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Padres heridos: Ayuda y esperanza para padres de los hijos pródigos
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Libro electrónico228 páginas

Padres heridos: Ayuda y esperanza para padres de los hijos pródigos

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Por fin, un libro que nos cuenta el relato completo:El hijo prodigo, la familia y elAMOR INFINITO DE DIOS.Este recurso clásico que ha sido actualizado gracias a una nueva generación de padres de hijos e hijas pródigos, no solo ofrece esperanza y sabiduría comprobadas para este tipo de padres, sino también brinda insumos frescos y nuevas palabras de ánimo para las madres y los padres heridos dondequiera que estén. Por primera vez, Margie Lewis nos cuenta el resto de la historia que inspiró la versión original de este libro. Margie anima a los padres y les ayuda a entender sus reacciones. Da estrategias de supervivencia de padres que han conocido ese dolor y han sido puestos a prueba. Seas un padre herido, un amigo, un miembro de la familia, un pastor o consejero, este recurso clásico te ministrará.
IdiomaEspañol
EditorialZondervan
Fecha de lanzamiento6 dic 2011
ISBN9780829758351
Padres heridos: Ayuda y esperanza para padres de los hijos pródigos
Autor

Margie M. Lewis

Margie Lewis es graduada de la Academia Ashbury y el Seminario Teológico Ashbury. Es viuda y tiene tres hijos, nueve nietos y reside en Wilmore, Kentucky. Treinta años después de escribir la primera publicación de «Padre Herido», ella sigue recibiendo reacciones de padres afligidos quienes leyeron y aprecian su libro.

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    Padres heridos - Margie M. Lewis

    CAPÍTULO 1

    INICIACIÓN

    Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.

    —Tolstói, Anna Karenina

    Serví la cena para cinco, como de costumbre. Sin embargo, Mark no estaba en casa, así que esperamos. Transcurrieron unos minutos, y por fin, llamé a mi esposo y a mis otros dos hijos. Al orar y comenzar a comer en ausencia de Mark, sentí un primer dejo de temor.

    Su ausencia en el almuerzo no me había preocupado. A menudo, los días de un estudiante universitario de segundo año son muy ocupados e impredecibles. Además, esa mañana se había llevado su motocicleta nueva al campus, y el soleado día novembrino, que era día de elecciones, vaticinaba una hermosa tarde para pasear en motocicleta. No obstante, no era común que Mark faltara a la cena sin decir una palabra.

    Al terminar de comer y una vez acabé de limpiar la mesa y guardar las sobras en un recipiente dentro del horno para que permanecieran calientes, no pude evitar sentir un poco de preocupación maternal. Unos minutos más tarde, mientras me dirigía a mi clase de costura, pensé: Espero que no se haya hecho daño en esa motocicleta.

    Me apresuré para llegar a casa después de la clase, con la ansiedad que cualquier madre de un joven puede entender. «¿Ya volvió?», le pregunté a mi esposo cuando salió a recibirme a la puerta. Ralph sacudió la cabeza y me condujo al sofá.

    «Mark no vendrá a casa esta noche», dijo. «Se fue a Florida esta mañana». Ralph me explicó que había hablado con un amigo quien se había enterado de los planes de Mark esa mañana, justo antes de que él se marchara de la ciudad en su motocicleta Honda bastante cargada. No podía creer lo que estaba escuchando.

    Se ha ido. Mi mente giraba en torno a las implicaciones de ese pensamiento. ¿Florida? ¿Por qué? ¿Por qué no nos dijo? Probablemente ya se dio la vuelta y ahora viene de regreso a casa. Podría llegar en cualquier momento. Desde luego, todo estará bien, ¿verdad?

    Horas más tarde, nos fuimos a dormir. Y ahí, entre los sollozos adoloridos de mi esposo y mis propias oraciones por la seguridad y el retorno de Mark, escuché la quietud de la noche. Al final, lo escuché: el sonido de una motocicleta que se acercaba y que era como música de júbilo para mis oídos. Más cerca, más cerca, luego … no. Solo era el ruido de otro motociclista que pasaba.

    Dormí de manera intermitente en medio de la larga oscuridad, y con frecuencia me despertaba para escuchar el continuo silencio. Cuando la luz de la mañana por fin irrumpió a través de las ventanas de la habitación, nos levantamos y comenzamos las ocupaciones del día.

    La noche regresó otra vez. Llamamos a uno de los viejos amigos de Mark que está en el Instituto Tecnológico de Georgia. «Sí», nos dijo el amigo, Mark estaba ahí. Había hecho una parada en su camino hacia el sur.

    Fue un alivio escuchar la voz de Mark. No dijo mucho. Nos alegró saber que no estaba deprimido. Sin embargo, nos afligió enterarnos de que seguiría con su viaje.

