Sin relato: Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad
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Al observar al individuo posmoderno, podríamos afirmar que, de todas las transformaciones que sufre, una de las más, relevantes es su pérdida de narratividad, la dificultad cada vez más agudizada para contarse a sí mismo y elaborar un relato. Un mal que, pese a su afectación común, sufren en mayor medida quienes han nacido en la era digital.
Entre la filosofía y el psicoanálisis, y a partir del estudio de los nuevos fenómenos culturales, Lola López Mondéjar despliega en Sin relato una cartografía de esta jibarización de la capacidad narrativa. Una atrofia asociada a la dificultad no solo para poner en palabras el pensamiento, sino a un déficit del pensamiento mismo, y de la imaginación.
En el capitalismo de la atención, donde está siempre rodeado de estímulos, el ciudadano parece abocado a convertirse en un yo mínimo, sin apenas autoconciencia y, paradójicamente, desatento, incapaz de conversar, de rozarse, de comprender al otro.
Y si la incapacidad de trasladar al lenguaje nuestras experiencias nos vacía de ellas, nos uniformiza y nos convierte en analfabetos afectivos, en ciudadanos acríticos e individualistas, la pregunta que surge en este inciso y extraordinario ensayo es: ¿somos hoy menos humanos?
Lola López Mondéjar
Lola López Mondéjar (Molina de Segura, 1958) es psicoanalista y escritora. Conferenciante invitada en distintas universidades y asociaciones psicoanalíticas españolas y extranjeras, ha publicado ensayos y obras de ficción. Entre las últimas destacan las novelas Mi amor desgraciado, La primera vez que no te quiero, Cada noche, cada noche, y los libros de relatos El pensamiento mudo de los peces, Lazos de sangre y Qué mundo tan maravilloso. En Anagrama ha publicado Invulnerables e invertebrados: «Ensayo de un pensamiento riguroso y una coherencia admirables, de una escritura que se desenvuelve con facilidad, elocuente, asistida por referencias y citas indispensables» (Javier Sáez de Ibarra, Zenda); «Bebe de la que para mí es sin duda la tradición psicoanalítica más rica, aquella que se entrevera con el análisis sociológico, filosófico y epocal» (Santi Fernández Patón, elDiario.es). Sus artículos se publican en diversos medios nacionales.
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Sin relato - Lola López Mondéjar
Índice
Portada
Introducción
El yo narrativo
Experiencia y pobreza, el ocaso del narrador
Paul Ricoeur y la identidad narrativa
Richard Sennett, la fragmentación
Arrasando con la complejidad psíquica de lo humano
En el origen, René Girard y el deseo mimético
La estultofilia, o la pasión por la ignorancia
¿La especie fabuladora?
Encuesta
El mundo digital
Evitar el contacto, perseguir la no-fricción
Invulnerables e invertebrados
El psicoanálisis como narrativa
Y, por el contrario, la literatura se llena de crónicas del dolor
Y la medicina de terapias narrativas
Sin relatos globales
Volvamos a René Girard y al Quijote
Los hombres y mujeres huecos
¿Quiénes son los sujetos vertebrados capaces de oponerse a la presión grupal?
Las sectas y el mundo digital
¿Qué sostiene a los vertebrados?
¿Menos humanos?
La ruptura de lo común: el olvido de lo humano universal
Ética de los límites y de la sensibilidad: poner en el centro la vulnerabilidad de lo humano
¿Desnivel u orgullo prometeico?
Agradecimientos
Notas
Créditos
El día 7 de octubre de 2024, el jurado compuesto por Jordi Gracia, Pau Luque, Daniel Rico, Remedios Zafra y las editoras Silvia Sesé e Isabel Obiols concedió el 52.º Premio Anagrama de Ensayo a Sin relato, de Lola López Mondéjar.
