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Anne de las tejas verdes
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Anne de las tejas verdes
Libro electrónico394 páginas6 horas

Anne de las tejas verdes

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Anne de las Tejas Verdes es un libro escri­to por la canadiense Lucy Maud Montgo­mery y publicado por primera vez en 1908. La obra narra la vida de Anne Shirley, una niña huér­fana, que gracias a su carácter imaginativo y despierto logra encandilar a todos los habitantes de Avonlea, el pequeño pueblo pesquero ficticio en la Isla del Príncipe Eduardo, donde se desarrolla la historia a finales del siglo XIX. Hay cosas que no cambian, como la facilidad de Anne para meterse en líos o su amistad con Diana. Pero la indomable pelirroja se hace mayor y la historia toma otros caminos. Existen varias versiones audiovisuales, entre estas la serie de Netflix Anne with an E. En to­das ellas, Anne es un personaje inolvidable, quien con sus ocurrencias, aventuras, palabras, y sueños, transportará a quien la conozca a un mundo lleno de contrastes en la visión única de esta pequeña.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2023
ISBN9786287642867
Anne de las tejas verdes
Autor

Lucy Maud Montgomery

L. M. (Lucy Maud) Montgomery (1874-1942) was a Canadian author who published 20 novels and hundreds of short stories, poems, and essays. She is best known for the Anne of Green Gables series. Montgomery was born in Clifton (now New London) on Prince Edward Island on November 30, 1874. Raised by her maternal grandparents, she grew up in relative isolation and loneliness, developing her creativity with imaginary friends and dreaming of becoming a published writer. Her first book, Anne of Green Gables, was published in 1908 and was an immediate success, establishing Montgomery's career as a writer, which she continued for the remainder of her life.

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    Anne de las tejas verdes - Lucy Maud Montgomery

    CAPÍTULO I

    LA SEÑORA RACHEL LYNDE ES SORPRENDIDA

    La señora Rachel Lynde vivía justo en donde el camino principal de Avonlea descendía hacia una pequeña hondonada llena de alisos, flores de zarcillos de reina y atravesada por un arroyo cuyo nacimiento se encontraba en los bosques de la antigua propiedad de los Cuthbert. Tenía la reputación de ser un arroyo largo e intricado al inicio de su curso a través de esos bosques, con estanques secretos y oscuros y cascadas, pero para el momento en el que alcanzaba la hondonada de Lynde, ya era un pequeño riachuelo calmado y bien comportado, pues ni siquiera un riachuelo podría pasar frente a la puerta de la señora Rachel Lynde sin demostrar la debida decencia y decoro. Probablemente estaba consciente de que la señora Rachel estaba sentada junto a su ventana, vigilando con ojos avizores todo lo que pasaba por allí, desde riachuelos hasta niños, y de que si ella notaba algo extraño o que estuviera fuera de lugar, nunca descansaría hasta que hubiera descubierto los porqués y las razones de aquello.

    Hay muchas personas en Avonlea, tanto dentro como fuera, que pueden examinar con cuidado los asuntos de sus vecinos al olvidarse de los suyos propios, pero la señora Rachel Lynde era una de esas criaturas muy capaces que podía manejar sus propios asuntos y estar pendiente de los de los demás al mismo tiempo. Ella era una ama de casa notable, sus labores siempre estaban cumplidas y bien hechas, manejaba el Círculo de Costura, ayudaba a organizar la escuela dominical y era la aliada más fuerte de la Sociedad Eclesiástica de Ayuda y de las Misiones Auxiliares Extranjeras. Aun con todo esto, la señora Rachel encontraba tiempo suficiente para sentarse por horas junto a la ventana de su cocina, tejiendo colchas de parches de algodón (ya había tejido dieciséis de ellas, como las amas de casa de Avonlea se veían obligadas a decir con voces sorprendidas) y manteniendo los ojos atentos en el camino principal que cruzaba la hondonada y luego ascendía por la empinada colina rojiza de más allá. Dado que Avonlea ocupaba una pequeña península triangular que salía hacia el golfo de St. Lawrence, con agua por los dos lados, cualquiera que saliera de allí o entrara tenía que pasar por ese camino de la colina y, por lo tanto, enfrentarse a los ojos que todo lo veían de la señora Rachel.

