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El sueño de la razón: Modernidad y posmodernidad: razones, mitos, constructos
El sueño de la razón: Modernidad y posmodernidad: razones, mitos, constructos
El sueño de la razón: Modernidad y posmodernidad: razones, mitos, constructos
Libro electrónico1386 páginas42 horas

El sueño de la razón: Modernidad y posmodernidad: razones, mitos, constructos

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Información de este libro electrónico

En el mundo occidental, el intento moderno y posmoderno de extirpar las raíces culturales judeocristianas ha llevado a un vaciamiento de la moral y a un empobrecimiento de la razón política que supera los linderos de la indigencia. La amoralidad propia de la época ha tenido como inmensa cosecha el desconcierto.

La crisis de la fe en Dios, en tiempos de agresiva secularización, ha terminado por generar en el hombre de la modernidad y la posmodernidad una crisis de la comprensión del ser humano, el cual ha devenido casi cualquier cosa y ha sido sujeto de cualquier atributo que se le quiera asignar, con la consiguiente, conocida y peligrosa deriva totalitaria de la cual Occidente puede ofrecer tenebrosos ejemplos.

La superación de esta crisis requiere una teoría política, elaborada por creyentes, que supere la visión de radicalidad antropocéntrica que supone la primacía del pensar sobre el ser y que postula que el hombre es para el hombre el ser supremo.

En este sentido, para recuperar la dignidad de la razón política, el ser humano debe volver humildemente a Dios, a la metafísica, al realismo o, lo que es lo mismo, a la primacía del ser. De hacerlo, la nueva cultura que se elevará sobre los restos de la posmodernidad buscará la recuperación filosófica de la persona humana y afirmará un humanismo abierto a la trascendencia; un humanismo que encuentre en Dios la base de la dignidad de lo humano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ene 2024
ISBN9788412797602
El sueño de la razón: Modernidad y posmodernidad: razones, mitos, constructos

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    El sueño de la razón - José Rodríguez Iturbe

    Epub_Cubierta_El_sueno_de_la_razon.jpg

    © José Rodríguez Iturbe, 2024

    © Editorial Alfa, 2024

    Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Editorial Alfa

    Apartado postal 50304. Caracas 1050, Venezuela

    e-mail: contacto@editorial-alfa.com

    www.editorial-alfa.com

    ISBN

    Edición impresa: 978-84-127318-9-7

    Edición digital (Epub): 978-84-127976-0-2

    Corrección de estilo

    Magaly Pérez Campos

    Maquetación

    Editorial Alfa

    Imagen de portada

    El sueño de la razón produce monstruos.

    Francisco Goya, 1799. Museo del Prado, Madrid.

    Diseño de colección

    Ulises Milla Lacurcia

    El sueño de la razón

    Modernidad y posmodernidad: razones, mitos, constructos

    José Rodríguez Iturbe

    Editorial Alfa

    144 | Colección Trópicos

    Índice

    Agradecimientos

    Introducción

    Primera parte: Razones

    Capítulo 1. Descartes: la primacía del pensar sobre el ser

    La duda metódica

    Dios

    El giro cartesiano

    La moral

    La política

    La autoconciencia

    El cogito y la escucha de la verdad

    El contradictorio absoluto del relativismo

    Incertidumbre y angustia

    Capítulo 2. Hobbes: el pactismo de los súbditos

    Vida

    Polémicas de Hobbes y la intelligentsia religiosa y universitaria anglicana

    De cive (The Citizen)

    El Leviatán

    La corporeidad

    El estado de naturaleza y el homo homini lupus

    El contrato (covenant). El trasfondo teológico

    El estado civil

    Individualismo positivista

    Individuo, egoísmo, hedonismo y poder

    Capítulo 3. Locke: el empirismo burgués

    Vida

    Un ensayo sobre el entendimiento humano

    Dos tratados de gobierno

    Carta sobre la tolerancia

    Inmanentismos y totalitarismos

    La destrucción de la persona y la cultura de la muerte

    Capítulo 4. El siglo de las luces

    El empirismo inglés. El ideal progresista

    Bacon

    Berkeley

    Hume

    El deísmo

    Del deísmo al ateísmo

    La Enciclopedia

    Helvétius

    Capítulo 5. Montesquieu: el liberalismo aristocrático

    Las Cartas persas

    Consideraciones sobre la grandeza y la decadencia de los romanos

    El espíritu de las leyes

    Formas de gobierno

    La división de poderes

    El clima y la geografía

    Comercio

    Religión

    El liberalismo aristocrático

    La libertad política y la separación de poderes

    Capítulo 6. Rousseau: el absolutismo democrático

    Vida y obra

    El primer Discurso

    El segundo Discurso

    El tercer Discurso

    Julia o la nueva Eloísa

    Ensueños del caminante solitario

    Confesiones

    Emilio

    Del contrato social

    Antipoliticismo y antirrepresentación

    La voluntad general

    Hegel y Rousseau

    El estado de naturaleza

    La soledad rousseauniana

    Rousseau el sofista, para Berlin

    La visión crítica de Cochin

    Capítulo 7. El idealismo alemán: de Kant a Fichte

    La Ilustración alemana

    Herder

    Kant

    La etapa precrítica

    La Crítica de la razón pura

    El uso práctico de la razón. La moral

    La Crítica del juicio

    Filosofía del Derecho y del Estado

    Fichte

    Discursos a la nación alemana

    Berlin y la antropología filosófica de Fichte

    El Urvolk o el pueblo originario

    Subjetivismo y certeza

    La libertad

    La dimensión comunitaria

    El Zwingherr fichteano y el Führer nazista

    Capítulo 8. El Romanticismo alemán y Schelling

    El Romanticismo alemán

    Los precedentes

    Schelling, Romanticismo y mitología

    Influencia de Schelling en la filosofía de la estética y la filosofía del arte alemanas

