar parte del experimento se unía a las personas. En algunos casos el cómplice se comportaba de manera extremadamente eufórica y en otros de manera fuertemente irritada. Cuando más tarde se les preguntó a las personas que describieran sus emociones, los «ignorantes» eran significativamente más propensos que los «informados» a etiquetar la emoción experimentada como «euforia» o «rabia», de forma coherente con el comportamiento del cómplice. Era como si las personas que no tenían una expectativa o una explicación plausible para su sensación de «excitación» utilizaran para definir la propia emoción la sugerencia más obvia encontrada en el ambiente, es decir, el comportamiento de otras personas (en este caso, el cómplice). Incluso cuando se trata de reconocer o denominar nuestros mismos estados emocionales, pues, nuestras expectativas y las atribuciones que damos a nuestro comportamiento y al ajeno parecen desempeñar un rol fundamental.
No nos es dada, por lo tanto, la posibilidad de un conocimiento «verdadero» de lo que el mundo «es», si por verdadero entendemos un conocimiento objetivo, exento de cualquier condicionamiento. Puesto que todo acto cognoscitivo implica una intervención activa de la persona que observa, ésta se convierte en el auténtico «constructor» de la realidad que percibe y no sólo un receptor pasivo de estímulos externos. Utilizando las palabras de von Foerster (2001), «la realidad no es más que la construcción de aquellos que creen haberla descubierto y analizado. Lo que hipotéticamente se acaba de descubrir es una invención, cuyo inventor ignora su propio inventar y considera la realidad como algo que existe independientemente de sí».
Con este propósito, Paul Watzlawick (1976) distingue dos categorías diferentes de realidad: la «realidad de primer orden», relativa a las propiedades puramente físicas de los objetos o de las situaciones, y la realidad de «segundo orden», que se refiere, en cambio, al significado y al valor que el individuo atribuye a estos objetos o situaciones. Por ejemplo, un niño puede percibir un semáforo rojo con la misma claridad que un adulto, pero puede que no sepa que el rojo significa «no atravesar la calle».
En la gran mayoría de los casos, nuestros problemas no están relacionados con las propiedades de los objetos o de las situaciones (con la realidad de primer orden), sino que están ligados al significado, al sentido y al valor que atribuimos a estos objetos o situaciones (su realidad de segundo orden). Como dice Epíteto, «no son las cosas en sí mismas las que nos preocupan, sino las opiniones que tenemos de estas cosas».
Imaginemos el caso de un trabajador que observa que su jefe, cada vez que distribuye las tareas dentro de su sección, acaba por confiarle a él los más difíciles y laboriosos. La persona puede percibir esta evidencia como la señal del hecho de que el jefe la ha tomado con él: «Lo hace a propósito: me sobrecarga siempre de trabajo para vejarme y hacer que me despidan; sé desde siempre que le soy antipático y me lo demuestra a diario». El hecho de que la persona perciba las tareas que le confían como una vejación, obviamente, incide notablemente sobre su forma de interactuar con el jefe y con el resto del departamento. Su reacción con el jefe, de hecho, es realmente conflictiva: la persona polemiza continuamente respecto a la diferente carga de responsabilidad entre él y sus colegas, discute abiertamente las decisiones de su superior hasta negarse incluso a hacer lo que éste le pide. Este comportamiento hace que el jefe esté cada vez más resentido y determinado en pretender que realice siempre las tareas que le da, sintiéndose continuamente descalificado en su rol. De este modo se alimenta un guión disfuncional en la relación jefe-trabajador, en la que cuanto más se rebela el trabajador, al sentirse injustamente sobrecargado, más rígido se vuelve el jefe en las solicitudes y en el hecho de sobrecargar. Al mismo tiempo la persona entra también en un conflicto callado con sus colegas, culpables, en su opinión, de «aprovecharse» de que él sea el cabeza de turco del jefe. El trabajo se transforma, así, en una tortura cotidiana, en el que todo lo que la persona hace para intentar mejorar su situación acaba por empeorarla aún más. Imaginemos, en cambio, que la misma persona interprete el comportamiento del jefe como señal del gran aprecio y confianza que éste tiene en él: «el jefe confía en mí cuando se trata de responsabilidades serias y comprometidas, porque sabe que me esfuerzo más que los otros y tengo la capacidad adecuada para llevarlas a cabo». En este marco diferente, la persona está complacida y agradecida por la continua declaración de estima que el jefe le manifiesta y, por lo tanto, está contenta aceptando las responsabilidades y las afronta con entusiasmo. Esta percepción distinta de la situación crea un clima de colaboración y afecto recíproco entre jefe y empleado, y de serenidad dentro del departamento. Según la atribución que haga la persona de la realidad de primer orden (la mayor carga de responsabilidad recibida) y a la reacción correspondiente que pone en acción, pues, su experiencia laboral se vive como realmente frustrante y pesada o, por el contrario, como extremadamente gratificante y valiosa.
A la luz de estas consideraciones, cualquier intervención que tienda al cambio ha de ir dirigida a modificar el modo con que las personas han construido su realidad de segundo orden, o aquello que en otro lugar hemos definido como su sistema «perceptivo-reactivo». Con este término pretendemos referirnos a aquellas modalidades redundantes de percepción de la realidad y a los consiguientes modos de reacción que se expresan en las tres relaciones fundamentales que cada uno de nosotros mantiene consigo mismo, con los demás y con el mundo (Nardone, Watzlawick, 1990; Nardone, 1991, 1995).
Estos presupuestos no sólo afectan la relación personal que cada uno de nosotros tiene consigo mismo, con los demás y la propia realidad (y que se tratará en el próximo capítulo), sino que tienen implicaciones relevantes también en cuanto a metodología de la ciencia.
