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Susurros en el megáfono
Susurros en el megáfono
Susurros en el megáfono
Libro electrónico392 páginas5 horas

Susurros en el megáfono

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Información de este libro electrónico

«En un mundo sobreconectado, una voz potente y seductora observa el caos y evoca milagros. Elliott es una gran observadora, inspirada, fresca, irónica y verdadera.» Liz Jensen

«Me encantó Susurros en el megáfono... ingeniosa, oscura, devastadora y completamente original.» Topping&Company

Miriam Delaney ha pasado tres años sin salir de casa obsesionada por la muerte de su madre. No es capaz de hablar alto, solo susurra. Un día de agosto, para enfrentarse a sus miedos, decide internarse en el bosque que hay cerca de donde vive. Ralph Swoon es un psicoterapeuta que tiene dos hijos gemelos y una mujer que no corresponde a su amor. Cuando el día de su cumpleaños la encuentre en un armario besándose con una amiga, su primera reacción será salir corriendo e internarse en el bosque. Susurros en el megáfono es una historia llena de humor y vitalidad que cuenta la resurrección de Miriam y Ralph. Pero también es una novela sobre la incomunicación que tiene lugar precisamente en la época de la obsesión por las redes sociales.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 dic 2015
ISBN9788490651544
Susurros en el megáfono
Autor

Rachel Elliott

<p>Rachel Elliott nació en Suffolk (Reino Unido). Es escritora y psicoterapeuta. Ha trabajado en el mundo del arte y, como periodista, ha escrito a menudo sobre las redes sociales. Ha publicado en distintos medios, desde revistas digitales de arte hasta publicaciones literarias como la <i>French Literary Review</i>. También ha sido finalista en varios concursos de relatos y novela en el Reino Unido. <i>Susurros en el megáfono</i> es su primera novela.</p>

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    Vista previa del libro

    Susurros en el megáfono - Rachel Elliott

    RACHEL ELLIOTT

    Susurros en el megáfono

    Traducción

    Patricia Antón

    ALBA

    Cuando decides vivir, vivir por fin, se abre un mundo de posibilidades, un mundo vasto y exasperante, pero ¿dónde está el puente que cruza hasta ese mundo?, ¿ve alguien un puente en algún sitio?

    Miriam Delaney

    Capítulo 1

    El superabundante mundo exterior

    Miriam Delaney está sentada a la mesa de la cocina, escuchando la radio. Está fascinada, petrificada.

    En un estudio de grabación en algún lugar –algún lugar del mundo exterior–, una mujer habla con voz muy profunda sobre su extraordinaria vida: las aventuras, los romances, las lecciones que aprendió de sus errores. Sus relatos se van intercalando con una música cuidadosamente seleccionada para revelar incluso más detalles de su vida.

    Miriam inspira profundamente, porque a lo mejor lo que en la radio está en el aire también impregna el aire que la rodea, a lo mejor la superabundante presencia de esa mujer se transmite con las ondas.

    Qué maravilla ser capaz de hablar así.

    Qué maravilla ser capaz de hablar como Dios manda.

    Hoy hace tres años que Miriam no pone un pie fuera de casa.

    No, eso no es del todo cierto. Ha salido al jardín de atrás para dar de comer a la carpa koi, ha salido al porche a recoger la leche y a dejar una bolsa de basura para que el vecino la lleve al final del sendero de entrada. Pero ¿salir a la calle? No, qué va. ¿Y arriesgarse a un encontronazo y un intercambio potencialmente catastrófico con un extraño? Deben de estar de broma. Después de lo que pasó, no. Después de lo que ella hizo, no. Enfundados en unas cursis zapatillas que son dos cabezas de terrier de West Highland, sus pies han recorrido todo este tiempo las habitaciones del número 7 de Beckford Gardens, una casa pareada de tres dormitorios y con un reloj de cuco blanco, moquetas en marrón y naranja y un recortable a tamaño natural de Neil Armstrong.

    La hibernación de Miriam cumple hoy tres años, pero las cifras pueden ser engañosas, tres años pueden parecer tres décadas. La hibernación envejece como un perro, de modo que tres años equivalen a unos veintiocho, dependiendo de la raza, y en este caso es dulce, protectora y mantiene el mundo a raya.

