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La rueca de Onfalia
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Libro electrónico89 páginas1 hora

La rueca de Onfalia

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Evocación de un pasado remoto, entrelazamiento de voces y de recuerdos, fantasmas que frecuentan los pasillos de las viejas casas porteñas, amores frustrados, secretos inconfesables de familia, todo como si de una gran partitura se tratara. Ritmo y melodía de un lenguaje en deuda con la vocación musical del autor. Esta novela es el punto final de una obra lúdica y alucinada que desde siempre fue un misterio para el público y un reto para la crítica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2023
ISBN9786078923410
La rueca de Onfalia

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    La rueca de Onfalia - Juan Vicente Melo

    Agradecimientos

    Los editores agradecen ampliamente la generosa colaboración de Jorge Brash y Guillermo Villar, así como los nobles oficios de Ana María Jaramillo, sin los que esta obra permanecería inédita.

    Recuerdos de Juan Vicente Melo

    Conocí a Juan Vicente Melo un día de 1975 en las viejas oficinas de la editorial de la Universidad Veracruzana. Por ese entonces Juan Vicente era ya muy delgado, lo que le hacía más angulosa la cara, dejaba ver cierta calvicie y aparentaba más edad de la que tenía. Su imagen toda daba un aspecto de terrible fragilidad. De inmediato empezamos a charlar de lo que serían nuestros temas de siempre: libros, escritores, cine, música y otra vez libros. Habría que agregar, acaso, los chismes que, a decir verdad, no nos disgustaban.

    A partir de ese encuentro, empezamos a frecuentarnos cada vez más hasta que, durante años, terminamos viéndonos casi todos los días. Al principio, y sin proponérnoslo siquiera, nos dimos a la tarea de recorrer todos los bares del centro de Xalapa y otros más, hasta que hicimos de uno, llamado El Barón Rojo, nuestro cuartel general. El Barón Rojo era un sitio acogedor, a pesar de su pretendida elegancia y modernidad y en él, a medida que nos fuimos haciendo asiduos, gozamos de crédito, excelente trato y el privilegio de que el conjunto musical interpretara nuestras canciones favoritas, lo que en alguna medida satisfacía nuestras fantasías de hombres de mundo. En ese lugar, que ahora recuerdo con nostalgia, Juan Vicente fumó todos los cigarros Del Prado de que fue capaz; con cierto aire de descuido, pero con ejemplar esmero, agotó vasito tras vasito de ron o gin and tonic, según se presentara el clima. Ahí también, a medida que el trato se convirtió en afecto, me fue contando historias de su vida. Como si se tratara de algún personaje de sus cuentos, Juan Vicente regresaba obsesivamente a escenas de su infancia, de su juventud y, sobre todo, de su estancia en el D. F. durante los años sesenta, contando una y otra vez las mismas historias. Siempre las mismas y siempre diferentes.

    De aquellos años guardo muchos recuerdos: me detengo particularmente en tres fotografías, las tres de su infancia. En una aparece Juan Vicente impecablemente vestido de blanco; de los oídos le cae al pecho un estetoscopio, seguramente el mismo que le regaló su abuelo al nacer. A su derecha, sobre lo que se supone es la mesa del quirófano, reposa un muñeco apenas cubierto por una sabanita blanca. En otra, aparece de pie junto a un piano como si estuviera a punto de sentarse a tocar una obra que en su caso bien podría ser de Chopin, Bach, Mozart o Bartok. La tercera es la imagen de un chinito tímidamente sonriente sosteniendo en sus hombros un palanquín con dos faroles.

    Vistas a la distancia de tantos años, las tres fotografías me sorprenden por lo que tuvieron de premonitorias. En ellas parece estar cifrado el destino de Juan Vicente: ahí aparecen ya el médico, el melómano y el fabulador.

    A partir de los relatos tantas veces oídos, puedo imaginar ahora a Juan Vicente niño deambulando por la casa paterna, urdiendo las historias que por las noches habría de contarle a su nana, quien sorprendida preguntaba: "¿Quién te cuenta todo eso?" O también, sentado al piano tratando de dominar los métodos de Beyer, Hanon o Bürgmuler, para después interpretar impecablemente un pequeño preludio de Bach, el Minuetto de Paderewski o las Mariposas de Grieg.

