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Los Santos Caídos
Los Santos Caídos
Los Santos Caídos
Libro electrónico240 páginas3 horas

Los Santos Caídos

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Información de este libro electrónico

Arthur Beautyman, un hacker informático convertido en detective, está a la caza de un asesino en serie cuyas víctimas son santos modernos. Cada dos meses aparece un nuevo cuerpo, y el mundo pierde a una buena persona.
En su contra tiene un reality show televisivo sin escrúpulos, cuya máxima premisa es que la policía es corrupta e incompetente. La reacción pública va dejando a Beautyman sin recursos, por lo que acaba retomando su faceta de hacker informático para encontrar pruebas que por la vía legal no podría.
Pero, accidentalmente, deja un rastro en Internet y es investigado por un miembro de su propio departamento que desconoce que el hacker a quien busca está en el despacho de al lado.
Este juego mortal del gato y el ratón tiene como telón de fondo las luces de Hollywood.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 mar 2015
ISBN9781633399839
Los Santos Caídos
Autor

Erik Hanberg

Erik Hanberg has been a writer all his life. He lives in Tacoma Washington with his wife Mary and two children.In addition to writing novels, Erik Hanberg is an expert in nonprofit management, fundraising, marketing, and leadership. His books for nonprofits have sold more than 10,000 copies.He has served as the director of two nonprofits, the interim executive director of two more, and served in positions in marketing and fundraising. He has been on more than twelve boards. In addition, he has consulted with nonprofit boards and staff of dozens and dozens of nonprofits and foundations across the country.

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    Los Santos Caídos - Erik Hanberg

    autor

    Para Mary,

    que leyó conmigo capítulo por capítulo

    Mis agradecimientos a Mary Holste, Dennis y Kathy Hanberg, Andrew Fry, Mary Lloyd, Alicia Lawver, Dan Voelpel, Angela Batie y John Morton por haberme ayudado y animado a hacer de Los santos caídos una realidad.

    Capítulo 1

    «Nadie tiene buen aspecto a las tres de la mañana, solo los que salen en la tele», pensó Arthur Beautyman. Arrastrando los pies, salió del coche y entró en la comisaría de policía de Santa Mónica. Su mente parecía estar en huelga, así que su cuerpo se las tuvo que arreglar por sí solo.

    Al ver las ojeras del sargento de turno, Beautyman se preguntó si de verdad alguien se acostumbraba a estar despierto a esas horas. Con un rápido movimiento, le mostró la placa.

    —Vengo para ver al sospechoso que tienen bajo custodia por los asesinatos de Babilonia.

    El sargento miró la placa y la fotografía de identificación de Beautyman, y luego se fijó en su cara. Examinó sus rasgos durante un momento y volvió a comprobar la identificación. «¿Tanto he cambiado?», pensó Beautyman. Aprovechó para mirar él también su propia fotografía. No solo había perdido peso; las leves marcas del acné juvenil eran más evidentes ahora sobre sus mejillas afiladas. La fotografía tampoco mostraba signos de los mechones grisáceos que invadían actualmente su pelo castaño.

    Los ojos verdes sí que eran los mismos, pero por lo demás, se empezaba a sentir en un cuerpo ajeno. Cerró la funda de piel de la placa y volvió a mirar al sargento.

    —¿Estaba usted aquí cuando trajeron al sospechoso? ―preguntó.

    El sargento asintió y descolgó el teléfono.

    ―¿Por qué le detuvieron?

    ―Un soplón llamó a Watchdog. Seguimos al sospechoso y le arrestamos en un aparcamiento junto a la ruta estatal 1. Coincidía con la descripción, así que le llevamos a la sala de interrogatorios y le dimos una botella de agua, tal y como usted nos pidió.

    El sargento marcó un número en el teléfono. Beautyman, intranquilo, se quedó pensativo. De haber sabido que la pista procedía de Watchdog, un reality show semanal de televisión que aborrecía, probablemente se habría quedado en la cama.

