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Tierra Regada: La Independencia Mal Tenida
Tierra Regada: La Independencia Mal Tenida
Tierra Regada: La Independencia Mal Tenida
Libro electrónico752 páginas17 horas

Tierra Regada: La Independencia Mal Tenida

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TIERRA REGADA es un pasaje de regreso al escenario de mis primeros años. Claro que no se vuelve con la mirada original, sino que este segundo bautismo se concreta desde un par de ojos maduros. Y ya no es una mirada lírica, que simplemente proponga justicia y cambio. Se trata de prosa situada en la mesa de operaciones, que revela y secciona. Las coincidencias geográficas e ideológicas conducen esta secuencia de ensayos, desde las postrimerías de la conquista española hasta el último genocidio de los años setenta.

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento21 abr 2011
ISBN9789898493866
Tierra Regada: La Independencia Mal Tenida
Autor

Carlos Enrique Cartolano

El autor. Nació en Punta Alta, Provincia de Buenos Aires, el 15 de enero de 1947. Desde los catorce años vivió en Buenos Aires; más tarde en el conurbano. Escribe sistemáticamente desde un año antes de aquel trasplante. Tuvo amigos y maestros que lo motivaron; aunque cree hoy que su equilibrio en el lenguaje poético nació de los relatos de una tía abuela italiana que lo paseó por sus sueños desde muy chico. Después tuvo sus propias ilusiones. Su primer libro de poemas nació en 1969: Los cantos van al canto (Editorial Ergon, Buenos Aires). Sus padrinos y presentadores en la aventura fueron Jorge Calveti y Joaquín Gianuzzi; y el libro vistió pañales nada menos que en la galería de arte que entonces dirigía Carlos Débole. Después hubo dos o tres poemarios que censuró y quemó, seguramente aterrado ante la indiscreción que significó haber publicado precozmente. Se casó en 1970. Llegaron cinco hijos junto con la felicidad de su matrimonio. Dirigió o codirigió varias revistas literarias o culturales: Gente Joven, El Candil, Taller de Letras; también organizó junto con el poeta Jorge Castillo recitales de poesía musicalizada en el Bar La Poesía de San Telmo (1982), en el preciso momento en que el pueblo emergía de la dictadura. Con el sello editorial Taller de Letras, apadrinó también con Jorge Castillo algunas publicaciones de nuevos autores argentinos. En aquel mismo año participó de la antología Poesía Varia, junto con otros diez poetas. Asistió a los talleres literarios de Grillo Della Paolera, Osvaldo Rossler y Elizabeth Azcona Cranwell; después tuvo su propio taller de poesía y narrativa en la Sociedad Estímulo de Bellas Artes de Ramos Mejía. En 1997 publicó La resurrección de Neruda, poemas (Taller de Letras, Buenos Aires). Detrás de ese poemario siguieron Cuerdas (1998-2003); El piquete y otros poemas (2002); Avisos y señales (2004-2006); Nuevos homenajes (2007); Poemas del amor que vence a la muerte (2007-2008) y A ojo y de oídas (2009-2011); los primeros cinco editados en 2011 por Emooby (Madeira, Portugal), el sexto aún inédito. En 2008 comenzó a publicar sus trabajos en el blog La trampa de arena (de Blogger), título a su vez de una primera novela que no dio a conocer aún; la misma inició una zaga que concluye Huevos en la herida, asimismo inédita. Entre 2007 y 2009 trabajó arduamente en una colección de ensayos que vino presentando en diversos certámenes: Tierra regada, la independencia mal tenida. También es este volumen, publicado en 2011 por Emooby (Madeira, Portugal), iniciador de una zaga que continuará De Fierro, ocupar la tierra, actualmente en proceso de escritura. Estos trabajos se fueron publicando en el blog Diáspora Sur, y desde pocas semanas atrás también en De Fierro (ambos de Wordpress). Mantiene en elaboración, desde 2009, una colección de cuentos, que se titulará Completar la mirada. Fue premiado y mencionado en diversos certámenes literarios argentinos, americanos y europeos. Participó de antologías argentinas, latinoamericanas y europeas, tanto ortodoxas como virtuales. Algunos de sus poemas fueron traducidos al italiano.Carlos Enrique Cartolano

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    Tierra Regada - Carlos Enrique Cartolano

    Con intención de prólogo:

    ……………………………

    El poema es raíz

    que en silencio crece

    …………………………………

    Tanussi Cardozo

    de La medida del desierto

    (Traducción de Leo Lobos)

    Estamos rodeados de palabras, sumergidos o inmersos en ellas; apenas si asomamos la cabeza del océano verbal cuando alcanzamos a hilvanar alguna que otra definición. Este medio líquido en el cual nacimos y ahora mutamos, boqueamos fracasando o flotamos al fin como elegidos del Supremo Hacedor, es francamente temporal.

    Quiero decir que vivimos escuchando lo que se dice y lo que se repite en nuestro tiempo, con el idioma de nuestra época; somos contemporáneos de una lengua en particular. O a lo sumo nos proponemos desoírla, rebelándonos furiosos frente a las imposiciones mediáticas, ante la difusión pública, ante verborragias políticas –que por lo general terminan siendo fascistas o materialistas–. Inútil, por supuesto. Las palabras continúan fluyendo; todas enfiladas y parejas en significados y significantes. No hay términos medios ni concilios de la lengua.

    Está La Palabra, la única que es eterna, fundadora y restauradora. Pero el general del mundo la reputa antigua, extemporánea, distante de las prioridades del tiempo que nos toca vivir. Por eso se le formulan acusaciones de toda laya; la Escritura y la Iglesia son las responsables de casi todo mal. Digamos de paso, sin entrar ahora en mayores consideraciones, que tal es el legado de los razonamientos marxistas y del gran mal de nuestra época: el relativismo. Ni la Iglesia ni la Escritura han de cargar en realidad con las culpas, aunque parece difícil que dejen de ser blanco de disparos de los más variados sectores: ladran Sancho, señal de que cabalgamos.

    Porque nos proponemos decir que además de las mencionadas, están todas las palabras que alguna vez se dijeron en el mismísimo espacio que ahora ocupamos, o alrededor de él, en este distrito al que pertenecemos porque por él fuimos paridos. Tanto para la citada antes –la Palabra Eterna– como para esta otra –la olvidada– el público está ausente. Sólo unos pocos merodeadores, cavadores de cenizas, místicos incorregibles, escuchas de sonidos ocultos en el silencio, deambulan alrededor de la vaguedad, la ambigüedad, lo indefinible por naturaleza propia.

    Estos son los fabricantes de fronteras. Los que consiguen distinguir entre mar y farallón, entre seco e inundado. Entre Dios y demonios. Aún entre guadal y sendero firme. Ellos forjan la lengua verdadera. Aquélla a la que amaneceremos en poco tiempo, cuando una nueva edad dorada supere la gran depresión que nos posterga.

    Francamente yo me conformaría con volver a escuchar lo que se dijo durante los últimos mil años, a lo largo de las últimas treinta generaciones. Me bastaría con trazar una línea que uniese los puntos más altos y otra que emparejase los menores; aún trazaría una media que me permitiera cualificar la lengua de treinta generaciones. Y esta sería una fina medida, frente a la miserable e insuficiente referencia de nuestros veinte o treinta años atrás y adelante.