    El mundo… vaya concepto tan interesante. Miriam apoya la barbilla en las manos. ¿Dónde está el mundo exactamente? ¿Está dentro o fuera? ¿Dónde está la línea divisoria? ¿Estoy yo dentro o fuera?

    Arroja una moneda. «Si sale cara, podré formar parte del mundo; si sale cruz, estaré fuera para siempre.»

    La moneda de diez peniques, plana en su palma, luce una cara. «¿Pruebo suerte tres veces, a ver qué sale?»

    Tres optimistas caras, una tras otra.

    Miriam sonríe. Ha llegado el momento. Ella lo sabe, y la moneda también. Enséñame la pasta. Poderoso caballero es Don Dinero. Ha llegado el momento de tener una vida.

    ¿Cuál es el mayor problema? La gente, los demás. Los demás han sido siempre el problema. Los demás parecen saber ciertas cosas. Saben todo lo que debería contener una vida, todas esas cosas simples y complicadas como ir de compras y bailar zumba y tener intimidad física con otro cuerpo. Conocen las reglas, la forma en que supuestamente funciona todo. Miriam tiene treinta y cinco años y cuando mira por la ventana solo ve un mundo lleno de gente que sabe cosas que ella nunca sabrá.

    El mundo, otra vez. Pese a que lleva años sin mirar, es lo único que ve. Le gustaría formar parte de él, integrarlo de algún modo.

    Escribe un plan en un Post-it y lo pega al transistor:

    1) Hacer algo que me dé miedo. Por lo visto, así se gana confianza (aún tengo que comprobar que es así, será un experimento interesante).

    2) Dedicar los próximos días a hacer limpieza en la casa, a deshacerme de las cosas de mi madre.

    3) Salir de casa la semana que viene.

    El problema con el número 1 es qué elegir de la enorme lista de cosas posibles. De hecho, ponerse a hacer una lista de las cosas que le dan miedo podría llevarle un mes, y ¿pasarse otras cuatro semanas dentro de esa casa? ¿Cuatro semanas que van a parecerle diez meses? Es una idea insoportable, que le provoca escalofríos y la hace salir corriendo escaleras arriba en busca de una de sus muchas rebecas.

    Pero las listas son buenas, no lo olviden. En ellas pueden añadirse y quitarse cosas. Añadirlas te hace sentir una persona con intenciones claras, quitarlas te da la sensación de haber obtenido una pequeña victoria. ¿Qué más? Bueno, pues una lista es un mapa personal. Es una escalera de mano que puedes mover de aquí para allá a tu antojo. Cuando tachas cosas en ella te da la sensación de que te mueves, de que estás llegando a algún sitio, de que todo esto sirve de algo, de que por fin está pasando algo.

    De regreso en la sala de estar, empieza a redactar la lista.

    «Escribe deprisa, Miriam. Puedes hacerlo. Las listas son buenas. Escribe hasta que des con algo a lo que puedas enfrentarte esta noche. No, mañana no. Esta noche.»

    Cosas que me dan miedo

    1) La idea de que mi madre siga viva en algún sitio y que yo no esté sola.

    2) La idea de que mi madre esté decididamente muerta y yo esté sola.

    3) Volver a donde pasó todo.

    4) Amar.

    5) No amar.

    6) Ir a comprar ropa.

    7) Pensar que si salgo ahí fuera podría volver a hacerlo.

    8) Quedarme atrapada en un ascensor con un grupo de gente habladora.

    9) No poder volver a escribir nunca una lista o una carta por culpa de un accidente grave en las manos.

    10) Convertirme en mi madre.

    11) No tener la capacidad de saber que ya soy igual que mi madre.

    12) Los mitones.

    13) Hacer la limpieza desnuda.

    Ahí está, el número trece en la lista, que para algunos trae mala suerte. Hacer la limpieza desnuda… para eso solo hace falta quitarte esta rebeca, esta camiseta y estos vaqueros, sacar el aspirador del armario y enchufarlo. ¿Cuánto miedo puede dar una cosa así?

    Respuesta: eso depende de tu infancia.

