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Un hombre feliz y otros cuentos de humor
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Libro electrónico227 páginas3 horas

Un hombre feliz y otros cuentos de humor

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Antología que recoge treinta y tres cuentos de humor de Chéjov, el creador del relato moderno, escritos con la distinción característica de sobriedad, economía de recursos, lenguaje sencillo.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento2 ene 2024
ISBN9789560017710
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    Un hombre feliz y otros cuentos de humor - Antón Pávlovich Chéjov

    Introducción

    De origen modesto, nieto de un siervo de la gleba, Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904) era el tercero de los seis hijos de un comerciante de Taganrog, una pequeña ciudad a orillas del Mar Negro. En 1879, al finalizar sus estudios en la escuela, Chéjov viajó a Moscú para estudiar medicina. Por entonces, la situación de la familia Chéjov era muy comprometida, pues su padre había quebrado y ya en 1876 se había trasladado a la capital para evadir a los acreedores. Antón Pávlovich vuelve a reunirse con su familia en Moscú y comprende que deberá hacerse cargo de mantener a sus padres y hermanos. Con ese propósito comienza a alternar sus estudios universitarios con la redacción de breves relatos humorísticos, crónicas, que empezarán a publicarse a partir de 1880. A este período corresponden los cuentos que integran la presente antología.

    El joven Chéjov, que por entonces solía firmar con el seudónimo Antosha Chejonté (de risibles ecos franceses), escribió en revistas humorísticas y literarias, y de esa época datan los ciclos Cuentos de Melpómene (1884), Relatos abigarrados (1886), En el crepúsculo (1887) y Palabras inocentes (1887). En ellos hallamos algunos de los rasgos característicos de su posterior narrativa: laconismo, economía de recursos, lenguaje sencillo, atención al detalle. Según las memorias de sus contemporáneos, Chéjov podía inspirarse con el primer argumento que apareciera ante sus ojos, examinarlo desde un ángulo cómico o triste y bosquejar ya un relato: a veces un simple episodio, una pequeña escena, a veces una sátira, a menudo una broma.

    En estas narraciones, la risa de Chéjov es con frecuencia la manifestación de un temperamento jovial, alegre, puesto que por sí misma es un indicador de un ánimo sano, vivaz. Sin embargo, ya en ellas el humor es empleado para revelar los contrastes de la vida o las consecuencias del ambiente social. Chéjov no se preocupa tanto por la verosimilitud de la situación que recrea. La caricaturización y la hipérbole son sus recursos habituales. Nombres y apellidos inventados, cargados semánticamente, subrayan las intenciones acusadoras o burlescas del autor («Una noche de espanto», «La visita», «El orador»).

    A la par de las caricaturas y de esas escenas imaginarias, el joven Chéjov ya deja entrever una gran capacidad de observación y una singular facilidad para dibujar del natural siluetas artísticas: estudiantes, niños, funcionarios, solicitantes, borrachos se nos muestran en toda su dimensión.

    En ocasiones, cierto instinto oculto lo conduce a denunciar las aberraciones sociales, pero Chéjov no es aún un auténtico satírico y solo por momentos, como involuntariamente, se aproxima a la sátira («El gordo y el flaco»); dicha denuncia, en efecto, no hace pie en una concepción del mundo determinada, en una teoría definida, sino en el más llano sentido común, en la presentación sin ideas preconcebidas de una persona normal, moral y físicamente saludable que sigue las inclinaciones espontáneas de su ser y persigue ambiciones netamente humanas. Más tarde, Chéjov haría de este procedimiento su credo de artista libre, buscando evadir la tradición moralista que había seguido la literatura de su país en el siglo XIX.

    Paradójicamente, o no tanto, el humor de Chéjov redime quizás más que los grandes alegatos religiosos y humanistas de su tiempo. La escala humana de sus personajes, con sus vicios, manías y defectos, sirve en buena medida para producir el efecto de comicidad, ya que el lector se reconoce en esos enredos y malentendidos cotidianos, en los cuales la fuerza de lo omitido es mayor que la de lo expresado.

    Alejandro Ariel González

    Una obra de arte

    Llevando bajo el brazo algo envuelto en el número 223 de La gaceta bursátil, Sasha Smirnov, hijo único, puso una mueca agria y entró en el despacho del doctor Koshelkov.

    –¡Ah, querido joven! –lo recibió el doctor–. Y ¿cómo nos sentimos? ¿Qué cuenta de nuevo?