    Ella estaba sentada allí una tarde de los primeros días de junio. El sol entraba por la ventana, cálido y brillante; el huerto en lo bajo de la colina en donde estaba la casa se encontraba florecido con colores blancos y rosados, rodeado por una miríada de abejas que zumbaban. Thomas Lynde (un hombre pequeño y manso a quien las personas de Avonlea llamaban «el esposo de Rachel Lynde») estaba sembrando sus últimas semillas de nabos en el campo más allá del granero. Y Matthew Cuthbert debía haber estado sembrando las suyas en el gran campo rojizo junto al arroyo que estaba más allá de Tejas Verdes. La señora Rachel sabía que él debía estar haciéndolo porque lo había escuchado decirle a Peter Morrison la noche anterior, en la tienda de William J. Blair en Carmody, que pretendía sembrar sus semillas de nabos la tarde siguiente. Peter le había preguntado, por supuesto, pues Matthew Cuthbert nunca había sido conocido por dar información voluntariamente sobre nada en toda su vida.

    Y aun así allí estaba Matthew Cuthbert, a las tres y media de la tarde de un día ocupado, avanzando plácidamente por la hondonada y subiendo la colina. Es más, vestía con una camisa blanca de cuello y su mejor combinación de ropa, lo cual era una prueba indiscutible de que estaba yéndose de Avonlea. Y tenía la calesa y la yegua alazana, que revelaba que pretendía recorrer una distancia considerable. Ahora, ¿a dónde estaba yendo Matthew Cuthbert y por qué estaba yendo allí?

    Si hubiera sido cualquier otro hombre de Avonlea, la señora Rachel, uniendo hábilmente esto y lo otro, podría haber adivinado bastante bien la respuesta a ambas preguntas. Pero Matthew salía tan poco de su casa que debía ser algo urgente e inusual lo que lo convocaba. Él era el hombre más tímido sobre la Tierra y odiaba estar rodeado de extraños o ir a cualquier lugar en el que quizás tuviera que hablar. Ver a Matthew vestido con una camisa blanca de cuello y conduciendo una calesa no era algo que se viera a menudo. La señora Rachel, por más que lo pensó, no pudo descifrar de qué se trataba aquello y la diversión de su tarde se vio entorpecida.

    «Solo iré a Tejas Verdes después del té y le preguntaré a Marilla a dónde se ha ido y por qué», concluyó finalmente la digna mujer. «Él generalmente no va al pueblo en esta época del año y nunca hace visitas. Si se le hubieran acabado las semillas de nabo no se habría vestido así y no habría sacado la calesa para ir por más. Y tampoco estaba avanzando lo suficientemente rápido como para estar yendo a por un doctor. Sin embargo, algo debe haber pasado desde anoche para que actúe de esa manera. Estoy muy confundida, eso es, y no tendré ni un minuto de paz mental ni la conciencia tranquila hasta que sepa qué ha hecho que Matthew Cuthbert salga de Avonlea hoy».

    En efecto, después del té, la señora Rachel salió y no tuvo que ir muy lejos. La enorme casa rodeada de vegetación en donde los Cuthbert vivían estaba apenas a unos cuatrocientos metros de la hondonada de Lynde siguiendo el camino. Eso sí, el camino seguía incluso mucho más allá. El padre de Matthew Cuthbert, tan tímido y silencioso como el hijo que había engendrado, se había retirado tanto como había podido de sus congéneres, sin realmente llegar a vivir en los bosques, y allí había creado su morada. Tejas Verdes estaba construida en el borde más lejano de sus tierras y allí estaba hasta ese día, apenas visible desde el camino principal sobre el que todas las demás casas de Avonlea estaban tan socialmente situadas. La señora Rachel Lynde no podía decir que vivir en un lugar así fuera realmente vivir.