Si se abandona la pretensión de un conocimiento absolutamente «cierto» y definitivo de la realidad, en efecto, nos podemos ocupar de los modos más «funcionales» de conocer y actuar, con el objeto de aumentar lo que von glasersfeld (1984) definió como «consciencia operativa». Es pues posible pasar de un conocimiento positivista y determinista, que pretende describir la verdad de las cosas, a un conocimiento operativo que nos permita gestionar la realidad del modo más funcional posible (Nardone, 1998).
El constructo de «consciencia operativa», por lo tanto, implica el paso de una concepción de conocimiento «objetivo» de la realidad a otro más «adaptado», es decir, de aquel que más se ajuste y nos permita intervenir de manera eficaz sobre la realidad misma.
Nuestro conocimiento ha de adaptarse continuamente a las realidades parciales en las que nos encontramos cada vez que operamos, poniendo a punto estrategias de resolución de problemas que se basan en objetivos específicos, y capaz de adaptarse, paso tras paso, a la evolución de dicha realidad. Trabajar sobre la propia consciencia operativa significa, por lo tanto, ocuparse de desarrollar cada vez una mayor capacidad de gestionar estratégicamente la realidad que nos rodea, concentrándose en el incremento de la capacidad de alcanzar los objetivos propuestos (Watzlawick, Nardone, 1997).
Sobre la base de estos presupuestos, el valor de una teoría y del tipo de intervención relacionado con ella (ya sea terapéutico, de consulta o de coaching) depende no de su supuesta «veracidad», sino más bien de su importancia heurística, es decir, de su capacidad real de intervención, medida en términos de eficacia y eficiencia en la resolución de los problemas donde se aplica. La elección del modelo teórico y operativo se configura, pues, como una elección puramente «pragmática» (salvini, 1988). Como subraya Watzlawick, cada enfoque de intervención no es más que una forma de como si, o sea un conjunto de tesis no probadas y no demostrables que pueden, sin embargo, conducir a resultados concretos. La única pregunta sensata que podemos hacernos, pues, no es qué teoría es la más «correcta» o respeta la realidad mejor que las demás, sino sencillamente qué tesis «como si» produce los mejores resultados concretos (Nardone, Watzlawick, 1990, pág. 22). Derrumbada la tranquilizante ilusión de una verdadera realidad, objetivamente conocible (y, por tanto, potencialmente controlable) incluso en los bastiones científicos más resistentes, el único criterio de «verdad» al que una teoría científica puede aspirar en el tercer milenio es el de la eficacia.
Desde un punto de vista operativo, estas consideraciones han llevado a la elección de una particular metodología empírico-experimental para la puesta a punto de protocolos de intervención en el ámbito del cambio psicoterapéutico y organizativo.
Se trata de la modalidad de investigar conocida como «investigación-intervención», según la cual para conocer cómo funciona un problema no es suficiente la observación externa, sino que es necesario actuar de modo que se cambie su funcionamiento. Sólo el modo en que el sistema responderá a la introducción de una variable de cambio, en efecto, nos desvelará su anterior funcionamiento. Kurt Lewin (1946), en el ámbito de la psicología social, definió esta metodología como action-research (acción-investigación), o una investigación que estudia el fenómeno sobre la marcha, de manera empírica y experimental, provocando modificaciones en los eventos y observando sus efectos. De forma análoga, en la teoría de los sistemas (von Bertalanffy, 1956, 1962) y en la cibernética (Wiener, 1967, 1975; von Foerster, 1973, 1987) se utiliza el constructo de «retroacción» (feedback) para indicar las respuestas de un sistema cuando se le introduce un cambio. Los tipos de retroacción desvelan las características del sistema, lo que conduce a la puesta a punto de estrategias de cambio del sistema mismo más eficaces y eficientes. En la misma senda se coloca también von Glasersfeld cuando afirma que «el conocer y el saber no pueden ser el resultado de un recibir pasivo, sino que nacen como resultado de las acciones de un sujeto activo» (1984, pág. 29, trad. it). Desde este punto de vista es el hecho de actuar el que construye el conocimiento, puesto que el hombre sólo puede conocer lo que él mismo hace. En consecuencia, solamente podemos llegar a conocer cómo persiste y se alimenta un problema interviniendo activamente para intentar resolverlo. De hecho, la única variable cognoscitiva que un investigador puede controlar es su propia estrategia, es decir, su propia «solución intentada», la cual, si funciona, permite desvelar el modo de funcionamiento de la realidad objeto de estudio.
Para dejar más claro el método de «conocer cambiando» podemos explotar la citada analogía del juego del ajedrez (Nardone, Verbitz, Milanese, 1999), en el que cada jugador descubre la estrategia del adversario mediante los movimientos que éste hace en respuesta a los suyos. Sin embargo, tendrá un conocimiento efectivo de la estrategia de juego del otro solamente después de haber jugado la partida, o mejor dicho, después de haberle vencido, porque es la estrategia adoptada por él que, al funcionar, desvela el juego del adversario. Esto le permitirá, frente a otras partidas similares, tener a su disposición una estrategia ya experimentada con éxito y, por tanto, realizar el jaque mate con más facilidad y con un menor número de movimientos.
Esta metodología implica que una estrategia de solución que funciona, repetida en una amplia muestra de personas que presentan el mismo tipo de problemas, permite revelar el modelo de funcionamiento del problema mismo, o sea, lo que lo alimenta y mantiene. La investigación-intervención en el ámbito clínico, por lo tanto, surge en primer lugar dirigida a la puesta a punto de una intervención eficaz y eficiente