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El mundo perdido
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Libro electrónico210 páginas4 horas

El mundo perdido

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Información de este libro electrónico

El profesor Challenger afirma que, en nuestro planeta, existe un extraño lugar donde aún viven los animales del Jurásico. Como la comunidad científica no le cree, él los desafía a viajar a ese lugar y tres hombres aceptan el reto. Pero al llegar, se encuentran con una realidad mucho más extraordinaria de lo que suponían. Esta novela de aventuras de Arthur Conan Doyle, que inspiró la saga Jurassic Park, sin duda tendrá tanto éxito entre los lectores como las películas.
IdiomaEspañol
EditorialLetra Impresa
Fecha de lanzamiento1 ene 2021
ISBN9789874419705
Autor

Sir Arthur Conan Doyle

Arthur Conan Doyle (1859-1930) was a Scottish author best known for his classic detective fiction, although he wrote in many other genres including dramatic work, plays, and poetry. He began writing stories while studying medicine and published his first story in 1887. His Sherlock Holmes character is one of the most popular inventions of English literature, and has inspired films, stage adaptions, and literary adaptations for over 100 years.

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    El mundo perdido - Sir Arthur Conan Doyle

    Portadillaimagen

    © Letra Impresa Grupo Editor, 2020

    Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-1267 Whatsapp +54-911-3056-9533

    contacto@letraimpresa.com.ar / www.letraimpresa.com.ar

    Doyle, Arthur Conan

    El mundo perdido / Arthur Conan Doyle ; adaptado por Patricia Roggio ; ilustrado por Oscar Senonez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2019.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-987-4419-70-5

    1. Narrativa Inglesa. I. Roggio, Patricia, adap. II. Senonez, Oscar, ilus. III. Título.

    CDD 823

    Reservados todos los derechos.

    Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial.

    Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

    EL MUNDO PERDIDO

    / CAPÍTULO 1

    NECESITABA SER UN HÉROE

    Lo que viví y que voy a contar a continuación se lo debo a una persona en particular: Gladys Hungerton. Ella, de quien estaba profundamente enamorado, me empujó a esta aventura. Todo comenzó el día en que, por fin, me decidí a confesarle mi amor… y me rechazó.

    –Tengo el presentimiento de que te vas a declarar, Ned –me dijo–. Y preferiría que no lo hicieras. Nuestra amistad es tan linda… ¡Sería una lástima echarla a perder! ¿No ves qué importante es que un chico y una chica puedan hablar sinceramente, como nosotros?

    –No, Gladys... Yo puedo hablar con... con el jefe de redacción de La Gaceta. –No me imagino por qué di este ejemplo absurdo, que nos hizo reír a los dos–. Pero a ti… a ti quiero abrazarte y quiero...

    Al ver que me proponía hacer realidad mis deseos, ella saltó de su silla y se quejó:

    –¡Qué pena, Ned! Lo arruinaste todo.

    –No elijo lo que siento –me defendí–. ¡Es el amor!

    –Pero yo no estoy enamorada. Nunca me he enamorado –aclaró, lamentablemente.

    –¿Y por qué no puedes enamorarte de mí? ¿Es por mi aspecto?

    –No es eso. Es por algo más profundo.

    –¿Mi carácter? –le pregunté, cada vez más desesperado.

    Ella asintió, volvió a sentarse y me explicó:

    –Es que estoy enamorada de otro. No es alguien en particular, sino un hombre ideal.

    –¿Y cómo es ese hombre? ¿Qué hace? Dime cómo te gustaría que fuese...

    –Está bien –respondió, riéndose de mi pedido–. En primer lugar, mi hombre ideal no hablaría como tú. Él sería más recio, más indiferente. Y lo más importante: debería ser capaz de mirar a la muerte cara a cara, sin temer. Tendría que realizar actos realmente heroicos, para que sus hazañas se reflejaran en mí y me hicieran famosa.

    Sus ideas eran extrañas, pero se la notaba convencida. Buscaba un héroe que fuera admirado y que, sobre todo, hiciera que el mundo admirara a su esposa.

    –No todos podemos ser héroes –es lo que pude responder–. Ni se presentan oportunidades todos los días. Por lo menos, yo nunca las tuve.