A mis hijos,
con el deseo de que, como a Camus,
el sol que reinó en su infancia
les prive de todo resentimiento
Para sofocar de antemano cualquier revuelta, no es necesario emprender acciones violentas. Los métodos hitlerianos son obsoletos. Basta con crear un condicionamiento colectivo tan poderoso que la idea misma de la revuelta ni siquiera se le ocurra a la gente.
Lo ideal sería formatear a los individuos desde su nacimiento limitando sus capacidades biológicas innatas. Luego, el condicionamiento continuaría reduciendo drásticamente la educación a una forma de integración profesional. Un individuo inculto solo tiene un horizonte de pensamiento limitado, y cuanto más se limita su pensamiento a preocupaciones mediocres, menos puede rebelarse. Debemos conseguir que el acceso al conocimiento sea cada vez más difícil y elitista. Que la brecha entre el pueblo y la ciencia se amplíe, que la información destinada al público en general se anestesie de cualquier contenido subversivo.
Especialmente la filosofía. También en este caso hay que recurrir a la persuasión, no a la violencia directa: los espectáculos que apelan a lo emocional o a lo instintivo se difundirán masivamente por televisión. La mente se ocupará de lo que es fútil y juguetón. Es bueno evitar que la mente piense en una charla constante y en la música. La sexualidad se situará en el primer plano de los intereses humanos. Como tranquilizante social, no hay nada mejor.
En general, se hará de tal manera que se destierre la seriedad de la vida, se burle todo lo de alto valor, se mantenga una constante apología de la ligereza: para que la euforia de la publicidad se convierta en norma de la felicidad humana y en modelo de libertad. De este modo, el condicionamiento producirá una integración tal que el único miedo –que debe mantenerse– será el de ser excluido del sistema y, por tanto, el de no poder acceder a las condiciones necesarias para la felicidad.
El hombre masa, así producido, debe ser tratado como lo que es: un ternero, y debe ser vigilado como debe serlo un rebaño. Todo lo que pueda dormir su lucidez es socialmente bueno, todo lo que lo despierte debe ser ridiculizado, sofocado, combatido. Cualquier doctrina que desafíe al sistema debe ser designada primero como subversiva y terrorista, y quienes la apoyan deben ser tratados como tales.
GÜNTHER ANDERS,
La obsolescencia del hombre, vol. II (1980)
INTRODUCCIÓN
¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación en generación?
WALTER BENJAMIN,
«Experiencia y pobreza» (1933)
De las muchas transformaciones que está sufriendo de forma generalizada el individuo en la modernidad tardía, una de las más relevantes es, a mi entender, la atrofia de la capacidad narrativa, la progresiva dificultad para contarse a sí mismo y para elaborar una historia. Se trata de una dificultad que nos afecta a todos, pero que sufren en mayor medida quienes han nacido en la era digital. Una incapacidad que se ha incrementado en las últimas décadas, cuyos efectos quiero aquí cartografiar mediante la intersección de los saberes que aportan la filosofía, la sociología y el psicoanálisis, y a partir de la lectura de distintos emergentes sociales, esto es, de los nuevos fenómenos que surgen en la producción cultural de nuestra época.
Desde finales del siglo XX, los profesionales que nos dedicamos a la escucha del malestar observamos con preocupación que quienes nos consultan han dejado de poder relacionar su sufrimiento psíquico con causa alguna. Sienten angustia, insomnio, irritabilidad, tristeza, desgana, experimentan problemas en sus relaciones sociales, se autolesionan, se deprimen, sufren de atracones o de comportamientos obsesivos, pero no pueden atribuir estos malestares a ninguna circunstancia biográfica o social que les perturbe. Ni siquiera encuentran un nexo aproximado entre el síntoma que sufren y sus circunstancias personales.
Este hecho no es nuevo para nosotros, pues los pacientes psicosomáticos, aquellos que expresan el dolor psíquico con malestares en el cuerpo, ya acusaban esta pérdida de narratividad que hacía más difícil su tratamiento; pero lo novedoso hoy es la universalización de esta atrofia, su presencia en todo tipo de cuadros clínicos, en una gran mayoría de jóvenes y en la población en general. Lo novedoso hoy es que la producción de individualidad que impulsa nuestro mundo digitalizado se centre en aumentar progresiva e incesantemente esta jibarización de la capacidad narrativa.
