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La iglesia roja
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Libro electrónico367 páginas5 horas

La iglesia roja

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La vida de Ronnie Day está llena de problemas: sus padres se separaron, su hermano Tim no deja de molestarlo, Melanie Ward lo ama y lo odia y Jesucristo se niega a quedarse en su corazón. Además, tiene que pasar por la iglesia roja todos los días, donde el monstruo de la campana se esconde con sus garras y alas e hígados en vez de ojos. Pero lo peor de todo es que la iglesia tiene un nuevo pastor, Archer McFall, y su mamá quiere que asista a los servicios de medianoche con ella.

El alguacil Frank Littlefield odia la iglesia por otra razón. Su hermanito murió allí hace veinte años y Frank está comenzando a ver su fantasma. Su hermano muerto no deja de pedirle que lo libere. Los habitantes de Whispering Pines están muriendo y los asesinatos coinciden con la vuelta de McFall.
Los Day, los Littlefield y los McFall son descendientes de las primeras familias que se establecieron en la comunidad de los montes Apalaches. Esas familias antiguas comparten un secreto de culpa y traición y McFall quiere que la congregación pruebe su fe. Él cree que es el segundo hijo de Dios y que el perdón de los pecados se debe pagar con sangre.

«El sacrificio es la moneda de Dios», predica, y salvo que Frank y Ronnie lo detengan, todos pagarán.
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento19 nov 2015
ISBN9781626470057
La iglesia roja

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    La iglesia roja - Scott Nicholson

    ROJA

    CAPÍTULO UNO

    «El fin del mundo nunca es como te lo imaginas», pensó Ronnie Day.

    Estaban los favoritos de siempre, como el holocausto nuclear, las colisiones fatídicas de asteroides, los virus asesinos y el clásico del pastor Staymore: la segunda venida de Jesucristo. Pero el final no era un evento tan grande ni organizado después de todo. El final era personal y propio, diferente para cada uno, una patada en el trasero y una broma pesada de la Muerte en persona.

    Pero ese era El Gran Final. Primero había que retorcerse y pasar por miles de bifurcaciones y morir un poco cada vez. Era una de las lecciones que le habían enseñado trece años como hijo de Linda y David Day y un semestre como compañero de banco de Melanie Ward. ¿Qué se le iba a hacer?

    Ronnie caminaba rápido y sin desviar la mirada. Había terminado otro día en la fábrica de idiotas, la vieja escuela Barkersville. Tenía toda una tarde por delante y una larga caminata hasta su casa. Nada más que sus pies y el olor a hojas húmedas, a césped fresco y al lodo aguado que bordeaba el río. Sobre su cabeza brillaba el sol cálido de la primavera.

    En un minuto podría empezar a aminorar la marcha y a retrasar su llegada al infierno en que se había convertido su casa. Pronto habría dejado atrás la curva y la cosa que se erguía en la colina, la cosa que no quería recordar, la cosa que, por pasar junto a ella dos veces al día, no podía evitar recordar.

    ¿Por qué no podía ser como los demás? Sus padres los recogían en Mazdas y Nissans relucientes, los acompañaban al centro comercial de Barkersville, los llevaban a la práctica de fútbol y, de ahí, a las puertas de sus casas. Solo les restaba entrar, atiborrarse con cenas de microondas e ir a sus habitaciones a desperdiciar cerebro y horas de sueño mirando TV o jugando al Nintendo. Los demás no tenían que tener miedo.

    Bueno, podría haber sido peor. Él podía pensar, aunque no era algo de lo que estar orgulloso. Su «imaginación hiperactiva» lo metía en problemas en la escuela, si bien le gustaba cuando los otros chicos, en especial Melanie, le pedían ayuda con Lengua.

    Así que prefería pensar, aunque el consejero de la escuela dijera que sufría de «pensamientos negativos». Al menos pensaba. No como el grandísimo tonto de su hermano allí a lo lejos, que no entendía que no debía demorarse en esa parte del camino.

    —Oye, Ronnie. —Su hermano lo llamaba. Parecía venir de lo alto de la colina. El muy tonto no se habría detenido, ¿no?

    —Sigue caminando. —Ronnie no miró hacia atrás.

    —¡Mira lo que hay aquí!

    —Sigue caminando o te rompo la cabeza.

    —No, de veras, Ronnie. Veo algo.