    Schelling

    Schelling-Hegel

    Capítulo 9. Hegel: el Geist haciéndose en la historia

    La Constitución de Alemania

    El espíritu del cristianismo y su destino

    El hacerse del devenir dialéctico

    La Fenomenología del espíritu

    El Estado

    La política

    El señor y el esclavo

    La visión teológica

    La visión de la Historia

    Vida de Jesús

    Reducción de la teología a la filosofía

    Las etapas de la Historia

    El Estado redentor

    Pensar filosóficamente la religión

    El vuelo del búho de Minerva

    Capítulo 10. Marx: el materialismo revolucionario

    Región y familia

    Infancia y juventud

    El cambio espiritual

    Berlín: el nuevo mundo cultural

    La izquierda hegeliana

    Bruno Bauer y David Strauss

    La tesis doctoral

    Intento frustrado de vida académica

    Moses Hess y la Gaceta Renana

    Boda y familia

    El bienio parisino

    Encuentro parisino con Engels

    Los Manuscritos económico-filosóficos de 1844

    La Sagrada Familia

    El impacto de Feuerbach

    Vorwärts y la expulsión de Francia

    Tesis sobre Feuerbach

    Polémica con Proudhon

    La ideología alemana

    La Liga Comunista y el Manifiesto Comunista

    La Revolución de 1848

    Nueva Gaceta Renana

    Londres

    La lucha de clases en Francia 1848-1850

    El 18 de brumario de Luis Bonaparte

    Consolidación de la residencia de los Marx en Londres

    Contribución a la crítica de la economía política

    La I Internacional

    La guerra civil en Francia

    El capital

    La Crítica al Programa de Gotha

    La crítica al reformismo dentro del socialismo alemán

    Capítulo 11. El positivismo como totalización ideológica

    El positivismo

    Saint-Simon

    Comte

    Capítulo 12. Nietzsche: la muerte de Dios, el superhombre y la voluntad de poder

    Vida

    Los cuatro períodos

    Retórica, contradicción, subversión. La vuelta a arquetipos paganos

    Nietzsche y la filología clásica

    El absolutismo antropocéntrico

    Voluntarismo e irracionalismo

    El superhombre y el rechazo de la moral objetiva

    Su visión de la historia

    El desgarramiento religioso

    El nihilismo

    Individualismo y voluntad de poder

    Repercusión contemporánea de Nietzsche

    Segunda parte: Mitos

    Capítulo 13. Mito, religión, política y revolución

    El mito político

    El mito, según Girard

    Canetti, las masas y el mito

    Guardini y el mito

    El mito como sustituto de la religión

    Mito, razón moral y teologías políticas

    La visión ideológica del mito

    La polémica sobre Sorel

    El mito en Mariátegui

    Capítulo 14. El mito de los héroes

    Carlyle y la mitología de los héroes

    Obras de Carlyle

    Los héroes

    Cassirer y la idea del héroe en Carlyle

    Escepticismo antidemocrático y racismo

    Borges y Carlyle

    El protonazismo de Carlyle

    Capítulo 15. Mito del hombre blanco. Racismo y antisemitismo

    El mito racista en la Ilustración: Voltaire, Hume, Kant y Hegel

    Voltaire

    Hume

    Kant

    Hegel

    El mito del hombre blanco

    Gobineau

    Wagner

    Chamberlain

    Rhodes: mito racial y mito imperial

    Del mito revolucionario de la clase y el mito reaccionario de la raza. La conjunción histórica

    ¿Antijudaísmo en el joven Marx?

    Capítulo 16. Los mitos como mesianismos secularizados

    Jung

    Eliade

    Mesianismos secularizados

    Símbolo y mito en Cassirer

    Cassirer y los mitos políticos contemporáneos

    Spengler

    Capítulo 17. El pragmatismo americano: la democracia como religión política

    James

    Dewey

    El instrumentalismo lógico

    El meliorismo ético

    Educación y democracia

    Fe y religión

    Valoración crítica

    Tercera parte: Constructos

    Capítulo 18. Heidegger: la existencia y la nada

    Martin Heidegger

    Las dos etapas

    Analítica de la existencia

    Ser-en-el-mundo

    Co-existir, cuidado y existencia inauténtica

    La nada de la existencia, el ser-para-la-muerte

    y existencia auténtica

    Heidegger y el nazismo

    Capítulo 19. Del control de la psique al constructo del cuerpo

    La colonización académica de la segunda posguerra

    La pronta advertencia de Maritain

    Althusser

    Sartre y el vacío existencial

    Foucault y la biopolítica

    Lacan y la biopolítica

    El marxismo como narrativa de Lyotard

    Derrida y la deconstrucción

    Deleuze, liberación y ontología de la diferencia

    Guattari, la revolución molecular y la ecosofía

    Evaluación de conjunto de los filósofos de la diferencia

    Capítulo 20. El posmarxismo

    Laclau-Mouffe: mito secularista y posmarxismo

    Nueva izquierda, liberalismo de ruptura, anarquismo

    Radicalización del individualismo liberal

    Inclusión y marginalidad

    La base teórica de la nueva izquierda (posmarxista)

    Rebeliones y revoluciones

    El Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla

    Interrogantes e incertidumbres

    Capítulo 21. Rorty: la antiteología y la persona como constructo

    Vida

    Philosophy and the Mirror of Nature

    Consecuencias del pragmatismo

    El pragmatismo, una versión. (Antiautoritarismo en epistemología y ética)

    Apriorismo y sectarismo: la desaparición de la persona

    Capítulo 22. Vattimo: la hermenéutica nihilista y el pensamiento débil

    Il pensiero debole

    La conciencia hermenéutica

    Schleiermacher y Dilthey

    Pareyson

    La vertiente nihilista

    Nietzsche y Heidegger

    Adorno y Vattimo

    La nueva hermenéutica

    Ontología del declinar

    Verwindung como torsión o retorcimiento

    Verwindung y posmodernidad

    La historia

    La religión y la política

    Pensiero debole como rechazo del sentido común

    La dictadura del relativismo

    ¿Resulta liberación la dictadura práctica de las minorías?

    Capítulo 23. Cultura prometeica, lo sacro y la ecología profunda

    Il sacro selvaggio

    La naturaleza como sustituto de Dios

    Aniquilación de la persona

    La mítica recreacionista

    Escepticismo y nihilismo

    La ecología profunda

    Indigenismo, cíborg, cientismo

    La dogmática de la igualdad biocéntrica

    La variación del sentido de comunidad, derecho y persona jurídica

    La comunidad biótica y la ética de la Tierra

    La ecología profunda, neototalitarismo

    Cuarta parte: Hacia la recta ratio

    Capítulo 24. La pérdida de lo humano

    La recta razón y la arquitectura conceptual

    La memoria

    El complejo de Adán y la deriva hacia el superhombre

    La edificación del otro

    La apertura al predominio del sentimiento

    El voluntarismo antimetafísico

    La edificación del otro como invención del otro

    La inutilidad de cierta sociología pretendidamente científica

    El desvarío prometeico

    El bien del amado y la libertad de la creación

    Hegel: la disolución de la teología en la filosofía

    Verdad y libertad

    La otredad del semejante

    La desviación intelectual y existencial

    Del otro divino al otro humano

    La base del respeto a lo humano

    La superación de la Cristofobia

    La ideología de la fatalidad

    El intento de anticipar el futuro

    La necesidad de la relectura del cogito ergo sum

    La epistemofobia

    Capítulo 25. Al rescate de lo humano. La reinserción de lo divino

    Pangloss o la evasión ficticia

    La crisis moral de la posmodernidad

    El precipicio del transhumanismo

    La esterilidad de la cultura antiteológica

    La reconquista de lo humano

    La crisis de legitimación y las nuevas narrativas

    El integrismo futurista

    El intento de Hans Jonas

    La cultura de la sospecha

    Los mitos y el control de la historia

    La afirmación identitaria del neoprogresismo y la narrativa de la misantropía

    La prudencia como precaución

    Lo sublime tecnológico

    Las repúblicas bloqueadas

    La continuidad del esfuerzo por la nueva cultura

    El victimismo como autodefensa

    El populismo

    Ideología de género

    Strauss y Jenofonte

    El orden político

    Los juicios históricos

    La teología de la historia

    Confianza y perdón

    Fanta

    A Arístides Calvani Silva,
    Enrique Pérez Olivares
    y Guillermo Yepes Boscán.
    In memoriam

    Agradecimientos

    Estas páginas están dedicadas, con agradecimiento, a tres personas que me honraron con su amistad y cuya memoria venero. Los tres fueron académicos con destacada y meritoria actuación pública. Arístides Calvani Silva, egresado de Lovaina, fue el jefe de cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad Central de Venezuela (UCV) cuando, con mi doctorado en la Universidad de Navarra, comencé a dar clases en la UCV en octubre de 1966; fue luego ministro de Relaciones Exteriores. Enrique Pérez Olivares, ucevista con posgrado en La Sapienza, fue decano de Derecho de la UCV y primer rector de la Universidad Monteávila (UMA), donde fui decano de Derecho; además, se desempeñó como ministro de Educación y presidente del Instituto Internacional Jacques Maritain. Guillermo Yepes Boscán, ucevista igual que yo, sorbonnarde, fue profesor en la Universidad del Zulia (LUZ), ministro de Cultura y secretario general del Instituto Internacional Jacques Maritain. Esta obra está dedicada a ellos quienes, con su vida y magisterio, dejaron una huella profunda en la siembra y cultivo del humanismo cristiano.

    Agradezco el apoyo que obtuve de la Universidad de La Sabana para la edición de este libro. Soy en la universidad profesor titular de Historia de las Ideas y del Pensamiento Político. Debo dejar constancia de mi gratitud hacia los profesores Euclides Eslava Gómez, Camila Herrera Pardo y Cristian Rojas González. Sus sugerencias de fondo y de forma fueron oportunas y ayudaron, sin duda, a mejorar el trabajo. Mi agradecimiento no los hace solidarios de las fallas que una lectura crítica pueda descubrir en él. Sí los hace copartícipes de los aciertos que merezcan alabanza. Mi agradecimiento especial al rector Rolando Roncancio Rachid y al vicerrector de Profesores e Investigación, Juan Fernando Córdoba Marentes; así como a los profesores Carlos Enrique Arévalo Narváez, decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas; Vicente F. Benítez Rojas, director de Profesores e Investigación de la Facultad; Julián Enrique Rodríguez Plata, director de la carrera de Derecho; y Luisa María Lozano Díaz, directora de la carrera de Ciencias Políticas, por la comprensión y estímulo que siempre encontré en ellos.

