Auge y progreso de las universidades
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John Henry Newman
British theologian John Henry Cardinal Newman (1801-1890) was a leading figure in both the Church of England and, after his conversion, the Roman Catholic Church and was known as "The Father of the Second Vatican Council." His Parochial and Plain Sermons (1834-42) is considered the best collection of sermons in the English language. He is also the author of A Grammar of Assent (1870).
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Auge y progreso de las universidades - John Henry Newman
John Henry Newman
Auge y progreso de las universidades
Traducción, introducción y notas de José Gabriel Rodríguez Pazos, Miguel Rumayor y José Fernández Castiella
Prólogo de Higinio Marín
Título en idioma original: The Rise and Progress of Universities
© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2024
Traducción, introducción y notas de José Gabriel Rodríguez Pazos, Miguel Rumayor y José Fernández Castiella
Prólogo de Higinio Marín
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 127
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-79-3
ISBN EPUB: 978-84-1339-512-8
Depósito Legal: M-2111-2024
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Prólogo
Introducción
La Universidad Católica de Irlanda y los discursos sobre educación
El principio de influencia personal
The Rise and Progress of Universities
La propuesta de Newman frente a la crisis actual de la universidad
Bibliografía
Auge y progreso de las universidades
Advertencia
I. Introducción
II. ¿Qué es una universidad?
III. Ubicación de una universidad
IV. Vida universitaria: Atenas
V. El libre comercio del conocimiento: los sofistas
VI. Disciplina e influencia
VII. Influencia: las escuelas atenienses
VIII. Disciplina: las escuelas macedonias y romanas
IX. Caída y refugio de la civilización antigua: los lombardos
X. La transmisión de la civilización: las islas del norte
XI. Una característica de los papas: san Gregorio Magno
XII. Enseñanza de esa característica de los papas: Pío IX
XIII. Las escuelas de Carlomagno: París
XIV. Provisión y demanda: los escolásticos
XV. Profesores y tutores
XVI. Fortaleza y debilidad de las universidades: Abelardo
XVII. La antigua Universidad de Dublín
XVIII. Los colleges como correctivo de las universidades: Oxford
XIX. Los abusos de los colleges: Oxford
XX. Universidades y seminarios: L’Ecole des Hautes Etudes
A José Morales
In memoriam
Prólogo
Ex abundantia
El lector tiene entre sus manos una cuidada y bella traducción de este magnífico texto del cardenal y rector san John Henry Newman, cuya capacidad literaria le reportará una lectura deliciosa. Y ese es, me parece a mí, el primer riesgo que ha de tener en cuenta al adentrarse en este sosegado libro salteado de pasajes elegantemente compuestos. Podría ser que el encanto literario y algunos excursos, sobre cuestiones históricas más o menos contextuales del autor, le distraigan de un texto que es sobre todo una historia esencial de lo universitario.
Una historia que precisamente por su empeño en hallar lo esencial merece la denominación de arqueológica, pues busca simultáneamente el principio —el origen— de lo universitario, tanto en lo histórico como en la naturaleza humana. De hecho, de esa visión sintética de ambas dimensiones deriva una primera definición de la universidad que cabe extraer del texto: «Una universidad no hace más que responder a una necesidad de nuestra naturaleza; y no es sino una forma concreta de cubrir, en un contexto determinado —entre muchas otras formas que podrían plantearse en otros contextos—, esa necesidad»¹ (p. 43).
Por tanto, Newman concibe la universidad como la forma europea, occidental si se quiere, de atender una necesidad humana universal (el deseo de conocer) que podría haber tomado otras variadas formas, y que, efectivamente, las ha tomado en las demás tradiciones y sociedades humanas. Por eso, para nuestro autor, investigar lo esencial de la universidad requiere una indagación retrospectiva de la historia de lo universitario que le conduce hasta Atenas y de vuelta hasta su tiempo. Una indagación que, como se ha dicho, por ser histórica no deja de ser esencial², pues busca simultáneamente el inicio y el principio, es decir, el origen de lo universitario y de la universidad.