    Ronnie se detuvo de mala gana y se reacomodó la mochila. Estaba a unos veinticinco metros de su hermano menor. Tim venía holgazaneando como cualquier otro chico de nueve años: se detenía de tanto en tanto para atarse los cordones o buscar renacuajos en el agua o tirar rocas en el río que corría más abajo.

    Ronnie giró («hacia la izquierda», se dijo, «así no la ves») y miró la colina al final del camino de grava. Pasaba casi desapercibida entre la mole verde de montañas. Se le ocurrían mil razones para no retroceder a ver lo que Tim quería mostrarle. Para empezar, Tim estaba en la cima de la empinada colina y Ronnie tendría que volver a subirla. Entre la parada del autobús y la casa había casi un kilómetro. ¿Para qué caminar de más?

    Y había como otras noventa y nueve razones...

    «Como la iglesia roja».

    ...para que no le importara ni un poco en qué se estaba entrometiendo Tim esta vez. Papá iría hoy a casa a recoger algunas cosas más y Ronnie no quería perdérselo. Tal vez podrían hablar un rato, de hombre a hombre. Si Tim no se apuraba, papá y mamá discutirían de nuevo y papá se iría como la semana anterior, cuando pisó fuerte el acelerador de su viejo Ford, las ruedas levantaron pedazos de grava y se rompió una ventana. Así que esa era otra razón para no volver a ver qué había agitado tanto a Tim.

    Él saltaba de arriba abajo, con las botamangas de los pantalones colgando sobre las tenis. Agitaba un bracito flaco y las gafas que llevaba reflejaban el sol de la media tarde.

    —¡Ven, Ronnie! —gritó.

    —Qué estúpido —protestó Ronnie, que retrocedió para subir la loma. Mantuvo los ojos fijos en la grava, como lo hacía siempre que estaba cerca de la iglesia.

    El sol chispeaba sobre las rocas y, con un poco de imaginación, el camino podía transformarse en una galaxia enorme con miles de planetas y estrellas. Si no miraba a la izquierda, no tendría que ver la iglesia roja.

    ¿Por qué le tenía tanto miedo a una estúpida iglesia vieja? Una iglesia era una iglesia. Era como tu corazón. Una vez que Jesús entraba, se suponía que debía quedarse. Aunque a veces uno hacía cosas malas que lo obligaban a irse.

    Ronnie le echó un vistazo a la iglesia solo para probar que no le importaba. «Ahí tienes. Nada más que madera y clavos».

    Pero en realidad casi no la había mirado. Solo había visto un pedazo del techo gris y mohoso; el resto estaba tapado por los árboles que crecían al lado del camino —robles grandes y viejos, un manzano de tronco nudoso y un cornejo torcido que hubiese sido genial para trepar, de no haber sido que, al llegar a la cima, quedabas cara a cara con la torre y el campanario—.

    «Malditos árboles», pensó. «Ellos tan contentos porque es mayo y sus hojas flamean en el viento. Si fueran personas, apuesto que estarían sonriendo como idiotas, como seguro está haciendo Tim ahora mismo. Porque, al igual que mi hermanito, los árboles son demasiado tontos como para asustarse».

    Ronnie aminoró un poco el paso. Tim debía haberse puesto a la sombra del arce. Debía haberse internado en la jungla de malezas que cercaba el camino. Y tal vez ya hubiera llegado al borde del cementerio.

    Ronnie tragó con fuerza. Le había empezado a crecer la nuez de Adán y podía sentir cómo el nudo le subía y le bajaba por la garganta. Se detuvo. Se le había ocurrido la razón número ciento uno para no ir hasta el cementerio. Porque (y esta era la mejor de todas, la que casi lo aliviaba) él era el hermano mayor. Tim tenía que escucharlo. Si cedía al enano mocoso una vez, se la pasaría escuchando «Ronnie, haz esto» y «Ronnie, haz lo otro» por el resto de su vida. Ya era suficiente que mamá lo tratara así.

    —¡Más rápido! —gritó Tim desde el matorral.

    Ronnie no podía verle la cara. Eso no era tan malo, después de todo. Tim era dientudo, con cabello rubio y pajoso y ojos un poco saltones. Era bueno que estuviese en cuarto grado en vez de en octavo. Porque, en octavo grado, había que impresionar a chicas como Melanie Ward, que un día se reían de ti y al otro se sentaban a tu lado y te desgarraban el corazón hasta que ya no podías ni preocuparte por cosas como el lío en que se estaba metiendo el grandísimo tonto de tu hermano.