    Depende de si, a los ocho años, te encontraste a tu madre barriendo el suelo del pasillo del colegio sin otra cosa puesta que unos calcetines. (¿Había planeado acaso salir a correr y perdido la chaveta segundos después de haberse puesto los calcetines? ¿Puede la demencia abatirse tan rápido como el trueno, como la tormenta?) Ahí estaba la señora Frances Delaney, abriéndose tranquilamente paso a escobazos entre un mar turbulento de niños histéricos, con las oleadas de risa creciendo más y más…

    Miriam quedó empapada por esas oleadas. Tenía los pies mojados, las manos mojadas, los ojos mojados.

    «Mi madre aquí, en el colegio. Y desnuda. Los demás niños riéndose y burlándose. Pobre mamá. Quiero a mamá, y la odio.»

    Apareció el director. Anduvo sobre las aguas. Se quitó la americana y cubrió la desnudez de la señora Delaney. Se mostró cortés, imperturbable. Quizá ya había presenciado antes todo eso. (Miriam confiaba en que no.) Frances seguía barriendo; era muy esmerada, eso sí. Siempre había valorado la limpieza y el orden. Quizá el director era consciente de eso, de ahí su sensibilidad. Quizá le merecía respeto.

    Lo que volvía la situación peor incluso, más difícil aún de entender para Miriam, era que su madre ni siquiera trabajaba de señora de la limpieza. Aparecer en tu lugar de trabajo sin nada puesto supone una ruptura de la etiqueta social, un fallo técnico en tu salud mental y un despiste en su grado más perverso, pero al menos significa que hay cierta continuidad: «He hecho lo que suelo hacer, he venido adonde me tocaba venir, pero algo no anda bien… me pregunto qué será.» Aparecer en el lugar de trabajo de otra persona –el colegio de tu hija– totalmente desnuda, en cueros aparte de unos calcetincitos, es absurdo hasta lo insoportable.

    La madre de Miriam estaba más loca que una cabra.

    ¿Sería contagioso?

    (Miriam confiaba en que no.)

    Démosle al botón de avance rápido para plantarnos al cabo de veintisiete años ¿y qué vemos? Vemos a una mujer que dobla cuidadosamente la ropa y la deja sobre el sofá. Va hasta el armario del pasillo y saca el aspirador, lo enchufa y lo pone en marcha. Y se pone a aspirar la moqueta marrón y naranja de la sala de estar sin otra cosa encima que unas braguitas y las zapatillas de terrier. Un cuco sale repentinamente de su casita, haciéndola dar un brinco. Son las diez en punto. Solo faltan dos horas para que el miércoles se convierta en jueves, para que el primer día de agosto haya llegado a su fin, y habrá pasado un año y un día de cuando volvió corriendo a casa murmurando para sí: «Oh, Dios mío, oh, Dios mío». Los aniversarios vienen y van. El torbellino se traga las fechas importantes y la vida sigue su vertiginoso curso llevándosenos consigo, como turistas perpetuos que fingen tener un hogar.

    Calma, Miriam. No hace falta ponerse a rumiar sobre la naturaleza de la existencia. Tienes que centrarte, por una vez, o jamás conseguirás salir de esta casa. Tienes que aprender a calmarte, ¿recuerdas? No olvides lo que decía aquel libro, el que te prestó Fenella, el que hablaba de permanecer cuerda en un mundo de locos.

    Fenella Price. La principal proveedora de objetos del mundo exterior: comida, bolígrafos, braguitas, etcétera. Fenella no es una amiga cualquiera. Es un modelo de cordura, un faro siempre encendido de ecuanimidad inquebrantable. Es la prueba misma de que la gente puede ser sensata, racional, coherente. Pero, todavía más importante, Fenella es la prueba de que lo de Miriam no es contagioso. Miriam lleva en la sangre y en los huesos la locura de su madre… tiene que ser así, ¿no? Pero Fenella ha estado ahí para presenciarlo todo, los altibajos, los dramas y los traspiés, desde que iban a la escuela primaria, y sigue cuerda. Viste con elegancia, trabaja de cajera en la sucursal del Barclays de la zona, asiste a clases vespertinas tres veces a la semana: pilates, tango, cómo hacer tu propia pantalla de lámpara. Tan cuerda como el que más, ¿a que sí?

    –En este mundo loco hay que permanecer cuerda –decía Fenella–. Cuando tus pensamientos salgan disparados hacia territorios históricos, habla suavemente para tranquilizarte. Es lo que hago yo. No me importa dónde esté. Me digo: «Cálmate, Fenella Price. Todo va bien».

