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La vida más allá de los sueños
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La vida más allá de los sueños
Libro electrónico274 páginas4 horas

La vida más allá de los sueños

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Esta novela relata la historia de varias generaciones de una familia portuguesa. Reinaba entonces en territorio portugués, Don Luis I.
La saga comienza cuando Dulce contrae matrimonio con José María, en la Beira Alta. De la unión, nace Mario, hijo único de la pareja, que mantiene una relación con una prostituta de Lisboa. Será en su compañía y en la de su amigo Aníbal, que presenciarán el asesinato de Don Carlos I y la coronación del que sería el último Rey de Portugal, Don Manuel II. Desde el Siglo XIX, los protagonistas recorrerán la historia hasta llegar a la Revolución de los Claveles, en una continua búsqueda de la felicidad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ago 2015
ISBN9789895144723
La vida más allá de los sueños
Autor

Maria Isabel Martins Lopes

María Isabel Martins Lopes, nació en Lisboa en 1953. Hija de gente humilde, temprano descubrió que no existía escuela para los de su condición social. Lo más que se podía permitir era llegar hasta cuarto de primaria. María Isabel, juntó letras, hizo cuentas y memorizó ríos y sierras, hasta completar ese escalón mínimo del conocimiento: el cuarto curso. Se vivía, entonces, en plena dictadura salazarista. Los pobres tenían que crecer deprisa para ayudar a los padres a llenar los bolsillos de los ricos. Recién cumplidos los once años, ingresa en su primer trabajo, una sastrería. A los catorce es una operaria más en una fábrica de lencería en Benfica, en Lisboa, y, a los dieciocho, debuta como auxiliar de enfermería en el hospital Santa Marta, de la capital portuguesa. En 1983 llega a Arrecife, en Lanzarote, donde reside desde hace treinta y dos años. Hoy se siente orgullosa de vivir en la isla con sus cinco hijos, sus ocho nietos y su bisnieto. Desde sus primeras lecturas literarias le rondaba en la cabeza el deseo de escribir y, en 2013, se aventuró a darle vida a su ópera prima: Los dioses no estaban allí, un relato que retrata la esclavitud vivida por sus antepasados en el pequeño archipiélago de Santo Tomé y Príncipe. El sueño ganó alas, las alas ganaron el cielo y este es ahora el límite. María Isabel, sabe que tiene muchas cosas que contar y no entra en sus deseos desistir de hacerlo. Presenta en 2015 su reciente creación literaria: La vida más allá de los Sueños.

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    La vida más allá de los sueños - Maria Isabel Martins Lopes

    CAPÍTULO I

    En la pequeña parroquia de un pueblecito de la Beira Alta, se encontraba reunida toda la aldea para asistir a la boda de Dulce, primogénita de los Nacimiento, con José María, vástago de los Pacheco.

    El verano pronto irrumpiría, pero las cumbres de la Sierra de la Estrella, todavía lucían un blanco resplandeciente, pese a que la primavera estaba casi a su término. Los cielos se encontraban despejados de nubes dejando que un impresionante azul celeste se mezclase con los dorados hilos que el sol desparramaba sobre las verdes campiñas de los alrededores.

    —Se escuchaban voces gritando:

    —¡Viva los novios!

    Desde lo alto de una colina y con el semblante muy serio, Américo, el heredero de la familia más rica del municipio, montado sobre un bello caballo árabe, observaba a los consortes saliendo del templo.

    Los recién casados cruzaron el pórtico de la iglesia cogidos de la mano y, mientras bajaban las escaleras de piedra, los asistentes al enlace les lanzaban granos de arroz sobre sus cabezas.

    Después de un largo rato espiándoles, el hombre, con los talones, apretó suavemente los flancos del animal y este empezó a alejarse del lugar con un trote suave.

    Ella llevaba un vestido beige estampado de flores rojas muy grandes, ajustado en la parte superior con un leve escote redondeado y la falda con bastante vuelo. Él, el traje dominguero con que asistía siempre a misa.