    —¡Sal de ahí, idiota! Sabes que no debes entrar al cementerio.

    Las hojas crujieron donde Tim había desaparecido en el matorral. Su mochila estaba tirada en el pasto bajo un árbol. De entre una maraña de arbustos y laurel se escuchó su voz chillona.

    —Encontré algo.

    —¡Sal de ahí ahora mismo!

    —¿Por qué?

    —¡Porque lo digo yo!

    —¡Pero mira lo que encontré!

    Ronnie se acercó. Tenía que admitir que sentía un poco de curiosidad, a pesar de que había comenzado a enojarse. Y por supuesto a asustarse. Porque, a través de los claros en los árboles, alcanzaba a ver el cementerio, una ladera de césped grueso y bien cortado interrumpida por bloques grises y blancos. Lápidas. Al menos cuarenta muertos que esperaban levantarse y...

    «Son solo historias. Realmente no crees en esas cosas, ¿no? ¿A quién le importa lo que dice Whizzer Buchanan? Si fuera tan inteligente, no le iría mal en la escuela».

    —No llegaremos a ver a papá —dijo Ronnie. La voz le tembló un poco. Rogó que Tim no lo hubiera notado.

    —Solo un minuto.

    —No tengo un minuto.

    —¿Qué? ¿Tienes miedo?

    Eso fue suficiente. Ronnie apretó los puños y se acercó deprisa al lugar por donde Tim había entrado al cementerio. Dejó su mochila junto a la de su hermano y avanzó entre las hierbas aplastadas. La hiedra venenosa serpenteaba por el suelo y los troncos rojos de las zarzas se doblaban por el peso de las nuevas moras. Ronnie podía apostar un cómic del Hombre araña a que había víboras reptando en el pastizal junto a la zanja.

    —¿Dónde estás? —gritó Ronnie hacia los arbustos.

    —¡Aquí!

    «El muy estúpido estaba en el cementerio. ¿Cuántas veces les había dicho papá que no entraran al cementerio?».

    Aunque, a decir verdad, Ronnie tampoco necesitaba que se lo recordaran. Pero Tim era así: le decías que no tocara una hornalla caliente y, antes de que terminaras la oración, ya tenía los dedos chamuscados.

    Ronnie se agachó a la altura de Tim y logró ver el cementerio a través del camino que su hermano había pisoteado. Tim miraba hacia abajo, arrodillado cerca de una vieja lápida de mármol. Tomó algo que brilló en el sol. Una botella.

    Ronnie levantó la mirada y vio las filas desniveladas de lápidas. Algunas estaban rajadas y descascaradas y todas tenían los bordes carcomidos. Tumbas viejas. Muertos viejos. Ya estarían demasiado podridos como para levantarse y entrar a la iglesia roja.

    No, ya no era una iglesia: solo era un viejo edificio que Lester Matheson usaba como depósito de heno. Había dejado de ser una iglesia hacía unos veinte años. Como había dicho Lester, tras escupir un chorro de jugo marrón y secarse los labios con el muñón rugoso del pulgar: «Las personas hacen una iglesia. Sin personas y sus santos, esto no es más que un hotel de lujo para ratas».

    «Eso. Un hotel de lujo para ratas. Eso no te da miedo, ¿verdad?».

    En realidad, era como la Primera Iglesia Bautista, salvo que la Iglesia Bautista era más grande. Y la única vez que la Iglesia Bautista le había dado miedo fue cuando el pastor Staymore dijo que Ronnie debía salvarse o Jesucristo lo mandaría a arder al infierno para siempre.

    Ronnie caminaba entre los arbustos con dificultad. Una rama le desgarró la remera de Los expedientes secretos X, la que le gustaba a Melanie. Retrocedió para liberarse y maldijo cuando se pinchó el dedo con una espina. Intentó limpiarse la gota roja con la remera, pero terminó por lamerse el dedo.

    Tim dejó la botella y levantó otra cosa. Una revista. Las páginas aletearon con el viento. Ronnie salió de entre los arbustos y se paró.

    Conque estaba en el cementerio. No era gran cosa. Si seguía mirando hacia adelante no tendría que ver el hotel de lujo para ratas. Pero, al ver lo que Tim tenía en las manos, se olvidó de eso de no tener miedo.