    Sasha empezó a parpadear, se llevó la mano al corazón y dijo con voz conmovida:

    –Iván Nikoláevich, mamita le envía un saludo y me manda agradecerle... Soy su único hijo, y usted me salvó la vida... me curó de una enfermedad peligrosa, y... ninguno de los dos sabemos cómo agradecérselo.

    –¡Bueno, joven! –lo interrumpió el doctor, derritiéndose de placer–. Hice lo que cualquiera habría hecho en mi lugar.

    –Soy su único hijo... Somos gente pobre y, claro, no podemos pagarle por su trabajo, y... nos da mucha vergüenza, doctor, aunque, por lo demás, mamita y yo..., su único hijo, le pedimos encarecidamente que acepte en señal de nuestra gratitud... esta cosa, que... Una cosa muy valiosa, de bronce antiguo... una extraordinaria obra de arte.

    –¡No hacía falta! –frunció el ceño el doctor–. A ver, ¿a qué viene esto?

    –No, por favor, no lo rechace –continuó farfullando Sasha mientras abría el paquete–. Si lo rechaza me ofenderá a mí y a mi mamita... Es una cosa muy linda... de bronce antiguo... Nos quedó de mi difunto papito, y la hemos conservado como un recuerdo querido... Mi papito compraba bronce antiguo y lo vendía a los aficionados... Ahora mamita y yo nos dedicamos a lo mismo...

    Sasha desenvolvió el objeto y lo puso con solemnidad sobre la mesa. Era un candelabro no muy alto de bronce antiguo, un trabajo artístico. Representaba un grupo: en el pedestal había dos figuras de mujer con ropas de Eva y en unas posturas para cuya descripción no tengo el suficiente coraje ni el debido temperamento. Las figuras sonreían coquetas y su aspecto general indicaba que, si no fuera por la obligación que tenían de sostener la palmatoria, saltarían del pedestal y armarían en la habitación un escándalo tal que solo pensar en él, mi lector, resulta indecoroso.

    Después de examinar el regalo, el doctor se rascó lentamente detrás de la oreja, carraspeó y se sonó la nariz con gesto inseguro.

    –Sí, en efecto es un objeto hermoso –musitó–, pero... por así decir, no es adecuada..., no es muy poética que digamos... Eso ya no es un escote, sino el diablo sabrá qué...

    –Es decir, ¿a qué se refiere?

    –Ni la serpiente bíblica podría haber concebido algo más obsceno. ¡Poner sobre la mesa semejante fantasmagoría sería manchar el honor de toda la casa!

    –¡Qué modo raro tiene de apreciar el arte, doctor! –se ofendió Sasha–. ¡Si se trata de un objeto artístico! ¡Mírelo bien! ¡Hay en él tanta belleza y gracia que nuestra alma se embarga de un sentimiento piadoso y se nos hace un nudo en la garganta! Cuando ves tanta belleza olvidas todo lo terrenal... ¡Mire cuánto movimiento, cuánta ligereza, cuánta expresividad!

    –Todo eso lo entiendo muy bien, querido mío –lo interrumpió el doctor–, pero yo soy un hombre de familia, mis hijitos corretean por todas partes y a casa suelen venir señoras.

    –Claro, mirado desde el punto de vista de la masa –dijo Sasha–, por supuesto, esta gran obra artística adquiere otra luz... Pero usted, doctor, colóquese por encima de la masa, más aún cuando con su negativa a aceptarlo nos amargaría profundamente a mi mamita y a mí. Soy su único hijo... usted me salvó la vida... Le entregamos el objeto que más queremos, y... y no puedo más que lamentar no tener la pareja de este candelabro...

    –Gracias, querido, les agradezco mucho... Envíele un saludo a mamita, pero, en verdad, piense que aquí corretean mis hijitos y suelen venir señoras... ¡Pero bueno, por lo demás, déjelo aquí! Es inútil disuadirlo.

    –No hay más que hablar –se alegró Sasha–. Coloque este candelabro aquí, junto al jarrón. ¡Qué lástima que no tengo su pareja! ¡Qué lástima! Bueno, adiós, doctor.

    Cuando Sasha salió, el doctor contempló largo rato el candelabro rascándose la oreja y cavilando.

    «Es un objeto magnífico, sin dudas –pensaba–, y da lástima tirarlo... Pero dejarlo aquí es imposible... ¡Hum!... ¡Vaya problema! ¿A quién regalarlo o darlo como pago?».

    Tras largo cavilar, recordó a su mejor amigo, el abogado Újov, con quien estaba en deuda por haberle llevado un juicio.

    –Perfecto –decidió el doctor–. Como es mi amigo, le resultará incómodo aceptarme dinero, y quedará muy bien si le regalo algo. ¡Le llevaré a él este adefesio! Además es soltero y frívolo...

