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Una tragicomedia asturiana del ecopostureo alimentario
Cuando Amadeo se dispone a terminar con su vida, el universo lo tienta con una providencial oferta de aplazamiento que no podrá rechazar: llevarse po
Viñas
Inés Viñas es una psicóloga y nutricionista que acumula más años de los que querría admitir domando a su eterno síndrome de ovario poliquístico además del sobrepeso, la depresión, el lupus autoinmune y el cáncer (por el momento, va ganando ella), lo que la convierte en una ferviente defensora de la nutrición personalizada y de la dieta cetogénica terapéutica. Este es su tercer intento de novela tras la revancha del colesterol y Melodrama en dos Cabras.
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La princesa del tofu - Viñas
«Un buen guiso siempre resulta delicioso cuando se prepara con paciencia y buenos ingredientes. Algo similar ocurre con esta novela, donde la intriga, la mitología, un entorno de ensueño y un toque de ciencia se combinan a la perfección.
Mi formación científica me ha enseñado a ser celoso de la exactitud y la precisión de las palabras. Por ello, leo con especial atención todo lo relacionado con mi campo de estudio durante los últimos 20 años, lo que me ha llevado a convertirme, para mis estudiantes, en el profesor de los pedos de las vacas
. En este caso, debo rendirme ante la evidencia: no he encontrado una mejor forma de explicar un problema tan complejo con mayor exactitud y, sobre todo, con tanto cariño.
Además, la historia es intrigante, divertida y envolvente, con un escenario que cautiva. Es un libro que se devora rápidamente y deja con ganas de más. Y sí, si alguien se lo pregunta, hay muchas formas de salvar el mundo antes de abandonar a las vacas y comer tofu.»
Fernando Estellés Barber
Institute of Animal Science & Technology
Universitat Politècnica de València
La princesa del tofu
Inés Viñas
La cruzada dietética
(1ª parte)
Copyright © 2024 Inés Viñas
Imágenes de cubierta: Vaca de pasto (de By-Studio) y Ecoimpostura (de Tanaonte) en la contraportada
Todos los derechos reservados.
Este libro no puede ser copiado, fotocopiado, reproducido o reducido, en todo o en parte, en ningún soporte electrónico o formato legible por máquina sin el consentimiento previo, por escrito, del autor.
Publicado por
Ketophile Books
en marzo de 2025
https://ketophile.es
A mi propio Pauto, que fue el verdadero amor de mi vida.
Capítulos
Pauto
Vieya
Nuberu
Güestia
Torollino
Basiliscu
Freba
Zamparrampa
Pecáu sabadiegu
Ventolín
Trasgu
Busgosu
Diañu Burlón
Cuélebre
Lloba blanca
Diablu Saltón
Xana
Home del sacu
Epílogo
De la autora
Pauto
Las palabras no pueden apalearte, pero sí dolerte más que un puntapié en la rabadilla. Y Amadeo lo corroboró por segunda vez en lo que iba de año un miércoles plomizo de abril, cuando arremetió contra él la descorazonadora noticia que lo alentaría a tomar una decisión drástica e irreversible.
—Señor Hagen, al habla la doctora Ruiz, de la mutua —anunció una aguda voz femenina que manaba del teléfono—. Le llamo porque ya dispongo de los resultados de su revisión médica. El informe se enviará igualmente por correo postal a su domicilio, pero quisiera adelantarle las conclusiones, si me permite un minuto.
El susodicho sintió que su estómago se anudaba de repente en una mezcla de urgencia, alivio y resignación. El ansiado y temido momento de la verdad estaba aporreando su puerta con el brío de un ariete medieval y él no tenía a dónde huir. Aunque tampoco quería. Por fin terminaría aquella espera interminable y sabría si tanto esfuerzo por transformar su triste tesitura había merecido la pena.
—Sí, doctora, por favor, diga —le contestó él—. Serán malas noticias, supongo.
—¡No, en absoluto! —exclamó el aparato con un jaranero timbre de soprano por pulir—. Solo quería felicitarle, porque creo que son los mejores que he visto en mis ocho años de ejercicio, con diferencia. ¡Está más sano que muchos veinteañeros! ¡Enhorabuena, Amadeo! De veras, si tuviera que apostar, diría que va a vivir usted hasta los cien años… ¡o más!
—Mierda —musitó él, con un volumen apenas audible y que nadie oyó, en parte, gracias a que su réplica se disipó contra las ondas sonoras que emitía aquel dichoso altavoz, que seguía a lo suyo, ajeno a la desazón que arengaba a su alrededor.