    «Eso es solo quedarse, no vivir, eso es», pensó mientras caminaba por el camino rodeado de césped y arbustos de rosas salvajes. «No me sorprende que Matthew y Marilla sean un poco extraños, viviendo tan alejados y solos. Los árboles no son mucha compañía, aunque Dios sabe que, si lo fueran, tendrían más que suficiente. A mí me gusta más ver personas. Claro, ellos parecen lo suficientemente contentos, pero entonces, supongo, es porque se han acostumbrado a ello. Un cuerpo puede acostumbrarse a lo que sea, incluso a estar colgado, como dijo un irlandés».

    Con esto, la señora Rachel se salió del camino y fue hacia el jardín de Tejas Verdes. Aquel jardín era muy verde, organizado y preciso, adornado a un lado con unos enormes sauces patriarcales y al otro con álamos elegantes. No se podía ver ni una rama ni una piedra fuera de lugar, pues la señora Rachel las habría visto si hubieran existido. En privado ella tenía la idea de que Marilla Cuthbert barría ese jardín tan a menudo como su propia casa. Uno podría haber comido directamente del suelo sin pensar dos veces en ninguna partícula proverbial de suciedad.

    La señora Rachel tocó con delicadeza a la puerta de la cocina y entró cuando se lo permitieron. La cocina de Tejas Verdes era una estancia animada… o habría sido animada si no hubiera estado tan insufriblemente limpia como para darle la apariencia de un lugar que nunca se usaba. Las ventanas daban al este y al oeste. A través de la que daba al este, a la parte trasera del jardín, entraban los rayos de sol típicos de junio. Pero la del este, por donde alcanzabas a ver un poco de los árboles de cerezo florecidos a la izquierda del huerto y unos abedules delgados y curvados en la hondonada junto al arroyo, estaba algo tapiada por un conjunto de enredaderas. Allí se sentaba Marilla Cuthbert, cuando se sentaba, siempre desconfiando un poco de la luz del sol, la cual le parecía a ella una cosa demasiado danzante e irresponsable para un mundo que debía tomarse en serio. Y allí estaba sentada ahora, tejiendo, y la mesa detrás de ella estaba lista para la cena.

    La señora Rachel, antes incluso de haber cerrado la puerta, había tomado notas mentales de todo lo que estaba en esa mesa. Había tres platos puestos, por lo que Marilla debía estar esperando que alguien llegara con Matthew para el té, pero los platos eran platos de todos los días y solo había conservas de manzana y una clase de pastel, de manera que la compañía que esperaba no era una compañía muy particular. Sin embargo, ¿qué pasaba con la camisa blanca de cuello de Matthew y la yegua alazana? La señora Rachel estaba mareándose por este inusual misterio sobre los silenciosos y poco misteriosos ocupantes de Tejas Verdes.

    —Buenas tardes, Rachel —dijo Marilla enérgicamente—. Es una tarde muy buena, ¿verdad? ¿No quiere sentarte? ¿Cómo están todos?

    Algo, que por falta de otro nombre, que podría llamarse amistad existía y siempre había existido entre Marilla Cuthbert y la señora Rachel a pesar de su disimilitud… o quizás precisamente por ella.

    Marilla era una mujer alta y delgada, llena de ángulos y sin curvas. Su pelo castaño dejaba ver algunas hebras grises y siempre estaba recogido en un pequeño y apretado nudo sobre la cabeza, el cual tenía dos pinzas que lo atravesaban agresivamente, manteniéndolo en su lugar. Se veía como una mujer con poca experiencia y una consciencia rígida, y así era. Pero había una cualidad redentora en su boca, la cual, si se hubiera desarrollado un poco más, habría sido considerada un indicativo de su sentido del humor.

    —Todos estamos bastante bien —dijo la señora Rachel—. Aunque me encontraba un poco preocupada porque usted no lo estuviera, pues vi a Matthew yéndose hoy. Pensé que quizás estaba en camino por un doctor.

    Los labios de Marilla se movieron ligeramente. Había esperado que la señora Rachel se presentara. Sabía que la visión de Matthew yéndose tan de repente sería demasiado para la curiosidad de su vecina.

