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La Verdadera Crónica Falsa
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Libro electrónico221 páginas3 horas

La Verdadera Crónica Falsa

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"La verdadera crónica falsa" es la primera parte de La Trilogía del Mar Dulce, que incluye "Los judíos del Mar Dulce" y "A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad". La novela narra los fusilamientos ocurridos en Argentina el año de 1956, tras la caída de Juan Perón, y sus repercusiones en una familia judía. La edición estuvo a cargo de Carmen Virginia Carrillo, encargada de la reedición de las novelas de Szichman"
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento2 nov 1972
ISBN9781483595634
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    La Verdadera Crónica Falsa - Mario Szichman

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    PRIMERA PARTE

    Testimonios

    Espiados con los binoculares desde el borde del potrero, los barrenderos parecían caminar hacia el árbol sin acercarse nunca. Bernardo despegó los binoculares de sus ojos y los dejó colgar del cuello. Laura le tendió el paquete de cigarrillos. Lo abrió haciendo un hueco en el papel de aluminio y filtró un par de ellos por la rota estampilla timbrada. Gastó tres fósforos hasta encender el cigarrillo. Luego plegó los bordes y guardó el paquete en su cartera.

    Bernardo volvió a alzar los binoculares. Los barrenderos estaban yuxtapuestos al perro que colgaba del árbol. Pintaron al perro con una brocha que habían sumergido en cal, y luego marcharon en dirección a Bernardo, como en cámara lenta, como en sueños, agrandándose, manteniendo siempre la misma distancia. Un camión de la municipalidad se interpuso en el visor de los binoculares.

    – Ya podemos ir– dijo Bernardo mientras embutía los binoculares en un estuche de cuero marrón. El cigarrillo quedó pendiendo de su labio inferior. Sintió molestia en el ojo derecho. Algún día aprendería a sostener el cigarrillo como hacían los galanes en las películas, sin que lo fastidiara el humo.

    Varios barrenderos treparon a la parte trasera del camión, que arrancó cuando todavía dos de ellos intentaban subir. El conductor frenó, asomó la cabeza por la ventanilla, y movió su brazo izquierdo, alentando a sus rezagados compañeros para que ascendieran.

    Laura y Bernardo comenzaron a caminar por el encharcado potrero brilloso de latas. Bernardo se imaginó a su vez espiado por otros binoculares, mientras avanzaba con la mujer renga marchando a su lado, empequeñeciéndose a cada paso que avanzaban. Pensó en sus caras amplificadas y porosas en un blanco y negro de granulado grueso, sin acercarse mucho al perro, intentando investigar unas muertes que eran causa perdida ya desde el día en que le dijeron, en un café, que algunos de los fusilados vivían, que uno estaba escondido en la embajada de Bolivia, y otro pedía limosna en el Mercado de Abasto, y que otro más se ocultaba en un sótano, hasta llegar a cinco sobrevivientes de la matanza.

    –Debe ser aquí– dijo Bernardo. Se detuvieron junto al árbol salpicado de cal. Bernardo extrajo del bolsillo del saco una hoja de papel canson. Observó el plano diagramado con tinta roja. El árbol surgía del papel como una lanza. Tal vez el dibujante había pretendido bosquejarlo hacia arriba y tras fallarle la perspectiva, decidió inclinarlo hacia un costado. A la izquierda del árbol había una línea que debía ser la zanja, un rectángulo y una flecha que enfilaban hacia la palabra pared. A la derecha había un cuadrado atravesado por rayas paralelas que podía trocarse en el fogón real.

    Algunos trozos de leña estaban entreverados sobre las oxidadas varillas del asador. Comparó el plano con el potrero que se extendía delante de él. Se sintió como un turista, revisando un territorio antes transitado en un mapa. Quiso entusiasmarse con el hallazgo; lo embargó la decepción.