    –Sin embargo, las oportunidades están a nuestro alrededor. Y los hombres de los que te hablo las buscan. Hay muchos actos heroicos esperando. Los hombres deben realizarlos y las mujeres debemos recompensarlos con nuestro amor. Piensa en los grandes héroes de la historia. ¡Y en sus mujeres! ¡Cómo las habrán envidiado otras mujeres! Esto es lo que me gustaría: que me envidiaran por mi hombre. Por ejemplo, el mes pasado me comentaste lo de la explosión en la mina de carbón. ¿Por qué no bajaste para ayudar a esa gente, a pesar del peligro?

    –Lo hice. No te lo dije porque no quería alardear.

    Ella me miró con más interés.

    –Fuiste valiente.

    –Tuve que hacerlo. Si uno quiere escribir un buen reportaje, tiene que estar donde suceden las cosas.

    –¿Bajaste a la mina sólo por el reportaje? ¡Qué materialista! Eso le quita todo el romanticismo. Supongo que soy una tonta, pero estoy convencida de que, si me caso, lo haré con un hombre famoso.

    –¡Dame una oportunidad y la aprovecharé! –le rogué.

    –¿Por qué no? –respondió.

    –¿Y si llego a...?

    Su mano se posó como tibio terciopelo sobre mis labios.

    –Ni una palabra más. Vete. Hace media hora que deberías estar en el periódico. Algún día, cuando ganes tu lugar en el mundo, volveremos a hablar.

    Y así fue cómo, aquella noche de noviembre, terminé persiguiendo el tranvía, con el corazón estallándome en el pecho y con la firme decisión de no dejar pasar ni un día sin intentar realizar una hazaña digna de mi dama.

    Pero nadie en el mundo habría imaginado lo increíble que iba a ser esa hazaña, ni el extraño camino que me llevaría a realizarla.

    Fin capítulo 1

    / CAPÍTULO 2

    PRUEBE SUERTE CON EL PROFESOR CHALLENGER

    Un rato después, ya estaba en La Gaceta, decidido a embarcarme, esa misma noche, en una aventura digna de mi Gladys.

    Cuando entré en su despacho, McArdle, el jefe de redacción, se subió los anteojos más arriba de su frente calva y me saludó:

    –Bueno, señor Malone, parece que está haciendo las cosas bien. Lo de la mina de carbón estuvo excelente. Y también lo del incendio en el puerto. Sus descripciones realistas tienen estilo. ¿Para qué quería verme ahora?

    –Para pedirle un favor.

    –¡Vaya, vaya! ¿Y de qué se trata?

    –¿Podría enviarme en alguna misión especial? Me esforzaría para traerle buenos artículos.

    –¿En qué clase de misión está pensando, señor Malone?

    –En cualquiera que tenga aventuras y peligros. Y cuanto más difícil, mejor.

    –Parece que está deseando perder la vida.

    –Justificar mi vida, señor McArdle.

    –Es muy valiente de su parte. Pero las misiones especiales se encargan a periodistas con más experiencia y que se han ganado la confianza del público. Además, esos territorios desconocidos que antes llenaban los mapas ya fueron descubiertos y no quedan lugares para las aventuras novelescas. Sin embargo… ¡Espere un poco! –exclamó, de pronto, mientras una sonrisa asomaba en su rostro–. Eso que le dije de los territorios desconocidos me dio una idea. ¿Le interesaría desenmascarar a un farsante y ponerlo en ridículo? ¡Usted podría demostrar la clase de individuo que es ese mentiroso! ¿Le interesa?

    –Me interesa cualquier cosa y en cualquier lugar –respondí, ansioso.

    Durante unos minutos, McArdle se quedó en silencio, meditando, hasta que por fin continuó:

    –Espero que pueda entablar un contacto amistoso con ese individuo. O por lo menos, dialogar. Usted parece tener facilidad para relacionarse con la gente. Supongo que es una cuestión de edad, o de simpatía, o de algo por el estilo. Entonces, ¿por qué no prueba suerte con el profesor Challenger?

    Debo reconocer que el nombre me asustó y, por eso, exclamé:

    –¡¿El profesor Challenger?! ¡¿El famoso zoólogo?! ¿No fue el que le rompió la cabeza a Blundell, el cronista de El Telégrafo?