    —Oh, no, estoy bastante bien, aunque tuve un mal dolor de cabeza ayer —dijo ella—. Matthew fue a Bright River. Vamos a recibir a un pequeño niño de un orfanato de Nueva Escocia y llegará en un tren esta noche.

    Si Marilla hubiera dicho que Matthew había ido a Bright River para encontrarse con un canguro que venía de Australia la señora Rachel no habría podido quedar más sorprendida. En realidad se quedó pasmada por unos cinco segundos. No era posible que Marilla se estuviera burlando de ella, pero la señora Rachel casi se vio forzada a suponer que sí.

    —¿Está hablando en serio, Marilla? —exigió cuando la voz volvió a ella.

    —Sí, por supuesto —dijo Marilla, como si recibir niños de orfanatos de Nueva Escocia fuera una parte usual del trabajo de primavera de cualquier granja que se respetara de Avonlea en lugar de ser una innovación de la que nunca se había escuchado.

    La señora Rachel sentía como si hubiera recibido una conmoción mental. Pensaba con signos de exclamación. ¡Un niño! De todas las personas, ¡Marilla y Matthew Cuthbert adoptando a un niño! ¡De un orfanato! Bien, ¡el mundo de verdad estaba al revés! ¡Ya nada la sorprendería después de eso! ¡Nada!

    —¿Cómo se les ocurrió tal cosa? —exigió con un tono de desaprobación.

    Esto lo habían hecho sin pedir ningún consejo, así que debía ser juzgado.

    —Bien, hemos estado pensando en ello por algún tiempo ya. Todo el invierno, de hecho —respondió Marilla—. La señora Alexander Spencer estuvo aquí un día antes de Navidad y dijo que iba a ir por una niña del orfanato de Hopeton en la primavera. Su prima vive allí y la señora Spencer nos ha visitado por aquí y sabe todo sobre este lugar. Así que Matthew y yo lo hemos hablado de vez en cuando desde entonces. Pensamos en adoptar a un niño. Matthew ya tiene unos años, ¿sabe? Tiene sesenta y ya no es tan ágil como antes. Su corazón le da bastantes problemas. Y sabe lo terriblemente difícil que es contratar empleados. Nunca hay nadie disponible que no sean esos estúpidos y pequeños niños franceses. Y tan pronto como se logra acostumbrar uno a los modales y cuando se le ha enseñado algo, se va a trabajar enlatando langostas o a los Estados Unidos. Al principio Matthew sugirió que consiguiéramos a un criado. Pero dije «no» de inmediato. «Pueden estar bien, no estoy diciendo que no, pero no quiero árabes de la calle Londres aquí», dije. «Al menos deme a alguien que haya nacido aquí. Habrá un riesgo sin importar a quién consigamos, pero me sentiré más tranquila y dormiré mejor si conseguimos a alguien que haya nacido en Canadá».

    »Así que al final decidimos pedirle a la señora Spencer que escogiera uno para nosotros cuando fuera a recoger a su niña pequeña. Supimos que iría la semana pasada, así que le enviamos un mensaje a través de la gente de Richard Spencer en Carmody para que nos trajera a un niño inteligente de unos diez u once años. Decidimos que esa sería la mejor edad, pues es suficientemente grande como para dedicarse de inmediato a los quehaceres y lo suficientemente joven como para entrenarlo como se debe. Pretendemos darle un buen hogar y educación. Recibimos un telegrama de la señora Alexander Spencer hoy (el cartero lo trajo desde la estación), diciendo que llegarían en el tren de las cinco y media. Así que Matthew fue a Bright River para conocerlo. La señora Spencer lo dejará allí. Y por supuesto que luego ella misma seguirá hasta la estación de Arenas Blancas.

    La señora Rachel se enorgullecía por siempre decir lo que pensaba, así que procedió a hablar en ese momento tras haber ajustado su actitud mental ante esas maravillosas noticias.

