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Bajo el manto opresivo de las sombras de la muerte, los gritos silenciados y las almas perdidas encuentran su voz. Umbra Mortis es una colección de relatos que desvela los rincones más oscuros de la humanidad: crímenes atroces, mentes perturbadas y la frialdad del instinto asesino.
Cada página es un descenso al abismo, donde el terror y la muerte se entrelazan en un baile macabro. ¿Te atreverás a caminar entre las sombras y enfrentar lo que allí se esconde?
Trigger warning: Este libro contiene descripciones explícitas de violencia, crueldad y temas perturbadores. Se recomienda discreción.
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Umbra Mortis - RubinEditorial
Prólogo
––––––––
Soy hija única de un matrimonio cansado. Tengo dos hijos, los crié sola. Hace tres meses que paso las tardes acompañando a mi madre en el hospital. Los libros siempre fueron un refugio. La lectura, una forma de escapar de la realidad. Me leía en voz alta cuando era una niña a la que no le prestaban atención, les leía a ellos antes de dormir y a mi madre cuando los analgésicos no logran calmar el dolor. Siempre en voz alta. No soporto el silencio.
Ayer, llegué a las siete de la tarde, cuando todavía no había caído el inclemente sol de enero. Me desplomé en el sillón y algo se me clavó en la espalda. Era el libro nuevo, no recordaba haberlo dejado ahí. Era una antología de terror, la cuchilla ensangrentada de la tapa me atrajo de una manera excepcional, y en cuanto leí las palabras Umbra Mortis mis latidos se desordenaron, como cuando en la librería no pude resistir el impulso irrefrenable de comprarlo. Al empezar a recorrer las primeras páginas, el ritmo en mi pecho se sentía frenético, las manos me temblaban, me saturé de pensamientos catastróficos y la sed de aire me llevó desesperada al jardín en busca de una bocanada que me sacara de esa sensación de muerte inminente. Me concentré en el color predominante. El verde que me rodeaba me salvaba la vida. Entré a casa y me fui a dormir sin comer.
Hoy, me desperté temprano y decidí faltar al trabajo. Con la ansiedad aún latente en el pecho, salí al jardín. La temperatura era ideal, y el cielo estaba despejado, azul intenso y brillante. Con la taza de café en la mano en busca de sombra para desayunar, me envolvió el olor agrio de las ciruelas que se pudrían en el piso, bajo la copa desnuda del árbol. Parecía un espectro con el tronco agrietado y desvitalizado. El hallazgo me desconcertó, pero no estaba preparada para otra crisis, así que empecé a leer, en voz alta, como siempre.
El silencio era inquietante. En lugar del zumbido de los insectos y el canto de horneros, calandrias y benteveos, la ausencia total de sonidos era tan opresiva y pesada que parecía aplastarme.
Sentía como si le estuviera leyendo a una audiencia real. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que había alguien más en la casa. Alguien que tenía olor a tierra húmeda y agua estancada. No sabía dónde estaba, pero percibía su presencia.
El primer cuento era siniestro desde las primeras páginas. Leía con prisa, no hacía pausas, respiraba mal. El jardín seguía cambiando, pero no quería levantar la vista, prefería no ver.
El cielo se oscurecía, nubes que anunciaban lluvia torrencial se acumulaban. La brisa fresca había sido reemplazada por una humedad pegajosa y desapacible. Todo iba adquiriendo un tinte sepia.
El helecho se desplomaba sobre sí mismo, como si estuviera exhausto. Sus frondas estaban mustias y marrones, como quemadas por el sol. Los pétalos de los últimos jazmines de la temporada parecían haber sido besados por la muerte. Los tallos de la enredadera estaban rígidos y quebradizos. Me detuve un momento, pero inmediatamente necesité continuar.
Cuando terminé el tercer cuento, las hojas de la madreselva estaban cubiertas de telarañas y polvo. Parecía un espantapájaros abandonado frente a la huerta descuidada.