    El jefe de redacción sonrió.

    –¿Y eso le importa? ¿No me dijo que buscaba aventuras?

    –En este oficio hay que hacer frente a todo –le contesté, avergonzado.

    –Exacto. Y supongo que el carácter del profesor no será siempre tan violento. Blundell lo habrá encontrado en un mal día o lo habrá encarado de manera equivocada. Tal vez usted tenga más suerte o más tacto.

    –La verdad es que no sé nada de ese hombre –reconocí.

    –Tengo algunas notas que le servirán. Vengo investigando al profesor desde hace tiempo. –McArdle sacó un papel del cajón de su escritorio y leyó–: «Antecedentes de Challenger, George Edward. Lugar y fecha de nacimiento: Largs, 1863. Estudios: Academia de Largs y Universidad de Edimburgo. Actividad: Ayudante en el Museo Británico, 1892. Ayudante del Departamento de Antropología Comparada, 1893 (renunció el mismo año, después de un conflicto). Premiado con la Medalla de Crayston por investigaciones zoológicas. Miembro extranjero de la Sociedad Belga, la Academia de Ciencias de La Plata... (y una larga lista de nombres). Expresidente de la Sociedad Paleontológica, la Asociación Británica (¡etc., etc.!). Publicaciones: Algunas observaciones sobre cráneos de calmucos: esbozos de la evolución vertebrada; La falacia básica del Weissmannismo, que ocasionó una acalorada discusión en el Congreso de Zoología de Viena, y muchos otros escritos. Pasatiempos: caminatas, alpinismo. Dirección: Parque Enmore, Kensington, Oeste». Llévese esto. Hoy, no tengo nada más para usted.

    Me metí la hoja en el bolsillo. Pero antes de salir de la oficina, le dije:

    –Un momento. No tengo muy claro de qué debo hablar con este caballero. ¿Qué hizo?

    –Hace dos años realizó una expedición solitaria y regresó el año pasado. Indudablemente, estuvo en Sudamérica, pero se negó a revelar exactamente dónde. Contó sus aventuras sin dar muchos detalles, hasta que alguien comenzó a señalar contradicciones. Entonces, cerró la boca como una ostra. O el hombre es un campeón del embuste –que sería lo más probable– o le sucedió algo realmente extraordinario. Tenía unas fotografías deterioradas, que sus colegas consideraron fraudulentas. Y se ha vuelto tan susceptible que agrede a todos los que le hacen preguntas, especialmente a los periodistas. En mi opinión, se trata de un homicida presuntuoso, con inclinación por la ciencia. Este es su hombre, Malone. Ahora vaya y vea lo que puede hacer. Ya es bastante grandecito como para cuidarse.

    Me fui caminando hasta el Club Savage. Pero antes de entrar, saqué el papel y volví a leer los datos sobre el profesor Challenger. Entonces, tuve algo así como una ráfaga de inspiración. Por lo que había dicho McArdle, si le decía que era un periodista, el pendenciero profesor jamás me daría una entrevista. Pero estaba claro que se trataba de un fanático de la ciencia. ¿Tal vez ese tema me permitiría acercarme a él? Probaría.

    En el club, encontré a la persona que buscaba: Tarp Henry, redactor de Nature y un ser lleno de generosidad. De inmediato, entré en tema.

    –¿Qué sabes del profesor Challenger? –le pregunté.

    –¿Challenger? –frunció el ceño con un gesto de desaprobación–. Challenger es el hombre que volvió de América del Sur contando unas historias increíbles.

    –¿Qué historias?

    –Una serie de locuras… Dijo que había descubierto unos animales ridículos. Creo que después se retractó. O dejó de hacer comentarios al respecto. Les dio una entrevista a los de la agencia de noticias Reuters y se produjo un verdadero escándalo. Fue algo vergonzoso. Al principio, algunos le creyeron. Pero él se encargó de disuadirlos enseguida.

    –¿Cómo?