    —Vaya, Marilla, le diré directamente que creo que está haciendo algo tremendamente insensato. Algo arriesgado, eso es. No sabe lo que se está trayendo. Está recibiendo a un niño extraño en su casa y su hogar, y no sabe ni una sola cosa sobre él, sobre cómo es su disposición, sobre qué clase de padres tuvo o sobre cómo será luego. Válgame, fue tan solo la semana pasada que leí en el periódico cómo un hombre y su esposa fueron hacia el este de la isla, adoptaron a un niño de un orfanato y luego él incendió su casa por la noche. La incendió A PROPÓSITO, Marilla. Y casi los quemó vivos en sus camas. Y sé de otro caso en el que un niño adoptado solía chupar los huevos… y nunca pudieron quitarle ese hábito. Si me hubiera pedido mi consejo sobre este asunto (lo cual no hizo, Marilla), le habría dicho que, por amor a los cielos, no se le ocurriera hacer algo así. Eso es todo.

    Este discurso no pareció ofender ni alarmar a Marilla. Ella simplemente siguió tejiendo.

    —No niego que hay algo de razón en lo que dice, Rachel. He tenido dudas yo misma. Pero Matthew estaba terriblemente decidido. Pude verlo, así que cedí. Es muy raro que Matthew se empecine en algo, así que cuando lo hace, siento que es mi deber ceder. Y en cuanto al riesgo, hay riesgos en casi todo lo que un cuerpo hace en este mundo. Hay riesgos en que las personas tengan hijos propios, si es que llega el caso. Esos niños no siempre salen bien. Y Nueva Escocia está bastante cerca de la isla. No es como si lo estuviéramos trayendo desde Inglaterra o los Estados Unidos. No puede ser muy diferente a nosotros.

    —Bien, pues espero que salga decente —dijo la señora Rachen con un tono que indicaba sus dolorosas dudas—. Solo no diga que no se lo advertí si quema Tejas Verdes o si pone estricnina en el pozo de agua. Escuché de un caso en Nuevo Brunswick en donde un niño de un orfanato hizo eso y la familia entera murió en medio de agonías terribles. Aunque fue una niña en ese caso…

    —Bueno, pues no vamos a recibir a una niña —dijo Marilla, como si envenenar pozos fuera solo un logro enteramente femenino y no tuviera que temer nada en el caso de un niño—. Nunca soñé con traer a una niña. Dudo un poco de la señora Alexander Spencer por hacerlo. Pero, de nuevo, no creo que ella se dejara persuadir de no adoptar a todos los huérfanos de un orfanato si se le metiera la idea en la cabeza.

    La señora Rachel habría querido quedarse hasta que Matthew volviera a casa con un huérfano importado. Pero al reflexionar que pasarían al menos dos horas antes de su llegada, concluyó que iría a donde Robert Bell, un poco más allá siguiendo el camino, para contarle las noticias. Seguramente sería una sensación que no quedaría opacada por nada, y a la señora Rachel le encantaba crear sensaciones. Así que ella se fue, para el alivio de Marilla, pues esta última había empezado a revivir sus dudas y miedos bajo la influencia del pesimismo de la señora Rachel.

    —Vaya, ¡de todas las cosas que fueron o que serán! —exclamó la señora Rachel cuando estuvo a una distancia prudente.

    «De verdad parece como si estuviera soñando. Bien, lo siento por ese joven y los errores. Matthew y Marilla no saben nada sobre niños y esperan que sea más sabio y más estable que su propio abuelo, si es que siquiera ha tenido un abuelo, lo cual dudo. Me parece extraño pensar en un niño en Tejas Verdes de alguna manera. Nunca ha habido ninguno antes, pues Matthew y Marilla ya eran mayores cuando la casa nueva fue construida… si es que alguna vez fueron niños, lo cual es difícil de creer cuando uno los mira. No me gustaría estar en los zapatos de ese huérfano para nada. Vaya, pero lo compadezco, eso es».

    Eso pensaba la señora Rachel, mientras veía los arbustos de rosas salvajes, con toda la piedad de su corazón, pero si hubiera podido ver al niño que esperaba pacientemente en la estación de Bright River en ese mismo momento, su piedad habría sido aún más profunda.