    Bogotá, julio 2023

    Introducción

    El sueño de la razón produce monstruos. Así dice un aguafuerte de la serie Los caprichos, de Francisco de Goya y Lucientes. El sueño de la razón es la razón desordenada. No es la razón la que produce monstruos, sino su sueño. El sueño es un período de inconsciencia en el cual suele darse el procesamiento y la consolidación de la memoria. Pero no solo de la memoria; también de la fantasía, de la irrealidad, del escapismo, del absurdo. Suele llamarse ensueño a los procesos fantásticos que experimenta quien duerme. Componen el ensueño las imágenes y sucesos imaginados durante el sueño. El ensueño es, así, la reelaboración de las vivencias, anhelos y aspiraciones que encuentran su almacenamiento en la memoria; o la aparición no deseada y deformada de impactos externos. Refleja, por tanto, no la realidad, sino el anhelo, la ilusión o la deformación de quien sueña. Aceptar las imágenes y sucesos oníricos como reales supone, sin duda, una patología. Pretender moldear la realidad con el ensueño resulta, en mayor o menor medida, la pretensión de crear o recrear la realidad, personal y comunitaria, al antojo del soñador. Más allá de la dimensión del ensueño y del afán de quien aspira a crear o recrear la realidad según el patrón del mismo, ello supone una distorsión de la razón. Tal distorsión pretende, desde el sueño, la concreción ex novo del marco existencial. Pero la realidad del yo de quien sueña y de su entorno sigue siendo la que es, no la que diseñan las imágenes oníricas. Tomar estas como realidad actual o potencial, como modelo referencial de realidad, conduce no al diseño del perfecto arquetipo, sino a la monstruosidad orgullosa de quien, sintiéndose incómodo como criatura, aspira sin más, rechazando todo límite y finitud, por propia decisión, a ser Creador. Y surge entonces el elenco sin fin de tipos y antitipos. Es el amplio marco multisecular de la modernidad y la posmodernidad. Filósofos o no filósofos. Artistas o demiurgos. Sujetos del Olimpo o del Averno. Ideólogos y delirantes. Profetas del amor o la venganza. Ansia de eternidad y faja del tiempo. Ambición y frustración. Tentativas y desilusiones. Decisionismos y omisiones. Aciertos y errores. Diseños y ficciones. Terquedades y fracasos reiterados. Más de un platónico encerrado en el mito de la caverna y creyendo ser realista porque se proclama alérgico al idealismo. Y los monstruos creados por el sueño de la razón aparecen adquiriendo vida propia y transitando en el tiempo al margen y más allá de la elipse de quienes les dieron vida en algún resquicio de la historia.

    Podrá decirse: Goya no tenía razón. Más allá de la frase en un grabado, la sentencia no expresa una realidad. Quien eso dijera partiría, sin duda, de reconocer a la razón como la facultad superior del alma humana que nos permite abordar la verdad del ser. Pero Goya no hizo referencia a la razón normal, equilibrada, armónica; aquella que el pensamiento clásico llamó recta ratio. Por eso, pudiera parecer que Goya no acertó en su sentencia, considerando entonces la frase como el desahogo impotente del artista ante las expresiones extremas de horror, de crueldad, de desatino. Y, sin embargo, la larga saga de la modernidad y la posmodernidad, de la llamada edad de la razón, parece ser la prueba del aserto. ¿A cuál razón se refirió Goya? ¿Cuál es la razón que en su sueño produce monstruos? ¿La razón no es siempre recta ratio? La razón, normal o patológica, no es la sinrazón. La sinrazón es la ausencia de razón. No es el irracionalismo. La sinrazón muestra o genera la ignorancia. El sueño de la razón no es ni la sinrazón ni el irracionalismo. El irracionalismo es producto de la brutalidad, de la falta notoria de talento que siempre resuella en la violencia; o el escape de un voluntarismo que se escuda en la fuerza para amordazar la voz de la razón. El irracionalismo excluye o desprecia la razón. ¿A qué, pues, se refirió Goya? Admitida y reconocida la razón, esta puede ser ordenada o desordenada. La razón ordenada es distintiva de lo humano. Es precondición, con la voluntad, del ser libre y del vivir libremente. Porque la razón ordenada, la recta ratio, lleva al conocimiento de la moral natural y al respeto de lo humano. La razón ordenada, la que respira y busca la verdad entendida como la realidad del ser, está en la base misma del vivere civile. Por ello, toda la teoría política clásica presentó la razón moral como fundamento necesario de la razón política. No hay auténtica razón política sin razón moral que la fundamente y potencie. La razón desordenada, por el contrario, es aquella que conduce a la idolatría caótica del yo. Su desorden resulta el atormentado escabel del narcisismo, la fuente envenenada de la soberbia loca. La razón desordenada es alérgica a la solidaridad; se abroquela en el egoísmo; tapiada por el individualismo, es incapaz de reconocer la naturaleza social de la persona humana; más aún, desconoce lo que la persona sea. Por eso se llega a cuestionar el concepto mismo de persona o la simple (y aberrante) consideración de la persona como constructo. La razón desordenada muestra, con impudicia, su divorcio radical con la verdad porque busca siempre los meandros de la mentira, desembocando fatalmente en los deltas de la tragedia.

    La razón onírica, la del sueño del aguafuerte goyesco, está siempre en tangente con la terca realidad de lo humano, que siempre la contradice, en un empeño reiterado de esperar rectificaciones. Cuando el sueño de la razón pretende la creación o recreación de la realidad, no lo logra; y, a menudo, produce monstruos. Porque la razón no está para crear o recrear realidades, sino para conocer, comprender y proyectar perfectivamente la realidad misma. Todo ello supone la autoconciencia de ser creatura por parte de la persona humana. La autoconciencia para ser normal, no patológica, supone la admisión armónica de la propia limitación. La razón ordenada, la recta ratio, no estima como minusvaloración, como algo repugnante o negativo, la consideración de la persona humana con los bordes precisos del no ser causa sui, totalidad autorreferente que, enclaustrada en su finitud, no pueda admitir nada que vaya más allá de sí misma. La razón ordenada percibe, sin traumas, que la persona humana posee, para decirlo en términos aristotélicos, una causa eficiente y una causa final que exceden, con mucho, los términos de su propia entidad. Si causa es lo que confiere el ser, la causa causarum, a la cual dedicó el estoico Cicerón su última plegaria antes de ser atravesado por la espada de Pompilio Lenos, no puede estar fuera de la reflexión existencial de todo ser humano. Y para que esa reflexión existencial no esté nadando en la desesperación o en el miedo derivado del vacío existencial, debe estar abierta a la trascendencia, sin la cual la finalidad de lo humano y la plena consideración de su intrínseca dignidad y respeto estarían de más.