    Una vez, hace muchos años ya, un profesor me dijo que en época de los romanos no existían los grabadores. Y que por eso era imposible saber cómo pronunciaban su latín. Tampoco existían los grabadores dos generaciones antes de la mía, y mucho menos treinta y dos veces treinta años atrás. Apenas si conocemos algunos nombres propios, las palabras con las que se designaban algunos objetos, o se llamaban los animales más frecuentes. Aún así, la pronunciación de estas palabras es materia opinable al infinito porque se carece de referencias; la mayor parte de las lenguas nativas fueron ágrafas o comenzaron a ser escritas en el mejor de los casos llegadas a su madurez, si no cuando ya estaban definitivamente muertas.

    Me conformaría, entonces, con conocer la música que se desprendía del murmullo de las gentes pampeanas. ¿Qué sonidos primaban? ¿A qué lenguas actuales se parecían? ¿Había dulzura o acritud en estos sonidos gregarios, en las primeras voces que poblaron las planicies salobres, o el mar que aún hoy no termina de nacer?

    ¿Era ésta una comarca violenta o pacífica, según cómo manifestaban y se relacionaban sus pobladores originarios? ¿Eran esos hombres felices o infelices? ¿Ricos o miserables? ¿Qué nos hubieran aportado si los hubiésemos respetado, si nos sobrevivieran?

    Hay una experiencia posible; ella consiste en recordar sus nombres y en repetirlos. En escucharnos cuando lo hacemos, y en descubrir la cadencia de una cultura combatida y exterminada por intereses materiales. Hagamos la prueba:

    Ancalaoan, Angká-namún, Bagual, Carilef, Chanquetrox, Dionisio, Epugner, Foigel, Guatoc, Hunee, Iemul, Joujuna, Kalaqapa, Lincon, Manquelaf, Nacucheo, Okénel, Painé, Quinteleu, Rapuin, Shaiweke, Tretruell, Utraillán, Venancio, Wutrak, Xalamelec, Yanquetruz, Zapa.

    Y hagamos otra prueba con una nueva secuencia:

    Antipán, Akual, Bala, Carrayné, Chagallo, Chanil, Detuella, Entraigas, Fabri Llanquetrú, Galelián, Haisho, Iankütrú, Jünna, Kiñegür, Lailó, Llanquitruz, Maiká, Nahuelquir, Paillatur, Quiñé, Roco, Sacamanil, Tapalquén, Umiguanqui, Viñol, Wánchik, Xalamelec, Yanketruz, Zomó.

    A continuación, propongámonos armar secuencias fonéticas con otros nombres, más cercanos por cierto: los que hasta ahora conocemos como pertenecientes a jóvenes secuestrados, ilegalmente detenidos en centros clandestinos, torturados y exterminados. Ellos también deambularon por nuestro distrito; pueden considerarse el otro extremo de nuestra cultura linguística. Sólo que en este caso, no se trata de descubrir o despolvar herencias, sino de impedir el olvido; se trata de nombres que mantendremos vigentes en la memoria colectiva.

    Porque el eje, aún armado y rodando, es el que vincula LA TORRE DEL ORO, con LA CONQUISTA DEL DESIERTO, con 1955, con LA ULTIMA DICTADURA MILITAR, con EL DESPOJO NACIONAL que se perpetúa.

    ¿Qué hay de común entre aquellas generaciones de cazadores y raspadores que defendieron familias y madre tierra y esta otra de nuevos libertarios que imaginaron una sociedad sin desigualdades ni injusticias? Ambas sirvieron como pretexto para la imposición de soluciones fascistas. Los dos episodios fueron rubricados con sangre inocente. Tanto la conquista del desierto como la guerra antisubversiva estuvieron movidas por intereses económicos. Ambas encumbraron a positivistas que dieron justificación doctrinaria a los exterminios. Tanto una como otra permitieron que arribaran al poder mandones omnímodos, a su vez mesiánicos, defendidos como soluciones finales ante el desorden, el caos o la inseguridad. Tanto la conquista del desierto como la guerra antisubversiva permitieron que el partido militar se consolidase.

    Finalmente: ambos exterminios desoyeron La Palabra. O a lo sumo se ocultaron tras las formas mientras traicionaban los contenidos. Abusaron de los significantes y contribuyeron a descargar un torrente de palabras huecas. Como este mar en el que estamos inmersos; éste, en el que intentamos afanosamente poner a flote las definiciones superando la oscuridad, la confusión y la mentira.

    Porque tenemos esperanza. Porque los demás nos necesitan. Y porque Dios existe.

    ---oOo---

    Me resulta necesario ahora explicar el origen de esta colección de crónicas o ensayos, casi narraciones a veces. Porque si bien es incierto el género, creo que el propósito es claro.

    Fabulé siempre –desde que falté de la Punta Alta natal– sobre la escritura de cuentos primero, de una novela después, todos con desarrollo en el distrito. Muy mayor ya –luego de cumplidos mis sesenta años– concreté ese proyecto; así nacieron La trampa de arena y Huevos en la herida, novelas que integran una zaga quizás inconclusa. El contenido ético e ideológico de mi escritura consistía –y consiste ahora– en revelar que en el distrito del que soy oriundo funcionaron entre 1976 y 1983, al menos dos centros clandestinos de detención, tortura y exterminio de personas, de los que se desconoce aún hoy la identidad de secuestradores, torturadores, interrogadores y asesinos. Que desde instalaciones de la Base Naval Puerto Belgrano despegaban aviones con la misión de asesinar detenidos arrojándolos al mar o al río en pleno vuelo. Que tanto la Séptima Batería como el Crucero 9 de Julio fueron respectivamente volada (1) y desguasado antes de que pudieran comprobarse las declaraciones de quienes salvaron sus vidas porque fueron liberados. Y al mismo tiempo, que en el territorio del actual Partido de Coronel Rosales existieron tres reservas de indígenas, dos de origen vorogano (mapuches o chilenos, como más habitualmente se les decía): los Ancalao y los Antenao, y un tercero de origen tehuelche, y nada menos que del linaje de los yanquetruces (2): la familia Linares. Originarios o aborígenes que prestaron servicios como indios amigos (fuerza de choque) en la Fortaleza Protectora Argentina (actual Bahía Blanca), es decir en la línea de fronteras suroeste de la Provincia de Buenos Aires, y que los sobrevivientes de estas etnias fueron finalmente desalojados y perseguidos sin consideración ninguna cuando se instalaron por aquí los marinos urgidos por una eventual guerra con Chile.

    En suma, entonces, que esa materia de escritura que me desveló durante largos meses, consistió en la revelación de una serie de coincidencias, o bien en demostrar cómo la historia doméstica revelaba un comportamiento cíclico destructor de lo que podemos llamar hoy la conciencia práctica (nacional y política) de las raíces. Materia ésta –insistimos– que venía sazonada con las consideraciones del mismísimo Charles Darwin (visitante que coincidió con la persecución y asesinato del cacique Chokorí por el Ñato Sosa –¡otro Sosa!–, carnicero de Rosas), y por la presencia de algunos ingleses en la Colonia Sauce Grande, como los recordados Facón Chico y Facón Grande, verdaderos gatillos fáciles que nos acecharon, esta vez alrededor de 1870, poco antes y después del último gran malón.

    Con la novela (que después fueron dos…) no alcanzó. Se necesitaba concurrir con otros desarrollos literarios más propios del ensayo y de la crónica histórica. Porque lo que se encontraba en juego (y debía ser esclarecido) me parecía –y me parece– mayúsculo. Notablemente intervinieron en esta valoración mis lecturas de Rodolfo Kusch (3).