    CAPÍTULO II

    MATTHEW CUTHBERT ES SORPRENDIDO

    Matthew Cuthbert y la yegua alazana avanzaron cómodamente a lo largo de los casi trece kilómetros que los separaban de Bright River. Era un camino bello, extendiéndose a lo largo de granjas acogedoras, con algunos bosques u hondonadas que atravesar de vez en cuando, todo adornado por las flores silvestres de la vegetación. El aire se sentía dulce por el aroma de las muchas plantaciones de manzanos y las praderas se perdían en la distancia con la bruma perlada y púrpura del horizonte.

    «Los pequeños pájaros cantaban como si fuera el único día de verano de todo el año».

    Matthew disfrutaba del trayecto a su manera, excepto en los momentos en los que se encontraba con mujeres y tenía que saludarlas con una inclinación de cabeza, pues en la isla del príncipe Eduardo se supone que debes saludar con una inclinación de cabeza a todos con los que te cruces en el camino sin importar si los conoces o no.

    Matthew le temía a todas las mujeres excepto a Marilla y a la señora Rachel. Siempre tenía la sensación incómoda de que todas esas misteriosas criaturas se estaban riendo secretamente de él. Podría haber tenido toda la razón al pensar así, pues era un personaje que se veía extraño, con una figura desgarbada y pelo gris que le llegaba a los hombros, además de una barba que había usado desde que tenía veinte años. De hecho, se había visto a los veinte tal como se veía a los sesenta, exceptuando las canas.

    Cuando llegó a Bright River no había señales de ningún tren. Pensó que había llegado temprano, así que ató su yegua en el jardín del pequeño hotel de Bright River y fue hacia la estación. La larga plataforma ya estaba casi desierta y la única criatura a la vista era una niña que estaba sentada en una pila de tejas en el otro extremo. Matthew, apenas notando que era una niña, pasó junto a ella tan rápido como pudo sin mirarla. Si hubiera mirado, seguro no habría dejado de notar la rigidez tensa y la expectación en su actitud y su expresión. Estaba sentada allí, esperando por algo o alguien y dado que sentarse y esperar era la única cosa que podía hacer entonces, ella se sentó y esperó con todas las fuerzas de su ser.

    Matthew se encontró con el encargado de la estación cerrando la oficina de billetes como preparación para irse a cenar a su casa y le preguntó si el tren de las cinco y media llegaría pronto.

    —El tren de las cinco y media ya llegó y se fue hace media hora —respondió rápido el oficial—. Pero una pasajera dejó algo para usted… una niña pequeña. Está sentada allí, en las tejas. Le pedí que fuera a la sala de espera de las damas, pero me informó con seriedad que prefería quedarse afuera. «Hay más posibilidades para la imaginación», dijo. Es todo un caso, debería decirlo.

    —No estoy esperando a una niña —dijo Matthew con claridad—. He venido por un niño. Debería estar aquí. La señora Alexander Spencer lo trajo aquí desde Nueva Escocia para mí.

    El encargado de la estación silbó.

    —Supongo que hay algún error —dijo—. La señora Spencer salió del tren con esa niña y la dejó a mi cargo. Dijo que usted y su hermana la adoptarían porque era una huérfana y que usted vendría por ella pronto. Eso es todo lo que sé al respecto… y no tengo más huérfanos escondidos en las premisas.

    —No lo entiendo —dijo Matthew, perdido, deseando que Marilla estuviera allí para lidiar con la situación.

    —Bien, lo mejor será que hable con la niña —dijo el encargado de la estación sin cuidado—. Me atrevería a decir que ella será capaz de explicárselo porque tiene una lengua muy larga, eso seguro. Quizás se les habían acabado los niños de la marca que usted quería.

    Se alejó caminando con prisa, pues tenía hambre, y el desafortunado Matthew se quedó solo para enfrentarse a algo más difícil para él que encarar a un león en su refugio: acercarse a una niña, a una niña extraña, a una niña huérfana, y preguntarle por qué no era un niño. Matthew se quejó internamente cuando se giró y fue caminando lentamente por la plataforma hacia ella.