    La elipse de la modernidad y de la posmodernidad ha sido la saga del sueño de la razón goyesca, es decir, de la razón muy frecuentemente desordenada. Se la exaltó hasta el extremo de ser proclamada, para su veneración, como deidad revolucionaria en tiempos del jacobinismo originario. Y la concreción histórico-política de su no corta ubicación en el Olimpo de una humanidad atormentada ha sido, una vez y otra, la manifestación de lo antihumano. Porque se ha insistido dogmáticamente en la rectoría, intelectual y política, de la razón desordenada. La supuesta divinización de lo humano ha concluido siempre en las más patéticas y extremas negaciones de la humanidad. Una historia teñida de sangre ha sido el resultado. Mitos y religiones políticas. Genocidios reiterados, belicismos sin fin, injusticias clamorosas. Desequilibrios en pueblos y entre pueblos. Evaporación de la persona, como escape de la obligación del reconocimiento de las exigencias morales y políticas de la admisión de su entidad singular y comunitaria. La fuga hacia el mito, como denominador común de lo irracional que pretendía, paradójicamente, verdades de absoluta coherencia lógica. Los mitos como nichos de refugio de la razón enferma, de la razón desordenada. La seudorreligión invertida de la adoración de los totalitarismos. El fetichismo de la idea y el endiosamiento del líder. La masificación demoledora. La imposición del pensamiento único. La promesa reiterada del paraíso terrenal políticamente recreado. Autoengaño de la visión del desorden de la razón, de la razón desordenada, como expresión de la libertad. Como si la libertad no fuera requisito de lo humano. Llamaron expresión de libertad a toda obscena justificación de crímenes en su contra. O simplemente consideraron la libertad como un adorno burgués e innecesario por quienes decían tener históricamente las claves del futuro, para cuya segura construcción solamente necesitaban la obtención y el ejercicio continuado del poder puro y duro. Y dijeron que el mito y la obsesión eran científicos. Y el antihumanismo fue construyendo religiones políticas perversas que se caracterizaron y se caracterizan, en su secularismo radical y totalizante, por su alergia a cualquier reconocimiento de la necesidad de auténtica religión, como vínculo del hombre con Dios, de la criatura humana con su Creador, en el cual y por el cual encontrar el sentido radical del misterio sublime de la existencia con conciencia de historia, de ser en el tiempo abierto a la eternidad.

    La razón y el supuesto orden generado y regido por ella, como instancia última, en la modernidad y la posmodernidad, ha sido presentada en un contraste continuado con una visión teológica del orden. Es llamativa la insistencia en la referencia a lo divino y a sus exigencias, no tanto para descubrir en una perspectiva propia de la ciencia de Dios, la teología, un cauce suprahistórico y suprapolítico, sino para buscar racionalmente una explicación que pudiera dar cuenta de lo humano sin exceder el marco de lo propiamente humano. ¿Ha sido entonces el tiempo de la modernidad y de la posmodernidad un tiempo de intento reiterado de un imposible? No me atrevería a decir tanto. Pero no sería exagerado decir que el esfuerzo por plantear una secularización de categorías teológicas es algo no aislado en importantes figuras de esa cultura largo tiempo dominante. La cuestión de Dios estuvo y está planteada permanentemente. Ya para considerarla como supuesto no cuestionado del cual extraer, con o sin fe en una providencia divina, efectos teóricos; ya para negar militantemente toda creencia en Él, como prerrequisito de la afirmación del ser humano como ser supremo, o como sustituto de Dios.

    En la modernidad la temática de Dios está presente de manera sui generis. En el deísmo y en el ateísmo. El deísmo no es el ateísmo. El deísmo y la inmortalidad del alma fueron proclamas de quienes admitían el reclamo de un ser superior y admitían, a la vez, que lo anímico de la persona no perecía con lo corporal de ella, después de la separación de alma y cuerpo en el compositum humano, en el momento reconocido como muerte. En la posmodernidad el desgarrado rechazo de lo divino adquiere dimensiones nunca vistas en la violencia de sus formas. Pareciera en ella que la sublimación de lo humano supone e impone la alergia existencial a lo divino. Lo que no resulte proyección de lo humano y la totalización de lo humano debe ser apartado y negado no solamente como algo irracional o anticientífico, sino como escoria intelectual que degrada lo humano a niveles de agresividad inaceptable. De la razón desordenada a la exaltación del hombre prometeico va la ruta de formulación e intento de imposición del mito en su variada facturación. Y a la exultante postulación de lo monstruoso como paradigma de la torcida y orgullosa racionalidad.

    Pareciera que una teología secularizada es una contradictio in terminis. Toda relativización de lo absoluto conlleva la absolutización de lo relativo. La perspectiva ontológica lleva a la búsqueda de lo universal y absoluto. La negación de esa perspectiva impone la proclamación de lo subjetivo, con sus condicionamientos de espacio y tiempo, rigiendo la infinitud del cambio heraclitiano. Parménides y Heráclito. La saga de la modernidad y la posmodernidad pareciera mostrar, en sus raíces más profundas, la constante de la antítesis entre el ser en sí parmenídico y el devenir heraclitiano; sin aparecer, por la propia limitación de sus supuestos, la perspectiva niveladora y superadora del acto y la potencia aristotélica. Y, por supuesto, sin la savia de revelación alguna.

    La exaltación de la razón condujo, paradójicamente, a la proclamación de los mitos. Se intentó hacer convivir a la razón y al mito, con todas las consecuencias, teóricas y prácticas que tal intento supuso, porque el mito supone una actitud reñida con la racionalidad. Pero se siguió proclamando, a pesar de los mitos, el tiempo de la razón. Tensiones y contradicciones. La angustia teológica modernista y posmodernista muestra los vacíos y desgarramientos existenciales del hombre del supuesto tiempo de la razón triunfante. Busca, entonces, a Dios, cuando se concede licencia a su presencia, como factura propia y como ayuda de su proyecto existencial; como una especie de truncada y rebelde conciencia creatural. El hombre pretendiendo diseñar su Dios prêt-à-porter. Y, cuando decide no tomarlo en cuenta, reacciona con violencia y desequilibrio frente a la posibilidad de su existencia. El hombre pretendiendo crear a Dios, una vez que rechaza ser él creatura de ese Dios que le molesta. O un Dios que sea su hechura o la negación de Dios porque no hay instancia superior a lo estrictamente humano. Esa fue y es la efímera cota de tolerancia del más depurado pensamiento modernista y posmodernista. Del deísmo al ateísmo no hay solución de continuidad.

    El antropocentrismo pareció decretar, como elemento indispensable de la cultura dominante, la sublimación de la razón humana. El antropocentrismo radical va paralelo a la gestación y desarrollo cultural del hombre prometeico. Si la razón permitía llegar, con lógica blindada, a la autoconciencia como primera certeza, parecía, esa razón exaltada, ser piedra angular de una era sin sombras. La sustitución de la primacía del ser por la del pensar era la fuente del tiempo de la luz o de las luces. El hombre revelándose a sí mismo no tenía necesidad de revelación alguna. La epistemología ocupando el puesto de la metafísica. La epistemología como aniquiladora de la metafísica. En la supremacía de la razón, ordenada o no, estaba la ruta evidente del porvenir, del progreso imparable de la humanidad en su imparable tránsito en el tiempo. No fue con Descartes cuando se operó el rechazo de Dios, ni el cierre intelectual a la admisión de toda trascendencia. Sin embargo, en la senda de la modernidad, el Discurso del método resulta el encofrado de la primera etapa de su presencia en la historia de las ideas modernas.

    El inicio de la modernidad, desde el punto de vista político sensu stricto, pudiera ubicarse en el XVI, en la edición post mortem (1531) de la obra de Nicolás Maquiavelo [1469-1527] llamada a tener el más amplio eco: El príncipe. El divorcio entre la ética y la política y, sobre todo, la sustitución del bien común por el poder como finalidad de la política misma marcó la concepción teórica y práctica de la política de la modernidad. Filosóficamente hablando, sin embargo, fue en el XVII, marcado en Inglaterra por la guerra revolucionaria de los nobles potentados y en Francia por las Frondas, cuando, con René Descartes [1596-1650], con su Discurso del método (1637), con la aparición del llamado idealismo continental, se inició, filosóficamente, la modernidad propiamente dicha. Con el cogito ergo sum sive existo, se abrieron las puertas del subjetivismo y el relativismo de la modernidad. Con la autoconciencia cartesiana, comenzó una ruta que llegaría (siglos XVIII y XIX) a la exaltación histórica, intelectual y política del hombre prometeico. El siglo XX y este inicio del siglo XXI resultan, con la posmodernidad, el trágico canto del cisne de un tiempo que pretendió encontrar en el antropocentrismo, sin fisuras y alérgico a cualquier teocentrismo, la explicación y la solución de todo.