Así pues, la universidad da forma y respuesta a la necesidad humana de saber y de su comunicación según un contexto histórico cultural singular. Podría parecer, pues, que lo primero es la necesidad, y en cierto sentido lo es, al menos en tanto que precede al hombre como su modo de ser recibido. Y, sin embargo, es necesario establecer una precisión crucial al respecto: para suscitar una universidad, dice Newman, es primero la provisión y después la demanda, es decir, es primero la gratuidad expansiva que transforma el saber en comunicación. Un saber que al ser ofrecido despierta en aquellos que lo acogen su propia demanda, es decir, el deseo de saber. Incluso el propio deseo de aprender del estudiante —ese «ardiente amor por la materia de estudio» (p. 49)— no es solo un mero afán posesivo de algo de lo que se carece, sino que es también como una redundancia del deseo comunicativo que desencadena el saber del maestro. Se estudia para llegar a saber aquello cuya posesión más cumplida consiste en poder comunicarlo.
La tesis de que al respecto de la universidad es primero la provisión y no la demanda es solidaria de una antropología en la que la necesidad puede preceder psicológica pero no esencialmente a la abundancia y la gratuidad ínsitas en la racionalidad libre de nuestra naturaleza. No es primero el deseo de lo que falta y es necesario, por inesquivable que sea; no al menos respecto del deseo de dar de sí desde esa abundancia originaria que también somos. Por eso, me parece a mí, para Newman la universidad surge ex abundantia, es decir, del libérrimo exceso que se abre camino en todo lo humano a través de nuestra necesitada precariedad, incluso entre las penurias más acuciantes, y hasta con motivo de ellas.
De ahí también ese inevitable carácter festivo que merodea entre los esforzados intentos por aprender a los que obliga el estudio, y que encuentra en la juventud estudiantil el eco de su vitalidad: ex abundantia cordis, ex abundantia vitae. Ciertamente, en este sentido, la universidad es un lugar y un tiempo de gracia, y casi es la gracia ese origen suyo que se busca: la gratuidad natural y comunicante del saber logrado con la esforzada y diaria prosa del estudio. Por eso es esencial a la universidad el cultivo y la enseñanza de saberes improductivos, inútiles decimos hoy, aunque la Antigüedad los llamaba libres. Pero no únicamente, porque también le resulta esencial a la universidad no instrumentalizar por completo los estudios de las técnicas y ciencias útiles, ni tampoco a las propias ciencias y técnicas. Esa liberalidad, ese exceso libérrimo que tiende a considerar todo también por sí mismo, distingue a la universidad de cualquier otra institución para la enseñanza de técnicas y oficios.
Newman destaca, además, que dicho deseo de aprender en los estudiantes está ordinariamente precedido y estimulado por la admiración hacia los maestros en los que el saber se muestra valioso en sí mismo. Si bien, en la universidad no se limita a mostrarse valioso, como podría suceder en cualquier otro lugar, sino que allí se muestra también eficiente para dar forma a la vida de las comunidades a las que congrega como universitarias. De esa maravilla se nutren las universidades mismas como lugares admirables, pues se trata «de un lugar», dice Newman, «que se gana la admiración de los jóvenes por su celebridad» (p. 52). También en ese sentido, la universidad consiste en un despertar, el de la inteligencia, aunque como todo lo admirablemente real parezca más bien un sueño.
Lo anterior puede resumirse de un modo menos preciso, pero más directo, así: en el origen de la universidad son primero los profesores y después los estudiantes, pues es por efecto del saber comunicado como se despierta y consolida la demanda de aprender, y no tanto, o no primariamente, al revés. No obstante, es la confluencia de una y otra la que congrega a los estudiantes y profesores, cuya comunidad —ayuntamiento, decía nuestro rey Sabio— es necesaria para dar lugar a una universidad.