    Sin dar largas al asunto, el doctor se vistió, tomó el candelabro y se dirigió a casa de Újov.

    –¡Hola, amigo! –dijo al encontrar a su amigo en casa–. He venido... He venido a agradecerte, hermanito, por las molestias que te has tomado... Como no quieres aceptarme dinero, toma al menos esta cosita... aquí tienes, hermanito mío... ¡Una cosita de lujo!

    Al ver la cosita, el abogado entró en un éxtasis indescriptible.

    –¡Vaya pieza! –exclamó el abogado lanzando una carcajada–. ¡Ah, diablos! ¡Ni el mismísimo demonio inventaría algo así! ¡Magnífico! ¡Admirable! ¿De dónde sacaste esta preciosura?

    Luego de haber desahogado su entusiasmo, el abogado miró temeroso hacia las puertas y dijo:

    –Solo que, hermano, llévate tu regalo. No lo tomaré...

    –¿Por qué? –se asustó el doctor.

    –Pues porque... Aquí suele venir mi madre y también los clientes..., y hasta de los criados me daría vergüenza.

    –No, no, no... ¡No te atrevas a rechazarlo! –dijo el doctor agitando las manos–. ¡Sería una cochinada de tu parte! Es un objeto artístico... tanto movimiento..., expresividad... ¡No quiero ni hablar! ¡Me ofendes!

    –Si al menos estuviera envuelto o cubierto con hojas de higuera...

    Pero el doctor agitó aún más las manos, salió del cuarto de Újov y, satisfecho por haberse sacado de encima el regalo, se fue a su casa...

    Cuando el doctor salió, el abogado examinó el candelabro, lo palpó con sus dedos por todos los costados y, al igual que el doctor, se devanó los sesos preguntándose qué haría con él.

    «Es un objeto precioso –razonaba–, y da lástima tirarlo, pero tenerlo en casa sería indecente. Lo mejor será regalárselo a alguien... Ya sé, hoy a la noche le llevaré este candelabro al cómico Shashkin. Al canalla le gustan estas cosas, y además hoy justo tiene una función benéfica...».

    Dicho y hecho. Por la noche, un candelabro minuciosamente envuelto fue entregado al cómico Shashkin. Durante toda la noche el camarín del cómico fue tomado por asalto por hombres que querían admirar el regalo; todo el tiempo se oían allí exclamaciones y risas exaltadas semejantes a relinchos de caballo. Si alguna de las actrices se acercaba a la puerta y preguntaba: «¿Se puede pasar?», enseguida se oía la voz ronca del cómico:

    –¡No, no, madrecita! ¡No estoy vestido!

    Después del espectáculo, el cómico, encogiéndose de hombros y abriendo los brazos, decía:

    –Y bien, ¿dónde meteré esta porquería? ¡Porque vivo en un cuarto privado! ¡Suele haber actrices en casa! ¡Esto no es una fotografía, no puedes ocultarlo en un cajón!

    –Usted, señor, véndalo –le aconsejó el peluquero mientras lo desvestía–. Aquí en el arrabal vive una viejita que compra bronce antiguo... Vaya y pregunte por Smirnova... Todos la conocen.

    El cómico obedeció. Dos días después Koshelkov estaba sentado en su despacho y, con el dedo apoyado en su frente, pensaba en los ácidos biliares. De pronto se abrió la puerta y en el despacho irrumpió Sasha Smirnov. Estaba sonriente, radiante y toda su figura irradiaba felicidad... En sus manos sostenía algo envuelto en un periódico.

    –¡Doctor! –dijo sofocándose–. ¡Imagínese mi alegría! ¡Por suerte para usted, hemos logrado adquirir la pareja de su candelabro!... Mamita está tan feliz... Soy su único hijo... usted me salvó la vida...

    Y Sasha, temblando de gratitud, colocó ante el doctor el candelabro. El doctor abrió la boca, quiso decir algo, pero no pudo: se había quedado sin habla.