    Cuando Ronnie se le acercó, Tim cerró la revista de golpe, pero no antes de que Ronnie alcanzara a ver la carne pálida desplegada en las páginas. Timmy se ruborizó: había encontrado una Playboy.

    —¡Dame eso! —dijo Ronnie. Tim se enfrentó a su hermano y se puso la revista detrás de la espalda.

    —Yo... yo fui el que la encontró.

    —Sí, pero ni siquiera sabes lo que es, ¿cierto?

    Tim miró el piso.

    —Es un libro con mujeres desnudas.

    Ronnie comenzó a reírse, pero se ahogó un poco cuando recorrió el cementerio con la mirada.

    —¿Dónde aprendiste sobre revistas con mujeres?

    —Whizzer. Nos mostró una detrás del gimnasio en un recreo.

    —Y seguro te cobró un dólar por verla.

    —No, solo veinticinco centavos.

    —Dámela o le diré a mamá.

    —No le dirás.

    —Que sí.

    —¿Y qué le vas a decir? ¿Que encontré un libro con mujeres desnudas y no te dejé verlo?

    Ronnie sonrió. «Un punto para el tonto». Consideró saltar sobre Tim y quitarle la revista por la fuerza, pero no tenía por qué apurarse. Engañarlo para que se la diera sería mucho más divertido. Pero no quería quedarse a negociar en el cementerio.

    Miró el resto de las cosas desparramadas en el pasto junto a la tumba. La botella era de base cuadrada y tenía una tapa negra a rosca. En el fondo todavía quedaba un poco de líquido marrón dorado. Por el pavo de la etiqueta, supo que era alcohol. Era lo mismo que bebía su tía Donna. Pero Ronnie quería pensar en su tía Donna tanto como quería pensar en tener miedo.

    Había una gorra verde dada vuelta junto a la tumba. Por dentro tenía manchas de color gris oscuro y, de tanto doblarla, la visera estaba deshilachada y a punto de quebrarse. Solo una persona doblaba la visera así. Ronnie giró la gorra con el pie. Era de John Deere. Eso lo aclaraba todo.

    —Es de Boonie Houck —dijo Ronnie.

    Pero Boonie nunca salía de su casa sin su gorra. La usaba bien abajo, sobre la línea de sus cejas unidas y frondosas. Los ojos le brillaban como rodamientos debajo de la sombra de la visera. Seguro se bañaba y dormía con la gorra pegada a su cabezota.

    La brisa hizo temblar una bolsa arrugada de papas fritas que estaba junto a la gorra. La sostenía una lata cerrada de Coca-Cola. Por debajo de la bolsa asomaba una linterna rota.

    Ronnie se agachó y alcanzó a ver algo plateado. Dinero. Levantó un par de monedas. Había algunas más de menor valor en el pasto, pero las dejó.

    —Te cambio estas monedas por la revista —dijo mientras se enderezaba.

    Tim retrocedió sin quitarse las manos de la espalda. Se puso a la sombra de un monumento de piedra cruda, dos pilares que sostenían un travesaño. Sobre el travesaño había una maceta desgastada con algunos tulipanes marchitos y frágiles.

    Tulipanes. Eso quería decir que alguien se había preocupado por el cementerio al menos una vez desde el invierno. Seguramente Lester. Él era el dueño de la propiedad y se encargaba de cortar el pasto. ¿Pero eso implicaba cuidar a los que estaban enterrados ahí? ¿Los muertos vendrían con el título de propiedad?

    Sin embargo, Ronnie se olvidó de todo el asunto cuando, sin querer, miró sobre el hombro de Tim. Los pilares de piedra enmarcaban la iglesia roja a la perfección.

    «No, no fue sin querer. Querías verla. Los ojos se te han estado yendo hacia allá desde que entraste al cementerio».

    La iglesia se apoyaba sobre una gran pila de piedras del arroyo, castigadas por el agua durante siglos. Algunas de ellas se habían caído y, en su lugar, habían quedado agujeros oscuros debajo de la estructura. La iglesia se veía un poco inestable, como si un viento fuerte pudiera haberla mandado a volar.

    El árbol siniestro se erguía alto y flaco junto a la puerta. Ronnie no creía la historia de Whizzer sobre el árbol. Pero si al menos fuera cierta a medias...