Ese lugar adornado de las delicias de los parajes propicios y, sobre todo, del ascendiente que concentran, requiere tener lugar en un sentido particular. La universidad, dice Newman, también es «la congregación de desconocidos procedentes de todas partes en un lugar» (p. 43). De todas partes y en un lugar. Puede parecer casi una obviedad, pero esconde una dimensión esencial de lo universitario.
Propiamente hablando, la ciudad lo es en la medida que congrega a gentes y bienes venidos desde extensos y distantes territorios, pues no hay ciudad que lo sea y a la que no conduzcan todos los caminos. Ese poder de atraerlo todo hacia sí, característico de la ciudad, tiene su forma elemental en el mercado, que es algo así como la primera imago mundi, enriquecida en sus estadios, teatros, templos y plazas. Pues bien, a imagen de la ciudad y del mundo al que congrega, la universidad también reúne en un lugar todos los saberes, mediante la multitud de aquellos que los estudian, ya sean estudiosos profesores o jóvenes estudiantes (studium generale). La convivencia de cada grupo entre sí y con el otro forma la trama de las instituciones en las que el mundo se reúne mediante el saber que atrae a una multitud, componiendo algo como una nueva ciudad, o como afortunada y exactamente podemos decir en castellano, un ayuntamiento.
Esta desapercibida pero íntima conexión entre la ciudad y la universidad permite atisbar el camino ascendente de una cierta metafísica material del logos, pues es la idea del mundo la que se materializa primero en la ciudad y se hace reflexivamente presente para sí misma en la universidad. Pero, para no separarnos de nuestro autor, basta con notar esa íntima conexión en expresiones como esta: «En todo gran país, la metrópoli se convierte en una especie de necesaria universidad, nos guste o no nos guste» (p. 49). O esta otra: «[L]os mismos tipos de necesidad, social y moral, que dan origen a una metrópoli dan origen también a una universidad; más aún, toda metrópoli es una universidad, por lo que respecta a los rudimentos de una universidad» (p. 85)³.
En efecto, en la universidad —como en la ciudad—, se reúnen «de todas partes: si no, ¿cómo se van a poder encontrar profesores y estudiantes para todas las ramas del saber? Y en un lugar: si no, ¿cómo va a poder constituirse una escuela?» (p. 43). Ese punto donde lo universal entra en contacto con un lugar particular al que embellece, al tiempo que congrega estudiosos y estudiantes del ancho mundo, no puede sino reunir las cualidades materiales y espirituales que producen su celebridad y atracción.
Pero no se trata solo de que la universidad sea un fenómeno urbano que surge en una ciudad o la suscita. Es que la imagen del mundo, prefigurada materialmente mediante los productos y las gentes del mercado, los países y campeones del estadio, los dramas teatrales, las disquisiciones en el ágora y los cultos ritualizados de los templos, toma forma reflexiva y metódica en la universidad y su aspiración a lograr y compartir saberes verdaderos y universales (universitas studiorum).
En la universidad hay una aspiración a atraerlo todo hacia sí comprensivamente, a congregarlo en la inteligencia con la forma de lo verdadero, de lo universal y no sujetable a lugar o a raza. Y ahí es donde aquello de en un lugar y de todas partes queda cumplido pero superado. Por eso las universidades están tan vinculadas al locus que las acoge y al mismo tiempo forman una comunidad universal entre todas ellas. Por eso la condición de católica y de universidad le parecía un pleonasmo a Rémi Brague⁴.