    Watchdog era similar a otros programas que giraban en torno a la investigación legal, como Misterios sin resolver o American Justice, pero iba más lejos que los demás. Partía de la base de que los policías eran corruptos, incompetentes y, posiblemente, tan malos como los propios delincuentes. Los episodios se centraban en exponer los torpes esfuerzos de la policía por resolver delitos o en cómo los encubrían, y en volver a la opinión pública en contra. Watchdog se disfrazaba de «perro guardián» (de ahí el título) para reformar el sistema de orden público de toda la zona de Los Ángeles bajo «la luz del escrutinio público».

    Y si los disparates del programa se hubiesen quedado ahí, Beautyman habría sido capaz incluso de tolerarlo. Pero habían empezado a anunciar una línea telefónica para notificar delitos con el eslogan de «el número al que llamar cuando no puedes confiar en la policía». Desde que el programa se había convertido en un éxito, Beautyman sabía que no era el único detective de Los Ángeles cuyos testigos se habían negado a pronunciar palabra durante un interrogatorio y declarado que solo hablarían con Watchdog.

    El sargento colgó el teléfono y anunció: «están atrás». Beautyman asintió. La espera hasta que sonó el timbre para acceder a las oficinas traseras de la comisaría se le hizo muy dura debido a la hora que era. No albergaba esperanzas de que el hombre bajo custodia fuese un sospechoso, ni mucho menos el asesino. Durante el último mes, el departamento del sheriff y los departamentos de policía municipal habían atendido en conjunto cientos de llamadas con pistas sobre los asesinatos de Babilonia. Ninguna de ellas había servido para dar con el hombre al que buscaban.

    Un detective y un agente de paisano le esperaban al otro lado de la puerta de cristal.

    ―¿Alguna posibilidad de que sea este?

    Beautyman miró al infinito. En un buen día, y con las botas puestas, medía 1,68 metros. El agente que tenía al lado le sacaba al menos 15 centímetros, lo que le dejaba dos opciones, bien estirar el cuello para mirarle, o bien (la opción por la que se decantó Beautyman) parecer pensativo. Puso su mejor expresión de gravedad y seriedad.

    ―El trabajo policial rutinario siempre acaba dando sus frutos. ¿Coincide con la descripción?

    ―Se parece al de la tele ―dijo el agente encogiéndose ligeramente de hombros.

    ―Bueno, algo es algo ―dijo Beautyman, esta vez sosteniéndole la mirada.

    Las llamadas a Watchdog habían aumentado notablemente desde que el programa empezó a emitir reconstrucciones de los asesinatos de Babilonia. A Beautyman le parecía que lo que se conseguía con esto era encontrar sospechosos que se parecían al actor que hacía de asesino, no al asesino en sí, pero no quiso decirlo delante del agente.

    ―¿Me puede traer una botella de agua antes de que entre?

    El agente fue de inmediato a por una y Beautyman se dirigió a Sam Reynolds, un detective de Santa Mónica con el que había coincidido en más ocasiones.

    ―¿Hay expediente?

    Lo había. Beautyman lo hojeó y vio que contenía la transcripción de la llamada a Watchdog y el informe del agente que detuvo al sospechoso en el aparcamiento.

    ―¿Existe alguna remota posibilidad de que este sea el asesino que buscamos, Sam? ―preguntó Beautyman sin levantar los ojos del expediente.

    ―Las mismas que tenía yo de acostarme con Farrah Fawcett en el instituto.

    ―Genial.

    ―Creo que lo tendrás que añadir a la lista de los peores motivos para levantarse a las tres de la madrugada.

    ―No necesitaba ninguno más ―Beautyman dejó el expediente sobre el escritorio―. Por cierto, el sargento de turno... ¿ya ha recibido la formación?

    Reynolds negó con la cabeza.