    Cuando colgamos el teléfono, las preguntas invadieron mi mente: ¿Por qué no nos explicó? ¿Qué habíamos hecho? ¿Qué habíamos dicho? Ay, Dios, ¿por qué?

    Revisamos su escritorio y buscamos debajo de las almohadas. Revisamos los basureros, pero no encontramos ninguna nota, ninguna respuesta. Por supuesto, yo sabía que cada año miles de adolescentes abandonan su hogar sin aviso previo. Pero, ¿por qué lo haría un joven independiente de diecinueve años como Mark? Llamamos al banco, y él solo había retirado una pequeña suma de dinero de su cuenta de ahorros. ¿Por qué se había retirado a medio ciclo de la universidad? ¿Tenía problemas con las calificaciones? ¿Tenía problemas en la universidad? Docenas de preguntas tenían como respuesta un no. Sin embargo, la mayoría de nuestras preguntas no tenía respuesta alguna.

    El tiempo transcurrió. Cada nuevo día traía esperanzas renovadas y más desilusión. Cada mañana, aguardaba con ansiedad al cartero, hojeaba con rapidez las cartas para encontrar una tarjeta, una palabra. Pronto, los días se convirtieron en semanas. Pero nada. El Día de Acción de Gracias llegó y se fue.

    Una mañana de mediados de diciembre, hojeé la correspondencia infructuosamente. Luego, al abrir el estado de cuenta de una tarjeta de crédito, vi dónde Mark había comprado dos dólares en gasolina. Tres semanas y media antes, él estaba con vida en Florida.

    Cuando Ralph regresó a casa para almorzar, sacamos un mapa y precisamos el lugar. El cargo a una tarjeta de crédito no era mucho, pero era algo y nos reanimó.

    Unos días después, temprano por la mañana, la esperanza renació al recibir una llamada. Un viejo amigo de la familia nos informó que su hija había visto a nuestro hijo cerca de West Palm Beach. Mark le había contado que estaba trabajando en un hotel de esa ciudad, y le había pedido que no nos contactara. Sin embargo, cuando ella le contó a su padre, este insistió en decirnos.

    Un hotel. Cerca de West Palm Beach. Otra vez, las noticias no eran muchas, pero eran suficientes. Alguien lo había visto y, en efecto, había hablado con él. Él estaba bien.

    Meses antes, nuestra familia había planificado pasar las vacaciones en la casa de mis padres en Florida. Al preguntarles a los amigos de Mark, descubrimos que le había comentado a uno de ellos sobre el viaje en motocicleta a Florida y sobre la reunión con su familia en Navidad. Así que proseguimos con nuestros planes.

    Con mucho cuidado, envolví nuestros regalos con más anticipación que la de costumbre. Este año la Navidad tendría un mayor significado para nuestra familia: estaríamos todos juntos una vez más.

    Cada milla que recorríamos en la autopista interestatal nos acercaba a la reunión. El porqué de su partida ya no parecía tener mucha importancia. Su regreso será suficiente, pensé. Si tan solo él pudiera saberlo. Sin embargo, no sabíamos a dónde enviarle el mensaje. Oh Dios, hazle comprender cuánto lo amamos.

    Si en efecto Mark estaba trabajando en un hotel en la temporada alta de turismo, quizá no podríamos verlo en casa de sus abuelos sino hasta el día de Navidad. Pero al llegar a Florida, nos satisfizo esperar unos cuantos días más.

    Al amanecer del día de Navidad, un hermoso día de invierno en Florida, la familia acordó retrasar el intercambio de regalos y comer el pavo hasta ya entrada la tarde. Queríamos que Mark tuviera suficiente tiempo para recorrer las doscientas millas que aún nos separaban.

    Una vez más, esperábamos escuchar el sonido de la motocicleta. Sin embargo, no escuchamos nada, solo el sonido de los automóviles al pasar y las risas de los niños que, bajo el sol, jugaban con sus juguetes nuevos.

    Dentro de la casa había silencio. A media tarde, con reticencia, decidimos abrir nuestros regalos. Y más tarde, después de una oración de Navidad emotiva, intenté comer a la fuerza un pavo sin sabor. Cuando aquel día largo y desgastante llegó a su fin, una media docena de regalos se quedó sin abrir debajo del árbol de Navidad.

    Luego vinieron tres días de decepcionante espera. Era tiempo de volver a casa. Pero decidimos no salir de Florida sin hacer el último intento desesperado por contactarlo. Así que, en lugar de dirigirnos al norte, emprendimos la marcha hacia el sureste a lo largo del estado, con dirección a West Palm Beach.

    No obstante, nuestras esperanzas se derrumbaron en una caseta telefónica junto al camino. Las páginas amarillas del directorio telefónico de West Palm Beach estaban llenas de anuncios de hoteles. Ni siquiera sabíamos por dónde comenzar.