    En la Revolución francesa se mostró, con fortaleza histórico-política hasta entonces no vista, la visión del mito propia de la modernidad, el mito del hombre prometeico. El Prometeo mitificado de la modernidad revolucionaria se hizo notar gestando religiones políticas con el denominador común del empeño descristianizador como tarea de una secularización con ambición de totalidad. En las religiones políticas no se trató, ni se trata, de usar políticamente a la religión sino de imponer socialmente, como sustituto de la religión, una elaboración ideológica de raíces míticas. Reducida la trascendencia a la inmanencia, se produjeron, en efecto, fenómenos con proyección política de masas, marcados con ribetes seudorreligiosos. Los dogmas de semejantes religiones políticas resultaron, andando el tiempo, los postulados programáticos de los partidos en el poder. Esos partidos fueron una especie de nueva iglesia. La militancia en ellos era credencial de pertenencia al nuevo pueblo de Dios. La revolución fue, entonces, entendida como la creación ex novo del hombre prometeico, sustituto de Dios. La función redentora, concebida como empeño temporal histórico-político, fue patrimonio y monopolio del Estado. La unión del trono y el altar fue cambiada por la alianza entre el mito y el poder. El mito del hombre prometeico y el poder (político y económico) que se consideraba y se considera con la capacidad, con la tecnociencia a su servicio, de recrear la persona humana y reformular su existir social.

    Después de la Revolución francesa, el Romanticismo alemán produjo la revitalización del mito. Con el notable influjo de pensadores que van de Hegel y Schelling a Marx, Bakunin y Nietzsche, la mitología moderna dio a luz, alimentó y facilitó el crecimiento cultural político del hombre prometeico y las religiones políticas que, con distinto signo revolucionario, sepultarían la supuesta ataraxia del mundo liberal-burgués. En ese caldo de cultivo de los mitos y religiones políticas de la modernidad, se produjeron complejos procesos que configuraron, desde un punto de vista cultural-político, el mundo que hemos conocido. El mundo de la cultura poscristiana se elevó sobre la base diversa y multifacética de los mitos. Fue la variada irracionalidad, admitida y proyectada social y políticamente, la que, con su parto de tragedias, provocó el paso, sin cuestionar sus bases culturales, de la modernidad a la posmodernidad.

    La autoconciencia de la modernidad exigió, en su desarrollo idealista, la exclusión de cualquier instancia o principio superior a la razón humana. El racionalismo adquirió formas tan radicales que partían del supuesto de que era la razón humana la que, en definitiva, no solo admitía sino concedía entidad y reconocimiento de veracidad a todo. También a Dios.

    Así, la modernidad supuso un regreso al mundo precristiano, sobre todo al griego, en el cual los dioses estaban hechos a imagen y semejanza del hombre y, con un sentido trágico, regían la vida individual. Vida individual, esta, que no se concebía desarraigada de su construcción histórico-política —la polis—, que abarcaba existencialmente todo lo humano y que no solo era un fin ético, sino fuente de fines éticos.

    De las certezas cartesianas al panteísmo teológico-político spinoziano, en el convulso mundo de creencia y pensamiento pos-Reforma, hay todo un trayecto. Pero será el idealismo absoluto alemán (Fichte, Schelling, Hegel), con el poderoso impulso de Kant, el que coloque como reina la reflexión filosófica, imponiendo una deformación esencial en la teología y el exilio progresivo (hasta hacerse total) del Dios cristiano en el contexto del gran pensamiento europeo. Si la escolástica medieval pudo considerar la filosofía en función de la teología (philosophia ancillae theologiae), el racionalismo idealista de la modernidad supuso exactamente lo contrario: la consideración de la teología en función de la filosofía (theologia ancillae philosophiae). Surgió, así, la llamada teología liberal que, pensando a Dios para plantearlo a su manera, hizo del Ipsum esse realidad pensada y pensante según el modo de pensamiento de los distintos pensadores. Su resultado puede verse en los panteísmos del Tübinger Stift y en las críticas a los teólogos de su religión de origen por parte de Søren Kierkegaard.

    Desde fines del XVIII y a lo largo del XIX, las totalizaciones racionales de la inmanencia radical presentan el esbozo de lo que serán, además, las construcciones políticas derivadas de la Weltanschauung idealista. No resultaron caprichos intelectuales ni aspectos secundarios de filosofías con ambición de sistema. Fueron su consecuencia lógica. El mundo antropocéntrico consideró, sin limitaciones, la posibilidad de la criatura humana que, al ignorar a Dios (o considerarlo su hechura, y por lo tanto su siervo), había asumido, con decisión aparentemente irreversible, su puesto. Creador y dominador del mundo, resulta, entonces, solo el hombre con la ciencia y la técnica; y el redentor de lo humano viene a ser el Estado, creación del hombre y a la vez el ámbito histórico-político en el cual cobraba plenario sentido la existencia de todo individuo.

    El mundo liberal burgués fue el mundo de la razón que prometía felicidad mientras generaba injusticias. Las teologías políticas resultaron las construcciones sustitutivas de la creencia religiosa. La adhesión de la fe se prestaría, desde tal perspectiva, a las elaboraciones producto del exilio de la trascendencia judeocristiana. Era una adhesión a los nuevos dogmas, a los nuevos mandatos elaborados, no ya por el Dios de la Alianza, sino por la alianza histórico-teológica del racionalismo con el poder en sus distintas manifestaciones. El hombre, como arquitecto pleno de su propio destino y de todos los de su especie, resultó un explorador infatigable de fórmulas que hicieran evidente la bondad de su autorreferencia. El fracaso de alguna de ellas no era prueba auténtica que permitiera el cuestionamiento de su fundamentación. El fundamento cultural-filosófico no estaba en discusión. Los males de la razón se curaban con mayor dosis de la razón misma. El racionalismo de la modernidad se justificaba, una y otra vez, a sí mismo. Al no reconocer el error de la cultura, se imponía, siempre y en todo caso, la búsqueda del culpable, como error contra la cultura.

    Para entender cómo el racionalismo pudo generar la extrema y fanática irracionalidad; cómo el antropocentrismo absoluto mostró, en la atormentada historia del siglo XX, con los totalitarismos, las formas más aberrantes de inhumanidad, hay que tomar en cuenta, para valorar adecuadamente su influencia, el pensamiento de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), a fines del XVIII y comienzos del XIX; y el de Friedrich Nietzsche (1844-1900), en la segunda mitad del siglo XIX. Ambos fueron intentos de crítica de la modernidad: Hegel por la vía de la exaltación de la razón; Nietzsche, por la vía de la exaltación de la voluntad (al extremo del irracionalismo nihilista).

    El racionalismo y el voluntarismo de la modernidad generaron el individualismo burgués y su crítica, a veces antagónica. Pero no fue, en ningún caso, una crítica superadora: los supuestos cultural-filosóficos no fueron, en verdad, radicalmente cuestionados. Así, la modernidad se jactó de la superación de la creencia en lo sobrenatural, tenido como alienante. Y, desde el horizonte del inmanentismo, la modernidad intentó ser recreadora, por el pensamiento, de la naturaleza en su totalidad y, singularmente, de lo humano en su plenitud.

    La superación cultural cristiana del paganismo clásico fue un avance. El intento de superación de una Weltanschauung informada por la fe cristiana por un regreso a la simple racionalidad precristiana resultó (ha resultado) un retroceso. No fue algo simplemente confinado en el marco de las teorías. La bios theoretikos exigía una praxis histórico-política. Ver la eternidad desde la temporalidad; lo infinito desde la finitud; lo divino desde lo humano trae consigo consecuencias teóricas y prácticas. El hombre prometeico, como arquetipo rector, exigió (y exige) la hominización plenaria. Y, para que ello fuese así, la teoría debía ser praxis, el modelo requería constantemente buscar ser llevado a la práctica, plasmado en la realidad individual y societaria.