    Miriam exhala un suspiro. Menos mal que Fenella está ahí. Ojalá pudiera contarle la verdad sobre lo que pasó, sobre lo que hizo, hoy hace tres años.

    Ocurrió como sigue.

    Recorres el sendero del bosque tan campante.

    Cruzas el campo tan campante para llegar hasta el pub.

    Almuerzas con Fenella (un sándwich de queso cheddar y mermelada de cebolla, patatas fritas, un botellín de sidra).

    Te despides con un abrazo, qué bueno verte, llámame pronto.

    Ahora, el mismo camino al revés.

    Cruzas el campo tan campante.

    Cruzas el sendero del bosque tan campante. En la más vergonzosa ignorancia, sin tener la más remota idea, por atroz que suene, hasta que…

    El mundo es un lugar seguro hasta que deja de serlo.

    La gente es buena hasta que deja de serlo.

    Miriam desearía haber contemplado por última vez las casas, los árboles, los perros que jugaban en el campo, pero una nunca sabe qué está por llegar, se limita a seguir andando a ciegas y el mundo no es más que un eco de sus propias preocupaciones.

    Capítulo 2

    Apártate, querido

    Ralph tiene a Treacle encima, recorriéndole las piernas, los brazos, el vientre. Treacle, la gata anaranjada que está aburrida con la inactividad de Ralph y espera hambrienta el desayuno. Sube y baja por el saco de dormir, pisando los bultos y protuberancias de su nuevo dueño en busca de indicios de vida.

    Treacle estaba antes perdida y sola, una gata callejera en los bosques, flaca y con el pelaje lleno de calvas. Y entonces se encontró con Ralph Swoon, también perdido y solo. Ahora se tenían el uno al otro, y una vieja y destartalada cabaña en medio del bosque, con la luz penetrando entre las tablillas.

    Ralph le compró a la gata una lata de sardinas ahumadas.

    El suyo era un amor que apestaba un poco a pescado, pero era real.

    Con la ropa del día anterior todavía puesta, Ralph sale del saco de dormir. Se peina el cabello con los dedos y abre la puerta para dirigirse al montón de hojarasca que se ha convertido en su retrete exterior. Treacle se sienta en el umbral, a la espera. Ya se ha acostumbrado a esa parte de la rutina cotidiana. Sabe que Ralph volverá a la cabaña dando traspiés, le pondrá un poco de comida en el agrietado plato azul que está en el suelo y se meterá otra vez en el saco de dormir, adonde la invitará a entrar. El día anterior habían dormido así durante tres horas, con Treacle abriendo los ojos de vez en cuando para asegurarse de que Ralph siguiera respirando.

    La lógica felina le decía a la gata que Ralph se había arrastrado hasta allí para morir. ¿Por qué si no iba a aparecer en el bosque a las once y media de la noche de un 4 de agosto sin maleta y sin otras posesiones que una cartera, un teléfono y una guitarra?

    Pero la gata se equivocaba.

    Ralph no había acudido allí a morir.

    La semana anterior, Ralph estaba sentado a la barra para el desayuno de su cocina escuchando a su mujer y a sus dos hijos adolescentes en el jardín. Sadie y Arthur lavaban a manguerazos las patas del nuevo cachorro mientras Stanley los observaba.

    –Este perro apesta –dijo Arthur.

    –Solo es barro. Ayúdame a quitárselo –contestó Sadie.

    –Es tu perro, mamá.

    –No empieces otra vez.

    –¿A quién se le ocurrió traerlo?

    –Lo compré para ti y para Stan. Siempre habíais querido un perro.

    –Yo quería un perro a los seis años. Llegas diez años tarde.

    –Ay, vete a la mierda.

    Arthur esbozó una sonrisita satisfecha. El cachorro se retorció, tratando de huir del agua fría, tratando de jugar.

    Ralph se había opuesto a la idea de tener un perro. ¿No tenían ya bastantes problemas sin ocuparse de las necesidades de lo que era en realidad un bebé peludo? Como de costumbre Sadie se salió con la suya. Dijo que sería bueno para Arthur, quien mostraba indicios de aburrimiento excesivo. Lo relajaría, le enseñaría a ser responsable, lo haría salir. Un adolescente necesita una razón para levantarse de la cama por las mañanas, según ella, o dormirá todo el día y toda la noche y la vida pasará de largo como un sueño poco digno de mención. Eso me suena, pensó Ralph.