    En Kusch –buceador de la conciencia– el tema es América; la dimensión humana, social y ética de lo americano, insinuada en La seducción de la barbarie y resuelto en América profunda. Porque sólo en el interior del hombre encuentra Kusch una regla para medir cuánto más de lo que creemos estamos comprometidos con América.

    Porque en América se plantea ante todo un problema de integridad mental y la solución consiste en retomar el antiguo mundo para ganar la salud. Si no se hace así, el antiguo mundo continuará siendo autónomo y, por lo tanto, será una fuente de traumas para nuestra vida psíquica y social… (4). El abordaje más frecuente lo ha definido Kusch con el término hediento. Este apelativo se refiere a un prejuicio propio de nuestras minorías y nuestra clase media, que suelen ver lo americano, tomado desde sus raíces, como lo nauseabundo, aunque diste mucho de ser así… (5).

    ¿A partir de qué sensación mejor que desde ésta, podría explicarse la prepotencia clasista de los marinos de Puerto Belgrano? Es decir, de aquéllos que sitiaron y asediaron Punta Alta, hasta condenarla a su destino de formadora de conciencias de laboratorio. ¿Cómo explicar la discriminación, el desprecio, la violencia del 55 y del 76, los contenidos mesiánicos que inspiraron a nuestra Marina de Guerra para escindir población sana de población enferma durante los últimos ciento diez años? Porque no fue esta actitud patrimonio exclusivo de la última dictadura militar… ¿Cómo mejor explicarlo que con el hedor?

    Nos referimos al vaho hediento… denotativo de la molestia, la incomodidad en todo ambiente separado de las ciudades populosas y cómodas. Más concretamente, Kusch se refiere a una aversión irremediable que crea marcadamente la diferencia entre una supuesta pulcritud por parte nuestra y un hedor tácito de todo lo americano (…) Un juicio de pulcritud se da en Ezequiel Martínez Estrada (6), cuando expresa que todo lo que se da al norte de la pampa es algo así como los Balcanes (…) La categoría básica de nuestros buenos ciudadanos consiste en pensar que lo que no es ciudad, ni prócer, ni pulcritud no es más que un simple hedor susceptible de ser exterminado (7). El hedor es también un punto de vista histórico porque arriba estaban las pandillas de mestizos que esquilmaban a pueblos como los de Bolivia, Perú o Chile. En la Argentina eran los hijos de inmigrantes que desbocaban las aspiraciones frustradas de sus padres (…) Contra ellos luchaban los de abajo: Tupac Amaru, Pumacahua, Rosas a veces, Peñaloza, Perón, como signos salvajes. Todos ellos fueron la destrucción y la anarquía, porque eran la revelación en su versión maldita y hedienta: eran, en suma, el hedor de América... (8).

    Del otro lado de la ecuación, en el extremo opuesto del que huele y experimenta una invasión aborrecible, del otro lado del que discrimina, castiga, hiere y asesina, estaban el aborigen y el esclavo negro. Los que habían descubierto una moral controlada por la ira divina que yace en la naturaleza: la verdadera alternativa que se brinda en el equilibrio entre la vida y la muerte. El aborigen y el negro sufriente han encontrado una regla natural de comportamiento que tiene mucho que ver con la mística cristiana. El pueblo judío, en efecto, utilizó la ira divina para encontrar un camino interior y topar en su confín con la ley moral que lo sostendría para arribar a la tierra prometida.

    Es ésta la actitud del aborigen más cercano a Dios que el invasor, aunque haya sido curiosamente por ésto, discriminado y aniquilado. Su mero estar, descripto por Kusch como el estar yecto en medio de elementos cósmicos, próximo a la meditación oriental, se ha opuesto a lo europeo típicamente dinámico que Kusch califica como una cultura del ser, en el sentido de ser alguien, como individuo o persona (9).

    La cultura occidental (…) es la del sujeto que afecta al mundo y lo modifica y es la enajenación a través de la acción, en el plano de una conciencia naturalista del día y de la noche, o sea que es una solución que crea hacia fuera, como pura exterioridad, como invasión del mundo, como agresión del mismo y, ante todo, como creación de un nuevo mundo (10). El autor recuerda que Bernardo Canal Feijoó (11) ha dicho que lo que en inglés y en francés se dice con sólo una palabra (to be o etre), necesita dos palabras en castellano (ser y estar). Y apunta después que en el sánscrito, también en el griego y en el latín se da, como en el castellano, esta disociación en dos verbos, pero ella desaparece en las lenguas anglosajonas y francesas, porque pertenecen a un ámbito que ha asimilado el estar al ser, o mejor dicho, eliminaron el estar por ser culturas esencialmente dinámicas, como lo prueba su indiscutible regencia industrial y política del siglo XX. Son culturas del ser, inadaptables a cualquier ámbito porque crean su propio mundo (12).

    Para el autor que seguimos, el aborigen se sitúa en el mundo como siendo víctima de él, pero el occidental se aísla del mundo, porque ha creado otro, integrado por maquinarias y objetos, que se superpone a la naturaleza. La distancia es la que existe entre un mundo sin objetos y con sólo el hombre y un mundo con objetos pero sin hombres o, mejor dicho, con ciudadanos que dejan de ser meros hombres para ser meras conductas, sin su trasfondo biológico. Hay en todo ello un escamoteo del accidente, que el (aborigen) resuelve en un plano humano con el refugio en el yo y el occidental en un plano opuesto, como lo es la ciudad (…) Resumiendo, diremos que la cultura (originaria) es la consecuencia de una actitud estática, de un mero estar que se aferra a la meseta para perseguir el fruto. Y como solución espiritual de esa situación, se priƒva de un mundo azaroso mediante el ayuno, para encontrar en la intimidad el fundamento de su existencia. En esto último radica la sabiduría de la vieja América… (13).

    En todo proceso maduro de escritura se sabe concretamente a dónde se quiere llegar. Y en el propio, el culmen sería ofrecer una explicación espontánea para la evolución social puntaltense en particular y argentina en general. Porque quienes llevan exclusivamente sangre europea, pese a confrontaciones permanentes, agresiones, persecuciones y exterminios, son hoy minoría con el 46% de la población, mientras que los argentinos con cortes sanguíneos mayoritariamente americanos alcanzan el 54%. De más está recordar quizás que con elevada rotación poblacional, Punta Alta ha recibido aluviones (14) norteños, andinos, litoraleños y patagónicos, aquerenciados y seguramente fructíferos a lo largo de los años.

    Cuando recientemente Punta Alta fue destacada como la ciudad de mejor nivel de vida del país, Clarín ofreció distintas opiniones de vecinos civiles y militares. Me quedé con una de ellas, vertida por un teniente de marina, en la que el hombre –sinceramente, claro– deducía que la cucarda la habían merecido por no mostrar pobreza. Los pobres –decía el entrevistado– no se ven en Punta Alta. ¿No se ven porque no están, o porque se los ha escondido? ¡No están! La ciudad ha sido objeto de una limpieza en seco, drástica, severa y diabólica como la encarada durante la dictadura por Bussi en Tucumán, cuando arrojaba a los mendigos del otro lado de la frontera con Catamarca…

    En Tierra regada llego a esta conclusión con alusión concreta a estudios científicos. Eso después de advertir que los delitos de lesa humanidad cometidos por los que mandan –con o sin uniforme– no han cesado. También en De qué se reirá Racedo, he ofrecido pormenores de asesinatos en los que afortunadamente se abren los juicios orales. Pero son lentas las acciones en favor de los desclasados, de los antiguos que sobreviven en reducciones, de los más pobres, y nadie piensa en juzgar a los represores actuales porque sus delitos son sociales, tolerados, convenientes para una amplia franja de argentinos.