Aparte de volver a beberse hasta el agua de los floreros y forzarse a fumar caliqueños, que no, el hombre llevaba casi dos meses esmerándose en hacer todo lo contrario a lo que se supone que se debe hacer. Por muy poderosos que fuesen esos condenados genes de centenario, algo tendría que haberse estropeado por ahí dentro ya.
—Sus análisis de sangre me han sorprendido tanto que he recuperado los anteriores para compararlos —la médica continuó impasible con su entusiasta perorata—. Ya se veían bien el año pasado, pero ahora le sale el azúcar y los triglicéridos de un atleta de triatlón. Tanto el hígado como los riñones parecen nuevecitos… Ni próstata agrandada, ni pólipos intestinales, ¡ni siquiera colesterol! Y también su vista, oído y reflejos están estupendos. Le llamaba solo porque he querido decírselo personalmente. ¡Siga usted cuidándose así de bien!
—Muchas gracias, doctora —logró articular el interesado con tono cordial antes de apresurarse a colgar, omitiendo confesarle a la jubilosa voz que había hecho justo lo opuesto a lo que le recomendaba en su informe anterior.
No solo había sustituido el habitual sándwich vegetal con su añorado plátano de media mañana por un mayúsculo pedazo de mantequilla emparedada entre dos lonchas gruesas de salchichón, también merendado queso manchego con sobrasada y desayunado cuatro huevos con un montón de panceta, cada día, de lunes a domingo. Se había obligado a engullir toda la maldita grasa que le cabía en el estómago y un poco más… chuletas con jamón de primero, chorizo con morcilla de segundo y mortadela sin aceitunas de postre. Ni una sola fruta, almendra u hoja de espinaca había rozado sus labios desde febrero, pero, contra todo pronóstico, había perdido la barriguilla cervecera y recuperado la regularidad en su cita diaria con el inodoro y una revista de viajes en tren por la Alemania soviética. Y aunque se encontraba tan bien como antes —al menos, su persona corpórea y tangible—, quería convencerse de que estaba alimentando a un ladino cáncer colorrectal o, quizás, con suerte, taponando irremisible y alevosamente sus arterias coronarias para llamar a gritos a un ataque al corazón, a poder ser, muy cercano, rápido y letal. Pero no.
Aunque Amadeo todavía respiraba, su pulso se había detenido ochenta y un días atrás. El último latido le sobrevino poco después de las doce del mediodía de un veintiocho de febrero. Su abstraído ademán taciturno y él esperaban junto al refulgente coche de lujo que conducían a que la coqueta señora Amparo saliera de la peluquería. Sus ojos oteaban compulsivamente el reloj dorado de la catedral, preguntándose cuánto tiempo más se demoraría la nueva aspirante a Regenta en dejarlo libre por fin, cuando percibió que el móvil temblequeaba en su bolsillo. Y contestó enseguida, asumiendo que alguien querría comunicarle un inofensivo cambio en su hoja de ruta semanal. Pero tampoco.
Las palabras afloraron del teléfono como desgarradoras flechas de ballesta disparadas contra su pecho inerme y desprevenido. Al oírlas, Amadeo sintió que el universo pausaba su inexorable expansión para detenerse a condensar su alma aturdida en una nube de estupor y lloverla a sus pies. En un abrir y cerrar de ojos, esas preocupaciones mundanas sobre el abusivo precio de la luz o los tejemanejes políticos se desvanecieron de golpe, como la envolvente penumbra nocturna tras pulsar el interruptor de la luz.
Había aprendido a convivir con el dolor perenne de la viudedad, pero el planeta no podía pedirle que se aferrase a su insulsa vida solitaria tras perder a su hija y su nieto también.
Aún con las desalentadoras palabras de la vivaracha galena retumbando en su cabeza como un taladro percutor, puso rumbo a su mesón favorito para darse un último homenaje. Pidió fabada, pastel de cabracho y dos postres —un sublime arroz con leche y un tocinillo de cielo con nata— que le supieron a gloria. Y regó el que confiaba sería su banquete de despedida con un bendito refresco de naranja, porque no quería sentarse al volante de un coche ajeno beodo y viendo los semáforos por duplicado. Pero sí se consoló autorizándose a desempolvar la botella de aguardiente de cerezas que llevaba doce años a buen recaudo detrás de la enciclopedia. Había prometido a su mujer primero y a su hija después que nunca volvería a oler el alcohol, pero poco importaba ya. Incluso ellas comprenderían que la presente coyuntura se merecía que faltase a su juramento una última vez.