    – Lo raro es que hayan dejado al perro en el mismo lugar– le dijo a Laura. O que el olor, atenuado apenas por la mano de cal que lo cubría, siguiera siendo el que habían husmeado los fusilados. Sin el perro, sin los muertos, y con la sangre lavada por la lluvia, el basural de José León Suárez era trivial. Bernardo se sintió desalentado ante el panorama que se extendía delante de él. Trató de recuperar el júbilo recordando los titulares que había preparado… Cinco condenados a muerte se escapan… La resurrección de los fusilados. Pero era difícil confiar en las palabras que convocaba, aceptar ese arrebato que le impedía comer y lo hacía soñar todas las noches con el artículo ya publicado.

    No podía desterrar de su mente la frase: Oteando un horizonte de casuchas. Pensó en esas fotos pegadas con cinta scotch. La calma y la intrascendencia del potrero auguraban el fracaso. Ni un solo jefe de redacción había mostrado interés en su artículo. Algunos se habían hecho los amables, aunque insistían en que el horno no estaba para bollos.

    ¿Por qué no prueba después de las elecciones? no falta tanto, le proponían, mientras lo observaban inquietos. Las redacciones atraían a los trastornados como una piedra imán. Bernardo pensó que era difícil competir con quienes traían fórmulas para rescatar el Santo Sepulcro. Se parecen a mi viejo, pensó. No veían el momento de que se fuera para hablar mal de él a sus espaldas.

    El escenario del fusilamiento había sido camuflado. Bernardo revisó la fotografía que había tomado un reportero gráfico de Crítica al día siguiente, y que nunca publicó. La pared en la que habían escrito Cuidado peronios comandos vigi an, había sido pintada de verde. Bernardo observó en la foto la consigna trazada con alquitrán. La de Cuidado estaba chorreada, tal vez acababan de mojar la brocha. Ya en la i, había dejado estrías blancas. También la o estaba chorreada. Era posible que el pintor hubiera usado la brocha hasta el final, sin sumergirla de nuevo en el alquitrán.

    Lo raro era vigi an. Tal vez habían escrito la consigna encima de un cartel, y cuando lo despegaron se llevaron la ele que lo cubría.

    Otra cosa que parecía fuera de lugar era la zanja donde el Chino se había mojado hasta las rodillas. Estaba seca, cubierta de mechones de pasto amarillo. Lo único tétrico en el basural era el perro, y su olor, que ni la cal podía encubrir.

    Laura recostó su espalda contra el árbol y miró el cuerpo de Bernardo, superpuesto al perro. Su miopía borroneaba los contornos. La cara de Bernardo era muy parecida a la que mostraba su padre en la foto de casamiento. Carecía de profundidad. Los ojos y las cejas estaban unidos en un solo manchón de sombras.

    Laura comparó las caras, como si hubiera colocado ambos rostros en un pizarrón. Luego recordó la imagen de doña Berta, la madre de Bernardo. Estaba vestida de novia. En el medio de la foto habían extendido una cinta adhesiva. Del otro lado aparecía la imagen de Natalio, la misma que habían colocado en su lápida.

    –Y, ¿hay algo que te pueda servir? –preguntó Laura.

    Bernardo apoyó una mano en el tronco del árbol, arrancó una corteza larga y flexible, Como hacía la babe¹ Jane en las paredes empapeladas.

    – ¿Quién me va a creer esto? –dijo Bernardo. –La historia de un fusilamiento contada por un imbécil que sobrevive con un tiro en la cara y otro en la garganta. Un tipo que se gana la vida haciendo bailar al perro en dos patas o tocando la armónica…

    … Sí, y que busca comida en la basura. ¿Tan rápido te cansaste?

    –Vos porque no lo viste al Chino. No puede armar una sola frase. De repente se larga a llorar y enseguida te canta Soy soldado de levita. Esto ya me está fastidiando.

    –Sabía que con vos no se llega ni hasta la esquina– dijo Laura, y descolgó su cartera marrón del hombro izquierdo. Volvió a sacar el paquete de cigarrillos y una caja de fósforos Fragata. –Nunca vas a cambiar.

    – ¿Qué gano con hacerme el vengador? Esto es puro teatro. Dejá, dejá que yo te ayudo–. Bernardo le quitó la caja de fósforos, descorrió la pestaña de la caja que había en su interior, bajó la ventanita y extrajo un fósforo de cabeza blanca. Tuvo que derrochar las bruscas llamaradas de dos fósforos antes de encender el cigarrillo. Luego observó el paquete de Columbia. –Qué manera tan rara de abrirlo– dijo.