    Sin respuesta a demandas por justicia centenarias ya, me cuestiono por la real existencia de una nación. En O juremos con gloria morir, en El Independiente, en Don Roque o el fervor…, reviso los conceptos de PATRIA y de PATRIOTA, de LIBERTAD, de DIOS CON NOSOTROS y por tanto de AMOR, para concluir a casi doscientos años de 1810, que el bicentenario tiene que ver con inicios pero no así con frutos, lejanos todavía. Porque es insuficiente el servicio de justicia para el común de la gente, y desde mucho atrás sobre todo para los diferentes, según testimonio en Ancalao furioso.

    Cuando doy cuenta de las luchas entre los hijos de la tierra y los invasores (españoles primero, criollos después, inclementes militares por fin), hago notar que jamás se produjo un malón, sin antes no haber existido una provocación clara y grave por parte de los jefes fortineros. Sin excepciones fue así en los ataques de los calfucuraches, hasta El último malón en 1870.

    En Indios Amigos, en Iturra, él mismo una frontera, en Juana bienquerida, o la primera bahiense, trato las condiciones de vida y acontecimientos de los primeros años de la Fortaleza Protectora Argentina. Es decir, cómo la permanente confrontación del gobierno con el aborigen y el establecimiento de una frontera móvil, social y étnica –no geográfica o política–, fueron gestando los condicionamientos de la vida argentina que han sido característicos en doscientos años de historia. Esto es lo mismo que decir que los avances sobre tierras y fortuna ajenas, que el embate demoledor sobre culturas distintas, respondieron a un único plan porque atendieron al interés de pocos y eternos porteños codiciosos. Lo expongo en Pueblo Belgrano, historia de una frustrada fundación de Bahía Blanca que concibiera Rivadavia.

    En Marcelina Cruz: ¿historia o tradición familiar?, en Vecinos Ilustres, en Mercedes Linares: ¿sólo el nombre de una calle o mucho más?, trato de retratar algunos personajes típicos del pasado del distrito, intentando comprobar la permanencia o mutación de los comportamientos sociales. En Barcellona y Punta Alta paso revista a la herencia mafiosa de mi ciudad natal, a propósito de los lauros otorgados por un investigador del Conicet, así como de la persistencia de los tráficos de drogas y de blancas, otra lamentable característica puntaltense.

    Esta cuestiones, largamente investigadas, darán eventual origen a otros textos cuya escritura está pendiente.

    Una consideración más sobre géneros literarios. La poesía está casi siempre presente en mis trabajos. Ello es así porque la considero evocativa de los sentimientos que dan lugar a mi escritura; además, porque siempre quise ser poeta. Y finalmente, porque nada mejor que un simple verso para definir con total precisión algo que luego se desarrollará trabajosamente. Tal, por caso, el epígrafe de este prólogo.

    Integra este volumen un apéndice biográfico que se fue gestando paralelamente con el avance de los textos. Supuse ventajoso que tuvieran especial peso las historias de vida e idearios de los jefes aborígenes, cuestión sobre la que todavía hay verdaderamente muy poco editado sistemáticamente.

    El texto es ahora de los lectores. Las transferencias de propiedad son siempre fáciles cuando se trata de la ocasión oportuna por la madurez de los frutos y del interés que han logrado despertar los editores.

    Ituzaingó, Provincia de Buenos Aires, octubre de 2009

    (1) Cuando a finales de 2007 quisimos visitar la Séptima Batería, próxima al balneario de Punta Ancla, donde conforme declaraciones de los sobrevivientes se encontraba uno de los centros de detención clandestina, un suboficial de infantería a cargo de las visitas turísticas nos confió que esa zona era de voladura, y por lo tanto no podía ser visitada.

    (2) Nos referimos al linaje de los Yanquetruz, conforme investigaciones y publicaciones de Rodolfo Magín Casamiquela. Ver anexo biográfico Casamiquela, Rodolfo Magín.

    (3) Véase anexo biográfico Kusch, Rodolfo.

    (4) Kusch, Rodolfo:América profunda, Buenos Aires, Biblos, 2008, página 20.

    (5) Kusch, Op cit, página 21.

    (6) Véase anexo biográfico Martínez Estrada, Ezequiel. Sobre las expresiones del escritor, vecino de Bahía Blanca durante buena cantidad de años, debemos considerar que el hedor estuvo en la pampa, y también sin duda al sur de ella.

    (7) Kusch, Op cit, página 25.

    (8) Kusch, Op cit, página 27.

    (9) Kusch, Op cit, página 90.

    (10) Kusch, Op cit, página 91.

    (11) Bernardo Canal Feijoó, Confines de Occidente, Buenos Aires, Raigal, 1954.

    (12) Kusch, Op cit, página 91.

    (13) Kusch, Op cit, páginas 93/ 95. Los subrayados son nuestros.

    (14) Que más de un marino habrá tildado seguramente de zoológicos, remedando el feroz calificativo antiperonista.

    Entre Malones y Malocas (*)

    I. Tierra regada

    Yo soy Caupolicán, que el hado mío

    por tierra derrocó mi fundamento,

    y quien del araucano señorío

    tiene el mando absoluto y regimiento.

    Alonso de Ercilla y Zúñiga

    La Araucana,

    Canto XXXIV

    Quizás porque se había refugiado en tierra chilena y nadie lo perseguía, o tal vez porque el orgullo de Arauco (1) había golpeado con mayor fuerza que la propia nación tehuelche, Sarmiento (2) discriminó, menospreció e insultó a los aborígenes citando a Colo Colo, Caupolicán y Lautaro (3). Ellos eran aucas, araucanos, mapuches, o como solía decírseles entonces: chilenos.

    Pero daba igual. Para Sarmiento y para tantos otros personeros de culturas coloniales, eran tan salvajes y repugnantes los chilenos como los orientales llanistas, los pehuenches como los huilliches, los borogas como los manzaneros, los tehuelches como los ranqueles, los pampas como los guaraníes… … ¿Lograremos exterminar (*) los indios? (…) Es* calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado…(4).

    Ese mismo odio lo replicaba Samiento en los gauchos: … Tengo odio a la barbarie popular… La chusma (5) y el pueblo gaucho nos es hostil… Mientras haya un chiripá no habrá ciudadanos (…) El poncho, el chiripá y el rancho son de origen salvaje y forman una división entre la ciudad culta y el pueblo, haciendo que los cristianos se degraden… Usted (le dice a Mitre) tendrá la gloria de establecer en toda la República el poder de la clase culta aniquilando el levantamiento de las masas… (6). Sobre todo, de las gentes del interior, porque … en las provincias viven animales bípedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor…(7).

    Fue en una de las frecuentes cartas que Sarmiento enviaba a Bartolomé Mitre, que por primera vez se deslizó la idea de regar la tierra argentina con sangre aborigen y gaucha. Porque eran cada vez menos: … Se nos habla de gauchos (…) La lucha ha dado cuenta de ellos, de toda esa chusma de haraganes. No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos… (8). ¿Y por qué derramar sangre nativa? Porque … es necesario emplear el terror para triunfar. Debe darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos. Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin vacilación ninguna, imitando a los jacobinos de la época de Robespierre… (9).