    El ágape se sirvió en la finca que los padres del novio poseían a las afueras del pueblo. Entre vivas, aplausos, discursos y brindis, discurrió un agradable día que los contrayentes, parientes y demás convidados, jamás olvidarían y que sería motivo de tertulia en las noches que sucedieron al enlace.

    Era noche cerrada cuando los consortes se dispusieron a recorrer el camino del que sería, a partir de ese día, su nuevo hogar. Algunos jóvenes del lugar y los hermanos de los cónyuges los acompañaron entre chistes, risas y cantigas.

    Las bromas llegaron a ser impertinentes y subidas de tono, ya que el señor vino había hecho mella en la juventud, lo que provocó en Dulce una cierta incomodidad.

    La joven era alta, con unos enormes ojos marrones muy oscuros y la piel aceitunada como la suelen tener las campesinas. Su pelo azabache, levemente ondulado, le llegaba hasta las caderas y ese día lo llevaba suelto, adornado apenas, con una pequeña diadema. José María rondaba los treinta años, unos cuantos más que ella. Era fuerte y de elevada estatura. Destacaba su enorme mostacho que parecía hacerle sentirse seguro de sí mismo. Presumía de los callos que tenían sus manos, como modo de demostrar su condición de buen trabajador.

    Al llegar a la vivienda se despidieron con celeridad y cerraron tras ellos la verja que daba acceso a su domicilio.

    La casa terrera y modesta, no era mayor que cualquiera de las del lugar y se encontraba rodeada de una nutrida y espléndida arboleda. La edificaron en un terreno que pertenecía a los padres de la novia. La familia de José María se había encargado de comprar el material, y todos en la aldea participaron en su construcción; unos colocando ladrillos, otros encalando, como era habitual en los pueblos. Finalmente, la pintaron de blanco y se amuebló al gusto de Dulce.

    En su parte delantera se encontraba un hermoso jardín. Al entrar por la puerta principal había dos habitaciones separadas por un pequeño corredor. Al final de este, estaba ubicado el comedor, con el piso de cemento, y, a un lado, la cocina, con una chimenea construida sobre tierra batida; que en su lado izquierdo, tenía una puerta que daba acceso a la parte trasera y a un patio donde se hallaban los establos. En esa zona, también existía un extensísimo huerto donde José María ya había plantado cebollas, papas y verduras y un pozo del que se abastecían de agua.

    Después de que el recién casado cerrara la puerta de la calle, abrió la que daba hacia la habitación que se encontraba en su ala derecha; tomó a su mujer por la cintura y, cogiéndola en brazos, la depositó en el confortable lecho de hierro forjado.

    Esa noche, el fuego largamente contenido en sus cuerpos, los abrasó hasta el amanecer. Se durmieron estrechamente abrazados, alejados ya los reflejos plateados de la luna y el alba invadiendo el dormitorio a través de las cortinas. Se despertaron cuando los rayos candentes del sol se colaron por las rendijas de la ventana.

    Sin rastro de sueño en sus rostros, se volvieron a abrazar y empezaron el día de la forma más placentera que pueden tener dos personas enamoradas, fundiendo sus cuerpos desnudos.

    José María era un hombre muy bien experimentado en las artes amatorias. Sus idas y venidas a la ciudad de Oporto le habían proporcionado la ocasión de frecuentar los cabarets, donde, las mal llamadas mujeres de vida alegre, lo instruyeron en los placeres de la carne. Por eso sabía cómo complacer a su jovencísima esposa.

    Los días fueron sucediéndose sin que nada perturbara la felicidad de la pareja. Ella era feliz cocinando y trajinando con su nueva vida de mujer casada y él, cuidando de sus tierras y del ganado para que nada le faltara a su compañera de quien se encontraba enamoradísimo.

    Delante de la fachada principal de su domicilio disfrutaban de la vista de la montaña de la Sierra de la Estrella, que no álgido invierno siempre mantenía un manto resplandeciente de blanca nieve.