    –Cada una puede hacer de su culo un florero– dijo Laura soltando el humo por un costado de la boca, y mostró uno de sus incisivos. Hacía años que quería extraerse esos dientes filosos que le afeaban la sonrisa y ponerse postizos. Nunca le alcanzaba la plata.

    – ¿Por qué será que todos los muertos son vanidosos? –preguntó Bernardo. –Esperá, Laura, esperá, no te me vayas a ir que todavía no tiré la toalla. Fijate, mi viejo es más importante muerto que vivo. La Vanguardia siempre habla de Natalio Pechof de una forma que se te pone la piel de gallina. Como si nunca hubiera almorzado o ido al baño. Puede ser que yo lo conocí de entrecasa, y los del partido se acuerdan de la cárcel o de la vez que se exilió en Montevideo. Pero yo lo vi una vez pidiéndole perdón a mi vieja de rodillas porque se había emborrachado con grapa. Otra vez un grandote le mojó la oreja en mi presencia. Mi viejo se deshizo en disculpas–. Bernardo se frenó porque empezaba a flaquearle la voz. Para lo único que había servido la muerte de su padre, para que le flaqueara la voz.

    –Bueno, ¿qué decidiste? – Preguntó Laura. Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo pisoteó – ¿seguís o no seguís?

    –Por ahora sigo. Total, siempre hay tiempo para arrepentirse–. Y mientras esperaban al colectivo, Bernardo volvió a hablar con rencor de su padre, achacándole percances que en realidad le habían ocurrido a él.

    ¹ Abuela. Idisch.

    Las vidas de Bernardo

    Cuando a Berele le hicieron el bar mitzve², junto con los caramelos duros que recibió en la espalda y en la cabeza y con los gritos de masel tov³ y los besos húmedos de varias de sus tías congestionadas y llorosas, tuvo el presagio de que el diario de su padre lo haría madurar con rapidez y vivir de manera peligrosa.

    Después que su madre le dio un beso en la cara informándole que ya era todo un hombrecito, Berele se sentó en uno de los bancos que había en la otra punta del salón de fiestas. Sin preocuparse por los invitados que se aglomeraban en torno a la mesa larga para comer pastrami, arenque marinado, pepinos en salmuera y pan negro, volvió a releer las dos primeras páginas del diario de su padre. Era un mundo a veces turbio, y en otras desagradable, aunque Berele entendía algunas alusiones porque ya estaba avivado.

    A veces su padre le recordaba ese señor que en un colectivo lleno había empezado a bajarle las medias con la punta de su zapato.

    Toda su niñez había vivido asustado. La escuela primaria había sido un tormento casi cotidiano. Dos hermanos mellizos solían esperarlo a la salida de clase para tirarle los libros al suelo, o mancharle el guardapolvo con barro. En tercer grado lo cambiaron de escuela. Pero el alivio no duró mucho. Un día se apareció Vigil, el hijo de un comisario. Aunque tenía modales deliberados y amables, de repente una borrasca atravesaba su cabeza, y le caía a puñetazos a algún compañero que andaba cerca. Luego lo miraba con ojos desconcertados, lo ayudaba a levantarse, y le preguntaba si se sentía bien. Era incapaz de asociar al compañero caído con el puñetazo que lo había tumbado.

    Ningún maestro se animaba a llamar al comisario Vigil, su padre, para informarle que su hijo estaba loco de atar.

    Berele también aprendió en la escuela que los adultos tenían dos caras. El señor Giaccaglia, el director, se deshacía en atenciones cada vez que aparecía el comisario. Todos los 26 de julio, cuando se cumplía un nuevo aniversario del ingreso de Eva Perón en la inmortalidad, traía una corona para depositar en el busto situado en el centro del patio. En otros casos, daba conferencias explicando la necesidad de recuperar zonas irredentas. El señor Giaccaglia era el encargado de agradecer al comisario Vigil la corona en homenaje a Evita. También sostenía desplegados los mapas de la Argentina donde estaban señalados con círculos y flechas de color rojo los territorios por redimir.