    —¿Solo esas monedas? Si la llevo a la escuela me darán cinco dólares —dijo Tim.

    La revista. A Ronnie ya no le importaba la revista.

    —Vámonos. Salgamos de aquí.

    —Me la vas a quitar, ¿cierto?

    —No. Es solo que papá debe estar por llegar y quiero verlo.

    De repente, Tim dio otro paso hacia atrás con los ojos muy abiertos.

    Ronnie intentó advertirle sobre el monumento. Tim giró y golpeó uno de los pilares. El travesaño vibró por el impacto y la maceta cayó de lado y comenzó a rodar hasta el borde. Una lluvia de tierra negra y seca cayó directo sobre la cabeza de Tim.

    —¡Cuidado! —gritó Ronnie.

    Tim se apartó del pilar de un empujón, pero todo el monumento empezó a desplomarse en cámara lenta. El pesado travesaño iba a aplastar la cabeza de Tim como a una sandía podrida.

    Las piernas de Ronnie se destrabaron y se lanzó para ayudar a Tim. Algo lo hizo tropezar y cayó boca abajo. El aire se le escapó de los pulmones con un silbido y la nariz se le saturó de olor a pasto cortado. Mientras recuperaba la respiración, sintió gusto a sangre y se encontró con la lengua un corte en el labio.

    Algo se quebró con un ruido sordo que hizo eco en todo el cementerio. Ronnie inclinó la cabeza justo a tiempo para ver cómo la maceta estallaba sobre la base del monumento. Tim soltó un chillido de sorpresa mientras le llovían pedazos de concreto en el pecho. Los pilares cayeron en direcciones opuestas; el que estaba junto a Tim quedó enganchado en una saliente, justo encima de su cabeza. El travesaño giró como la hélice de un helicóptero y se detuvo en el pilar que estaba sobre sus piernas.

    Ronnie intentó arrastrarse hacia Tim, pero aún tenía el pie enganchado.

    —¿Estás bien?

    Tim lloraba. Eso era bueno: significaba que estaba vivo.

    Ronnie pateó para liberarse. Cuando miró hacia atrás...

    «NO, NO, NO».

    ...una mano roja como carne cruda.

    Un brazo salía por detrás de la tumba, un brazo sangriento con dedos huesudos que formaban una garra alrededor de su pie. El hueso mojado y brillante de uno de los nudillos estaba enredado en los cordones.

    «COSAMUERTACOSAMUERTACOSAMUERTA».

    Olvidó cómo respirar. Pateó la mano, giró sobre su trasero e intentó arrastrarse, pero la mano no lo soltaba. Las lágrimas le aguijoneaban los ojos mientras pateaba la mano con el otro pie.

    —¡Ayúdame! —gritó Ronnie, a la vez que Tim soltaba su propio pedido de auxilio.

    Se le vinieron a la mente las palabras de Whizzer, que se sumaron al revuelo de pensamientos inconexos: «Te agarran y después... ¡zas!».

    —¡Ronnie! —lloriqueó Tim.

    Ronnie se retorció como un pez fuera del agua. Recorrió con la mirada la muñeca aceitosa hasta llegar al brazo envuelto en tela raída.

    «¿Tela escocesa?».

    El torbellino de ideas se detuvo en seco.

    «¿Por qué usaría una camisa escocesa una... cosamuerta?».

    El brazo estaba adherido a un bulto detrás de la tumba. La mano se cerró en el aire como si intentara agarrar algo, tembló y se relajó. Los dedos se estiraron y Ronnie se alejó gateando. En la palma hueca de la mano había sangre.

    Ronnie llegó hasta donde estaba Tim y comenzó a quitarle los pedazos de concreto del estómago.

    —¿Estás bien?

    Tim asintió. En la cara tenía marcas de barro donde las lágrimas habían lavado la tierra seca. Tenía un corte en una mejilla, pero fuera de eso estaba sano y salvo. Ronnie miró hacia atrás, en dirección al brazo mutilado y a lo que fuera que estuviese detrás de la tumba. La mano estaba quieta; el sol secaba la sangre viscosa de la palma. Una mosca brillante aterrizó a beber.

    Ronnie arrastró a Tim para sacarlo de los pilares derrumbados. Ambos se quedaron parados. Tim se limpiaba la tierra de la remera.