    –Con su insoportable brutalidad. Por ejemplo, el pobre Wadley, del Instituto de Zoología, le envió un mensaje que decía más o menos así: «El presidente del Instituto de Zoología presenta sus respetos al profesor Challenger y recibiría como un favor personal que le hiciese el honor de asistir a la próxima sesión». La respuesta fue: «El profesor Challenger presenta sus respetos al presidente del Instituto de Zoología y recibiría como un favor personal que se fuera al demonio».

    –¡Qué bárbaro!

    –Sí, creo que eso fue lo que dijo el viejo Wadley.

    –¿Sabes algo más sobre Challenger?

    –Mira, yo soy bacteriólogo. Vivo en un microscopio y me siento fuera de lugar cuando salgo del laboratorio y me pongo en contacto con ustedes, los seres de gran tamaño. Estoy alejado de los chismes aunque algo oí sobre Challenger, porque es uno de esos hombres a los que nadie puede ignorar. Es muy inteligente y está lleno de energía. Pero también es un pendenciero y un chiflado sin escrúpulos. En ese asunto de Sudamérica hasta llegó a falsificar fotografías.

    –Dices que es un chiflado. ¿Cuál es su chifladura preferida?

    –Tiene miles, pero la más reciente es algo acerca de las teorías de la evolución. En Viena, armó un escándalo terrible con eso. Si quieres leer las actas, tengo una traducción en mi oficina.

    –Es lo que necesito. Tengo que hacerle un reportaje y ando buscando algo que me guíe hasta él.

    Media hora más tarde, estaba sentado en la redacción de Nature con un grueso libro frente a mí, abierto en el artículo Weissmann versus Darwin. Vivas protestas en el Congreso de Viena. Bulliciosas sesiones. Era evidente que Challenger había tratado el tema de manera muy agresiva, fastidiando a sus colegas. Protestas, alboroto y quejas fueron las primeras palabras que me llamaron la atención. Pero mis conocimientos científicos eran bastante limitados y la mayor parte del texto me resultó como escrito en chino.

    –Si pudiera entender un solo párrafo, alcanzaría para mis propósitos –me dije–. Ah, sí, este puede servir. Casi lo comprendo. Lo voy a copiar. Será mi enganche con el terrible profesor.

    –¿Puedo hacer algo más por ti? –se ofreció Tarp Henry.

    –Sí. Voy a escribirle una carta. Si me permitieras enviarla desde la dirección de tu revista, parecería más seria.

    A regañadientes, por temor a una represalia de Challenger, Tarp Henry accedió, me dio papel membretado de Nature y un lugar donde escribir la carta.

    Redactarla no me resultó fácil, pero quedó bien. Con orgullo, se la leí. Decía: «Querido profesor Challenger: siempre he tenido interés en sus hipótesis sobre las diferencias entre Darwin y Weissmann. Recientemente, tuve ocasión de refrescar mis conocimientos al releer...»

    –¡Mentiroso! –interrumpió Tarp Henry.

    Seguí: «…al releer su conferencia de Viena. Esa admirable exposición parece ser la última palabra en la materia. Sin embargo, en un párrafo usted dice: Protesto enérgicamente contra la afirmación insoportable y dogmática de que cada código genético es un microcosmos que lleva en sí una arquitectura histórica elaborada a lo largo de las generaciones. Tomando en cuenta las investigaciones posteriores, ¿no desearía modificar esa afirmación? Como conozco el tema, me atrevo a solicitarle una entrevista, para hacerle algunas sugerencias. Si lo permite, tendré el honor de visitarlo pasado mañana miércoles, a las once.

    »Asegurándole mi más profundo respeto, quedo a sus órdenes.

    »Edward D. Malone».

    –¿Qué tal? –pregunté, entusiasmado.

    –Bien, si tu conciencia soporta semejante mentira... Pero ¿qué te propones?

    –Quiero entrar en la casa de Challenger. Una vez que esté en su despacho, hasta puedo confesarle mi mentira. Si tiene alma de deportista, la curiosidad le hará cosquillas.

    –¿Cosquillas? Le hará algo más que cosquillas. Vas a necesitar una armadura, o un equipo completo de futbolista americano. Si él se digna contestar, la respuesta llegará aquí el miércoles por la mañana. Pero recuerda que es un hombre violento, peligroso y pendenciero,

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