    La amabilidad del señor Giaccaglia con los mayores nunca se extendía a los alumnos. Un día, mientras Bernardo estaba en la dirección, esperando al director para entregarle su boletín de notas, sonó el teléfono de candelabro. Como el director no estaba, Bernardo alzó el tubo y atendió. En ese momento apareció el señor Giaccaglia y le preguntó quién le había dado permiso para atender la llamada. Bernardo sintió que se le ablandaban los testículos. ¿Cómo podía explicarle al director que había atendido el teléfono porque no había nadie en la oficina? Años después se enteró que era una trampa del director. En varias ocasiones, cuando se aparecía algún alumno con su boletín de notas, o con un certificado por enfermedad, el señor Giaccaglia desaparecía e iba a otra oficina para llamar a su teléfono. Si el alumno atendía, de inmediato el señor Giaccaglia irrumpía en su oficina para amedrentarlo. A veces le ponía cinco amonestaciones.

    Cuando llegó la Revolución Libertadora, el señor Giaccaglia se transformó de fervoroso peronista en un contreras fanático. Durante los años finales del peronismo, había reclamado el honor de hablar los 17 de octubre para exaltar la obra del Conductor y de su esposa. Tras el fracasado alzamiento del 16 de junio de 1955, pronunció un discurso en el patio de la escuela denigrando a la antipatria que había bombardeado la Plaza de Mayo asesinando a inocentes. Tres meses después, el 16 de septiembre de 1955, volvió a alzarse la antipatria. Fueron días de gran incertidumbre para el señor Giaccaglia. Perón anunció que estaban barriendo Córdoba y eliminando los últimos focos de resistencia. Nunca terminaron de barrer Córdoba.

    El 19 de septiembre de 1955, Perón se refugió en una cañonera paraguaya. A la semana siguiente, el señor Giaccaglia se apareció blandiendo una mandarria y solicitó permiso a las nuevas autoridades escolares para derribar los bustos del tirano prófugo y de su esposa.

    Otros lo siguieron en su súbita conversión. Inclusive Cesaretti, uno de los pocos maestros que le caía simpático a Bernardo porque contaba chistes y tenía una cabeza ovalada, parecida a la de un personaje de historieta. El maestro trajo al aula una caja llena de libros justicialistas y les pidió a los alumnos que se los llevaran a sus casas y los guardaran o los arrojaran a la basura. Ah, además, debía recordarles a los educandos que nunca había sido peronista. Lo habían obligado contra su voluntad a llevar en la solapa del guardapolvo el escudo del partido Peronista. El escudo mostraba dos manos entrelazadas sosteniendo el mástil de una bandera.

    Era difícil transitar en ese mundo poblado por niños belicosos y adultos indignos. Aunque primero su padre, y luego su madre, habían intentado protegerlo de la maldad del mundo, era ilusorio sentirse seguro cuando la crueldad acechaba en todas partes, hasta en los cines de barrio.

    Los adultos ignoraban que Natán Pinzón merodeaba en las películas robándose niños. Todos aceptaban sonrientes a ese actor con cara de degenerado. A cado rato las revistas Radiolandia o Intervalo le hacían reportajes donde intentaba hacerse el bueno, aunque su rostro supuraba malignidad, especialmente cuando sonreía.

    No había lugar donde refugiarse. Bastaba que en una película los actores y actrices tuviesen caras buenas para que luego, sin alterar sus rostros, cometiesen maldades. También estaban las películas de ciegos. Todos en la película eran ciegos, exceptuando al director. También había películas de mujeres inicuas ataviadas con pesados tapados de piel. Los hombres caían rendidos a sus pies. En las películas todos hablaban de tú. Nadie usaba el vos. En el momento culminante, para mostrar la pasión desnuda, las mujeres abrían bruscamente sus tapados. Debajo lucían un montón de ropa.

    Solo en las películas de piratas se respiraban nuevos aires. Transcurrían en el Caribe, un mar azul, seguramente teñido en un laboratorio. No había mares azules

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