Porque la atrofia de la capacidad que aquí analizamos no tiene solo que ver con una dificultad para ponerle palabras al pensamiento, sino con un déficit del pensamiento mismo y del mundo de la imaginación, con un progresivo vacío de representación que surge como defensa ante las condiciones de producción de la individualidad en un capitalismo de la atención que nos hace, precisamente, desatentos.
En febrero de 2023, invitada por la Sociedad Forum de Psicoterapia Psicoanalítica, impartí un seminario que titulé Atrofia de la capacidad narrativa en el capitalismo digital. Al elegir el tema, mi intención era sistematizar lo que había estado pensando, leyendo e intuyendo en los últimos años sobre la dificultad de narrarse que encontraba tanto en los pacientes como a mi alrededor. Los primeros indicios de esa progresiva atrofia venían de lejos y ya apunté a la falta de reflexividad que acompaña a la ausencia de relato en mi último ensayo, Invulnerables e invertebrados. Pero necesitaba indagar más, y la obligación de sistematizar el trabajo realizado que aquel seminario me ofrecía fue una de las bases de este nuevo ensayo.
Si ha disminuido nuestra capacidad de conversar, a pesar de la hiperproducción de textos que pueblan nuestro entorno, es también porque tenemos dificultad para pensar, y esta dificultad para pensar la vinculamos a un vaciamiento de nuestro mundo interno, a una incapacidad creciente para transformar lo que nos acontece en una experiencia subjetiva, propia, comunicable; esta será nuestra hipótesis.
Para adentrarme en ella me remitiré a los orígenes del concepto que sirve de subtítulo, que debemos a Walter Benjamin; seguiré con las consideraciones de Richard Sennett sobre la fragmentación de la experiencia, que corre paralela al sistema de producción del capitalismo posfordista; y continuaré con un autor contemporáneo que ha dedicado parte de su obra al análisis de la subjetividad de la que denomina generación post alfa (por postalfabética), Franco «Bifo» Berardi. Christian Salmon, investigador y escritor, estructurará con sus aportaciones algunos ítems del fenómeno en su vertiente más política y social.
Pero son el filósofo francés René Girard y su concepto de deseo mimético los referentes que están en la base de mi hipótesis. Girard observa que tanto don Quijote como Emma Bovary, entre otros personajes de ficción, imitan a los héroes de las novelas de caballería, el primero; a las heroínas románticas, la segunda. Todos somos miméticos como don Quijote imitando a Amadís de Gaula, todos somos Emma Bovary identificada con las heroínas de las novelas que lee, todos anhelamos lo que nuestros mediadores, aquellos a quienes admiramos, envidiamos o amamos, nos muestran. Siempre fue así, no hay deseo ex nihilo. El problema estriba entonces en quiénes son hoy nuestros modelos, qué ideales mueven nuestra sociedad de la información, y estimo que uno de ellos, por más que a algunos nos pese, es la ignorancia. Donald Trump sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia.
La descripción del mundo digital en el que vivimos y sus efectos en nuestro psiquismo ocupan una parte indispensable de este trabajo. Un mundo que nos ha llevado a que el deseo de no-fricción forme parte ya de nuestras aspiraciones tanto en el mundo virtual como en el físico, como lo demuestran los numerosos emergentes en los que me detendré. El uso de las aplicaciones de citas, Tinder o Replika, es solo un ejemplo más de la huida del contacto que caracteriza en mayor o menor medida la forma de relación de nuestros conciudadanos.
La caída de los relatos globales que ya advirtió JeanFrançois Lyotard en 1979, junto con la multiplicación de los storytelling a partir del año 2000, produjo en la esfera individual esta progresiva atrofia de la capacidad narrativa que quiero analizar aquí.