Sin poder moverme, recorrí con la mirada cada rincón, hasta que lo ví. Un sapo grotesco, de piel verde y viscosa se está moviendo hacia mí con una lentitud espeluznante. Su cuerpo hinchado y viscoso parece una bolsa de veneno. Intento dejar de leer, hacer algo para alejarlo o para escapar, pero no puedo. Tan solo con sus ojos, que brillan como carbones encendidos, me exige que continúe recitando cada frase de cada cuento. De reojo lo veo avanzar, con su boca abierta en un grito silencioso, como si estuviera absorbiendo la energía de todo lo que nos rodea.
Sigo leyendo, y en cada párrafo, el lugar se torna más lúgubre y sombrío.
Me voy acercando a las últimas páginas, ya no quedan flores, hojas verdes, ni signos de vida. Puedo sentir el frío y las tinieblas que me rodean. La casa está siendo conquistada, de afuera hacia adentro. La oscuridad que impulsa a esta criatura repugnante y magnética, brota de mí, de mi voz. Y sé que pronto, cuando llegue al final, lo tendré que enfrentar.
Sandra Moro
Cómo es ser una asesina serial
Constanza C. Alonso
––––––––
Siempre tuve instintos de matar, pero no lo sabía. No tenía idea que lo que me pasaba o las cosas que hacía eran por ser una asesina en potencia. Tampoco sabía que había un nombre para referirse a aquello. En serie, le llaman, cuando lo haces una y otra vez, como yo, aunque odio ese término. Siento que nos encasilla y nos convierte indudablemente en monstruos, descarriados, perversos, inhumanos, extraterrestres; cuya inocencia es (im)posible de mantener.
Nadie me cree cuando les digo que soy una asesina serial.
—Pero ¿cómo es eso posible, si los asesinos seriales son hombres? —me preguntaron la primera vez que lo conté abiertamente.
También me preguntaron si tomaba alguna medicación. Porque, seguramente, al ser asesina serial tendría alguna patología extraña o un trastorno de la personalidad.
—Debes ser narcisista, antisocial o psicópata; estoy entre esas tres —eso mismo aseguró el psiquiatra cuando se lo dije—.
¿Por qué se lo contarías a todo el mundo si te van a mirar con incomodidad y querrán alejarse de ti? No tiene ningún sentido.
Lo otro que le extraña mucho a la gente es que los mire a los ojos. Se ponen nerviosos y no saben qué hacer. Tal vez mi mirada es tan absorbente que les quita la energía o les aterra apenas me observan. Es como si tuviera los ojos negros, llenos de maldad y extrañeza, como si fuera de otro planeta o tuviera poderes cautivantes que los someten ante mi intensidad y peculiaridad.
—Todos podríamos ser asesinos seriales, ¿cierto? —¿Ustedes también se incomodan cuando la gente dice esto? Se imaginan si fuera así y las asesinas seriales fuéramos las únicas personas que no pudiéramos controlar nuestros impulsos más primitivos que nos llaman a matar y destrozar a otros a punta de puñaladas. Creo que nadie, si pudiese elegir, lo haría.
Tampoco es tan fácil ser una asesina. Me tengo que mantener en forma si es que tengo que correr o saltar, aunque generalmente me siento tan torpe que me caigo. Incluso, no sé cómo no me han atrapado o me han descubierto en el trabajo o en la universidad. A veces, desaparezco por varios días debido a lo cansada que me siento después de mi cacería desenfrenada. Opté por teletrabajar, porque así puedo descansar entre reuniones u ocultar mis moretones por los golpes contra las mesas, lo que les digo como excusa cuando sin querer se dejan ver.
Lo más bizarro es cuando tratan de descifrar por qué soy así, tan poco común. Se dice que los asesinos seriales (los, porque es raro que se dé en mujeres) somos personas que nacemos siéndolo y que también hay componentes socioculturales que causan que emerjan nuestros impulsos reprimidos y retorcidos. Pues sí, estoy de acuerdo con esto. Cuando pequeña tuve que lidiar con matonaje escolar, abandono paterno, violencia intrafamiliar y pérdida de figuras de apego durante mi vida, que me convirtieron en lo que soy ahora: un monstruo sin corazón. Quizás por eso mato hombres.