    Si Kant influye en Fichte, Schelling y Hegel, el mundo del idealismo racionalista, la reacción antitética con el voluntarismo vitalista de Nietzsche siendo, a su vez, crítica de la modernidad burguesa, no escapó del anclaje inmanentista y antropocéntrico. Si Kant quería ver la religión dentro de los límites de la razón pura, sus seguidores y críticos admitirán, sin someterlas a discusión, tales fronteras. Y de una temática genéricamente llamada teológica pasarán, sin solución de continuidad, a la historia y a la política.

    A la Weltanschauung moderna obedecieron las expansiones coloniales e imperiales de la primera globalización hasta estos tiempos de la globalización posterior a la caída del Muro, vale decir, iniciada en las décadas finales del siglo XX. Piénsese, entre otros, en el mito de los héroes o el mito del hombre blanco. No fueron los únicos. Los mitos de la clase, de la nación y de la raza dieron lugar a la concreción histórica de los totalitarismos (comunista, 1917; fascista, 1922; nazista, 1933). Figuras como Lenin y Stalin, Mussolini y Hitler no pueden comprenderse plenamente en su tránsito histórico sin conocer y comprender críticamente los mitos de la modernidad. Las religiones políticas que tipificaron a los totalitarismos del siglo XX, para su cabal juicio crítico, pueden y deben ser consideradas con el conocimiento y ponderación de esos mitos.

    Cuando la bios theoretikos, la vida contemplativa, no se asienta en la razón ordenada por la verdad del ser, el pensamiento termina por ser la cárcel de la persona, que termina asfixiada por sus propias elucubraciones. El ensueño de la razón termina por deformar la razón misma y sus aportes rectores al sujeto que la posee en contraposición al orden de su misma naturaleza. Razones, mitos y constructos. Con frecuencia no hay compartimentos estancos entre ellos. Distinguidos representantes de la razón aparecen dominados por el mito. Y a veces por los mitos más abominables, en cuanto suponen ab initio la negación de la humana condición. Y del mito pasan, ya en la posmodernidad, a la rotunda y acrítica formulación de constructos. ¿Cómo entender que quienes se consideran los parteros de la noción moderna de ciencia (Hume, Kant) y el máximo exponente del idealismo alemán (Hegel) fueran heraldos de un racismo aberrante, que los llevaba al desprecio de la gente de color? ¿Eran sus prejuicios científicos? La razón desordenada y el mito irracional pueden cohabitar, paradójicamente en los mismos sujetos. ¿Cómo talentos brillantes pudieron, simultáneamente, pensar que avanzaban, sin frontera alguna, en las conquistas de la razón y, a la vez, abrazaron mitos que, por ser tales, significaban cualquier cosa o prejuicio menos la claridad rectora del reconocimiento de la realidad para poder inclinar la voluntad hacia el bien debido en el cauce de la acción recta?

    Razones, mitos y constructos se presentan en la historia de las ideas de la modernidad y la posmodernidad sin solución de continuidad. Y en ese fluir del ensueño de la razón aparecieron, como vástagos suyos, para tragedia de la humanidad, los diversos modelos de las religiones políticas. No fueron ni son creencias; son fanatismos ideológicos.

    Tales mitos y religiones sui generis no han contribuido ni a la dignificación de lo humano ni a la mejor concepción, proyección y realización de la política. Más aún: en las decantaciones de la posmodernidad, terminan alimentando los absurdos trágicos de la antihumanidad y de la antipolítica. Los fanatismos derivados de las seudorreligiones que son las religiones políticas están muy lejos de ser cuestiones o realidades del pasado. La difusa y amarga mítica de la posmodernidad está presentando (ha generado ya) fenómenos de intolerancia radical con variada proyección social. Además del fundamentalismo islámico, con manifestaciones terroristas, genocidas y represivas como las del ISIS y sus semejantes (que son expresiones totalitarias de un integrismo religioso, más que religiones políticas en sentido estricto), aparecen manifestaciones ideológico-políticas tipo medusa, con mil planteamientos, mil cabezas, mil manifestaciones de intentos de pensamiento único. Me refiero a la asfixiante intolerancia multifacética, con su intento de pensamiento único, de lo políticamente correcto, sobre todo en su configuración antropológico-política de la llamada ideología de género.

    Las religiones políticas se plantearon a sí mismas (y los mitos actuales de la posmodernidad las imitan en eso) como escudos filantrópicos que garantizaban un futuro mejorado para una nueva humanidad. Su planteamiento ha sido (y continúa siendo) el de una falsa filantropía de un mundo sin piedad para lo radicalmente humano. Allí se pone de manifiesto un esfuerzo teórico y un empuje práctico de un gran vacío cultural-político. Por más que se proclamen arquitectos del mañana (ya no colocan tanto énfasis en el postulado revolucionario), ponen de relieve, en la actualidad, no solo un estancamiento espiritual y cultural, sino, sobre todo, una angustia surtida de desesperanza, una amarga visión nihilista del mundo y de la vida, un brutal retroceso histórico producto de reducir el progreso a lo tecnocientífico a costa del sacrificio y olvido de lo humano. La turbulencia sociocultural de la posmodernidad, con su escepticismo y su nihilismo, pone de manifiesto su incapacidad cultural y política para alumbrar un nuevo período en la dinámica de la humanidad en el tiempo.

    La modernidad y la posmodernidad han buscado, en una elipse no corta, con una teología secularizada, dar una explicación de la ontología histórica. ¿Ha llegado ese empeño a su fin? Pareciera que en la actualidad se percibe la reacción pendular a ese fenómeno. En efecto, si la crítica a la religión se extendió durante varios siglos (con singular insistencia y dureza durante los siglos XIX y XX) desde todas las vertientes del racionalismo de la modernidad, generándose la antiteología de la consideración del hombre como causa sui y ser supremo, en la actualidad parece presentarse una dinámica contraria. Así, en la crítica actual a la modernidad y a la posmodernidad, no solo no se excluye la perspectiva teológica, sino que, en más de un caso, resulta una exigencia.

    Con Hegel y Schelling (sobre todo con Hegel) resultó explícito el intento de reducir la teología a la filosofía. No es que hoy se intente lo contrario (reducir la filosofía a la teología), sino que se estima necesario el recto saber teológico para desmontar, con seriedad intelectual, las elaboraciones intelectuales con ambición de sistema que, pretendiendo reducir la teología a la filosofía, terminaron, en realidad, por la vía de Hegel y Marx o por la vía de Nietzsche, sustituyendo a Dios por el hombre divinizado y reduciendo la teología a la política. En la gestación de las religiones políticas, además de su fundamentación mítica, apareció este proceso de dinámica enferma que requería (requiere y requirió siempre) el poder estatal como instrumento histórico de imposición forzada. Ello quedó patente en los totalitarismos del siglo XX.

    Los teóricos de la modernidad y de la posmodernidad pretendieron erigirse en maestros de conciencias, usando al Estado para tal fin y usando la cultura dominante (producto de su continuada elaboración) como sustitutiva de la libertad de la cultura. Pero ni el Estado puede regir la conciencia de nadie ni ninguna persona sensata puede admitir que se le pretenda imponer el vasallaje espiritual y cultural a un neomandarinismo que, en su prepotencia, solo reconoce como válido su modo de ver las cosas, negando respeto y entidad a cualquier perspectiva diferente o crítica a la suya.

    ¿Cómo en la época de la racionalidad maximizada pudo la diversa visión mítica de la modernidad imponer esquemas vaciados de racionalidad y con exigencias de irracionalidad para su aceptación, como faros rectores del comportamiento político? Diversos factores pueden mencionarse. Las limitaciones de la razón ilustrada pretendieron ser superadas, llegado el momento de la crisis en marcha, por la exaltación sin límites de la voluntad. La voluntad fue, con Nietzsche y después de él, entendida como voluntad de poder. Y como los criterios de la moral cristiana fueron considerados, por Nietzsche y sus seguidores, como propios de una moral de esclavos, el dominio del hombre sobre el hombre, en el horizonte de la plena inmanencia, se redujo a la explotación del hombre por el hombre, con variadas y tecnificadas formas de negación de la humana dignidad. Si Maquiavelo convirtió a los medios en fines, otorgando carácter absoluto de telos al poder, la modernidad tardía y la posmodernidad elevaron a los altares del hombre prometeico la técnica y la ciencia, como aquellas verdaderas claves del poder que Maquiavelo en su tiempo no había podido captar, limitándose a la dicotomía de profetas armados y profetas desarmados.