    La visita

    Al abogado Aguaséltzev se le cerraban los ojos. La naturaleza se había sumido en las tinieblas. La brisa había cesado, los coros de pájaros se habían llamado a silencio, el ganado yacía inmóvil sobre la hierba. La esposa de Aguaséltzev ya hacía tiempo que se había acostado, los criados también habían conciliado el sueño, los animales de la granja se habían dormido; solo Aguaséltzev no había podido retirarse a su cuarto, a pesar de que los párpados le pesaban como plomo. Ocurre que tenía en casa a una visita, el vecino de la dacha contigua, el general retirado Malaliéntov. Este, así como había llegado después del almuerzo y se había arrellanado en el sofá, no se había levantado una sola vez, como si se hubiera pegado. Permanecía sentado y con voz ronca y gangosa relataba cómo en 1842, en la ciudad de Kremenchuk, un perro rabioso lo había mordido. Había finalizado y vuelto a empezar. Aguaséltzev era presa de la desesperación. ¡Qué no había hecho para mandar de paseo a su visita! A cada momento miraba el reloj, decía que le dolía la cabeza, a cada instante salía de la habitación en la que estaba la visita, pero no había remedio. La visita no comprendía y seguía con lo del perro rabioso.

    «¡Este viejo podrido se quedará hasta la mañana! –pensaba furioso Aguaséltzev–. ¡Vaya alcornoque! Bueno, si no entiende las alusiones más sencillas, habrá que emplear métodos más rústicos».

    –Escuche –dijo en voz alta–, ¿sabe por qué me gusta la vida en la dacha?

    –¿Por qué?

    –Porque aquí puede uno regular la vida. En la ciudad es difícil observar un régimen determinado, pero aquí sucede lo contrario. A las nueve nos levantamos, a las tres almorzamos, a las diez cenamos y a las doce dormimos. De hecho, a las doce yo siempre estoy en la cama. Que Dios me guarde de acostarme más tarde: ¡al otro día no podría librarme de la jaqueca!

    –Ni que lo diga… Cada cual tiene sus costumbres, en efecto. Vea usted, yo tenía un conocido, un tal Kliushkin, un capitán ayudante. Lo conocí en Sérpujov. Pues bien, este Kliushkin…

    Y el coronel tartamudeando, chasqueando la lengua y gesticulando con sus gruesos dedos, se puso a contar sobre Kliushkin. Dieron las doce, la aguja del reloj se acercaba a las doce y media y él seguía contando. Aguaséltzev empezó a transpirar.

    «¡No entiende! ¡Qué estúpido! –se decía furioso–. ¿Acaso piensa que su visita me resulta placentera? ¿Cómo lo mandaré de paseo?».

    –Escuche –interrumpió al coronel–. ¿Qué debo hacer? ¡Me duele mucho la garganta! El diablo me habrá mandado ir a visitar hoy por la mañana a un conocido mío cuyo hijo tiene difteria. Seguro que me contagié. Sí, siento que me contagié. ¡Tengo difteria!

    –¡Suele pasar! –exclamó impasible y con voz gangosa Malaliéntov.

    –¡Es una enfermedad peligrosa! Además de estar enfermo yo, puedo contagiársela a otros. ¡Es una enfermedad sumamente contagiosa! ¡Ojalá que no se la pegue a usted, Parfeni Sávvich!

    –¿A mí? ¡Je, je! He vivido en hospitales para enfermos de tifus y no me contagié, y ahora resulta que me voy a contagiar de usted. Je, je… A mí, viejo repollo, ya no me agarra ninguna enfermedad, padrecito. Los viejos somos vivaces. En nuestra brigada había un anciano muy viejito, el teniente coronel Trèbien…, de origen francés. Bueno, este Trèbien…

    Y Malaliéntov empezó a contar sobre la vivacidad de Trèbien. El reloj dio las doce y media.

    –Perdone que lo interrumpa, Parfeni Sávvich –gimió Aguaséltzev–. ¿Usted a qué hora suele acostarse?

    –A veces a las dos, a veces a las tres, y hay ocasiones en las que directamente no me acuesto, sobre todo si estoy en buena compañía o si el reumatismo hace de las suyas. Hoy, por ejemplo, me acostaré a eso de las cuatro, porque dormí bien antes del almuerzo. Puedo prescindir por completo del sueño. En la guerra pasábamos semanas enteras sin dormir. Una vez ocurrió esto. Estábamos cerca de Ajaltsija…

    –Perdón, pero yo siempre me acuesto a las doce. Me levanto a las nueve, por eso a la fuerza debo acostarme temprano.

    –Por supuesto. Levantarse temprano además es bueno para la salud. Así que bueno…, estábamos cerca de Ajaltsija…

    –¿Qué diablos será esto? Tengo escalofríos, ardo de fiebre. Siempre me ocurre lo mismo antes de un ataque. Debo decirle que a veces me agarran extraños ataques de nervios. A eso de la una de la noche…, de día no me ocurre…, de pronto en la cabeza siento un zumbido: zzzz… Pierdo la conciencia, pego un salto y empiezo a arrojar a los míos lo primero que encuentro. Si encuentro un cuchillo, les tiro un cuchillo; si es una

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