Lamento decirles que es mentira que soy una asesina serial y que en realidad soy autista, pero así me he sentido todos los días de mi vida.
Amor
Iván Ponce
––––––––
Levanté mi cara y apunté mi cámara hacia el rincón de la habitación, adornado por una silla de mimbre. Podía imaginarte sentada en ella, fumando un cigarrillo, mientras el humo que salía de tu boca te envolvía, dándote un halo de misterio. Cubierta con una ligera pero glamorosa bata de exquisito encaje, una más de tu múltiple colección de transparencias que usabas para adornar tu cuerpo.
Recordé cómo, al llegar a casa después del trabajo, te arrancabas la ropa con desesperación y te vestías con una de estas prendas que solo te hacían ver más desnuda.
Eras una ávida coleccionista, contabas con un enorme catálogo de películas. Sobre todo, eróticas, pero también experimentales, y del llamado cine de explotación, que son una verdadera delicia para los sentidos. Sin olvidar tu amado set de vinilos de jazz y música clásica que siempre estaban sonando en este lugar, como la banda sonora de la película de la cual eras la protagonista.
Recuerdo con alegría la manera en que atesorabas los álbumes y marcos con las fotos que yo te tomaba, donde lucías como una verdadera diosa sexual, mostrando cada centímetro de tu piel, la orgullosa imagen de la lujuria hecha carne. En mi memoria puedo ver de nuevo cómo se te iluminaban los ojos al platicarme acerca del erotismo y despertar sexual en la década de los setenta, te obsesionaba el tema y eso a su vez me hacía sentir una tortuosa y placentera fascinación por ti.
Tu casa era, en apariencia, sencilla, a excepción de la enorme recámara principal. Era una pieza acondicionada hasta el mínimo detalle, como una auténtica réplica de tu década favorita, que me hacía sentir en una cápsula del tiempo.
La atmósfera siempre estaba derramando erotismo gracias a la iluminación instalada de manera ingeniosa. Era de una luz baja y cálida que te cubría en todo momento, dibujando tu silueta femenina a la perfección. Haciéndote lucir tremendamente atractiva, provocativa, hasta la desesperación.
Ya no existía nada de eso, la oscuridad y el frío habían tomado su lugar.
Giré mi cámara hacia el lado opuesto, donde un enorme escritorio de madera con varios libros encima parecía preguntarse qué hacía yo ahí, si no estabas tú.
Mientras enfocaba mi lente, podría jurar que te podía ver, justo frente a mí, inmersa en tus lecturas.
Toda una adicta a Wilde desde la adolescencia. Según me platicabas, devorabas cada pensamiento materializado por la tinta encima del papel. Para después meditar, comprender y disfrutar el significado de cada palabra en esos textos.
Me gustaba verte beber vino en tu copa favorita, que era de pie y tallo de metal con cáliz de cristal. Se veía muy bien en tu mano y lucía mejor acariciando tus labios.
Sabía que alguien te la había dado como un presente hace tiempo, nunca supe quién y no creo que intentaras ocultar a esa persona o esa parte de tu vida, solo que, cada vez que preguntaba, movido por genuina curiosidad, tu mente volaba a otro lugar. Te quedabas con la mirada perdida y yo no insistía en el asunto.
Por último, volteé hacia la cama y mi conciencia se nubló con recuerdos de tu cuerpo desnudo, enredado en el mío, con tu humedad empapando mi entrepierna, tus caderas moviéndose con rapidez al ritmo marcado por tus gemidos ahogados.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos al toparse mi lente con tu hermoso cuerpo que ahora se mostraba en toda plenitud. Ya no existía ningún secreto en tu anatomía para mí.
Había separado con dulzura cada una de tus extremidades, usando con cuidado mi increíble hacha de acero inoxidable. La cual era un regalo que apreciaba mucho, ya que la persona que me proporcionó tan hermoso instrumento la construyó en especial para mí.
Analicé y saboreé con la calma de un amante al explorar el cuerpo de su amada, buscando encontrar todos los puntos de placer en cada una de tus partes. No hubo centímetro de tu carne que no haya sido amado, profanado y adorado.