    —Mamá me va a matar... —dijo, hasta que vio el brazo—. ¿Qué diablos...?

    Ronnie se acercó a la lápida. El corazón le retumbaba en los oídos. Por encima de su pulso podía oír las palabras de Whizzer: «Tienen hígados en vez de ojos».

    Ronnie se desvió hacia el borde del cementerio; Tim lo seguía de cerca.

    —Cuando te diga que corramos... —susurró Ronnie con la garganta seca.

    —Mi-mira allí —dijo su hermano.

    Tim era demasiado tonto como para asustarse. Pero Ronnie miró; no pudo evitarlo.

    El cuerpo estaba presionado contra la lápida; la camisa estaba hecha trizas y se veían pedazos de carne maltrecha. La cabeza descansaba sobre el mármol blanco y el cuello estaba doblado en un ángulo imposible. Un hilo de sangre unía la barba enmarañada con el suelo.

    —Boonie —dijo Ronnie, susurrando como el viento entre las hojas de los robles.

    En el pasto se veía un camino pisoteado, que comenzaba en la maleza que rodeaba el cementerio. Boonie debía haberse arrastrado desde ahí. Y la cosa que le había hecho eso podía seguir escondida entre los árboles. Ronnie desvió la mirada de Boonie a la iglesia. ¿Qué fue lo que se movió en el campanario?

    «Es un pájaro, idiota: un pájaro.

    »No la cosa que Whizzer dice que vive en la iglesia roja.

    »No la cosa que te atrapa y te mata, no la cosa con alas y garras e hígados en vez de ojos, no la cosa que le había destrozado la cara a Boonie Houck».

    Y de repente se estaba abriendo paso entre la maleza, casi sin darse cuenta de las zarzas que le cortaban la cara y los brazos, de las espinas que le perforaban la piel, de las ramas que se le metían en los ojos.

    Oyó que Tim venía detrás. Bueno, esperaba que fuera Tim, pero ahora no iba a darse vuelta para mirar, no ahora que avanzaba por la grava, dando zancadas frenéticas al ritmo del terror («NO es la cosa, NO es la cosa, NO es la cosa»). Nunca paró a respirar: ni cuando pasó junto a Lester Matheson en su tractor; ni cuando pasó por la granja Potter; ni cuando el viejo Zeb Potter lo llamó desde el porche; ni cuando el perro de Zeb salió a correrlo entre aullidos; ni cuando saltó el alambrado al final de la propiedad Day; ni cuando vio el viejo techo de chapa de su casa; ni cuando vio la camioneta de su padre en la entrada; ni cuando se tropezó con el puente y vio las piedras brillantes y filosas del arroyo y se percató mientras caía de que había alcanzado una bifurcación, un nuevo fin del mundo, pero que al menos este fin no era tan malo como el que le había tocado a Boonie Houck.

    CAPÍTULO DOS

    —¿Por qué no me lo dijiste?

    —Porque no lo hubieses entendido. No lo entendiste la primera vez.

    Linda Day apretó los puños. David apestaba a cerveza. «Borracho a las tres de la tarde», pensó. «¿No sabe que el cuerpo es sagrado? ¿Por qué no podrá ser más como Archer?».

    David se le acercó. Ella retrocedió hasta la mesa de la cocina. En quince años de matrimonio, jamás la había golpeado, pero jamás había tenido esa cara de dolor y de rabia tampoco.

    Él agitó los papeles. Sus labios finos formaron una sonrisa de desprecio.

    —Todo fue una mentira. Todos estos años...

    «Oh, Dios, no irá a llorar, ¿no? ¿El hombre que una vez se cayó del tractor y que, con el hueso del brazo saliéndole de la chaqueta vaquera, dijo que no era nada?».

    Linda lo miró a los ojos, húmedos y marrones. ¿Quién era? ¿Qué era lo que realmente sabía sobre él? Sí, claro, habían ido a la secundaria juntos, se habían sumado a los Futuros Granjeros de Norteamérica, habían perdido la virginidad a ciegas un viernes a la noche en el campo de fútbol de la secundaria, nunca habían salido con otras personas, se habían casado (como era de esperar) y, tras ese pequeño interludio en California, se habían instalado en la granja de la familia Gregg luego de que el cáncer le comiera los pulmones al padre de Linda.

    Más de la mitad de sus vidas, pero no lo suficiente para conocer del todo a David.