    Expresiones estas que recuerdan tantos momentos tristes de nuestro país. Pero patrimonio de una generación (no son, claro, exclusivas de Sarmiento), que todavía es respetada y elogiada, imitada, señalada como modelo histórico. Expresiones denotativas de un ideario sin retorno, que en su aplicación concreta motivó dos genocidios nacionales. El de los primeros años de existencia nacional, y el de los setenta. Lamentablemente, la nuestra es una historia de salvajes criterios militares, de políticas inmisericordes, de muerte y desencuentro. Fueron excepción la reorganización, el pensamiento constructivo, la industria. La independencia argentina, mientras tanto, hoy continúa siendo un pretencioso deseo o un proyecto de difícil realización. No sólo para Argentina; otro tanto cabe considerar para el resto de indoamérica.

    En el estuario de los bajos anegados las reglas impuestas a la sobrevida de naturales y ocupantes concentraron una mayúscula impiedad. Tanto en los años siguientes a la fundación de la Fortaleza Protectora Argentina como mucho después. ¡Tan difícil resultaba sobrevivir o al menos vivir en paz y armonía que se lo consideró país del diablo! También en los orígenes del movimiento obrero, en los albores del siglo XX. Y finalmente, al plantarse campos de concentración, tortura y exterminio a cargo de verdugos de aire, mar y tierra. ¡Han instalado una escuelita en Bahía Blanca, para educar a tanto díscolo, revolucionario y subversivo…! ¡Una escuelita en la que poner a germinar al padre del aula! Tanta violencia ha difundido la ideología liberal sarmientina.

    Nuestra tierra arenosa, escasamente fértil, debía regarse con empeño feroz. Era imperioso fertilizarla con sangre criolla. ¡Pero mucho más que eso! Les resultó imprescindible fundar infiernos para quemar con encono y lentamente tantas almas indignas de participar en las primeras comunidades del estuario. ¿Por eso fueron estas tierras dominios del demonio? Y otro tanto nuestros tehuelches septentrionales, que resistieron suponiendo que conjuraban al gualicho sólo con eliminar a los invasores. Infierno cristiano contra infierno indígena. ¿O no era infierno el de los indios? ¿O acaso se resolvían los enconos echándoles culpas y endosándoles responsabilidades a los misioneros católicos, a quienes se acusó de ser inventores del infierno?

    Cuestión compleja en grado sumo, que será menester investigar profundamente. Por lo menos disponer su análisis. Es que la verdad está distante todavía: una densa niebla cubre códices, diarios y memorias.

    1. Marismas y arenales

    "… No podíamos ver otra cosa que la llana superficie

    del fango; el día no estaba muy claro y había refracción o,

    para emplear la expresión de los marineros

    ´las cosas se miraban en el aire´.

    Lo único que no estaba a nivel era el horizonte;

    los juncos nos hacían el efecto de

    zarzales suspendidos en el aire; el agua

    parecía barro y el barro agua…".

    Charles Darwin: Viaje de un Naturalista alrededor del mundo,

    Volumen I, págs 36-37, Barcelona, 1932

    En el número 109 de la Revista Geográfica Americana (10), correspondiente a octubre de 1942, puede releerse con apreciable interés el artículo de Daniel Hammerly Dupuy (11) Los últimos malones sobre el país de huecubú. Y esta tierra y paisaje de marismas y arenales, a los que corresponde el texto de Darwin con el que epigrafiamos la primera parte, este ámbito francamente endemoniado, es exactamente el territorio del sudoeste de Buenos Aires, entre Punta Alta –trasponiendo Bahía Blanca por el oeste– y el curso del río Colorado, en cercanías del actual Pedro Luro.

    A priori será necesario distinguir entre la denominación que a estas tierras aplicaron sus hijos, naturales de ellas, tehuelches araucanizados o pampas, y la que en 1942 aprovechó Hammerly Dupuy para retratar la brutalidad de los últimos malones que asolaron la Fortaleza Protectora Argentina. Aunque en ambos significados se advierta claramente el extravío, la confusión, el caos o desequilibrio natural que transmite el ya citado texto de Darwin.

    Este país, la vecindad del segundo estuario argentino en importancia, fue bastante parecido al infierno en opinión de muchos. En realidad, y siendo tierra pisada por los demonios de etnias invadidas e invasoras, la visión de esta comarca se habrá acercado quizás a algunas de las versiones del infierno que podemos discutir. Al menos –¡y bastaría con ello!– fue ámbito para la demonización del tehuelche septentrional, o del vorogano, o del pehuenche, o del huilliche, o de sus diversos mestizajes. Ocupantes e invadidos, aucas y huincas, avanzaron en una misma dirección intelectual al asignar a su oponente el múltiple rol de desequilibrante de la naturaleza, destructor del tejido social, tergiversador moral y profanador de las raíces místicas.

    Durante casi dos siglos se sucedieron malones y malocas. Aunque sus hitos relevantes sean 1859 con La Hoguera del escarmiento y 1976. En este último año comenzó a funcionar el Centro de Detención, Tortura y Exterminio de Personas conocido como La Escuelita.

    El peso del nombre

    Roberto Jorge Payró (12) apeló a Bahía Blanca como pago chico. Hizo así de sus vicisitudes políticas ominosas, trágicas y grotescas, la metáfora del país. Casi un siglo después, tras la última dictadura, Guillermo Martínez, un joven estudiante de letras bahiense, definió a la ciudad como un infierno grande. Entre Ambos, Eduardo Mallea (13) la recordaría melancólicamente como La Bahía del Silencio. Después, cuando Ezequiel Martínez Estrada (14) eligiera la ciudad como sitio de un ostracismo resistente a los embates del peronismo, conocería Bahía Blanca nombres cargados de un halo de pesadumbre crítica. Ciudad de grandezas improvisadas, triste como un obrero, escribió en 1910 Enrique Banchs (15) sentado en un banco de la Plaza Rivadavia. Roberto Vaca (16), con aires despectivos, rebautizó a Bahía Blanca a comienzos de los setenta como La Chacra Asfaltada.

    En definitiva, modulaciones que van desde la piedad con que se mira la querencia, al designio teológico y funesto que remiten a su primer nombre. Porque Huecuvú Mapu –Tierra del Diablo– fue la denominación primigenia dada por sus habitantes originales, cifrando sus dilemas con una maldición que quizás tocará redimir a paisanos por venir. Esas sombras terribles pesan hoy sobre el quehacer cotidiano como una pesadilla a conjurar. De no ser así, se hará realidad la profecía que escribiera Jorge Luis Borges en su Utopía, en la que imaginó a un arqueólogo del futuro azorado por la pérdida de la Argentina: A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve ocasión de explorar, no se ha perdido demasiado, escribió (17).

    Como solía suceder en la cultura de fronteras, no siempre existió una única entidad o individuo por cada nombre o denominación. El wecufe, también conocido como huecufe, wecufü, watuku, huecufu, huecubo, huecubu, huecuvu, huecuve, huecovoe, giiecubu, güecubo, güecugu o uecuvu, era un espíritu dañino de la mitología mapuche. Y a un eventual doble significado conforme la atribución fuera de naturales u ocupantes, se agregaban –como puede apreciarse– multitud de apelaciones. Nótese, claro, que acreditándoseles una raíz lingüística común.

    Para la mitología mapuche, el concepto de wekufe era amplio y presentaba múltiples usos, ya fuera como sujeto, cualidad o agente, dependiendo aquellos del punto de referencia o situación desde los que se atribuía el nombre. Generalmente era usado como genérico de seres míticos dañinos para el humano. Se refería a entidades vivientes materiales, sutiles o extracorpóreas, proyectadas o provenientes de energías wekufes; energías éstas que se caracterizaban por su tendencia perturbadora o destructora del equilibrio existente entre el mar y la tierra (18). Por todo ello, causantes de enfermedades, destrucción y muerte para el mapuche.