    Ella lo había estado mirando desde que había pasado por su lado y ahora lo observó directamente. Matthew no la estaba viendo y no habría visto cómo era aún si lo estuviera haciendo, pero un espectador ordinario habría visto esto: una niña de unos once años usando un vestido muy corto, muy apretado y muy feo de un color amarillo grisoso. Usaba un gorro marrón desteñido de marinero y, debajo del sombrero, llegándole a la espalda, tenía dos trenzas de un pelo rojo y muy grueso. Su cara era pequeña, blanca y delgada. También llena de pecas. Su boca era grande al igual que sus ojos, los cuales se veían verdes bajo algunas luces y grises bajo otras.

    Hasta allí llegaba el observador ordinario. Un observador extraordinario podría haber visto que su mentón era muy puntudo y pronunciado, que los grandes ojos estaban llenos de espíritu y vivacidad, que la boca tenía labios dulces y expresivos, que la frente era amplia y grande. En pocas palabras, nuestro extraordinario observador entendido habría concluido que ningún alma ordinaria habitaba el cuerpo de esta niña perdida de la cual el tímido Matthew Cuthbert estaba tan ridículamente asustado.

    Matthew, sin embargo, se salvó de la tarea de ser el primero en hablar, pues tan pronto como ella concluyó que él estaba acercándose, se levantó, agarrando con una mano sucia y delgada el asa de una desgastada malera y ofreciéndole la otra a él.

    —¿Supongo que usted es el señor Matthew Cuthbert de Tejas Verdes? —dijo ella con una voz dulce y peculiar—. Estoy muy contenta de verlo. Estaba empezando a temer que no viniera por mí y he imaginado todas las cosas que habrían podido sucederle en el camino para que no lo lograra. Ya había decidido que si usted no venía por mí esta noche, seguiría la carrilera hasta ese gran árbol de cerezo salvaje junto al cruce y lo treparía para quedarme allí toda la noche. No estaría asustada en lo más mínimo y sería hermoso dormir en un árbol de cerezo salvaje con todas las flores bajo la luz de la luna, ¿no lo cree? Puede imaginar que está paseando por unos salones de mármol, ¿no es así? Y estaba muy segura de que vendría por mí por la mañana si no venía esta noche.

    Matthew había estrechado su pequeña mano con la de él en un gesto incómodo. Allí y entonces decidió qué hacer. No podía decirle a esta niña con ojos brillantes que todo había sido un error, sino que se la llevaría a casa y dejaría que Marilla se lo dijera. En todo caso no podía dejarla en Bright River sin importar qué error se hubiera cometido, así que todas las preguntas y explicaciones podían posponerse hasta que él estuviera de vuelta y a salvo en Tejas Verdes.

    —Lamento haber llegado tarde —dijo él con timidez—. Venga. El caballo está en el jardín. Deme su maleta.

    —Oh, yo puedo llevarla —respondió la niña con ánimo—. No es pesada. Tengo todas mis posesiones terrenales en ella, pero no es pesada. Y si no se lleva de una cierta manera, el asa se rompe, así que mejor la llevo yo porque conozco el truco exacto. Es una maleta extremadamente vieja. Oh, estoy muy contenta de que haya venido a pesar de que habría sido bonito dormir en un árbol de cerezo salvaje. Debemos viajar por mucho tiempo, ¿verdad? La señora Spencer dijo que eran casi trece kilómetros. Me alegra mucho porque me gusta viajar. Oh, me parece maravilloso que vaya a vivir con usted, que le vaya a pertenecer. Nunca le he pertenecido a nadie… no en realidad. Pero el orfanato fue de lo peor. Solo estuve allí por cuatro meses, pero fue suficiente. No creo que usted haya sido nunca un huérfano en un orfanato, así que no es posible que se pueda imaginar cómo fue. Es peor que cualquier cosa que se pueda imaginar.