    –No dejes que le entre agua en las orejas –dijo Sadie–. Los perros odian que les entre agua en las orejas.

    –¿Y cómo es que no para de saltar al río?

    –A los spaniel les gusta nadar, pero no nadan debajo del agua.

    Arthur dejó caer la manguera al suelo.

    –Ya está limpio, me voy dentro.

    –No, no está limpio. Míralo, está asqueroso.

    Con el cachorro temblando entre ambos, Arthur y Sadie se miraron furibundos. Stanley era un espectador ausente, tenía la cabeza en otro sitio. Esas desconexiones le venían pasando desde el viernes anterior, cuando Joe Schwartz le dio un beso, lo condujo al piso de arriba, se sentó a su lado en la cama, se quitó las Converse, se apartó el cabello de los ojos y le dijo: eres maravilloso, Stan, de verdad que me pareces maravilloso.

    Joe el canadiense. Un Adonis. Y también era un mago porque había conseguido bajar el volumen de las desagradables voces de Arthur y su madre hasta tal punto que Stanley apenas las oía. Parecían discutir sobre un perro sucio o algo así. Sobre que su hermano tenía un problema.

    –Ahora mismo no me causas muy buena impresión –dijo Sadie.

    –Vaya, no me digas –respondió Arthur.

    –Me hablas como si fuera una mierda. ¿Qué problema tienes?

    –Yo no tengo ningún problema.

    –Pues vete ya y prepárame un café, Stan puede ayudarme a acabar. ¿Estás aquí, Stan?

    Arthur cruzó a buen paso la cocina con las botas llenas de barro y tecleando en su iPhone.

    Arthur Swoon @artswoon

    Mamá ahogando al perro nuevo en el jardín, llama a la protectora de animales.

    Mark Williams @markwills249

    @artswoon ¿De verdad? ¿Sadie la adorable? No puede ser, no te creo.

    Arthur Swoon @artswoon

    @markwills249 Basta ya, psicópata, ¡que es mi madre! Mi padre con sudadera de capucha, no muy guay a su edad.

    Mark Williams @markwills249

    @artswoon Igual está en plena crisis de la mediana edad. Para ti, palabrejas.

    Cuando los gemelos nacieron, Ralph aún iba a la facultad. Tenía veinte años y era pasivo e idealista. No había querido que sus hijos se llamaran Arthur y Stanley. Prefería Mark, Michael o Christopher, pero jamás se habría arriesgado a discutir con Sadie por cuestiones tan cruciales. Les iba bien, eran felices, podía perderla en cualquier momento. Ése era el meollo tácito de su relación, algo sabido y no sabido a la vez. Dieciséis años después no paraban de discutir y la simple visión del Mini de Sadie entrando por el sendero, con el asiento de atrás cubierto de periódicos y antologías poéticas sin abrir, empezaba a hacer que se sintiese intranquilo.

    ¿Debía hacerte sentir intranquilo tu propia esposa? Quizá al principio, con la efervescencia de la expectativa, la urgencia del deseo. Pero ¿al cabo de dieciséis años? ¿Qué diría ella si lo supiera?

    –Querida, me haces sentir intranquilo.

    –Tú también haces que me sienta intranquila.

    –Y ahora ¿qué? ¿Una galletita integral, un Alka-Seltzer?

    Ralph cogió una galletita del paquete y puso agua a hervir. Escuchó cómo le hablaba Sadie a Stanley sobre una exposición que quería que viera; quizá podían ir juntos esa misma tarde, sugirió. Hubo una pausa antes de la inevitable negativa: Lo siento, mamá, pero no puedo.

    –¿Por qué no?

    –Porque esta tarde voy con alguien al cine.

    –¿No puedes ir al cine en otro momento?

    –Igual podrías ver esa exposición con Kristin.

    –No quiero verla con Kristin, quiero llevarte a ti.

    –Pero a Kristin le va mucho el arte.

    –¿Quieres parar ya de hablar de Kristin?