    —No empieces con eso —dijo ella.

    —Yo no fui el que empezó. Cuando nos casamos, dijiste que ya no harías esas estupideces.

    —Pensé que no las haría.

    —Pensaste que no. Claro —se burló él. La cara se le retorció.

    —Iba a contártelo.

    —¿Cuándo? ¿Después de mentirme cien veces más?

    Linda alejó la mirada de sus ojos rojos y encendidos. En el fregadero, la margarina estaba perdiendo sus bordes por el calor. Dos moscas jugaban a la rayuela en la ventana de la cocina. Las rosas del empapelado amarillento se veían secas, como si les faltara riego.

    —No es así.

    —Sí, claro que no. —Las palabras vinieron empañadas de una bruma de cerveza barata—. Tu esposa recibe cartas románticas de un hombre, pero eso no es nada de lo que preocuparse, ¿verdad?

    —Las leíste, entonces.

    —Claro que las leí.

    Se acercó a ella amenazante, con su metro noventa y la fuerza de un hombre que se pasó la vida levantando fardos.

    —Entonces habrás visto que la palabra amor no aparece en ninguna.

    Él se detuvo. Linda consideró replegarse al hall de entrada, pero lo último que quería era demostrar que tenía miedo. Archer decía que el miedo era para los débiles, para los que temblaban a los pies de Cristo.

    David frunció el entrecejo.

    —El amor tiene muchas formas.

    Ella le estudió el rostro: la nariz con dos fracturas, la cicatriz blanca en la comisura de la boca, la barbilla fuerte como un yunque, la piel morena por años de trabajar al sol. ¿Había amado alguna vez al hombre con esa cara?

    —Hay una sola forma de amor —dijo ella—: la que teníamos nosotros.

    —La que tenían tú y Archer.

    —David, por favor, escúchame.

    Él levantó la mano. Ella contuvo la respiración y ladeó la cara. Pero David no la tocó: solo tiró la lata de café que estaba en la mesa detrás de ella. La lata cayó bajo el fregadero y perdió la tapa. Una lluvia de gránulos marrones pobló el piso vinílico. El intenso olor a café ahogó el aliento ácido de su esposo.

    Se le veían los dientes, anchos y cuadrados. Tan apretados que la quijada le temblaba.

    Linda se deslizó hacia la derecha por el borde de la mesa. En el fregadero había un cuchillo con un trozo de queso seco que opacaba el brillo de la hoja. Llegado el momento...

    Pero David giró y se alejó, decaído y con los hombros temblando.

    David nunca lloraba, al menos no frente a ella. Pero desde que había encontrado las cartas, estaba haciendo muchas cosas que no hacía antes. Como beber así. Como dejarla.

    —¿Ciel...? —se corrigió—. ¿David?

    Las botas de David redoblaron contra el piso mientras se alejaba. Se detuvo en la puerta trasera y giró, con la mirada puesta en las cartas. Tenía lágrimas en un lado de la cara, pero su voz era serena, resignada.

    —Archer McFall. Qué gracioso. Dime la verdad. ¿Quién es?

    —¿De qué hablas?

    —Los dos sabemos que no es Archer, así que deja de mentir. ¿Es uno de tus amiguitos de California?

    Linda sacudió la cabeza. «No lo entiende. Y yo pensaba que tal vez se nos uniría».

    —No, no es nadie.

    —¿Nadie? ¡Así que nadie te escribe cartas mientras el tonto alegre de David Day martilla y traga aserrín diez horas al día, solo que a él no le importa porque tiene una familia maravillosa esperándolo en casa para llenarlo de amor y de putas mentiras!

    Su figura llenaba el marco de la puerta y tapaba la vista al granero y a los campos. Una nube cubrió el sol y la habitación se oscureció.

    —Ya te lo dije: no es lo que crees —respondió ella.

    —Sí, claro que no. Archer McFall volvió a tu vida justo cuando empezaste a recibir las cartas. Qué coincidencia.

    —Esto no se trata de Archer o del templo. Se trata de nosotros dos.

    Él sacudió las cartas de nuevo.

    —Si se trata de nosotros dos, ¿por qué no me hablaste de esto?

    —Iba a contarte.

    —¿Cuándo? ¿Cuando las vacas volaran?

    —Cuando creyera que estuvieses listo para escucharme.

    —O sea, cuando estuviese listo

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