Los Linden habían sido unos borrachos desdichados y asombrosamente longevos desde tiempos inmemoriales. Y también parecían nacer con hígados infatigables e inmunes a la cirrosis. Todos vivían sanos como robles hasta superar los cien a pesar de su tenaz afición por el Schnapps; todos, menos los que elegían rebelarse contra su esperanza de vida y ponerle un abrupto fin, como su abuelo, su madre y su propia hija. La única excepción a la norma Linden había sido el pequeño Gael, cuyo súbito epílogo le había reconfirmado al corazón cuarteado de su abuelo que, si acaso existía, ese divino titiritero omnipresente y todopoderoso que mueve los hilos del mundo no podía ser ni benévolo, ni compasivo.
Desde que cierto Rey Baltasar —con la cara embetunada, peluca de trenzas de lana y capa raída de piel de leopardo— le lanzó un caramelo con tal vigor que casi lo deja tuerto apenas cumplidos los seis, Amadeo había ido reforzando el escepticismo ferviente e inflexible que enarbolaría durante los más de cincuenta solsticios de invierno siguientes. Pero, en realidad, el conductor de ambulancias reconvertido en chófer a demanda para privilegiados envidiaba profundamente a los verdaderos creyentes, a aquellos capaces de sostener la volátil ilusión de que el universo siempre acaba por recompensar la bondad y castigar la vileza, sea en esta dimensión o en alguna otra.
Lo que sí creía a pies juntillas era que dormir acunado por el plácido vaivén de «saber» que la miseria y el sufrimiento que acechan a todo ser viviente forma parte de un plan cósmico superior —y que, al final, ese tormento, cualquiera que sea, cobrará sentido— constituía, sin ninguna duda, el mejor antidepresivo jamás inventado. Pero aquel Dios con mayúscula —cuya gracia, pese a su zaína volubilidad, embebía tanta súplica y despertaba tanta veneración— no le había concedido el don de la fe. Y cuando su mundo entero se desmoronó, también se desvaneció cualquier posibilidad de que el futuro lograse sacarle siquiera un amago de sonrisa más. Y ante sus ojos se materializó un único camino posible.
Durante todas y cada una de las horas de vigilia, en su mente abatida resonaba sin pausa ni reposo la misma cantinela de reproche. Una voz le susurraba que no era más que una patética derrota andante que no merecía siquiera el aire que respiraba. No solo había faltado a su obligación de proteger a su familia, sino también fracasado en su empeño de provocarse una enfermedad que le ahorrase acatar la vieja tradición del clan de los Linden, que nacían beodos y morían, o bien centenarios, o bien por su propia mano. Y encima iba a incumplir su promesa de sobriedad eterna, pero no estaba dispuesto a soportar aquel dolor lacerante durante otros cuarenta años sabiendo que jamás alcanzaría la mítica tierra prometida. Era el momento de abrazar un papel activo en el asunto y pasar al plan B.
Dejó una propina exageradamente generosa, se despidió del estupefacto camarero y desanduvo sus pasos hasta el Mercedes con la barriga demasiado llena y un bosquejo para liberarse de aquel suplicio fraguándose en su cabeza. Había descartado lanzarse al paso de un tren o desde un puente sobre alguna autovía, porque no deseaba poner en riesgo al prójimo. Y ni los vertiginosos acantilados de la cornisa cantábrica ni las inclementes olas que los azotaban —pese a lo tentador de vociferar un rotundo «adiós, mundo cruel» volando entre gaviotas y azarando a los percebes— le aseguraban que hallasen su cuerpo y se ejecutasen sus últimas voluntades. Ni en un millón de años se plantearía seguir los pasos del abuelo Karl, quien optó por colgarse de un tilo callejero del centro de Múnich al amanecer. Tampoco elegiría nunca la modorra barbitúrica que sumió a su madre en un último sueño con sabor a ginebra; ni el salto al vacío desde un sexto piso que tentó a su hija cuando el dolor la venció. No, así no.
La idea era sentarse en el claro de bosque donde su mujer y él solían hacer picnic los domingos, pimplarse entera la botella de Schnapps mientras rubricaba el final de su nota de despedida y, al terminar, desangrarse con un navajazo certero en la yugular. El ardor del alcohol lo imbuiría en su reconfortante abrazo y ya no sentiría frío, culpa, ni dolor… nunca más. Sí, así mejor.