    Kristin Hart. La madrina de los chicos. Ella y su pareja, Carol, eran verdaderos dechados de felicidad, lo que las volvía fascinantes e irritantes, y aún más desde que Sadie no pensaba en otra cosa que en Kristin en la cama, Kristin en la ducha, Kristin haciendo estiramientos antes de salir a correr por las mañanas. Absolutamente desconcertante, ni más ni menos, esa sexualización de una vieja amiga. De lo más perturbadora.

    Ralph cerró los ojos.

    Vio destellos de luz, bloques de color.

    Amarillo, negro, marrón rojizo.

    La conversación se había interrumpido. Hubo unos instantes de silencio.

    Sí, silencio.

    Exhaló en medio de ese silencio dejando caer los hombros.

    Advirtió que sus dedos se curvaban ahora en dos puños apretados.

    –Estoy de un mal humor horrible –anunció Sadie entrando a buen paso en la cocina con un cocker spaniel pegado a la pierna–. Necesito un café.

    –Te prepararé uno.

    –Este condenado perro me está volviendo loca. Esta tarde podrías sacarlo tú.

    –Me parece que no.

    –¿Por qué no? Necesito ir a por la comida y la bebida para mañana. Voy a tardar siglos.

    La fiesta de cumpleaños de Ralph, una cosa más que él no quería. Pero en realidad no era para él. A Sadie le gustaba rodearse regularmente del mayor número posible de gente, o de otro modo la presencia continua de Ralph se le hacía muy cuesta arriba.

    –¿Sabes algo de la novia de Stan? –preguntó Sadie, que apuraba el café con el spaniel lamiéndole la cara.

    –¿Estás segura de que tiene novia?

    –Espero que no sea aburrida, como aquella chica que trajo a la barbacoa el mes pasado.

    –A mí me pareció perfectamente agradable.

    –Stan puede aspirar a más que a una chica perfectamente agradable. Ésa no tenía la menor ambición.

    –Pero Sadie, si es una adolescente.

    –Cuando le pregunté dónde quería estar dentro de cinco años, ¿sabes qué me contestó?

    Ralph se levantó, tratando de decidir si lavar los platos o irse arriba.

    –¿Qué? –quiso saber mientras abría el grifo de agua caliente.

    –Que en una piscina.

    –A lo mejor le encanta nadar.

    –¿Es en una puta piscina donde quiere estar dentro de cinco años? Podría estar en una ahora mismo, Ralph. ¿Qué clase de ambición es ésa? Es como decir que quieres acabar en un lavabo.

    –Sadie…

    –Y ¿sabes qué más? Dijo que su restaurante favorito era Frankie and Benny’s.

    Su esposa era totalmente ajena a su propio esnobismo. Ralph culpaba de ello a sus padres, una profesora universitaria y un matemático que hablaban de sucesos de actualidad, tocaban el banjo y preparaban pesto casero, todo a la vez. Eran brillantes, expeditivos, sarcásticos. Vivían en Francia y nunca venían a visitarlos. Ningún crío habría podido salir de todo ese narcisismo sin odiarse, y Sadie había convertido esa aversión hacía sí misma en algo más tolerable: en esnobismo.

    La madre de Ralph había sido ama de casa. Su padre trabajaba para un tapicero. Sus orígenes no eran peores que los de Sadie, solo diferentes, pero cualquiera le decía eso a ella.

    –Qué más da –dijo.

    –Hablas como Arthur. ¿Es suya esa sudadera que llevas?

    –Claro que no. Yo no voy por ahí vestido con la ropa de nuestros hijos. Me la compré el año pasado para ir a correr, ¿no te acuerdas?

    –No recuerdo haberte visto nunca correr –contestó ella con la cabeza gacha y toqueteando el teléfono.

    Ralph se fue al piso de arriba dejando un fregadero lleno del agua de lavar que, supuestamente, debía oler a lavanda y limón pero que en realidad olía como el túnel entre el hipermercado Asda y el aparcamiento.

    Sadie Swoon @SadieLPeterson

    A MK esta tarde para un completo: color, cortar, masaje. ¡Necesito que me levanten el ánimo!

    Kristin Hart @lalistillaKH

    @SadieLPeterson ¿Café después en Monkey Business? Tenemos que hablar.

    Mark Williams @markwills249

    @SadieLPeterson Te ves fabulosa como estás #Ojalátuviera10añosmás.