Para finalizar ya estas breves palabras de invitación, es conveniente reparar en que, para Newman, lo esencial de la universidad es una abundancia que no se basta por sí misma para perdurar. Necesita de muchos otros auxilios, todos los cuales, en tanto que necesarios para la viabilidad efectiva de la institución, componen aquello que denomina su integridad. Podemos imaginar que la administración, los servicios y las infraestructuras forman parte de todo ello, pero Newman destaca sobre todos al college, en el que sus tutores componen algo así como la suma de algunos aspectos de nuestras facultades y las residencias estudiantiles. En este punto, la sociología de los colleges, tan peculiar de la tradición británica, puede no ajustarse a otras formas y tradiciones universitarias, y muy poco o nada a la universidad contemporánea. Sin embargo, en el seno de la disquisición entre la universidad y su liberalidad («influencia») y el college y su orden («disciplina»), hay una correspondencia parcial pero relevante entre las universidades y sus facultades, por un lado, y los colegios mayores, por otro.
Ciertamente, apenas queda nada entre nosotros de esa polaridad en la que los colegios mayores podían representar una dimensión de la vida universitaria configuradora del carácter entre coetáneos. Aquella reivindicación de poder entrar libremente en las residencias femeninas, que desencadenó los disturbios del 68 francés, supuso el final simbólico de esa época. Con todo, sin ese espacio comunitario y vital entre estudiantes, a la universidad misma le falta su integridad, y el estudiante empobrece su experiencia universitaria.
Quienes se resistan a dejarlo morir, y quieran dar vida a este ideal universitario tan fuera de las costumbres de nuestro tiempo, harán bien en estudiar esa polaridad entre «influencia» profesoral y «disciplina» colegial. Y en cualquier caso, quienes aprecien aquel hechizo juvenil compuesto de admiración y asombro por los profesores, su magisterio y el lugar donde todo aquello tenía lugar entre compañeros y coetáneos, un verdadero «estado de excepción» entre el continuo de lugares ordinarios, encontrarán en este libro del cardenal y rector Newman también un recordatorio.
Tales visiones avivarán su inteligencia y su corazón por el recuerdo de aquellos años de estudio y juventud —la verdadera patria de su juventud— y por esa forma de vida institucionalizada en la universidad y hoy apenas posible, si es que todavía lo es.
«¿Habrá de decirse en el futuro que la obra no necesitaba más que corazones buenos y valientes, pero que no los encontró?» (p. 95).
Higinio Marín
Rector de la Universidad CEU Cardenal Herrera
Introducción
La Universidad Católica de Irlanda y los discursos sobre educación
El 15 de abril de 1851, Newman recibió una carta del entonces obispo de Armagh, Paul Cullen (1803-1878), en la que le pedía unas conferencias sobre educación. A instancias de Pío IX, los obispos irlandeses se proponían fundar una universidad en Dublín que ofreciera a los irlandeses formación universitaria católica. Seis años antes, el primer ministro del Reino Unido, Robert Peel, en un deseo de ofrecer educación no confesional anglicana para los presbiterianos y católicos romanos, había promovido la creación de tres Queen’s colleges, pertenecientes a la Queen’s University of Ireland, que serían no confesionales y tendrían sede en Galway, Belfast y Cork. Se trataba de una propuesta política del gobierno —Irlanda formaba parte del Reino Unido— de ofrecer educación superior a quienes no pertenecían a la religión estatal, sin que tuvieran que suscribir los 39 artículos de la Iglesia anglicana. La iniciativa era a su vez una expresión del liberalismo político creciente en el Reino Unido y fue acogida favorablemente solo por una minoría de los obispos católicos. La reacción de Roma fue prohibir que los católicos acudieran a esa universidad. A cambio, Pío IX impulsó la creación de una universidad católica similar a la de Lovaina.
La solicitud de Cullen provocó en Newman sentimientos encontrados. Por una parte, su paso por Oxford había calado hondo en su personalidad. Desde su incorporación como fellow de Oriel College (1822), interpretó su vocación universitaria con auténtico sentido de misión. Lo consideraba un servicio de carácter religioso y su intención era permanecer allí de por vida como fellow, lo cual comportaba que su condición de clérigo la viviría con la atípica decisión de mantener el celibato. Años más tarde, en 1845, encontró la luz que le movió a profesar la fe católica romana, precisamente en su dedicación exclusiva a esta vocación como predicador en St. Mary’s al servicio de la Palabra, estudioso y defensor de las raíces apostólicas de su Iglesia desde los primeros siglos de cristianismo, y también como celoso tutor, mientras pudo, del bien integral de los estudiantes. Desde la perspectiva de su profundo sentido vocacional —que mantuvo hasta el final de su vida, aunque de otra manera desde su conversión—, la oportunidad de colaborar con la iniciativa de la jerarquía católica de poner en marcha una universidad le resultaba gozosa.