    En esa estación de riguroso frío, Américo contrajo matrimonio en la majestuosa catedral de Oporto con la guapa hija de un comerciante de esa ciudad, Rosalía, una joven rubia de facciones muy finas. Después del enlace hicieron una prolongada luna de miel por tierras francesas y, tras el periplo de recién casados, regresaron al pueblo donde fijaron su residencia en la mansión de su padre.

    Un día en que José María había ido a vender unas verduras al mercado de Mangualde, Dulce se topó con Américo rondando cerca de su domicilio.

    —¡Buenos días, Américo! —lo saludó, un poco inquieta, preparándose para entrar en casa rápidamente, ya que se encontraba sola y no quería habladurías por si alguien los pudiera ver hablando.

    —Buenos días Dulce. ¿No me felicitas por mi boda? —preguntó con una cínica sonrisa.

    —¡Claro que te felicito Américo y deseo que seas feliz en tu matrimonio!, tanto como yo lo soy con el mío.

    —Sabes muy bien que solo sería feliz contigo. Si quisieras…

    La chica no dejó que terminara la frase, volviéndole la espalda abrió la puerta de su hogar y antes de cerrarla en sus narices le dijo:

    —Adiós, que todo te vaya bien.

    Él, riéndose, gritó con aire provocador:

    —¡No me tengas miedo mujer! Que no soy el lobo feroz con ganas de comerse a Caperucita.

    Dulce no se dignó contestarle y por entre las cortinas vio cómo con una pequeña fusta golpeaba el lomo del caballo que empezó a cabalgar rápidamente, perdiendo a ambos de su vista en pocos minutos. Solo entonces respiró hondamente.

    Llegó otro invierno, este, agradablemente benigno y con él, la tan esperada noticia del embarazo de Dulce. Cuando el verano se hizo inminente, ella se puso de parto y nació un varón al que bautizaron con el nombre de su abuelo paterno, Mario. El nuevo inquilino vino a traer más felicidad a esas paredes llenas de amor.

    A pesar de no pertenecer a la clase de los acaudalados del pueblo, gozaban una vida bastante desahogada. José María llevaba sus cosechas a los mercados montado en su jaca de gran tamaño, el animal tenía unas enormes ancas traseras y entre ellas una exuberante cola. El hombre se sentía muy orgulloso de ser su propietario, llevaban años juntos y se entendían perfectamente. Había sido un regalo de su padre y en ella había cogido destreza en montar.

    El diecinueve de octubre de 1889, el rey don Luís I, apodado El Popular, feneció en Cascais. Los pueblos del norte portugués que eran tradicionalmente monárquicos, organizaron una excursión a Lisboa para asistir a la coronación de su hijo, don Carlos I. José María, monárquico por los cuatro costados, no quería perderse la oportunidad de presenciar la coronación de su futuro rey, que se haría en la capital lisboeta el veintiocho de diciembre de ese mismo año, y decidió llevar a su familia para asistir al magno evento.

    Américo, los hermanos, Rosalía, y sus padres, también se trasladaron hasta Lisboa con ese mismo fin.

    Llegó José María acompañado de los suyos justo el día de la investidura. Cogieron hospedaje en un discreto hostal muy cerca de la estación de Santa Apolonia.

    En 1873 los hermanos Luciano y Francisco Cordero de Sousa, habían obtenido los permisos para poner en funcionamiento el primer tranvía, que salía precisamente de esa estación; decidieron cogerlo. Llegaron exactamente cuando empezaba el acto.

    A pesar de ser un gélido invierno, toda la ciudad lucía un ambiente alegre y festivo y como Dulce no había disfrutado de una luna de miel, su marido se propuso recompensarla pasando unos cuantos días más en Lisboa.

    Al día siguiente de la coronación, fueron caminando hasta el Cais do Sodré. La línea de tranvías de vapor que había sido inaugurada en 1877, hacía el recorrido entre ese lugar y Algés. José María llevó su familia a ver el maravilloso Monasterio de los Jerónimos, donde se encontraban sepultados el rey don Manuel I y su familia, así como el que era considerado el más grande de los poetas portugueses, Luis de Camões, y el navegante Vasco da Gama. El monumento, de estilo manuelino, lo mandó construir el monarca don Manuel I para conmemorar el éxito del viaje hacia las Indias del navegador Vasco da Gama.