Y, sin embargo, el psicoanálisis sigue apostando por elaborar una historia, una búsqueda de relato autobiográfico que se expresa también en la literatura con el recurso a la autoficción, a la que dedicaré un breve apartado, y con el resurgir de las medicinas y terapias narrativas. Un antídoto que resulta insuficiente contra la pandemia de mutismo narrativo que, junto con un hiperbólico e insustancial bla-bla-bla, nos afecta. Que allí donde prima la identidad adhesiva y mimética aflore la subjetividad creativa, hoy en crisis, podría resumir, parafraseando la famosa frase freudiana, «Donde Ello era, Yo debe advenir», el objetivo de mi propuesta.
El deseo mimético nos plantea varias preguntas que recorren siglos del pensamiento occidental: ¿qué somos?, ¿quiénes somos?, ¿cuál es nuestra naturaleza humana? Pretendo introducir algunos elementos en el debate con la incorporación de un concepto que ya anticipé en mi ensayo anterior, el de los hombres y mujeres huecos. Unos seres que conoceremos a través de testimonios de quienes se transformaron de ciudadanos ejemplares en asesinos de masas, de quienes se introdujeron en sectas, de quienes se hacen adictos a las pantallas; e identificaremos los mecanismos que estuvieron y están en el origen de esos cambios: la fusión de identidades, la identidad adhesiva, el anhelo de pertenencia, la búsqueda de reconocimiento, el vaciamiento del mundo interior para sustituirlo adaptativamente por propuestas prestadas. Si me retrotraigo a comienzos del siglo XX es porque pienso que los mismos mecanismos que movieron a aquellos hombres huecos que hicieron posible el nazismo están exacerbados hoy en nuestra sociedad digital, y que los peligros que implica la sumisión a una presión social acéfala y multiforme nos acechan con mayor motivo en la actualidad.
Por otra parte, existen hombres y mujeres que se rigen por una moral autónoma fuera de la corriente mayoritaria, hombres y mujeres vertebrados que se rebelan y apuestan por singularizar su camino, por elegir su destino enfrentándose al pensamiento dominante y construyendo una subjetividad propia, opuesta a la de esos otros hombres y mujeres huecos que buscan en las sectas o en el mundo digital, en la vida anodina del normópata hiperadaptado, identidades prestadas, y que se adhieren a ellas para sostenerse. A los vertebrados les dedicaré también un espacio.
Atrofia de la capacidad narrativa, huida del pensamiento crítico, rechazo del contacto a favor de una búsqueda de la satisfacción inmediata: el individualismo neoliberal y el mundo digital nos alejan de lo que considerábamos la condición humana. ¿Somos hoy, pues, menos humanos?
La caída de los grandes relatos lleva de la mano el olvido de lo humano universal en pro de particularismos identitarios que provocan la ruptura de los lazos sociales para satisfacer las urgentes necesidades de reconocimiento que asolan nuestra sociedad de la incertidumbre, con el consecuente empobrecimiento afectivo que nos entristece.
Poner límites a la digitalización1 es, en este horizonte, una tarea imprescindible; recuperar la presencialidad, la conversación íntima y el contacto de la relación cuerpo a cuerpo se hace necesario en un planeta letalmente amenazado por nuestra avaricia autofágica y extractivista; un planeta que no podremos salvar sino juntos, apelando a lo común. El abandono de la ideología capitalista del crecimiento infinito exigirá un retorno creativo a lo local para hacer un uso sostenible de los recursos limitados de la Tierra.
Trataré aquí de analizar esta atrofia de la capacidad narrativa que afecta a grandes grupos de nuestra sociedad en diálogo con algunos autores que se anticiparon a nuestro tiempo, y con otros que ya contaron en su análisis con la universalización del mundo digital, es decir, la conversión del mundo físico en una pantalla plana. Y lo haré porque me parece que esta ausencia sistemática y progresiva de la capacidad de trasladar al lenguaje nuestras experiencias nos vacía, precisamente, de ellas, nos uniformiza y nos convierte en analfabetos afectivos, en ciudadanos acríticos e individualistas.