    Muchos años después, Juan Vicente seguiría recordando la emoción con la que esperaba la novela semanal cinematográfica para recortar las figuras de las estrellas de la época; figuras que cobraban vida en las representaciones que él organizaba en el teatro de títeres que su madre le había regalado. Recordaba también, con la nostalgia de los expulsados del paraíso, el don que le permitía adivinar la línea y el número de los viejos tranvías de Veracruz con solo escuchar el ruido que hacían antes de dar vuelta a la esquina de su casa.

    Entretenido en explorar su mundo, Juan Vicente hizo a un lado los juegos infantiles más comunes. Resultaba curioso, por ejemplo, que habiendo transcurrido su infancia en un Veracruz que hervía de entusiasmo por el béisbol, ni siquiera hubiera oído hablar de Lázaro Salazar ni de Martín Dihigo ni de Ángel Castro ni de ninguno de lo héroes beisboleros. Fue a partir de entonces, quizá, cuando empezó a desarrollarse en él esa terrible inutilidad para todo lo práctico que bien ejemplifica esta nota dirigida a una de sus sobrinas: Ali de mi vida, de mi dulce compañía, un favor que a todos beneficia: ¿serías tan amable de ponerle la cinta nueva a la máquina de escribir? Yo –te lo juro– no sé hacerlo y terminaría botándola por la ventana como la Hellman. Dejo la cinta nueva sobre la terrible mas necesaria máquina, pon la vieja en la basura. Mil gracias.

    De aquel Juan Vicente siempre me sorprendió la declaración de una fe religiosa infantil que rayaba en el misticismo. En su relato autobiográfico, publicado por Empresas Editoriales, declara: Por ese tiempo, también, tuve otro secreto: el de las revelaciones sobrenaturales; el de saberme habitado por Dios. En lugar de ir a jugar, paseaba por el pequeño jardín, hablando solo, hablando con Dios. Erigí, en mi cuarto, un pequeño altar en el que celebraba un ritual inventado por mí. Perdí la fe cuando murió mi madre, porque yo esperaba (puesto que creía en ellos) un milagro.

    Hasta la fecha sigo admirando la amorosa lealtad que siempre le tuvo a su madre; también, su absoluta convicción de que el mundo del arte es el único realmente habitable, y el descubrimiento precoz de un sentimiento de abandono y de soledad que lo acompañaría siempre y que, andando el tiempo, lo llevaría a expresar: La vida, mi querido comodoro, no es nada divertida: es horrenda.

    En septiembre de 1960, haciendo acopio de valor, Juan Vicente habló con su padre para comunicarle su decisión de abandonar definitivamente el ejercicio de la medicina. Imagino una entrevista complicada, que tornó más áspera una relación de por sí difícil. A los ojos de su padre, no solo echaba por la borda eso que comúnmente llaman un futuro promisorio, que en su caso lo era. Estaba, además, traicionando una tradición familiar en la que figuraban bisabuelo, abuelo y padre médicos. Sin asomo de culpa, al doctor Melo le fue imposible entender que su hijo, a quien aterraba la sola mención de la sangre, la enfermedad, el dolor y la muerte, había estudiado para médico precisamente por lealtad a esa tradición y no por vocación. Menos aún hubiera entendido si le hubieran dicho que toda esa situación se debía al dominio de fuerzas atávicas sobre el destino de Juan Vicente por el simple, pero misterioso hecho, de haber nacido el primero de marzo de 1932, bajo el signo de piscis.

    Tras tomar esa decisión que cambiaría diametralmente el rumbo de su vida, Juan Vicente se fue a vivir a la Ciudad de México. Su estancia en aquella ciudad se prolongó por nueve años, lapso en el que vivió en una suerte de vértigo los que fueron, seguramente, los años más importantes de su vida. Entre otras actividades, colaboró en la edición de la Revista de la Universidad, la Revista Mexicana de Literatura y dirigió la Casa del Lago de

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