    Después fueron a ver lo que sería el futuro Coliseo de los Recreos, que estaban construyendo en la calle de las Puertas de Santo Antão, bajo las directrices de los arquitectos Goulard, padre e hijo. Sin embargo, lo que más le gustó a Dulce fue el barrio de Alfama, construido encima de una de las siete colinas sobre las cuales fue edificada la ciudad de Lisboa. Allí, se encontraba esa barriada que se le asemejaba a una pequeña aldea, con su dédalo de calles angostas muy estrechas y entrelazadas en medio de la capital portuguesa. En el punto más alto, se erguía como coronándola, el castillo de San Jorge.

    Esos días pasaron demasiado deprisa, y tuvieron que despedirse de esa urbe donde habían pasado unos días maravillosos que la pareja siempre recordaría con mucho cariño.

    Los otoños fueron sucediendo a los veranos y estos a las primaveras tras los largos inviernos.

    Agosto se aproximaba a pasos agigantados y Mariño pronto cumpliría cuatro preciosos añitos. El benjamín era la alegría de la familia y sus padres la sana envidia del pueblo, ya que seguían tan enamorados como el día en que se conocieron. Cupido había hecho un trabajo digno de admiración.

    De nuevo se despidió un frío invierno. Las cumbres de la Sierra de la Estrella herían los ojos con el reflejo de los rayos solares sobre ella, la primavera volvía con su clima suave y acariciador.

    Un miércoles, Dulce se despertó con una sensación amarga, triste, tras un mal sueño. Había soñado que su marido se desnucaba cayendo de su jaca. Precisamente ese día su esposo tenía que desplazarse a un pueblo vecino a tratar de unos negocios que tenía pendientes, ante semejante presagio le pidió:

    —¿Por qué no vas mañana a Contenças a tratar de ese asunto, cariño?

    —¿Y eso por qué, mi vida? —preguntó riendo.

    —Porque no quiero que salgas hoy —contestó melosamente.

    —No puedo, mi reina. El señor Rosendo me está esperando y no me gusta faltar a mi palabra.

    —¿Son más importante tus negocios con el señor Rosendo que yo? —preguntó irritada.

    —¿Qué te pasa criatura? ¿Estás enfadada conmigo? ¿Qué te he hecho?

    —No me hagas caso, José María. No dormí bien, tuve una pesadilla y tengo un mal augurio —él la atrajo contra su pecho y levantándole la barbilla depositó un beso con su carnosa y ancha boca, sobre sus rosados y deseables labios.

    —¿Solo por eso, mujer? ¡Deja de ser trágica!, mira cómo el sol brilla sobre nuestras cabezas. ¿No nos van bien nuestras cosechas? ¿Nuestro hijo no goza de una espléndida salud? ¿Qué más le podemos pedir a la vida?

    Ella miró los profundos ojos verdes de José por encima de su perfecta nariz y contestó:

    —¡Tienes razón! Pero, ¿qué quieres que te diga?, no he conseguido conciliar el sueño esta noche y algo me oprime el corazón— no quiso decirle que temía que algo malo le pasara.

    —Ese humor de perros que tienes hoy, puede que sea por no haber dormido bien. Es hora de pensar en dar a Mariño una hermanita o un hermanito —dijo riéndose al tiempo que le daba una fuerte nalgada.

    —¡Qué bruto eres José María! —exclamó.

    Después de despertar a su hijo, desayunarían todos juntos. Más tarde el hombre cogiendo a su vástago en volandas le decía:

    —¡Mariño! Si te portas bien te traigo un regalo.

    —¡Sí, papá! Me portaré muy bien— después girándose para su madre preguntó:—¿Verdad mami que cuando no está papi siempre me porto bien?

    —Sí, mi cielo, tú eres un niño muy bueno —dijo riéndose de la ocurrencia de su hijo.