Sin embargo, como fundador y superior del Oratorio de San Felipe Neri en Birmingham, consideraba que su deber era permanecer junto a sus hermanos de comunidad. La dedicación que le supondría la universidad en Dublín le parecía incompatible con la vida que había elegido. Por eso, cuando meses más tarde Cullen le solicitó que fundara y fuera el primer rector de la universidad, propuso asumir un cargo de menor relevancia, el de director de estudios, para limitar sus ausencias de Birmingham. Fueron los propios oratorianos los que consiguieron que aceptara ser la máxima autoridad en la universidad, a pesar de las muchas y largas estancias en Dublín que implicaría.
Había en la conciencia de Newman otra oposición de sentimientos, que es la que afrontó en la preparación de los discursos sobre educación que le había solicitado Cullen y durante toda su singladura como rector de la universidad. Si bien tuvo a lo largo de su vida como tácita divisa la oposición al liberalismo secularizador británico —tal y como reconoció en el discurso de recepción del birrete cardenalicio en 1879—, no compartía el planteamiento catequético y moralizante que Pío IX y los obispos irlandeses propugnaban, para contrarrestarlo mediante la enseñanza en la universidad católica. La filosofía newmaniana sobre la educación universitaria transita tan alejada de aquel liberalismo como de este clericalismo que, a la postre, motivó su renuncia y abandono de la Universidad Católica de Irlanda en 1858, como relata detalladamente en su Memorandum about My Connection with the Catholic University de 1872.
Como respuesta a la solicitud de Cullen, impartió en Dublín cinco conferencias a lo largo del año 1852, que fueron publicadas el año siguiente como Discourses on the Scope and Nature of University Education: Addressed to the Catholics of Dublin. Él mismo considera esta obra como una de sus dos artísticamente más perfectas, y otros la reconocen como un clásico de prosa inglesa. Después escribió —aunque no llegó a pronunciar— las Lectures and Essays on University Subjects, que se publicaron en 1859. En 1873, compiló ambos textos en una edición revisada, cuyo título es el conocido The Idea of a University.
MacIntyre ha descrito la filosofía sobre educación de Newman como una providencial vía media entre el liberalismo y el clericalismo, en un momento en el que el catolicismo parecía intelectualmente insuficiente para dar respuesta a las justas reivindicaciones de una razón secular⁵. Se trata de un sabio equilibrio que respeta la autonomía metodológica de cada disciplina científica en lo relativo a su objeto de estudio, al tiempo que postula la unidad de todos los saberes en torno a la teología, ya que cada uno apunta desde su perspectiva a la única verdad cuya fuente es Dios. El método científico y las decisiones relativas al gobierno de los asuntos temporales de la universidad no admiten interferencias del credo religioso; pero el conocimiento de la teología cristiana, cuya fuente es la Revelación, es referencia para la armonía y horizonte del diálogo interdisciplinar.
Estos discursos han conocido numerosas ediciones y traducciones a multitud de idiomas. Sobre ellos se han hecho estudios profundos y todavía hoy son referencia casi inexcusable para cualquier ensayo sobre la docencia en la universidad. Sin embargo, no son suficientes para comprender a fondo la idea de Newman sobre la institución universitaria. De hecho, The Idea of a University se centra en la educación más que en el ser de la universidad. Durante el ejercicio de su rectorado y posteriormente, publicó otros veinte artículos recogidos bajo el título The Rise and Progress of Universities¸ una obra que ha tenido mucha menor difusión y cuya primera traducción al español presentamos en este volumen⁶. Es aquí donde se plantea y responde esencialmente a la pregunta ¿qué es una universidad?