    Por este general carácter que vinculaba al wecufe con el mal, se lo asoció al gualicho (19), y hasta al concepto de dáimôn (20) de los griegos. Con la llegada de los ocupantes europeos a América, comenzó a asociarse a los wecufes con el diablo, los demonios, las fuerzas del mal o diabólicas. Verdadera confusión que cambió el concepto del wecufe, incluso para el propio pueblo mapuche.

    En las leyendas aborígenes, los wecufes provenían del minchenmapu (21), lugar ubicado al oeste y fuera del mapu (22). Se habían originado en las fuerzas o energías perturbadoras o destructoras del equilibrio, y a diferencia de todo ser viviente o espíritu que disponen de alma propia, los wecufes no poseían ánima. Su llegada al mapu se produjo por culpa de la antigua batalla que libraron los espíritus pillanes (23); ella provocó que el admapu (24) fuera quebrado y que todo lo bueno y beneficioso para el mapuche, la wenumapu (25), fuera revuelto y con eso cesara su perfecta armonía. La batalla había alterado también el minchenmapu, por lo que los wecufes y los laftraches (26), que hasta ese entonces habían estado confinados en el mundo exterior, pudieron escapar y desde entonces recorrieron el mapu y habitaron en el magmapu (27). Entre estos wecufes, los más conocidos fueron el trelke-wecufe o cuero (28) y el canillo (29).

    Se sostuvo que algunos wecufes permitían ser manipulados por los kalkus (30) o hechiceros, para que se los utilizara como medio místico de obtener poder y para enfermar y matar a otras personas. Por eso se decía que el kalku poderoso heredaba el espíritu wekufe de un ancestro que también había sido kalku, resultando entonces sirviente de los wekufes. Para enfermar, el kalku hacía que el wekufe se introdujera en el cuerpo del enfermo, generalmente a través de algún pequeño fragmento de madera, una paja, aún de una lagartija, o directamente mediante el ataque como entidades vivientes sutiles o extracorpóreas que proyectaban energía wekufe del desequilibrio (31).

    Otro viajero, D´Orbigny (32), éste procedente de Francia, se aplicó a conversar con los indígenas de las pampas y del norte patagónico. Supo que era difícil sacarles más de dos o tres palabras. Esto –dijo– no es una prueba de timidez (…), sino de indiferencia o de orgullo porque ninguno de esos hombres libres deja de creerse por encima de los cristianos, a quienes desprecian (33).

    Es que el desequilibrio en la visión de los originarios, era ocasionado por el huinca (wuinca, u hombre blanco). Debía haber entre los indios una gran ceremonia, una conjuración solemne del Anchekelzat- kanet de los patagones, el gualichu de los puelches y el quecubu de los araucanos, reverenciados por todas las naciones de esa región austral, y sucesivamente genio (d)el mal o (d)el bien. Así, cuando experimentan alguna indisposición, entra en el cuerpo del enfermo (…) Cuando pierden algo, es la causa de la pérdida (…) Pero si, en revancha, les sucede algún acontecimiento feliz, es a él a quien tienen que agradecérselo. Sin embargo, el mal puede más que el bien, lo que hace que lo teman más de lo que lo aman y todos sus conjuros tienden a impedir que ese genio (d)el mal contraríe sus deseos; por eso no salen por la mañana de sus tiendas antes de arrojar algo de agua al aire para que la jornada sea feliz, y realizan ceremonias por la menor cosa (34).

    A D´Orbigny le llamó la atención la ingenuidad y el laconismo de las respuestas que los indígenas daban a sus inquietudes. También se sorpendió de la facilidad con que los hombres llamados salvajes aprendían las lenguas americanas; claro que, por el contrario, les es difícil introducirse en la cabeza del conquistador del Nuevo Mundo, lo que proviene, sin duda, de la gran diferencia que existe en las formas gramaticales, entre las (lenguas) americanas y las (lenguas) derivadas del latín.

    Nada más lejos que el mundo cristiano para estos hombres agredidos (¡eran hombres!), a los que se escamotearon las tierras, la lengua, la cultura, la salud y hasta hijos y mujeres. Todo lo que era en ese sitio antes ignorado, por el solo hecho de ser, fue posesión y dominio del español y de sus hijos americanos puros (queremos decir, por supuesto: no mestizos).

    En sus expresiones marcaron la distancia cósmica que los separó de los invasores u ocupantes. Un indio, al hablarme de su mujer mala y chismosa, se expresaba así en español: brava como ají, y todo lo que me contó era del mismo sabor. Otros, al referirme el poder del gran jefe de los patagones, decían de esta manera: cacique grande como tierra larga. Para hacerme comprender que habían bebido mucho, decían: beber largo como lazo, porque para ellos la mayor medida de longitud (era la de) esa arma de caza, familiar en el país. Nunca dicen que un indio es pobre; se contentan con decir que es feo, porque de acuerdo con su forma de pensar nada es más feo que la miseria. Acusan a las personas falsas al hablar de tener dos lenguas, mientras que la falsedad en acciones la expresan diciendo que tiene dos corazones. Así, un cacique habíamos enviado en delegación para sondear las intenciones de una tribu de patagones, acantonada en los altos del Río Negro, nos dijo para expresar que los jefes eran de buena fe: cacique todos corazón dos no tener, uno, no más. Para decir que un indio es perezoso manifiestan: corazón de pulga, mientras que comparan al hombre bueno y corajudo al animal más fuerte. Así, después de la conquista, decían siempre: corazón de toro, representando la fuerza con una carreta con su yunta de bueyes. Para expresar que han residido en un lugar, usan el verbo sentarse; dicen así que tal nación se ha sentado en tal lugar (35). Un indio que me refería un encuentro entre el cacique Negro, uno de los jefes de los puelches, con los patagones, me decía, para manifestar que tenía miedo, que sus espuelas temblaban (36).

    ¿Pero dónde se ocultaban los demonios bahienses? Cuando Darwin navegaba por las imprecisas márgenes del estuario, viendo más las cosas en el aire que sobre el horizonte, confundiendo el barro con el agua y el agua con el barro, podría decirse que se encontraba en medio de la confusión, la extrañeza, la angustia y el extravío. ¿Atacado por los huecubúes ocultos en los cangrejales, o bajo el agua barrosa? Probablemente su sensación fuera similar al más puro y primitivo terror de los jinetes del neolítico pampeano.

    Es que exactamente en tales circunstancias se dijo por primera vez que éste era el país de huecubú, o antes bien de los wekufes, por no volver a confundir al gualicho –que es uno– con los diversos espíritus dañinos de la tradición mapuche.

    ¿Ocultos en el lodazal (37), en esta auténtica marjal (38) que extiende la humedad marítima muchos metros tierra adentro? ¿O entre cangrejales (39) y marismas (40), activos y cambiantes como crustáceos? Al menos, así lo veían los araucanizados pobladores originarios de la tierra. Y nos apresuramos entonces a explicar el origen del mote que mereciera la tierra de marjales y marismas, o país del huecubú. Eran constantes las pérdidas de vidas indígenas que, con cabalgaduras incluidas, eran sorbidas por las arenas movedizas.