    Se despidió de su esposa con un beso en los labios, y Dulce, con el pequeño en brazos, lo vio montar en su jaca parda y enfilar por el sendero que lo llevaría hasta las verdes colinas.

    José María proseguía su cauteloso ascenso montado en la grupa del animal, sin usar las riendas. El hombre volvía la cabeza hacia atrás de vez en cuando, para decirles adiós con la mano.

    Dulce, quedó entregada a sus pensamientos, algo en su interior la mantenía en vilo. Prefirió pensar que su desasosiego se debía a figuraciones suyas e intentó evadirse de sus preocupaciones dedicándose al cuidado de su hijo y de la casa.

    Estaba oscureciendo lentamente sobre los verdes campos y la joven se inquietaba por la demora de su marido. Se sobresaltó cuando Sultán, su perro, empezó a ladrar furiosamente. El niño dormía plácidamente en su cama, y la mujer abrió la puerta saliendo al exterior.

    Agudizando la vista vislumbró a lo lejos, de manera borrosa, la imagen de un grupo de personas que se aproximaba a su casa. Frunció el ceño. Le estaba dando mala espina la visión de la gente que llegaba. Se le encogió el corazón y supo al momento que algo le había pasado a su esposo.

    Salió corriendo al encuentro de los visitantes y cuando se encontraba ya muy cerca de ellos, se percató de que la comitiva estaba formada por su padre a la cabeza, y detrás de este, su madre, doña Eugenia, sus hermanas Leonor y Helena y sus dos hermanos, Valdemar y el benjamín de la familia, Alfredo.

    Ya no tuvo dudas, intuyó que eran malas noticias y se echó a llorar. Su progenitor corrió a su encuentro, la abrazó fuertemente contra el pecho al tiempo que decía con voz ronca:

    —¡Ay, hijita! ¡Qué mala suerte la tuya!

    —¡Padre! ¡Dime que no le ha pasado nada malo a José!

    —Lo siento cariño, no sabes lo que me pesa en el alma tener que darte esta noticia tan triste —replicó.

    La chica se apartó violentamente del hombro de su progenitor y si él no la hubiera cogido a tiempo se hubiera desplomado en el suelo. Entre todos la cogieron en brazos y la llevaron hasta su casa. Cuando ella se despertó se puso histérica preguntando:

    —¿Qué le pasó a José?

    —Se cayó de la yegua y está muy grave en casa del doctor —contestó rápidamente su madre, no queriendo que supiera de momento, que él había muerto.

    Se levantó de un salto corriendo hacia la puerta al tiempo que decía:

    —¡Cuiden de mi hijo!— Su papa logró alcanzarla antes de que la abriera y la agarró por los hombros.

    —¿Adónde piensas ir mujer?

    —¡Qué pregunta! ¡A casa del médico! Quiero estar con mi marido.

    —Espera criatura, te acompañaremos —dijo su hermana Leonor, una chica de unos dieciocho años, muy delgada.

    —¡No! tú quédate en casa por si el niño se despierta —argumentó al tiempo que abrió apresuradamente el cerrojo.

    Doña Eugenia se puso al lado de su hija intentando tranquilizarla, y acompañada por los familiares que no sabían cómo decirle la verdad, llegaron al domicilio del único facultativo de la aldea, donde se encontraban ya los padres y parientes del desdichado José María. Leonor se había quedado en casa de Dulce para cuidar a Mariño.

    * * *

    Mientras se producían estos hechos, en un pequeño pueblecito de Vimeiro, Antonio de Oliveira Salazar el hijo de Manholas, como era conocido el único vástago varón de una humilde familia campesina, jugaba como cualquier niño muy ajeno a lo que el hado le tenía reservado.

    Para sus padres, el destino del pequeño también iría mucho más allá de los planes que tenían para él, ya que jamás pensaron que su retoño llegaría a gobernar el país con mano de hierro. Esa gente modesta no hubiera deseado que su hijo fuera recordado como un tirano que tanto hizo sufrir a su pueblo; pues bajo su gobierno, se persiguió y torturó a muchos que estaban en contra de la manera con que dirigía el país.