El aumento exponencial del número de personas que acuden a cursos de mindfulness, relajación o yoga, o a retiros de cualquier tipo, con la promesa de encontrarse mejor, apunta a un síntoma de esta ausencia de capacidad narrativa que mutila también la reflexividad y deja al individuo impotente frente a un malestar al que la sociedad de consumo ofrece mil posibilidades de solución, aunque pocas o ninguna de ellas pase por explorar el origen de esta mutilación, sino por colmar con otros recursos prestados la necesaria reflexividad perdida, como sucede con el consumo de libros de autoayuda.
El itinerario escogido en esta investigación no es académico, sino personal, una selección de los autores que, en la búsqueda de una explicación, me han ayudado con sus aproximaciones, a veces incluso alejadas del tema, pero iluminadoras para nuestro análisis. Porque para comprender este nuevo síntoma personal y social, esta epidemia de mutismo introspectivo, necesitamos la confluencia de distintos saberes, a partir de una forma de articulación que bien podría asemejarse a lo que H. J. Eysenck y Jessica Benjamin llamaron sobreinclusión, es decir, la intersección de distintas disciplinas de las humanidades con las neurociencias, cuyos conocimientos se complementan para abordar el mismo objeto de estudio. Exploro una ontología del presente de larga tradición que toma de Günther Anders el carácter impresionista de la investigación, el intento de descubrir las claves que se esconden tras los emergentes sociales sirviéndome de los conocimientos acumulados por la experiencia vital y la práctica del psicoanálisis. Anders encuadra su metodología en lo que denomina filosofía coyuntural, un cruce híbrido entre filosofía y periodismo, aunque, en mi caso, ese híbrido es heredero del psicoanálisis y de mi profunda vocación clínica, que me insta a utilizar para el estudio no solo la teoría (híbrida a su vez), sino la vida, la cultura en sus distintas manifestaciones, el flujo de la existencia propia y la de mis contemporáneos.
EL YO NARRATIVO
... ¿qué es la materia? Si la miras al microscopio tan solo trocitos. Partículas atómicas. Partículas subatómicas. Si profundizas cada vez más y más, al final te encuentras con la nada. Somos espacio vacío, básicamente. Somos nada. Tralará. Y todos somos la misma nada.
OTTESSA MOSHFEGH,
Mi año de descanso y relajación (2018)
Vamos a introducirnos brevemente en las nociones que esbozaré aquí a partir de unas notas (contienen spoilers) sobre el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio en la última película de Martin Scorsese, Los asesinos de la luna (Estados Unidos, 2023), que narra los crímenes cometidos por una acaudalada familia de terratenientes y ganaderos contra los nativos osage de Oklahoma para despojarlos de sus tierras, ricas en petróleo. El personaje que interpreta DiCaprio, sobrino del jefe de la trama mafiosa que ha comprado a las autoridades del condado para que no investiguen esas muertes, es un hombre sin atributos, un joven soldado que regresa de la Primera Guerra Mundial y se somete a las órdenes de su tío hasta llegar a cometer los asesinatos más atroces, mientras que en su vida pública aparece como un apuesto padre de familia, casado a instancias de aquel con una nativa osage, a la que intentará matar también suministrándole lentamente una droga junto con las inyecciones de la recién descubierta insulina, que la mujer necesita para tratar su diabetes. La disociación que experimenta este hombre es notable en cada uno de sus gestos. Su yo público es el de un padre y marido amante y cariñoso, y su yo secreto, el de un asesino disciplinado, que actúa a las órdenes de su implacable tío sin oponerse, siendo cómplice y ejecutor de los asesinatos de parte de los miembros de la familia de su esposa. Cuando, en una de las últimas escenas de la película, esta lo confronta y le pregunta qué le ha estado suministrando, él solo puede callar, incapaz de articular una respuesta.