    Después de una docena de llamadas infructuosas, decidimos recorrer de arriba hacia abajo las calles con palmeras alineadas y detenernos en cada hotel. Lo que hacíamos en las oficinas de los hoteles pronto se convirtió en una rutina angustiosa. Con un dedo señalábamos el centro de una fotografía familiar y preguntábamos: «¿Ha visto a este chico? Él es mi hijo. Trabaja en algún hotel de los alrededores». Una y otra vez, la respuesta era un no o una triste sacudida de cabeza.

    Era una tortura mostrar ese dolor personal a los desconocidos. Pero casi siempre recibíamos una respuesta de ánimo: «Si lo veo, le diré que estuvieron aquí», o, «le diré que se comunique con ustedes si se aparece por aquí». Los desconocidos se sentían conmovidos por una fotografía familiar y el amor de unos padres.

    El día avanzaba, y regresamos al teléfono. Llamar resultaba más rápido aun cuando no era lo más productivo.

    Al final de la tarde, nuestras persistentes oraciones nos trajeron un aire de paz. Los cuatro que íbamos dentro del automóvil lo sentimos. Estábamos listos para dar por terminado el día e iniciar el viaje de regreso a casa. Era tiempo de volver. Pero primero, la última calle, una concesión a la esperanza que nunca perece.

    No recuerdo quién la vio primero. «¡Ahí! ¡Detente! ¡Hay una motocicleta en ese hotel! ¡Ese es su número de placa!».

    Mi corazón se aceleró por la emoción de ocho largas semanas de esperanza y preocupación acumuladas. Por fin habíamos encontrado a nuestro hijo. No planificábamos secuestrarlo o llevarlo de regreso a casa por la fuerza. Solo deseábamos verlo y decirle cuánto lo amábamos todavía. Y esta era la oportunidad que habíamos añorado.

    Ralph salió del automóvil y llamó a la puerta de la oficina. El gerente señaló a la parte trasera del lugar. Los demás esperábamos en el automóvil. Ralph entró por la puerta de un taller. Pasaron unos minutos, y luego Ralph salió. Ahí estaba Mark, su figura alta y bronceada, en la puerta. Ellos hablaron.

    Con el correr de los minutos, yo observaba cada movimiento, a la espera de una señal para salir del automóvil y saludar a mi hijo. Pero la señal nunca llegó. Mark se perdió de vista y Ralph caminó con lentitud, con su cabeza agachada, de vuelta al automóvil.

    ¿Qué salió mal? Mark no quería ser hallado. Aunque Ralph le dijo que lo amábamos, Mark quería que nos marcháramos.

    Entre lágrimas, pensé: Quizá nuestro amor por él ahora sea excesivo. Dios sabe que mi amor es incontrolable.

    Respetamos el deseo y la individualidad de Mark. Tomamos la interestatal con dirección norte, rumbo a casa. Por fuera lloraba; en mi interior sufría como nunca antes había sufrido.

    Comienzo este libro con estas experiencias personales porque ellas me sirvieron como ritos de iniciación dentro de una fraternidad de personas que denomino «padres heridos». Estos incidentes marcaron el comienzo de lo que se convirtió en un proceso largo y doloroso de batallas, crecimiento y reconciliación que ha afectado cada ámbito de mi vida y la de mi familia.

    Parece que el dolor es parte de los requisitos del trabajo de ser padres. Ser padres empieza con el apasionante dolor de parto. Luego, a medida que sus pequeños se desarrollan, las madres y los padres protectores, de manera vicaria, experimentan cada dolor y sufrimiento que sus hijos enfrentan: desde una herida en la rodilla y sangrado de nariz hasta una enfermedad o, en ocasiones, incluso la muerte. Conforme los hijos van creciendo, los padres sufren la agonía de ver y permitirles darse golpes en las primeras etapas de la independencia. Y aquellos padres que sobreviven a las heridas y los moretones físicos y emocionales de la niñez y la adolescencia, sienten otra clase de dolor cuando por fin cortan el cordón umbilical en la adultez y ven a sus hijos ya crecidos tomar su propio camino. Todos esos dolores son normales; vienen en el paquete de ser padres.

    No obstante, los padres sobre los cuales este libro trata y hacia quienes se dirige, conocen un tipo de dolor diferente y más profundo. En pocas palabras, los padres heridos son aquellos que sienten que han fracasado en la labor que Dios les ha asignado como padres o madres cristianos. Han intentado cumplir el mandamiento bíblico de «instruir al niño en el camino correcto». Se han esforzado por construir la unidad familiar sobre los fundamentes sólidos de la fe cristiana y por enseñar a sus familias el amor y la obediencia a Dios.