    ―El comisario no quería que gastásemos dinero en algo tan inútil como «formación sobre medios de comunicación». Pero creo que esta noche va a cambiar de idea.

    La mayoría de los departamentos del sheriff y de policía de la zona de Los Ángeles estaban imponiendo clases de formación sobre medios de comunicación. En un movimiento sorprendentemente agudo por parte de la policía, se estaba impartiendo en primer lugar a los agentes de menor rango, ya que era a quienes Watchdog querría entrevistar con mayor probabilidad para intentar pillarles en algo.

    El joven agente volvió con una botella de plástico que bien podía haber estado encima de un radiador.

    ―¿Ha escrito usted ese informe del arresto, agente? ―preguntó Beautyman, abriendo la botella a pesar de su temperatura.

    ―Sí, señor.

    ―¿Y no intentó escapar? Según dice, no mostró intenciones de darse a la fuga.

    ―No, señor. Nunca me había resultado tan fácil atrapar a alguien. Tan solo dijo que usted se reiría cuando llegara.

    Beautyman levantó la vista del informe con brusquedad.

    ―¿Me conoce? ¿Me mencionó?

    ―Le llamó Beautyman, solo que lo pronunció como si fuese un superhéroe...

    Beautyman dejó la botella sobre el escritorio.

    ―Eso debería haber constado en el informe, agente. ¡Joder! Sam, ábreme la puerta.

    Reynolds atravesó la habitación con Beautyman pisándole los talones e introdujo un código en el teclado que estaba junto a la puerta de la sala de interrogatorios. Beautyman abrió la puerta de golpe y vio al sospechoso balanceándose en la silla, con los pies sobre la mesa y los brazos tras la cabeza. Al ver a Beautyman, sonrió con malicia.

    ―Buenas noches, Arthur. ¿O ya son buenos días?

    Beautyman se giró y llamó al agente con un silbido.

    ―¡Usted, agente! ¿Ve a ese hombre?

    ―Sí, señor ―dijo el joven. A su lado, Beautyman era diminuto, pero su furia era de tal magnitud que el agente estaba totalmente amedrentado.

    ―Ya que ve la mierda esa de Watchdog, al menos préstele atención ―espetó Beautyman―. Este tío se parece al de la reconstrucción porque es el de la reconstrucción. ¡Ha arrestado al jodido actor!

    Capítulo 2

    Al salir de la comisaría, Beautyman estrechó la mano del joven agente al que antes había reprendido con palabras groseras.

    ―No tenía derecho a hablarle así. Le pido disculpas por mi lenguaje fuera de tono. No se lo merecía.

    El agente asintió y balbuceó con torpeza. Se sentía claramente abrumado por la disculpa sincera y por el contacto físico ―incluso un apretón de manos podía resultar sorprendentemente íntimo en determinadas ocasiones―. Y, en parte, ese era precisamente el motivo por el que Beautyman le había estrechado la mano y le había rozado el codo. Desde luego que se sentía mal por haber increpado al agente delante del sospechoso al que acababa de arrestar, pero esa no era la razón por la que había dicho aquellas palabras. La experiencia le había enseñado a Beautyman que el apuro que el agente había pasado al escuchar sus sentidas disculpas le sería de ayuda si alguna vez necesitaba algo del joven.

    Esa técnica, desde luego, no funcionaría con muchos miembros del cuerpo de policía, ya que parecían tener una personalidad totalmente diferente de la de Beautyman. Sin embargo, si sus tácticas resultaban tan eficaces en tantos sentidos era, precisamente, gracias a lo diferentes que eran de las de sus compañeros.

    ―¿Me vas a invitar a desayunar en compensación por las molestias, Arthur? ―le preguntó Gregory Raphael a Beautyman al subirse en el asiento del copiloto de su coche.