    Años más tarde, cursaría en Coimbra estudios superio-res. Este hombre, después de muchas peripecias en su vida, llegó a formar un Estado Novo en el territorio portugués y, con ello, llegaría el salazarismo, con su régimen fascista, y la dictadura se impuso por largos años en Portugal. Régimen que solo caería con la Revolución de los Claveles en 1974.

    CAPÍTULO II

    Américo, con semblante circunspecto, desde la misma colina en la que fisgoneó el enlace de José María con Dulce, presenció el féretro saliendo de la iglesia. Este fue llevado a hombros hasta el camposanto por los hermanos y compañeros del difunto. Delante del ataúd iba el padre Antonio, que los había casado; detrás marchaba la comitiva presidida por la viuda amparada por sus padres y los progenitores y hermanas de José María. Detrás de estos, estaba Valdemar con Mariño en brazos y a su lado, Alfredo y sus dos hermanas. Los demás parientes de ambas familias, así como los amigos y conocidos que no quisieron faltar al sepelio, cerraban el cortejo.

    Dulce, trajeada de rigoroso luto, así como los demás acompañantes, asistió como ida a las exequias de su marido. Su cara desfigurada por el sufrimiento dejaba ver los ojos hinchados por el llanto. Cuando el cajón bajaba al hoyo, la mujer soltó un tremendo aullido que el viento alejó hasta las montañas al tiempo que se desvaneció.

    La parentela de la desdichada joven pretendió llevarla para la finca del patriarca al finalizar el funeral, pero esta se negó rotundamente. Quería ir cuanto antes para su casa con su hijo y enfrentarse al duelo sola. Como era muy tozuda, sus allegados tuvieron que acceder a su deseo; sabían que no la iban hacer desistir de su empeño. Así que se dispusieron a acompañarla hasta su domicilio.

    Doña Eugenia, después de haber bañado y dado la cena a su nieto lo acostó. En la cocina seguían todos reunidos menos Dulce que se había encerrado en su habitación. Se acostó bajo la trémula luz de un candelero de petróleo que no tardó en apagar. Después, su gente decidió que era mejor regresar a sus respectivas moradas, quedando solo Leonor acostada al lado de Mariño.

    En medio de la grisácea luz de una nueva mañana, los padres de Dulce, acompañados por su hija Helena, fueron al hogar de la joven viuda a ver cómo discurrían las cosas por allí.

    Les abrió la puerta Leonor, que les dijo que tanto el niño como su hermana seguían durmiendo. Doña Eugenia se acercó al dormitorio y entreabrió la puerta lo más sigilosamente que pudo, para comprobar si efectivamente ella continuaba dormida. Se arrimó a su lecho y se dio cuenta de que estaba ardiendo en fiebre. Salió apresurada de la alcoba en busca de una palangana con agua fría y unas toallas, las cuales empapó y colocó en su frente para bajarle la temperatura. Durante su estado febril Dulce hablaba en angustiados susurros con su difunto esposo:

    —¡No te lo decía José! Pero tú no me hiciste caso, tú no me hiciste caso —repetía continuamente.

    La mujer se mantuvo al lado de su hija todo el día, mientras su marido, regresó con Helena a casa. Solo en la oscura y somnolienta noche, consiguió doña Eugenia que la temperatura le bajara. Abrazada por una belleza fantasmal que cubría su rostro, se despertó con su madre mirándola preocupada. Afuera, envolvía la oscuridad una neblina fría y húmeda.

    —¿Cómo te encuentras cariño?

    —Bien, ¿y Mariño? ¿Cómo está?

    —Durmiendo hijita. Ya lo acostamos ¿Quieres comer algo?

    —No, mama. No tengo hambre, pero sí tengo mucha sed.

    —Te voy a buscar un poco de agua fresquita.

    Después de tomarla, volvió a sumergirse en un sueño que se trocó cálido y placentero al

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