    Como los totalitarismos eran fines de sí mismos, sus elaboradas concepciones míticas buscaron no tanto la afirmación de su poder a través de la ciencia y la tecnología, sino que vieron en ellas el respaldo instrumental a su política de masas, orientada al sometimiento de la sociedad civil y política mediante la imposición del pensamiento único y la negación del pluralismo efectivo, propio de las sociedades democráticas. Fuera del sistema no hay salvación. Solo con el sistema hay redención. Con semejantes pilares de su autojustificación, los totalitarismos, guiados por una seudoteología política, dieron vida histórica a un integrismo sui generis, a un fundamentalismo político seudorreligioso. El rechazo de toda dogmática religiosa (sobre todo de inspiración judeocristiana) se vio (y se ve) acompañado por el intento desvariado de pretender imponer, como dogmas, cuestiones consideradas por ellos como fuera de toda discusión, desde la desnaturalización antihumana hasta la dogmatización del lenguaje.

    Abunda en la actualidad una variada manifestación de una antropología filosófica aniquiladora, hasta conceptualmente, de la persona humana. Si la persona humana es un constructo, será humano no todo lo que propiamente lo sea, sino lo que el interés del poder de la cultura dominante decida y procure imponer coactivamente. Ello supone, entre otras cosas que, negada la realidad de la persona y vista solamente como constructo, los derechos humanos in genere, y singularmente los llamados derechos fundamentales, resultarán tan arbitrarios, subjetivos, relativos y variables como puedan ser los gustos o intereses de los poseedores del poder global.

    El elenco de personajes y procesos culturales que se recogen en este libro no es, en modo alguno, exhaustivo. No están todos los que son; pero todos los que están reflejan, de algún modo, construcciones de la razón desordenada, como consecuencia de un antropocentrismo radical en mayor o menor medida. Del subjetivismo y relativismo de la modernidad al escepticismo y nihilismo de la posmodernidad va la ruta del hombre prometeico quien, en desesperada fuga hacia adelante por el culto de sí mismo, navegó por las aguas contaminadas del mito y elaboró lamentables religiones políticas. Del racionalismo al irracionalismo y al mito el trayecto es similar. Del mito al constructo va otro salto cualitativo. La fuente parece poseer rasgos similares: el ensueño de la razón desordenada. De ella, en efecto, nacen las utopías. Y de la capacidad masificante de las utopías aparecen en la historia de la modernidad y la posmodernidad los dogmas ideológicos de las religiones políticas que, apoyadas en el poder totalitario, pretendieron gestar una nueva humanidad por los cauces del más pavoroso antihumanismo. No, Goya no se equivocó. De las tragedias de su tiempo, captó una realidad que procuró enseñar, con acento profético, sobre los riesgos trágicos de la razón embridada por la soberbia de la criatura humana empeñada en ser para sí misma la referencia última, negando toda trascendencia a su mismidad.

    Los intentos de superar la modernidad, pero sin cuestionar sus bases y partiendo de sus mismas raíces, produjeron la posmodernidad. Y, en cada caso, la cultura dominante exaltó y cubrió de loas las densas nieblas que impedían intelectualmente la rectificación de lo equivocadamente andado. Los frutos, en la historia reciente, están a la vista. Pareciera que ya, con el antihumanismo radical de las formas más depuradas de la posmodernidad, la ignorancia y el irrespeto a la humana dignidad han llegado a extremos que reclaman imperiosamente un cambio. Cambio en la percepción de la antropología filosófica, agobiada por la ceguera de la percepción de la persona humana como causa sui. Esa ceguera condujo incluso a la pérdida de la persona. No bastó que colocara como temática la vida o la existencia. El antropocentrismo con alergia al teocentrismo siempre produjo que el misterio del hombre quedara sin respuesta cabal en la modernidad y en la posmodernidad. Ese fue y es el drama del hombre prometeico.

    Mostrar al lector su saga es el objeto central de estas páginas. A modo de conclusión se dejan algunas consideraciones sobre la necesidad de superación de los presupuestos mítico-intelectuales de la modernidad y la posmodernidad, como requisito indispensable para una redignificación de la cultura y de la política. La reafirmación de un humanismo personalista y una visión de la historia deslastrada del antiteísmo característico de la modernidad tardía y de la posmodernidad parecieran requisitos culturales para la redignificación de la política y la revitalización de la democracia con una savia de principios que vaya más allá de la simple formalidad procedimental, que resultó la máscara de la cristofobia de la cultura dominante y sus fanatismos derivados. La superación del triple reduccionismo que se hizo patente y constante desde Hegel (de lo trascendente a lo inmanente, de lo sobrenatural a lo natural humano y de la teología a la política) pareciera sendero necesario para enderezar lo torcido (que no es poco) de la modernidad tardía y de la posmodernidad. En esa tarea, los presupuestos extrapolíticos y suprapolíticos de una auténtica teología (no de una teología secularizada, siempre madre fecunda de religiones políticas) resultan, más que convenientes, necesarios en la configuración de un humanismo que reconozca el carácter creatural de la persona humana y entierre sin duelo los falsos dogmatismos derivados del supuesto mítico del hombre prometeico.

    Lo que tuvo vigencia creciente durante cuatro siglos parece sufrir de insuperable agotamiento. No luce como semilla de futuro: ya no da más. El énfasis negativo de la última etapa de un tiempo que se caracterizó por la manifestación, arrogante y militante, de la fe en el hombre, fe total y totalizante, tomando lo humano como causa y fin de sí, parece encontrar en la actualidad su delta en las manifestaciones más insólitas del antihumanismo. El culto al hombre prometeico ha terminado en la radicalidad antihumana.

    Los supuestos filosóficos (sobre todo antropológicos) de la modernidad alcanzaron su desarrollo extremo en la posmodernidad. Por eso, para la crítica de la posmodernidad, es necesario partir de la crítica a la modernidad. Entre una y otra puede hablarse, en la historia de las ideas, de un continuum: no hay solución de continuidad entre la modernidad y la posmodernidad. El gran debate cultural del presente no es otro que el que se libra entre quienes afirman la inmortalidad de la civilización que está muriendo y ven, además, su evolución progresista en el desarrollo de lo antihumano y transhumano; y quienes, por el contrario, consideran que solo replanteándose los supuestos filosóficos de base del mundo que concluye, haciendo una cruda valoración crítica de su huella y de sus resultados históricos, puede formularse una propuesta alternativa y abordarse la tarea, cultural y política, de la construcción de un mundo mejor en el cual la dignidad de lo humano esté revalorada, reconocida y protegida.

    No es un debate apacible. Como no es apacible el tiempo de la caducidad cultural de toda una época. Es un debate en el cual la que ha sido hasta ahora cultura dominante pretende imponer, en los estertores de su agonía, no ya con la razón sino con la fuerza, una dogmática ideológica que, según sus nuncios y defensores, expresa los rasgos del mundo por venir, sin que sea admisible, según ellos, presentar una posible fisonomía distinta. No es apacible, porque el debate sobre el fin de la modernidad y la posmodernidad no se agota en el campo de lo simplemente conceptual, sino que se proyecta, además de en lo sociocultural, en el ámbito de lo político, mostrando, una vez más, cómo las ideas configuran y mueven la historia como aventura de la libertad en el tiempo.