En recompensa, me ofreciste el licor rojo y sagrado que circulaba a través de tus arterias, que te daba vida. Sangre tibia que sonrojaba tus mejillas al besar tu frente, que abultaba tu clítoris cuando mi lengua jugueteaba con él. Dulce líquido, tan abundante, de sabor fuerte y embriagante, que ahora era parte de mí.
En solo un par de horas conocí cada gesto que tu rostro era capaz de expresar. Experimentaste todas las emociones por las que pudiera atravesar un ser humano: alegría, placer, enojo, dolor, miedo, tristeza, desesperación y algunas que no podría describir. No existe una experiencia más íntima. Fuiste mía más de lo que pudiste ser tuya, y te conocí más de lo que jamás hubieras podido hacerlo tú. En muchos aspectos, tu sueño de una vida juntos se había cumplido; el solo pensarlo me hizo sentir en paz.
Por último, mi martillo desapareció por completo tus facciones y, aun así, te veías hermosa.
Enfoqué mi cámara y disparé desde todos los ángulos posibles. Necesitaba inmortalizar cada detalle de esa escena tan magníficamente lograda.
Lágrimas rodaban por mis mejillas, por el amor que sentía al verte decorando tu espacio con todo tu ser.
Jamás amé tanto a nadie como te amé a ti en ese momento.
La tacita
Sandra Moro
––––––––
Otro martes. Ya vi más de veinte casos sospechosos de dengue, a varios los dejé internados. El olor a repelente y pastillas para los mosquitos invade la sala. A mi compañero le tocó descansar un rato.
Mientras recorro los pasillos, muerta de frío, pienso en mi abuela, que se murió de vieja veinte años después de la muerte de su esposo. Ella les tenía terror a los mosquitos. En su casa había muchas plantas de citronella, el olor a espiral se respiraba en el ambiente y estaba impregnado en las paredes, las cortinas, sus ropas y su piel. Todo el año. Decía que son bichos insulsos pero macabros y que había que cuidarse de sus picaduras más que de hacerse pis en la cama, porque la primera vez que te enferman te asustan, pero la segunda te matan. Tejía puntillas sin parar, grandes, pequeñas, de todos los colores, con cualquier lana, con cualquier hilo. Todas las tardes desplegaba los patrones sobre la mesa, se ponía los lentes y se perdía en su propio mundo. Con el ceño fruncido movía la aguja plateada mientras se la escuchaba susurrar cadeneta, vareta, punto enano, medio punto. Mientras tejía hasta parecía feliz. Y destejiendo para poder volver a tejer, lograba no pensar en aquel dieciséis de marzo de mil novecientos noventa y ocho, en que mi abuelo se murió de dengue.
Bajaba el sol, la vista la traicionaba y lloraba. Le contaba a todo aquel que la quisiera volver a escuchar cómo se quedó viuda por culpa de una fiebre furiosa que se había llevado a su marido a la tumba. En un día lo tiró a la cama, agarrándose la cabeza con las manos, tratando con paños fríos de aliviar el dolor insoportable y apagarle el fuego. En dos días, lo puso blanco como un papel, con las encías como un vampiro. Y en cinco, lo dejó retorcido del dolor de barriga hasta que no dio más. Se murió cansado, porque los músculos le dolían como si se les hubieran pegado a los huesos. Hoy, en honor a mi abuelo, indico analgésicos para el de la cama tres. En su memoria, no escatimo en antitérmicos. Con su recuerdo nublándome la vista, escribo cómo hay que hidratar a la que ingresó recién, después de haber hecho llorar a la hija cuando le dije que el pronóstico era reservado y ella entendió que moriría.
Son las tres y media de la mañana. Qué frío que hace en este esqueleto de cemento, que en vez de huesos tiene paredes de durloc, que lo tabican en infinitas conejeras con camas metálicas, sábanas blancas y luces frías. Las personas internadas que están gravemente enfermas huelen mal. Agrio. Inconfundible. Debe ser la mezcla de olores, el de la naturaleza declinando con el de los químicos luchando.