Personajes como el interpretado por DiCaprio han sido representados en el cine en películas como Nebraska, de Alexander Payne (Estados Unidos, 2013), o en la dirigida por Sébastien Pilote El vendedor (Canadá, 2011). Se trata de seres anodinos, con una identidad social alterdirigida por un amo o por los mandatos sociales, sean estos convencionales o no. Los llamamos hombres y mujeres huecos porque el yo neural, la autoconciencia corporal y social imitativa, no alcanza a desarrollar su yo narrativo.
Para comprender a estos personajes, ejemplos de la individualidad que hoy se quiere universalizar, hemos de adentrarnos brevemente en las neurociencias y en algunas teorías sobre la conciencia que nos suministrarán los conceptos de los que servirnos después en nuestro recorrido. Animo a los lectores no especializados a vencer la posible aspereza de este apartado, pues confío en que en las páginas siguientes se verán recompensados.
El neurocientífico e investigador Anil Seth afirma que el yo narrativo tiene que ver con un yo que se experimenta a sí mismo como un continuo, que se asocia a un nombre, a unos recuerdos del pasado y a unos planes de futuro, es decir, solo una vez adquiridos esos niveles previos de autorrepresentación tomaremos conciencia de que tenemos un yo, de que somos autoconscientes. Ahora bien, continúa:
Estas capas superiores de la yoidad son plenamente disociables del yo corporeizado. Muchos animales no humanos y los niños muy pequeños también pueden experimentar una yoidad corporeizada sin tener (ni echar de menos) ningún sentido de identidad personal que la acompañe. Y aunque los humanos adultos experimentamos normalmente todas esas formas de yoidad de un modo integrado y unificado, la disminución o destrucción de los aspectos narrativo y social del yo pueden tener un efecto devastador en nosotros.
2
La disminución o destrucción del aspecto narrativo al que se refiere Seth puede suceder por problemas neurológicos, como una encefalitis que cause amnesia, pero también acompaña a algunas enfermedades mentales graves como la esquizofrenia, en la que se produce un colapso del self narrativo o alogia, una ausencia o disminución del lenguaje espontáneo, una pobreza de su contenido, así como bloqueos o aumento de la latencia de la respuesta.
El colapso de la competencia narrativa está asociado en caso de enfermedad neurológica y mental a los efectos del trauma físico o psíquico sufrido; por ejemplo, el que se produce en patologías graves como la psicosis o los trastornos borderline, caracterizadas por romper la continuidad del sentido del sí mismo y, con él, de la competencia para narrarse. Porque narrarse es contextualizar la historia, caracterizar a los personajes y atribuirles motivaciones –en distintos grados de profundidad, ciertamente–, e incluye la descripción de acontecimientos relevantes como el porqué, el cómo y las interacciones entre los protagonistas, así como las consecuencias del hecho y la anticipación. Es decir, narrar es unir elementos biográficos en un relato donde se busca un sentido. Incluye identificar las emociones, que se transforman e integran al elaborar el relato mismo, por lo que aprender a narrarse constituye uno de los objetivos prioritarios en el tratamiento de pacientes con trauma relacional3 o en los adolescentes en crisis,4 cuya construcción histórica y, por ende, identitaria se ve interrumpida.
Pero nosotros hablaremos aquí de otro fenómeno que no tiene que ver con la interrupción de lo constituido, sino con lo no constituido, con la falta de narración, con la ausencia de relato desde el inicio de la formación de un yo básicamente corporal, como el de los niños pequeños de los que habla Seth. La identidad narrativa se sustituye en estos casos por la identidad corporal, y por una identidad imaginaria que se sostiene en el cuerpo y en los actos, contados fragmentariamente. Para gran parte de los hombres y las mujeres, esta será su identidad, el yo que los sostenga durante gran parte de su vida.
Pero ¿cómo se forma ese yo? Al problema del surgimiento de la conciencia, los científicos lo han llamado el problema difícil. En 1995 el filósofo David Chalmers se preguntaba, e interrogaba también a la comunidad científica, por qué el procesamiento físico de las experiencias da lugar a una rica vida interior o, en palabras de Solms,5 «¿por qué y cómo la cualidad subjetiva de la experiencia surge de procesos neurofisiológicos objetivos?». Y las cosas no están aún unánimemente claras.