    Incluso después de haber sido arrestado y de haber pasado un par de horas en comisaría, tenía el aspecto de una estrella de cine. Que Beautyman supiera, Raphael aún estaba lejos de la alfombra roja, pero era tremendamente atractivo, además de una gran promesa, lo cual significaba que tarde o temprano acabaría desfilando por ella.

    ―Solo te voy a llevar hasta tu coche, Raphael. No quiero que llegue a oídos de Watchdog que arrestamos a uno de sus empleados.

    ―¿Me han arrestado de verdad? ¡Qué emocionante!

    ―Perdón. Arrestado temporalmente ―Beautyman giró el volante y se encaminó hacia la calle―. ¿Dónde tienes el coche?

    ―En Venice, enfrente de casa. Estaba dando un paseo hasta casa por la playa cuando me cogieron en el aparcamiento.

    Beautyman giró a la derecha y se dirigió hacia el sur siguiendo la costa, aún sumida en la oscuridad.

    ―Perdona que te haga esta pregunta, pero, ¿por qué no le dijiste al agente quién eras?

    ―Ya sé que es una tontería, pero quería vivir la experiencia... para mi trabajo, para ver lo que se siente al entrar en la trena. Me pareció que podría servirme de aprendizaje.

    ―¿Y te ha servido?

    ―La verdad es que no. No pasé mucho miedo porque sabía que pronto aparecerías y se aclararía el malentendido.

    Beautyman no dijo nada. Se preguntaba cuánto más habría dormido si no le hubieran llamado porque un actor quería vivir la emoción de visitar la cárcel. Probablemente no mucho, por desgracia.

    »Además, el policía no me habría hecho caso. Toda la ciudad está a la defensiva por culpa de los asesinatos. En cuanto el chivatazo llegó a los oídos de ese chico, se debió de imaginar los mismos titulares que el resto de vosotros: «Policía heroico salva la ciudad», o «Policía heroico dispara al asesino de Babilonia». En el aparcamiento parecía estar a punto de disparar, y, como le vi asustado, preferí no ponerle a prueba.

    A Beautyman le pareció que su análisis de la situación era bastante certero. La ciudad estaba intranquila, y los policías querían convertirse en héroes, aunque solo fuese para restregárselo en la cara a Watchdog.

    Condujeron en silencio hasta Venice, donde Raphael empezó a indicarle el camino. Cuando Beautyman se detuvo frente a su casa, el sol comenzaba a asomar.

    ―Hemos llegado, Raphael.

    Su pasajero se bajó del coche, y, detrás de él, Beautyman vio salir de la pequeña casa de dos plantas a una mujer delgada. Tenía los brazos cruzados y parecía haber dormido tan poco como Beautyman, que no pudo evitar fijarse en su figura y en su pelo rubio claro. El chico diez tenía una mujer diez. Era lógico. Los Ángeles no era el lugar más indicado para la gente del montón.

    Raphael se agachó para asomarse por la puerta abierta del coche. Después, miró a su mujer y se encogió de hombros, como si se lo fuese a explicar todo enseguida. El Pacífico se empezaba a calentar con el amanecer y la luz de la mañana se reflejaba en Raphael, que parecía tener un aura luminosa. Era como si, fuese a donde fuese, siempre estuviese dentro de su propia maldita película.

    ―Ya sabes que puedes llamarme Greg ―dijo Raphael mostrándole a Beautyman su perfecta dentadura.

    ―A menos que te unas al cuerpo, para mí seguirás siendo Raphael. Supongo que es una costumbre―respondió Beautyman.

    ―Lo entiendo. Pero pensaba que, como ahora somos compañeros, estarías dispuesto a relajarte un poco.

    ―¿Compañeros? ―repitió Beautyman, aunque ya sabía a lo que se refería Raphael. Simplemente, le había molestado que el actor ya lo supiera.

    ―Bueno, todos vamos a por el mismo tío, ¿no? Y ahora estamos en el mismo equipo. Sandy me dijo que mañana vendrías para empezar el rodaje.