    Sadie Swoon @SadieLPeterson

    @lalistillaKH Estupendo ese café, ¿quedamos a las 5?

    En el piso de arriba, Ralph estaba confundido.

    –Vaya, que me den si no he olvidado para qué he subido hasta aquí –dijo sin dirigirse a nadie en particular.

    Que me den. En cierta ocasión había estado a punto de buscar en Google esa expresión, para averiguar su origen, pero decidió no hacerlo cuando imaginó la clase de páginas que podían abrirse. Trataba de no pronunciar esas palabras, en especial cuando sus pacientes eran mujeres, pero decirlas era algo que había heredado de su padre, junto con los hombros estrechos y el trasero pequeño y respingón. Frank Swoon había sido famoso por sus nalgas. Las mujeres le silbaban cuando caminaba por la calle. «Ay, me derrito al ver esas nalguitas que tienes, señor Swoon.» Era la clase de comentario por el que un hombre se habría ganado un buen bofetón.

    La confusión de Ralph no se limitaba a tratar de recordar por qué estaba en el piso de arriba, sino que iba más allá.

    De hecho, era crónica.

    Se sentía perpetuamente perplejo. De un tiempo a esa parte sabía menos sobre sus propios deseos que sus pacientes sobre los suyos. Comparados con él eran modelos de cordura, capaces de sentarse ante él una vez por semana y expresar sus emociones con asombrosa claridad. A veces tenía ganas de contárselo a ellos. Tenía ganas de decir: «Oiga, ¿sabe hasta qué punto es asombrosa esa capacidad de saber lo que quiere? Es posible que tenga un catálogo entero de neurosis, que padezca ansiedad y depresión, pero la verdad es que sabe lo que quiere».

    Sadie tenía su propia teoría sobre la depresión de Ralph. Estaba convencida de que no había sido el mismo desde Pascua, cuando chocó contra un gigantesco enanito de jardín en la tienda B&Q. ¿A quién se le ocurre plantar un enorme enanito al final de un pasillo? Ralph se había quejado al encargado, diciéndole que aquello era una «cuestión de seguridad primordial». Cuando al encargado se le escapó la risa, aunque trató de disimularla con un ataque de tos nada convincente, Ralph lo amenazó con llamar a la policía. Sí, estaba teniendo una reacción desmesurada. Sí, debería haber mirado por dónde iba. Pero a veces un enanito no es un enanito, sino que es un símbolo gigantesco de todo lo que anda mal en tu vida.

    Segundos antes de que embistiera con la cabeza al enanito, fingía admirar un jarrón de narcisos de plástico. Sadie insistió en que compraran seis ramos, y al mismo tiempo se puso a tuitear que se veían muy auténticos, que tener flores que no murieran nunca era de lo más satisfactorio y que cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes. Otras personas, a kilómetros de distancia, respondían a su tuit. Y ella leía en voz alta sus comentarios. Ralph se alejó a grandes zancadas pasillo abajo, incapaz de soportar el peculiar alboroto que habían despertado los narcisos de plástico, y vio a Julie Parsley. ¿Cómo? ¿Julie Parsley? Y fue entonces cuando chocó contra el enanito gigantesco.

    Sadie sostuvo en alto el teléfono, le hizo una foto cuando se frotaba la cabeza y salió disparada hacia los lavabos.

    ¿Qué hacía Julie allí, en el B&Q de su zona? ¿No se había mudado a otro sitio? La recordaba cantando «Apártate, cariño» en el escenario del King’s Head; la recordaba cantando «Ralph, eres un encanto, pero qué encantador eres» al son de una melodía que acababa de improvisar.

    Julie llevaba ahora el cabello corto y ondulado, como aquella actriz francesa… ¿cómo se llamaba? Audrey Tautou. Sí, ésa. La memoria de Ralph seguía intacta, pese al golpetazo en la cabeza, pero ya no había ni rastro de Julie Parsley. Su ausencia lo puso furioso, aunque ella llevara ausente muchísimo más tiempo que esos últimos minutos. Lo hizo gritar. Lo hizo quejarse sobre la salud pública y la seguridad y sobre la puñetera estupidez de fabricar un enanito más macizo que una puta pared.

    La confusión de Ralph no tenía nada que ver con aquel día en B&Q.

    No tenía nada que

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