Habría preferido matarse bebiendo, pero iba a ser una muerte demasiado lenta. Y no veía cómo podría conciliar el trabajo de conductor sobrio que necesitaría para costearse el quitapenas que lo matase, con beberlo en las dosis y con la asiduidad suficientes para lograr su objetivo. Además, esos malditos genes de alcohólico centenario jugaban en su contra, porque la ebriedad etílica conformaba su hábitat natural y ellos se movían como pez en el agua perpetuamente sumergidos en concentraciones enfermizas de licor.
Amadeo sospechaba que había experimentado su primera borrachera antes incluso de dejar de mamar. Aunque albergaba serias dudas de que la frase fuese de cosecha propia, su madre solía excusar su rotundo rechazo a beberla arguyendo que el agua es peligrosa, porque cría ranas en el estómago. Y la mujer vivió fiel a sus férreos principios hasta el día en el que también eligió el camino corto, el mismo que ya lo estaba seduciendo a él.
El sol se había rendido a los nubarrones e iniciado una digna retirada de su batalla diaria tiñendo el cielo de un rosa cítrico aguado, cuando Amadeo aparcó junto al sempiterno roble que señalaba el sendero hacia su rincón de pensar. Se desabrochó el cinturón de seguridad, salió del vehículo y abrió la portezuela del portaequipajes trasero. Se despojó de la chaqueta azul del uniforme reglamentario y la sustituyó por un desusado abrigo verde militar. Agarró su vieja mochila —que había llenado con la botella de aguardiente de cerezas, su antediluviana navaja de afeitar de propaganda de las salchichas Lindenberg y un cuadernillo de tapas color terracota con un bolígrafo azul embutido en la espiral— y se la colgó del hombro mientras pulsaba el botoncillo de bloqueo de puertas del coche.
Confió en que sus jefes se esforzarían por recuperar el prohibitivo Mercedes y que el flamante localizador por satélite los conduciría hasta allí, pero se llevó la llave consigo para asegurarse de que alguien se molestaba en buscarlo a él, ni que fuese para recuperarla a ella. En los bolsillos del fiambre encontrarían una cartera y un teléfono móvil, lo que auguró facilitaría mucho la identificación de su dueño.
No era así como habría querido que fuese su último atardecer en la Tierra, pero, al menos, ya no tendría que preocuparse por el futuro de las pensiones o el cambio climático.
Deseando que aún quedase algo que se pudiese aprovechar, había donado su cuerpo a la ciencia y también legado tanto sus escasas posesiones como la indemnización de su seguro de vida a la protectora de animales donde su hija había ejercido su voluntariado más duradero. Las fichas de dominó estaban colocadas y puestas en hilera, solo faltaba que él asestase el primer golpecito de gracia. Era la hora.
Se despidió en silencio del ostentoso automóvil dándole una palmadita en la carrocería y suspiró oteando de reojo al lúgubre cielo encapotado. Su petate del suicida y él recorrieron despacio el caminito tapizado de arbustos con pinchos y mil flores amarillas hasta la gran roca pintada de líquenes perpetuos que tantas veces había acomodado el mantel a cuadros rojos de su suegra. Respiró hondo y la contempló por unos segundos mientras se aferraba a la efímera imagen de aquellas lejanas y felices meriendas campestres que atesoraba en su memoria. Nunca fue de veras consciente de cuán valiosos eran esos momentos fugaces hasta que se le escurrieron como agua entre los dedos. Recordó a Alma, su mujer, y el dolor se avivó. Anhelaba acabar cuanto antes.
Se acomodó sobre la piedra, abrió la mochila, sacó la botella y se apresuró a desenroscar el vetusto tapón metálico que protegía el añorado brebaje. Pero un tenue gemido repentino lo detuvo. Alguien lloraba. Y se oía muy bajito, pero cerca. Su mente se vio súbitamente invadida por las mil y una leyendas de traviesos duendes y hadas engañosas que le contaba su mujer. Alma siempre decía que aquel lugar era mágico y que estaba repleto de criaturas fantásticas. Y Alma siempre tenía razón. Seguro que también había tenido razón en eso.