    Razón por la que los ocupantes europeos y sus descendientes criollos evitaban ataques de las indiadas andando por los bordes de las marjales, y entrando a ellas si era necesario cuando se les aproximaban los salvajes. Por seguro tenían que los nativos no pisarían el espacio ocupado por los wecufes. Y por experiencia sabían que ni siquiera se acercarían a estos lodazales. El propio Darwin relata que por estos tortuosos senderos debió arribar a Bahía Blanca, después de escuchar un cañonazo con el que la guardia de la fortaleza indicaba la presencia de indios merodeadores.

    Este tema de las tierras bajas, de humanos con cabalgaduras gravitando al fondo de las arenas movedizas, de malones esquivando los lodazales y de malocas empujando aucas a los pantanos, nos pone en presencia del significado divino de las tierras altas para la tradición judeo cristiana y del infierno tan próximo a las hondonadas o bajos. Y que quede claro: para los habitantes del estuario las tierras altas o casuatí (41) estaban, al menos, a dos días de cabalgata.

    Porque si en algún lugar residen (o se sientan) los demonios con sus legiones es en el infierno.

    Geografía infernal

    No demasiado lejos de Bahía Blanca, en el sudeste de Río Negro, se encuentra El Bajo del Gualicho, una enorme depresión cuyo punto máximo alcanza los setenta y dos metros bajo el nivel del mar. Allí se encuentra una gran salina con reflejos blancos o rosados, originada por un antiguo mar cristalizado que cargaría sobre sí nada menos que trescientos millones de años de antigüedad (42).

    Dicen que una chica se metió al Bajo del Gualicho y se perdió. Ni rastros de ella encontraron. Nada. Nada. Se perdió cuidando ovejas. Porque antes se cuidaban los animales a pie. No había caballos. Cuando yo era chica no teníamos caballos. Después mi padre tuvo capital y los compró en Río Colorado. Llevó tejido, sobrepuesto, matra y los cambió (43).

    Se perdió la chica. Después dicen que la encontraron petrificada arriba de un banco de sal. Los que la vieron se asustaron y escaparon. Fueron a avisar al padre y a la madre, pero cuando regresaron a verla ya no estaba. Ni rastros hallaron. Dicen que nadie podía llegar allí. Corría viento y llovía. ¡Un temporal! La chica no apareció más. Tenía que ser el gualicho. Eso contaron por ahí.

    Nosotros sabemos esto por la conversación de la gente que contaba todo. Se llama Bajo del Gualicho porque el diablo vive allí..

    Tierras bajas o khapedec, que el tehuelche septentrional tradujo como donde está hondo, es decir, bajo, hondonada. Le parece a Casamiquela que este vocablo está relacionado con kapjia, que expresa dichos conceptos o quizás (es) una mera deformación de kapjia a atek –tierra o campo deprimido–, contraído en kapjiatek y que a él (a Claraz) pudo haberle sonado kapahtek. La depresión conocida como Bajo del Gualicho, o Gran Bajo del Gualicho, Gayahoaya-tschacatsch en la escritura de Claraz, que depurada resulta Gayau a ch´akach, denominación literal, o Gayau a ahwai, casa del gualicho, está así recogida por Harrington y por Casamiquela. Francisco Moreno utilizó la denominación araucana Epehuén geyú, es decir, Epewén ngëyeu: allí es gualicho (44).

    En las relaciones de viaje del suizo Georges Claraz se consigna otro sitio vinculado a los infiernos norpatagónicos. Se trata de El Paso de Chocorí, citado también por Francisco Pascasio Moreno (45) y por Tomás Harrington (46). Sitio éste al que los tehuelches denominaron Gayawa Yawusawu, algo así como natatorio del diablo, denominación jocosa dada por los connaturales del cacique Chokorí (47) obligado a echarse al agua para salvar su vida ante el ataque de tropas provinciales pertenecientes a la avanzada de Rosas (48).

    En las tierras bajas del estuario crecen jarillas (49), piquillines (50), sauces (51), chañares (52) y caldenes (53). Y por supuesto, también los conocidos tamariscos (54) que se extienden a lo largo de las costas y van atando las primeras líneas de médanos. De todos ellos, algunos autores (55) refieren al caldén vinculado al gualicho porque los indígenas solían colgar bolsitas en las ramas de estos árboles, con pedidos para conjurar las adversidades o para conseguir protección ancestral. En las salinas chicas, al extremo noroeste del Partido de Villarino (56), existe un valioso bosque puro de la especie. Tiene el caldenal la estirpe rankel dibujada en su corteza. Demasiada sangre fue la que trocó a monte y pueblo en postergación y desesperanza, y convirtió en desierto al otrora viejo mar que devino en ramas, salitral y río cercano, donde se presagia todavía un ocre verdeado (57). Pero el caldén supera la tradición diabólica, ya que mucho más importante ha resultado su prodigalidad para el caminante extraviado. Este árbol es, en efecto, un gigantesco sistema de vasos comunicantes que ofrece al desfalleciente sediento un oasis reparador.

    Y hubo por cierto un árbol que durante muchos años se conoció como árbol del gualicho, único en la inmensa planicie, dispuesto a recibir al viajero y escucharlo, ansioso de su compañía y de las ofrendas. Claramente vinculado al destino de estas geografías, ese árbol cayó podrido nada menos que en 1955.

    Ya advertimos que en el prólogo al diario de viaje de Claraz (58), Rodolfo M Casamiquela (59) alude a la depresión transversal conocida como Bajo del Gualicho o Gran Bajo del Gualicho (59). Dice Casamiquela que, en realidad este sitio es hoy llamado Salamanca del Gualicho, y se ubica aproximadamente en el deslinde de los lotes 5 y 6 de la sección I, Colonia San Antonio, que en mapa catastral figura ocupado por F Campodónico (60). Y la salamanca, ya se sabe, es una cueva repleta de brujos o kalkus; es decir, algo muy parecido al infierno…

    No hay dudas de que el bajo debió ser terrorífico para los indígenas no iniciados (61); fue denominado pelado, desnudo, por Claraz, correctamente ssëkssék en lengua tehuelche septentrional. Después, el mismo autor distingue el bajo de la Salina del Gualicho, y estima probable que esta salina sea la que Claraz divisó a lo lejos a su izquierda, en su tránsito tortuoso rumbo a Valcheta.

    Y finalmente, fíjese qué casualidad, Bahía Blanca nació para apoderarse de las salinas. Desde que Bernardino Rivadavia concibió allí una segunda Buenos Aires (62), hasta que Juan Manuel de Rosas (63) hizo posible su fundación, la finalidad de Bahía Blanca fue servir como puerto accesible, proveedor del principal insumo de los saladeros porteños. Más próximo, claro, que Nuestra Señora del Carmen de Patagones, y posiblemente de más sencilla custodia. Así, desde 1828, la Fortaleza Protectora Argentina fue un hito en la ruta de la sal, punto desde el que se partía o al cual se llegaba; origen y destino.

    Las Salinas del sudoeste de la provincia de Buenos Aires (chicas, en los Partidos de Puán, Adolfo Alsina y Villarino) y del sudeste de la provincia de La Pampa (grandes), son un conjunto de pequeñas depresiones, generalmente circulares, debidas a hundimientos tectónicos (64). Estos hundimientos originaron lagunas temporarias, que al desecarse generaron salares (salinas y salitrales) de dimensiones medianas. Las salinas bonaerenses y pampeanas son de muy menor magnitud si se las compara con las Salinas Grandes de Córdoba y provincias aledañas. Las grandes del sur alcanzaron importancia desde mediados del siglo XVIII y hasta finales del siglo XIX, cuando se gestó el circuito comercial que acabamos de denominar ruta de la sal. Se trató del asiduo tránsito de carretas que transportaban planchas de sal, las que servían a los saladeros ubicados en la ciudad de Buenos Aires (65).