    Del mundo cultural-político de la modernidad y la posmodernidad aparecieron distintas ideas y variados planteamientos con rostro deliberado de ruptura revolucionaria. De Hegel a Marx y de Nietzsche a Rorty y Vattimo puede seguirse el rastro de planteamientos con el denominador común de la total inmanencia. La relectura crítica del caleidoscopio de ideas propio del tiempo que cantaba el imperio de la Razón es clave para intentar el renacimiento de la cultura y sentar las bases de una nueva civilización. No se trata de volver hacia atrás, sino de intentar caminar hacia adelante, porque el destino de la humanidad no está condenado, sine die, a permanecer en el cepo de los descaminos. No se trata, tampoco, de condenar al basurero de la historia, ni filosófica ni políticamente, como un todo, a la modernidad y la posmodernidad. Junto a elementos intelectuales y sociales que no pueden merecer alabanza por sus frutos históricos, se encuentran elementos positivos: siempre es posible un diálogo con la cultura dominante, procurando resaltar lo positivo que en ella se encuentre para integrarlo en la base conceptual del tiempo por venir. Solo la razón desordenada, aquella cuyo sueño produce monstruos, puede aspirar a una supuesta recreación ex nihilo, aniquilando todo lo culturalmente precedente. Desde hace décadas se intenta, por la vía de la secularización total, la aniquilación de una Weltanschauung de inspiración judeocristiana. La afirmación de una concepción del mundo y de la vida de raíz judeocristiana supone, de entrada, un aporte que incluye el rechazo del fanatismo agresivo de la secularización total, que ha exigido y exige, como punto de partida, la separación del hombre con Dios. Pero no solo eso. El antihumanismo actual, fase superior del maquiavelismo, separando la moral de la política, degrada todo ejercicio de participación en los asuntos públicos y desvanece el sentido mismo de la ciudadanía.

    Del utilitarismo maquiavélico y la autoconciencia cartesiana a la visión de lo humano como constructo, o al pensiero debole (ética mínima y compromisos blandos) va una larga saga. En la misma, con más frecuencia de lo que puede suponerse, el sueño de la razón ha producido monstruos. Recorrer esa saga a través de sus hitos más importantes en el marco de pensamiento filosófico-político equivale a recorrer las ideas de la historia de la modernidad y de la posmodernidad. Algo de ello se deja ver en estas páginas. En el conjunto, junto a textos que se editan por vez primera, están otros ya impresos en algunas de mis publicaciones anteriores. En estos últimos podrán apreciarse aquí revisiones y complementaciones que ahora les otorgan una cierta novedad.

    Primera parte: Razones

    Capítulo 1. Descartes: la primacía del pensar sobre el ser

    Suele decirse que las razones de la modernidad comienzan con Descartes. Para entender a Descartes¹ como padre filosófico de la modernidad hay que tener claro que él se ocupa del ordo cognoscendi, no del ordo essendi. Buscando conocer, dudará de todo. Dudando de todo, considerará provisionalmente como falso todo aquello de lo que duda. Con Descartes la duda resulta una forma de pensamiento².

    La duda metódica³

    La duda cartesiana es metódica en cuanto es realizada por amor a la duda misma. El proyecto cartesiano es un proyecto de ciencia universal. Descartes propugna la unidad de todas las ciencias. Esa ciencia una viene a ser para él también ciencia total. Así lo había entrevisto en sus sueños de noviembre de 1619. Filosofía significa estudio de la sabiduría entendida esta como un todo. El método es el gran principio unificador del sistema cartesiano. El método, para él, viene dado por reglas ciertas cuya observancia permite a quien las sigue no tomar nunca lo verdadero como falso. La certeza es para Descartes el criterio último de verdad. Para llegar a ella, el procedimiento cartesiano consiste en dudar. La duda cartesiana se diferencia de la duda de los escépticos en que, mientras en aquellos se duda por la duda, sin salir nunca de ella ni aspirar a llegar a ninguna verdad, en Descartes la duda es, hipotéticamente, el camino para llegar a la certeza. Busca con la duda dar sólido soporte a la filosofía. Para dudar metódicamente, Descartes admite, sin embargo, que la inteligencia, movida a dudar, se detiene ante verdades ciertas y evidentes. Por tanto, la duda universal cartesiana supone falso todo aquello que no ve como evidente y cierto. La suya es una duda voluntaria y ficticia. La duda no es solo un fruto de la actividad del entendimiento, sino resultado del ejercicio de la voluntad.

    La primera afirmación es la realidad del cogito [pienso]. Esa será la base, el principio de su filosofía. La conciencia del pensar lleva a afirmar el ser, el existir. Cogito ergo sum [pienso luego existo] refleja la dependencia cartesiana entre el pensar y el ser, a tal extremo que Descartes dice que si uno cesara de pensar en términos absolutos también dejaría completamente de existir. Está allí el prius de la cogitatio, aunque en el cogito haya una aprehensión simultánea tanto del pensar como del ser.

    El cogito no es una abstracción sino un sujeto. Descartes reduce el sujeto al alma. El alma a su vez es entendida como sustancia pensante, distinta del cuerpo. Puede y debe, según Descartes, dudar de la existencia del cuerpo, aunque no pueda dudar de la existencia del espíritu que piensa.

    Dios

    Después del cogito vienen, en el orden cartesiano, Dios y el mundo. Dios es la garantía de que nuestro conocimiento claro y distinto es verdadero. Sin Dios no puede haber —lo afirma explícitamente— ni verdad ni certeza: la verdad y la certeza de toda ciencia dependen de Él. La intuición del cogito no es un punto de llegada sino un punto de partida. El fundamento de esa intuición es Dios. La idea de Dios la tenemos en nuestra mente. ¿Qué es la idea de Dios para Descartes? La respuesta es vaga: lo que los hombres suelen entender cuando hablan de Dios. Más adelante precisa que entiende por Dios una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnipotente, omnisciente por la cual todo ha sido creado y producido. Descartes procuró evitar siempre la confrontación de sus ideas con la verdad teológica, a la cual adhería por fe religiosa. En todas sus pruebas de la existencia de Dios, siempre parte de la idea de Dios. Para Descartes la idea de Dios tiene por causa a Dios, porque, siendo finitos, la idea de una sustancia infinita solo puede ser puesta en nosotros por una sustancia verdaderamente infinita; por tanto, Dios existe. La presencia en mí de la idea perfecta de Dios solo puede ser causada por la misma realidad de Dios, infinita y perfecta. De la perfección de Dios se deduce su veracidad incompatible con el error humano⁴.

    Siempre el cogito precede a la idea de Dios, pero Dios es la condición del pensamiento. El argumento cartesiano parte, por tanto, de la existencia del yo como un ser imperfecto que tiene la idea de un ser perfecto. El yo imperfecto no puede ser por sí mismo, porque si así fuera no carecería de perfección alguna, sería perfecto, sería Dios.

    Plantea también el argumento ontológico. Si tenemos la idea de un ser que es suma perfección, en la idea de Dios está comprendida su existencia y de ella depende la certeza de todo. Sin el conocimiento de Dios no se puede llegar a conocer nada. Se trata, por tanto, de una intuición inmediata de la naturaleza de Dios, que incluye su existencia.

    Para Descartes, Dios es causa sui. Hay que aclarar que para Descartes causa ya no tiene el sentido aristotélico y tomista de conferens esse [lo que confiere el ser]. Descartes habla de causa sive ratio [causa o razón], haciendo equivalentes causa y ratio. La causalidad en Descartes tiene un rango gnoseológico [de conocimiento] no ontológico [entitativo, del ser].

    El giro cartesiano

    Con Descartes se opera un notable cambio en la concepción de la persona, que dejará su huella larga y profunda en el pensamiento de la modernidad hasta nuestros días. El giro cartesiano supone un énfasis en la subjetividad y un abandono de la visión de raíz metafísica del ser personal. Antes de Descartes se procuraba definir a la persona desde la sustancia, desde el acto de ser. Basta recordar la clásica definición de Boecio [rationalis naturae individua substantia, substancia individual de naturaleza racional] para verlo. Con el giro cartesiano se partirá de la subjetividad. Así la visión de la persona partirá de la autoconciencia del yo y su capacidad de apertura relacional del yo con el tú (el otro). La subjetividad del giro cartesiano en la concepción de la persona conducirá nada menos y nada más que a una progresiva omisión de la persona

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