Idea y Rise and Progress son fuentes complementarias e inseparables —dicho en términos del propio Newman: idea e imagen, respectivamente— para comprender cabalmente la propuesta universitaria del santo cardenal inglés. A estos dos valiosos volúmenes hay que añadir la miscelánea documental recogida por el mismo Newman en los dos volúmenes editados bajo el título My Campaign in Ireland. Part I: Catholic University Reports and Other Papers y My Campaign in Ireland. Part II: My Connection with the Catholic University. Esta obra tuvo una exigua difusión tras la muerte de Newman, en una edición parcial y privada de Neville, en 1896. Recientemente, Paul Shrimpton ha publicado una extraordinaria edición crítica de ambos volúmenes con largas y valiosas introducciones y anotaciones al texto. Cualquier investigador de Newman y la universidad encontrará en esos textos la aplicación de Idea y Rise and Progress a la Universidad Católica de Irlanda, además de otros valiosos documentos.
El principio de influencia personal
Los estudiosos de Newman coinciden en señalar que es imposible categorizarlo como filósofo o teólogo, aunque lo sea. Su vasta y variada obra no es fruto de una reflexión sistemática y científica, sino que tiene más bien el carácter vivencial de respuestas dadas en circunstancias históricas concretas por un gran intelectual, dotado de una fina sensibilidad y comprometido con las causas religiosas y sociales de su tiempo. Tiene múltiples estudios históricos, propuestas teológicas, reflexiones filosóficas, artículos periodísticos, conferencias y sermones pastorales, decenas de miles de cartas, un diario personal, etc. Su obra, recogida en noventa volúmenes, da razón de su extraordinaria erudición y es considerado un exponente de la literatura victoriana inglesa. Es prácticamente inabarcable y resultaría incomprensible sin una aproximación a la doctrina desde la biografía del propio Newman. Porque, con excepción de la Grammar of Assent, que es una obra de madurez y fruto de una reflexión de casi cuatro décadas, sus publicaciones requieren comprender el contexto, aunque su validez perdure todavía hoy en la mayoría de los casos. Una de las claves biográficas y de su doctrina es lo que él llama el principio de influencia personal. No en vano, autores como Crosby lo consideran un precursor de la corriente filosófica personalista por este motivo.
Como él mismo reconoce en su autobiografía Apologia pro Vita Sua (1865), la amistad y la influencia que sobre él ejercieron compañeros como Richard Whately, Edward Hawkins, Samuel y Henry Wilberforce, Richard Hurrel Froude o John Keble, entre otros, le ayudaron a desarrollar con rigor el pensamiento crítico entre los dieciocho y los treinta años —tramo vital que Newman considera decisivo en la formación del carácter—, y fueron decisivas para los cambios en su trayectoria religiosa desde su calvinismo de corte evangélico hasta el catolicismo romano. Sin que nadie tratara de persuadirle en sus cambios, acogía las convicciones de los otros y las asumía como propias o las rechazaba total o parcialmente tras un fino y profundo análisis crítico. Su relación con los más cercanos era fuente para su propia prudencia y orientación personal. Incluso durante su formación en Roma para el presbiterado católico, se ocupó de buscar personas con las que establecer una enriquecedora vida en común exenta de regla. Así surge su decisión de ingresar en la congregación del Oratorio de San Felipe Neri y fundar en Birmingham la primera comunidad oratoriana del Reino Unido.