    Sandy Ewson era el productor de Watchdog, un completo imbécil. Beautyman no estaba seguro de si podría hacer extensible su humildad declarada a un hombre como él, pero sí sabía que era mejor persona de lo que jamás sería Sandy Ewson.

    ―Supongo que habrá una entrevista mañana por la mañana. Y más tarde me llamarán para que vaya un día a filmar las recreaciones.

    »Estoy deseando trabajar contigo. Haremos un buen dúo en la pantalla. ¡Yo soy Anthony Hopkins, y tú, Jodie Foster! ―Raphael se rió.

    Beautyman no supo qué responder. Arrancó el coche y señaló a la mujer que esperaba en la puerta.

    ―Por favor, dile a tu mujer que lamento lo sucedido.

    ―Lo haré. Y repasa bien antes de la entrevista, detective Beautyman. Van a intentar pillarte en algo con respecto a la investigación del caso Babilonia. Buena suerte.

    Capítulo 3

    Beautyman se tomó a pecho el consejo de Raphael y fue directamente desde Venice hasta la comisaría. Cuando Watt llegó a la oficina, llevaba dos horas encorvado sobre los expedientes.

    ―¿Hubo algo anoche? ―preguntó Watt asomando su largo cuerpo por el marco de la puerta sin llegar a poner los pies dentro de la sala. Para no tener que quedarse si las noticias eran malas, pensó Beautyman.

    ―Arrestaron al actor. A tío que hace del asesino de Babilonia en Watchdog.

    ―Joder, qué vergüenza.

    ―Mala suerte ―dijo Beautyman―. Ya sabes lo que toca ahora. Lo convertirán en un sketch de comedia nocturna. Los policías de Hollywood no pueden atrapar a los asesinos, pero sí a los actores que los interpretan... es una buena parodia para el programa de Leno.

    Beautyman golpeteó el lápiz contra el borde el escritorio y reflexionó sobre la reacción de Watt. El joven policía llevaba tres años a su cargo y en todo ese tiempo solo le había visto perder la calma en una ocasión.

    Watt asintió.

    ―¿Y qué hacemos ahora?

    A Beautyman le pareció percibir un ligero matiz de desesperación en la voz de Watt. Los dos estaban en tensión permanente. En cualquier momento podía aparecer una nueva víctima, pero, sin pistas, solo les quedaba esperar a la próxima muerte. La situación era desagradable para ambos.

    ―Voy a necesitar tu ayuda con la maldita entrevista de mañana.

    Watt asintió de nuevo.

    ―¿Y con el caso?

    ―No estoy seguro. ―Beautyman miró la hora―. ¿Quieres venir conmigo a la reunión informativa de hoy?

    Beautyman se reunía a diario con un representante de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI. En las películas se les llamaba «criminólogos». Eran los que con un vistazo a la escena del crimen anunciaban: «Está enamorado de su madre», o «desearía haber nacido mujer», o cualquier otro perfil basado en algún detalle revelador de la escena. En las películas, esos eran los tipos que llegaban, reclamaban su jurisdicción y le arrebataban una investigación a la policía local.

    Pero por lo que Beautyman había podido comprobar, lo único que hacían era sentarse en una mesa y entregarle informes. Le pasaban resmas de hojas encuadernadas que él apilaba en su oficina. Intentaba leer todos los que podía, pero las horas del día eran limitadas, así que normalmente no pasaba de las primeras páginas. Los informes con títulos como Probabilidad de defectos físicos, Relaciones conocidas de la víctima 5 o Lista exhaustiva de imprentas que ofrecen sus servicios por Internet eran realmente apasionantes.

    Beautyman a menudo deseaba que el FBI llegara y le arrebatara el caso de las manos, como ese mismo día, mientras recorría el pasillo para ir a la reunión. Por desgracia, los policías de la unidad no querían tener nada

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