    »La señora Spencer dijo que es malo que yo hable de esa manera, pero yo no pretendía ser mala. Es muy fácil ser mala sin saberlo, ¿no es así? Ellos eran buenos, ¿sabe? La gente del orfanato. Pero había muy pocas posibilidades para la imaginación en ese orfanato… solo existían dentro de los otros huérfanos. Era muy interesante imaginar cosas sobre ellos, imaginar que quizás la niña sentada junto a mí era en realidad la hija de un conde, la cual había sido robada de los brazos de sus padres por una cruel niñera que murió antes de que pudiera confesar su crimen. Solía quedarme despierta por las noches imaginando cosas así, pues no tenía tiempo durante el día. Supongo que por eso soy tan delgada… porque soy terriblemente delgada, ¿no? No hay nada extra sobre mis huesos. Me encanta imaginar que soy bonita y saludable, con pequeñas hendiduras en mis codos.

    Con esto, la compañera de Matthew dejó de hablar, en parte porque se había quedado sin aliento y en parte porque habían llegado a la calesa. Ella no dijo ni una palabra más hasta que hubieron dejado la villa y estaban avanzando por una pequeña colina empinada. El camino había sido creado tan profundo sobre el suelo blando que las orillas, rodeadas de árboles de cerezo salvajes y delgados abedules blancos, estaban varios metros por encima de sus cabezas.

    La niña estiró la mano y rompió una rama de un ciruelo salvaje que se rozaba contra el lado de la calesa.

    —¿No es hermoso? ¿En qué te hizo pensar ese árbol, saliendo de la orilla, todo blanco y sedoso? —preguntó.

    —Vaya, bien… no lo sé —dijo Matthew.

    —Pues en una novia, por supuesto. Una novia toda de blanco con un hermoso velo vaporoso. Nunca he visto una, pero puedo imaginar que así se vería. Yo nunca espero convertirme en una novia. Soy tan poco agraciada que nadie querrá casarse conmigo a menos que sea un misionero extranjero. Supongo que los misioneros extranjeros no son muy particulares. Pero sí espero tener algún día un vestido blanco. Ese es mi ideal más alto de felicidad terrenal. Es que amo la ropa bonita. Y nunca he tenido un vestido bonito en mi vida, al menos que yo recuerde. Por supuesto, es algo más que puedo anhelar, ¿no es así? Y luego puedo imaginar que estoy vestida de una manera hermosa. Esta mañana, cuando me fui del orfanato, me sentí muy avergonzada porque tenía que usar este horrible y desgastado vestido. Todos los huérfanos tenían que ponerse cosas así, ¿sabe?

    »El inverno pasado, un mercader de Hopeton donó trescientos metros de tela de algodón al orfanato. Algunas personas dijeron que era poque no podía venderla, pero yo prefiero creer que fue por la bondad de su corazón. Cuando nos subimos al tren sentí como si todo el mundo me estuviera mirando con pena. Pero entonces me puse a trabajar e imaginé que tenía el vestido de seda de color azul claro más hermoso del mundo (porque cuando imagina bien puede imaginar algo que valga la pena) y un enorme sombrero de flores, un reloj de oro, guantes para niños y botas. Me animé de inmediato y disfruté del viaje a la isla con todas mis fuerzas. No me mareé ni un poco viniendo en el barco. La señora Spencer tampoco, aunque a menudo se marea. Dijo que no tenía tiempo para marearse pues estaba vigilando que yo no me cayera por la borda. Dijo que casi nunca me vio porque siempre estuve moviéndome de un lado a otro. Pero si así previne que se mareara entonces es bueno que no me quedara quieta, ¿no? Y quería ver todo lo que pudiera verse en ese barco, pues no sabía si alguna vez tendría otra oportunidad.

    »Oh, ¡hay muchos más árboles de cerezo florecidos! Esta isla es el lugar más florecido en el que he estado. Ya la amo y estoy muy feliz de que voy a vivir aquí ahora. Siempre he escuchado que la isla del príncipe Eduardo era el lugar más hermoso del mundo y solía imaginar que vivía aquí, pero nunca esperé que eso sucediera de verdad. Es una delicia cuando lo que uno imagina se hace realidad, ¿no es así? Pero esos caminos rojos son muy peculiares. Cuando nos subimos al tren en Charlottetown y los caminos rojos empezaron a aparecer, le pregunté a la señora Spencer qué los hacía rojos y dijo que no sabía y que, por caridad, no le hiciera más preguntas. Dijo que ya debía haberle

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