Al final de la década de 1820, su estudio del cristianismo en la época arriana le llevó a la inequívoca conclusión de que la supervivencia de la ortodoxia de la doctrina cristiana no se dio por la actuación magisterial de la jerarquía o los concilios, sino por la influencia que ejercieron en sus allegados los sacerdotes y laicos que encarnaron la fe y la comunicaron de modo personal. Así lo recoge en su quinto sermón universitario, cuyo argumento es precisamente que la transmisión de la fe no depende tanto de la calidad de los razonamientos o de los medios como de la influencia personal. En su Grammar of Assent defiende la influencia personal como fuente de certeza en el conocimiento. Dice que es cierto el conocimiento al que se llega de modo subjetivo —mediante lo que llama «sentido ilativo»— por convergencia de probabilidades, a las cuales se accede muchas veces por la observación y relación con otras personas.
Incluso su discurso sobre la predicación universitaria postula que la eficacia de un sermón no reside tanto en la corrección y orden expositivo, ni en los argumentos —que nunca deben faltar—, sino en el ethos personal del predicador, que se hace presente en la misma predicación y se manifiesta en el gesto, la mirada, el tono de voz, etc. No es aventurado concluir que para Newman la influencia personal es también la clave de la evangelización:
La voz viva, el aliento del otro y la expresión de su semblante son los que predican, los que catequizan. La verdad —ese principio sutil, invisible y de tipos muy diversos— se vierte en el espíritu del discente por sus ojos y oídos, a través de sus afectos, su imaginación y su entendimiento; se vierte en su espíritu y se sella allí a perpetuidad a base de proponerla, repetirla, a base de preguntar y volver a preguntar, de corregir y explicar, de avanzar y recurrir entonces a los primeros principios, a base de emplear todos esos modos que lleva implícitos la palabra «catequizar» (p. 51).
El principio de influencia personal consta de testimonio y acogida. Una relación creativa en la que los valores encarnados se transmiten en mayor o menor medida según sea la disposición del receptor. La efectiva influencia requiere un amplio espacio de libertad en la relación y encuentra su mejor síntesis en el lema que Newman asumió al recibir el cardenalato (1879): Cor ad cor loquitur. Esta apertura, junto con el sentido crítico para protegerse de la influencia perniciosa, permite enriquecer la biografía, hace efectiva la evangelización y subyace en el convencimiento de Newman de que, cuando concurren la búsqueda de la verdad y la disposición a acogerla, tiene lugar la universidad. La influencia personal acontece allí en el diálogo vivo entre estudiosos y alumnos:
[La universidad] es el lugar donde el profesor se torna elocuente, donde es misionero y predicador, donde muestra su ciencia de forma más completa y atractiva, donde la entrega con el celo que da el entusiasmo y enciende los pechos de los que lo escuchan con el amor que siente por ella. Es el lugar donde el catequista hace buena la tierra que pisa al avanzar, engendrando día a día la verdad en la memoria dispuesta e introduciéndola y afirmándola en la razón que se expande. Es un lugar que se gana la admiración de los jóvenes por su celebridad, enciende los afectos de los hombres de mediana edad por su belleza y afianza la fidelidad de los ancianos por los recuerdos. Es asiento de la sabiduría, luz del mundo, ministro de la fe y alma mater de la generación que se está formando (pp. 52-53).
The Rise and Progress of Universities
La viabilidad de una universidad católica en Irlanda pasaba por convencer a los propios irlandeses de su necesidad. Con el inicio del primer curso académico de la Universidad Católica de Irlanda, Newman fundó la Catholic University Gazzete, donde publicó semanalmente, entre junio y diciembre de 1854, los artículos que, a finales de 1856, reunió bajo el título Office and Work of Universities. Finalmente, en 1872, los reeditó con el título The Rise and Progress of Universities, por considerarlo más adecuado al contenido del texto.
En el capítulo introductorio, Newman explica que el pesimismo generalizado sobre el proyecto universitario proviene de la opinión pública, cuya fuerza reside no tanto en argumentos convincentes como en imágenes impresionantes. Ese es el motivo por el que transmite sus ideas no según la lógica formal sino mediante una «imaginación histórica»: una imagen capaz de hacer llegar al corazón del lector las ideas que transmite y transformar el asentimiento nocional —es decir, intelectual— que pretenden los argumentos de The