Amadeo aguzó el oído y percibió un sutil temblor entre la hojarasca, apenas a un par de metros de sus pies. Devolvió el Schnapps a la bolsa y se acercó para ver qué era. Tal vez había tropezado con el escondite de una serpiente venenosa. Ojalá. Le ahorraría el engorro de «autodegollarse». Pero no. Bajo la pinaza húmeda descubrió una boquita diminuta que se esforzaba por coger aire y pedir socorro. No estaba seguro de qué animal era, pero sí decretó enseguida que no lo iba a ayudar a suicidarse. Ni siquiera podría infligirle un minúsculo arañacito. Parecía el retoño recién nacido de algún pequeño mamífero. Estaba tiritando y cubierto de barro, moco y sangre. Y le cabía en la palma de la mano.
—Supongo que lo mío puede esperar un día o dos… pero lo tuyo no —susurró mientras lo envolvía con cuidado en su chaqueta, se colgaba la mochila al hombro y corría de vuelta hacia el coche—. Vamos, campeón, aguanta un poco más.
Aunque entonces fuese un sesentón suicida, alcohólico y derrotado sin ningún motivo para vivir, el joven idealista conductor de ambulancias y valeroso defensor de la vida ajena que había sido cuarenta años atrás aullaba por tomar temporalmente el control. Y el abatido Amadeo sexagenario se hizo a un lado y consintió. Escasa media hora después, ambos aguardaban noticias inquietos y caminando en círculos por la sala de espera de una clínica veterinaria, sin imaginar que la sorpresa que todavía les deparaba aquella tarde casi lograría que el agrietado corazón sin latido que compartían se les saliese del pecho.
La conmoción llegó en la forma de un nuevo mensaje a su teléfono móvil con el habitual asunto de «Trabajo por asignar». Los viajes largos se ofrecían por turno a todos los conductores de la empresa para que los aceptaran o no, siguiendo un riguroso orden según cuánto tiempo llevasen sin salir de la ciudad. Y aquella propuesta de encargo en particular lo acababa de alcanzar a él.
Cliente: Dra. Maja Berg
Fecha y hora: Miércoles 8 desde las 14h en adelante (dos días completos)
Lugar de recogida: Aeropuerto de Oviedo (procedente de vuelo privado)
Destino: Hotel La Chalga de Somiedo
Indicaciones adicionales: Imprescindible vehículo de gama alta y discreción. El conductor deberá permanecer a la entera disposición de la clienta (y localizable 24h) hasta el viernes por la mañana, cuando la conduzca de regreso al aeropuerto. Se cubren la estancia en el hotel y las dietas. Deseable idioma inglés o alemán.
Amadeo releyó el nombre una segunda —y hasta una tercera— vez, porque su cerebro no podía creerse lo que veían sus ojos. Había maldecido aquella combinación de letras hasta la extenuación. Ella era la culpable de su devastadora soledad. Y ahora el universo parecía querer ofrecerle su cabeza en una bandeja. Aún con la mente sumida en una súbita parálisis, contestó tan rápido como pudo con un «Mio» que su tembloroso dedo índice tecleó en la pantallita táctil del dispositivo con ansia y cierta dificultad.
—¿El señor Amadeo Hagen? —dijo a sus espaldas una voz femenina con un meloso acento sudamericano—. ¿Me acompaña, por favor?
El aludido se dio la vuelta para ver a una linda joven de tez morena y mofletes risueños con bata verde que lo observaba expectante desde la puerta del consultorio. Él le devolvió la mirada, asintió y, en aquel instante, se dio cuenta de que no respiraba, no sabía desde hacía cuánto tiempo. La chica le hizo un gesto para que la siguiera. Y él, expulsando el aire acumulado en una larga y ruidosa exhalación, obedeció.
—El gatito se pondrá bien, no se preocupe —le aseguró ella, regalándole una sonrisa que le supo como un cálido rayo de sol en la cara una mañana fría de invierno—. Estaba malherido y deshidratado, pero lo trajo usted justo a tiempo. No le hemos podido salvar la manita, pero es todo un luchador. Aprenderá a andar y apuesto a que pronto podrá incluso correr y saltar sin ella. ¡Ya lo verá!
Sobre una gasa extendida en la inmaculada mesa blanca yacía su duendecillo durmiente. Llevaba la patita delantera izquierda vendada, pero tenía mucha mejor pinta que solo una hora antes. Parecía un peluche de bebé ocelote, pero con los colores invertidos. Era negro como el betún y lucía unas suaves rosetas claras que estampaban su lomo con una cenefa felina de trazo perfecto, aunque apenas visible.
—Tome su biberón y la leche en polvo que deberá darle cada dos o tres horas bien disuelta en agua templada, aproximadamente a la misma temperatura de la parte interna de su muñeca —continuó la chicuela—. Acá las instrucciones lo explican.
Amadeo no recordaba