    Las salinas dividieron. Codiciadas por los españoles y después por los criollos. Defendidas por sus auténticos titulares, militarmente ocupadas por los voroganos y después por el propio Calfucurá, forzando la negociación con Buenos Aires. Demoníaca codicia de Buenos Aires; diabólico conjuro de los indígenas –fueran mapuches, ranqueles, pampas, tehuelches septentrionales o huilliches– para impedir el avance huinca. Sólo Rosas pudo contenerlos por algún tiempo.

    En los bajos, en las marismas, en las salinas. ¿Estaban allí los infiernos? ¿O los demonios transformaban en infierno cada uno de sus asientos? ¿Y quiénes eran los demonios? ¿Los indígenas sólo interesados en conservar, o los militares muy preocupados por ocupar territorio y cambiar rápidamente sus estándares económicos personales?

    2. En los mismos infiernos

    "… donde oirás desesperados aullidos,

    verás a los antiguos espíritus dolientes,

    cada uno clamando la segunda muerte…" (Canto I)

    "… Mas como defraudar es propio mal del hombre

    más complace a Dios: por eso más abajo están

    los fraudulentos, y mayor dolor los acosa…" (Canto XI)

    Dante Alighieri – La Divina Comedia

    En la Fortaleza Protectora Argentina, advirtió el inglés itinerante, los soldados tenían aspecto fiero, de una fiereza –pensó– aún mayor que la de los salvajes a quienes tanto temían. En esta apreciación no se incluía seguramente a los jefes militares. ¿Pero cuáles temían a quiénes? ¿Quiénes respetaban a cuáles? ¿Era éste el infierno tan temido? Sabido es que cuando se acerca la indiada y suena el cañonazo de advertencia, estos pobres perros abandonados sienten que el infierno se les viene encima, que no hay tierras altas donde guarecerse, que sólo pueden hacerles frente y sentir la mordedura de esas dantescas y tan temidas flamas. Y entre tanto, los hijos de la tierra, arrojando la caballada a la mayor velocidad de choque, llegarán pensando en liquidar de una buena vez y para siempre el peligro del gualicho enseñoreado en el huinca, en cada pie invasor y destituyente.

    El temor al infierno es muy parecido a su negación. Ignorar el infierno y desconocer La Palabra son una misma cosa. La Palabra de Dios, se sabe, es eterna. ¡Como también es eterno el infierno! La palabra humana es finita, incompleta, mortal por naturaleza, queda comprometida en las llamas del averno: Y la lengua es fuego, es un mundo de iniquidad; la lengua, que es uno de nuestros miembros, contamina todo el cuerpo y, encendida por la gehenna, prende fuego a la rueda de la vida desde sus comienzos (66). La cuestión convocante –malones y malocas– viene obligándonos a razonar y distinguir estos temas del averno, de las tierras bajas y de las tierras altas. ¡Cómo maldecirían desde los muros los fortineros bahienses al divisar la polvareda que denunciaba un nuevo ataque!

    Ha de sostenerse que el infierno (67) es el lugar hacia donde, después de la muerte, marchan los condenados. Para nosotros el infierno es todo lo que llevamos dicho y además postrimería del condenado (68). Aunque a veces no se lo considere un lugar sino un estado de sufrimiento que el alma pecadora (todas lo somos…) ha elegido.

    Gráficamente es el sitio donde el gusano no muere (Marcos 9, 47-48), preparado por el diablo y sus ángeles caídos, donde son el llanto y el crujir de dientes e imperan las tinieblas y el silencio de la ausencia de Dios (Mateo 13, 49-50). Se lo compara a un abismo y a una prisión donde hay aflicción y tormento y se excluye al condenado de la presencia de Dios. El fuego del infierno es la retribución del pecado y la sentencia por rechazar voluntariamente la gracia de Dios; ahí ya no es factible el arrepentimiento y no hay esperanza posible. Castigo por fuego, o aún por hielo han sostenido otros, como que se trata de la absoluta frialdad que sólo la ausencia de Dios puede ocasionar.

    En tal sentido, Von Balthasar y Adrienne Von Speyr, describieron el infierno como el estado del hombre que experimenta una terrible e infinita soledad y falta de felicidad por haberse separado de Dios (69). Podría pensarse que esa fortaleza de hombres abandonados, hambrientos, harapientos, impagados y explotados, ha de parecerse bastante al infierno como destino, aunque no tanto a su condición de castigo (70). El castigo sobrevendría con el malón y los fortineros podrían contrarrestarlo con la maloca, sometiendo a los aborígenes a un infierno presente en este mundo, seguramente gestado en el interior de muchos de ellos por la injusticia y el olvido de los jefes y del gobierno porteño. Y ahora proyectado contra el enemigo.

    Claro que estos hombres del socavón –que no eran parecidos ni mucho menos al demonio–, serían incapaces de propinar un infierno eterno y aplicado en proporción al grado de culpas (71). Apenas si podrían prender fuego a las tolderías –como la indiada quemaba ranchos del huinca–, ensañarse con el poder de dar muerte –en el que seguramente eran superiores–, prender, cautivar y castigar a mujeres y niños. En su ciudad terrena (la fortaleza), creada por el amor propio alcanzando el punto de desdén por Dios (72), no cabían perdón y misericordia, aún cuando despojos y explotación tornaban las condiciones de vida del soldado y del guardia nacional muy similares a las del indio.

    En definitiva, algo que en otras geografías reveló El Corazón de las Tinieblas (73) de Joseph Conrad (74) y que muy bien Marcelo Zuccotti expuso como todo aquello de lo que puede ser capaz un hombre ilustrado, en medio de la más absoluta soledad, una geografía desconocida, rodeado de almas y cuerpos totalmente ajenos a la forma occidental de vida que, por afán de dinero y reconocimiento, no escatima convertirse en Dios, amo y señor de la vida y de la muerte. Pero del cual, la propia jungla reclama su entrega absoluta, de la que él mismo no puede escapar… ¿Cómo se puede renunciar a Dios? (75).

    En este particular descenso a los infiernos que evoca la escritura de Conrad, se pone de manifiesto que la llegada de la civilización a las tribus del África (como la ocupación militar de los territorios indígenas sudamericanos) no es signo de adelanto y progreso sino de sometimiento y denigración, a través de la codicia de bienes mercantiles. En ello, los colonizadores, o nuestros fortineros, no son mejores que los de culturas distintas. Encontramos, finalmente, una referencia a la corrupción de la que es sujeto el hombre por su pertenencia a una sociedad, resultando su única defensa refugiarse en una soledad que acaba por destruirlo. Y además, una sutil alusión omnímoda al genocidio tan presente en los siglos XIX y XX: exterminar a todos los salvajes (76).

    Con esta finalidad, y no con cualquiera otra diversa o secundaria, parecen haberse plantado los cimientos de la Fortaleza Protectora Argentina. Y levantados sus muros, tendido el foso y en alto los puentes, probablemente dijeran algunos que la gobernaba el demonio, como en la ciudad heredera sentaría sus reales por cien años y aún más.

    Antes de pasar al siguiente título despejemos sin embargo la principal cuestión, por si no ha quedado hasta aquí totalmente develada. El infierno del catecismo católico es el lugar que elegimos, o no… El de los naturales del huecuvú mapu no tanto. Siempre resulta peligroso (¡y falaz!) vincular el infierno con situaciones terrenas. Este razonamiento es utilizado por los relativistas que –como

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