    Estos padres se sienten destruidos cuando uno de sus hijos se suelta de esos lazos familiares. Se les rompe el corazón cuando un hijo rechaza algunos o todos los valores cristianos o los estándares de vida que con tanto trabajo intentaron inculcarle. Se sienten destrozados cuando una hija abandona la fe cristiana que ellos siempre intentaron enseñar y vivir.

    El dolor puede iniciar cuando un hijo se va de la casa sin decir el porqué o cuando a sus quince años una hija llora y admite estar embarazada. El dolor puede comenzar cuando un hijo adopta un estilo de vida no cristiano: drogas, un culto religioso extraño o vivir con el novio o la novia antes de casarse. Un estudiante de la secundaria puede rehusarse a asistir a la iglesia con el pretexto de que esta es aburrida o irrelevante. Un estudiante universitario, expuesto a la nueva atmósfera intelectual de la universidad, puede cuestionar o aun sentir que las creencias de sus padres ya no están a su altura. El dolor podría surgir por algo tan impactante como el anuncio de la homosexualidad o algo tan gradual y común como la creciente rebelión de un adolescente.

    El punto crítico varía de una familia a otra, pero los resultados siempre son los mismos: los padres sufren la frustración de lo que consideran su propio fracaso. Se declaran a sí mismos culpables, y de continuo se preguntan: ¿Qué hice mal?

    De forma inusitada, los padres comienzan a fijarse en las familias aparentemente ideales de su iglesia y su comunidad: los Smith, cuyo hijo es un estudiante universitario sobresaliente y planea ser médico misionero en África; o las hijas gemelas de los Jones, de dieciocho años, que cantaron a dueto el domingo en la iglesia justo después de expresar cuánto apreciaban los devocionales familiares en su hogar. Cuando los padres heridos comparan sus propios problemas con los de las familias como los Smith y los Jones, no pueden evitar preguntarse: ¿Qué anda mal en nuestra familia? ¿Por qué le tiene que suceder esto a nuestra familia?

    Existe un sentimiento vergonzoso de singular soledad que Tolstói resume a la perfección en la primera oración de Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada». Cada padre herido enfrenta una crisis personal tan distinta como las personalidades involucradas, así que el sentirse distinto puede ser justificado. No obstante, cualquier madre que piensa que su angustia es única, que tiene el monopolio del dolor maternal o que nadie más puede entender el dolor de corazón que está sufriendo, se equivoca por completo.

    Tengo que confesar que experimenté algunos de esos sentimientos de soledad en los meses siguientes a la partida de Mark. Y aun después de conocer y hablar con varios padres heridos y comenzar a pensar en escribir este libro, me preguntaba si en realidad había suficientes padres cristianos heridos que justificaran el esfuerzo. Sin embargo, parecía que cada persona a quien le comentaba la posibilidad de un libro como este era un padre herido, o conocía a dos o tres a quienes pensaban que yo debía entrevistar.

    Después de numerosas entrevistas con padres provenientes de todas partes del país, luego de múltiples conversaciones con pastores, consejeros y psicólogos cristianos y, ahora, después de toda la retroa-limentación que he recibido de ediciones anteriores en inglés de Padres Heridos, estoy convencida, sin lugar a dudas, de que el problema del padre herido es común en cada iglesia y cada comunidad. Comenzó con Adán y Eva, cuando Caín mató a Abel. Parece que el problema no disminuye en el siglo veintiuno.

    He encontrado padres jóvenes heridos, cuyos hijos, que son estudiantes de escuela intermedia, comienzan a rebelarse en contra de la autoridad paternal. Y he descubierto ancianos que son padres heridos y cuyos hijos no cristianos, de mediana edad, todavía les causan tristeza y preocupación. Las causas y las circunstancias familiares varían en gran manera, pero las dudas paternales y el dolor siempre están ahí.

    No hace mucho, una vieja amiga, casada con un pastor que visitaba nuestra ciudad, vino a verme. Durante un rato, hablamos de personas que conocíamos. Me preguntó por mi familia, y luego, le pregunté por la de ella. «Estoy a punto de convertirme en abuela por primera vez», dijo.

    Por lo general, yo respondería con un feliz, automático y sincero «¡Felicidades!». Sin embargo, no dije nada ya que ella prosiguió y, con dolor, agregó: «Pero no quiero ser abuela. No así». Y luego me contó que su hijo adolescente y su novia (cuya familia era parte de la iglesia de su esposo) tuvieron que casarse. El bebé nacería en poco tiempo, y ella agregó: «No sé cómo puedo seguir adelante».

    Un maestro de secundaria, miembro respetado de su iglesia local, me contó sobre la noche en que él y su esposa recibieron la llamada telefónica de un oficial de policía de otro estado. «Sus palabras nos golpearon más fuerte que lo que su porra lo hubiera hecho: Hemos apresado a su hijo. Es acusado como menor de edad por portar un arma oculta».

    «Sentimos como si nuestros corazones se hubieran salido

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