Mi abuela tenía razón, esto no es para mí. El día que le conté que quería estudiar medicina se puso seria. Me llevó a la piecita de la terraza, un cuartito de tres por tres que le había construido mi abuelo. Era luminoso y las ventanas no tenían rejas, porque estaba convencida de que solo un tonto intentaría robar lanas, papeles y libros viejos. Nunca cerraba la puerta con llave, sin embargo, todos sabíamos que no podíamos entrar sin su permiso. Me invitó a sentarme, despejó la mesa y desplegó sus cartas. Me hizo elegir tres con la mano izquierda. Se puso más seria aún. El mensaje de la baraja coincidía con su intuición. Fue categórica. No puedo recordar qué palabras usó, porque no las quería escuchar. No quería que estudiara medicina. Por única vez, no le presté atención. La idea de seguir con la vida de pueblo hasta ser vieja como ella me parecía aterradora. Soñaba con guardapolvos impecables, imaginaba escritorios llenos de anotadores y biromes regaladas.
Cuando me fui de casa, para instalarme en un departamento cerca de la facultad, lloró. Me dijo que algún día me iba a acordar de ella y de sus consejos. Me dio un beso en la nariz, dibujó una crucecita en mi frente y se metió la mano en el corpiño. Sacó una bolsita de tela roja, sedosa, que tenía guardada entre las tetas. Me la puso en la mano, y cerrándome el puño y apretando con fuerza me dijo que cada vez que quisiera curar enfermos, la tenía que guardar cerca del corazón, que me iba a proteger y a dar claridad y sabiduría, pero sobre todo me iba a dar calma cuando sintiera no poder más. Mi abuela sabía curar el mal de ojos, la quemadura, el empacho, la pata de cabra, la culebrilla, el susto, las almorranas, el dolor de juanetes, la envidia, los nervios, el mal aire, el mal deseo, la enfermedad de la matriz, la debilidad y quién sabe cuántas dolencias más, pero nunca se perdonó no haber sabido curar esa fiebre quebrantahuesos que había terminado con la vida de Ramón.
Hace unas veinte horas que me puse este uniforme frío y salí de casa. Las medias de descanso en vez de aliviar me torturan. Parece que se estuvieran adhiriendo a mí. El malestar crece lentamente desde los pies, y va a ascender por cada rincón de mi anatomía hasta las ocho, cuando me tomen la guardia y mi cuerpo me lleve a mi cama. Me las arranco con torpeza y me empiezo a rascar con desesperación. Las marcas de los elásticos se extienden desde las rodillas a los tobillos. Los pliegues horizontales hacen que cada pierna parezca una zanahoria vieja, de esas que quedan escondidas al fondo del cajón de las verduras. Dejo de rascar justo un momento antes de empezar a lastimarme.
Vuelvo a recorrer el pasillo, más por el placer de caminar sin las piernas prensadas que por un motivo profesional. Afuera, la noche es oscura, sin luna. Parece que va a llover. El pabellón es largo y está en penumbras. Arrastrando los pies, avanzo atraída por la luz blanca del final, que no es la última estación del tren fantasma, es el office de enfermería. Todos duermen. Demasiado tranquilo para mi gusto.
Ya no voy a intentar descansar, aunque me lo proponga, no me voy a poder relajar sabiendo que en cualquier momento suena el teléfono. La sola idea de haber conciliado el sueño en esa cucheta espantosa y tener que salir corriendo porque del otro lado de la línea alguien dice «urgencia en la guardia» me pone taquicárdica.
Mejor tomo algo caliente.
El bar está ubicado en el corazón de la planta baja del hospital más grande de la ciudad, donde las tragedias desfilan por las caras de los clientes que consumen ese café amargo y demasiado caliente que prepara el flaquito de barba que nos odia. Se le nota en la cara y en el café.
Las mesas no tienen manteles y el trapo con el que las limpian les deja un olor a humedad con lavandina que me hace sentir miserable. Detesto estar acá, quiero estar en