Davide Sattin, Francesca Giulia Magnani et. al. afirman que uno de los principales problemas para hablar de la conciencia es su definición, así como la dificultad para cuantificar el nivel de conciencia desde el estado de coma al de alerta.6 Tras el metaanálisis realizado en su exhaustivo estudio identifican veintinueve teorías de la conciencia diferentes, pero a efectos de mi investigación destacaré solo dos: la teoría de J. Allan Hobson (2009), que distingue entre la conciencia primaria, definida como la que incluye percepción y emoción, y la conciencia secundaria, que depende del lenguaje e incluye características como la conciencia autorreflexiva, el pensamiento abstracto, la volición y la metacognición, que es la que nos interesa aquí, y la teoría de António Damásio et al. (2008), que diferencia entre un protoyó y la conciencia central. El protoyó o protoself sería una colección coherente de patrones neuronales que cartografían momento a momento el estado de la estructura física del organismo en sus múltiples dimensiones. Distingue entre emoción como representación neural ante determinado cambio en el entorno, sentimiento como percepción del cambio corporal que provoca la emoción y conciencia central, sentir un sentimiento, como la detección de ese cambio.
Por su parte, el neurocientífico norteamericano A.D. Craig opina que la conciencia humana se forma integrando en una representación coherente todas las condiciones destacadas a través de la totalidad de los sistemas relevantes en cada momento inmediato del tiempo de la experiencia de una persona, lo que denomina momento emocional global. Una integración que tiene lugar en la ínsula anterior y el cíngulo anterior de nuestro cerebro, que se activan tanto durante la vivencia de las emociones primarias (ira, tristeza, miedo, asco, felicidad, alegría, confianza y sorpresa), como las secundarias y sociales.7 Craig lo resume como sigue:
La representación unificada de todas las condiciones destacadas –codificadas como sentimientos– es en efecto una representación de la totalidad del individuo, a la que Sherrington se refirió como «el yo material» y a la que yo me refiero como «el yo sensible».
8
Damásio llama a este yo material, o yo sensible, el yo neural, una representación conjunta del cuerpo que constituye la base del concepto de yo. La capacidad de recordar momentos pasados y proyectar el futuro produce una autoconciencia unitaria que sería el yo, resultado, pues, de la memoria, de la capacidad de planificar el futuro y de la percepción que el cerebro tiene del cuerpo del que forma parte. Si ese yo neural se socializa en un entorno humanizado, adquirirá el lenguaje y las normas sociales.
Pero un ser humano puede sobrellevar toda su vida con una conciencia de sí mismo digamos que no-narrativa, o sosteniendo su identidad en una narración estereotipada y repetitiva de sí. Acceder a la conciencia reflexiva es, pues, «un lujo de la conciencia por parte de ciertas especies de cerebro grande, y no su capacidad definitoria»;9 se trata de uno de los muchos contenidos de la conciencia que se encuentran disponibles para criaturas con capacidades cognitivas sofisticadas.
También el psicoanálisis se ha ocupado de la génesis del yo y de la conciencia, estrechamente relacionados entre sí y con el narcisismo, si bien el yo abarca más aspectos que la conciencia dado que una parte de él sigue siendo inconsciente. Para Sigmund Freud, el yo surge del desarrollo de la maduración, formado por la dinámica del aprendizaje social y por las identificaciones, esto es, por efecto de la socialización y por las marcas inconscientes que nos dejan las relaciones con los otros significativos. El yo es el encargado de lidiar entre las pulsiones y la realidad, en un intento inestable por conservar su unidad frente a las exigencias de unas y de otra. Los paralelismos entre las intuiciones freudianas, que definen el yo como una masa dominante de representaciones que se forman a partir de las percepciones tanto internas, procedentes del organismo, como externas, coinciden con la idea de integración, central para las neurociencias a la hora
