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Diosa Fortuna
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Libro electrónico163 páginas2 horas

Diosa Fortuna

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Diosa Fortuna se sumerge en las complejas relaciones que las personas tienen con la fortuna y las fantasías de la riqueza súbita. A través de varias historias entrelazadas, la autora explora cómo las ganancias inesperadas afectan a sus personajes en un entorno marcado por la violencia cotidiana y el peso del pasado.
A medida que estas historias se entrelazan, la novela explora temas más profundos relacionados con el dinero, la riqueza y las expectativas de la sociedad.
La novela desafía la noción de que la fortuna súbita siempre trae felicidad y, en cambio, sugiere que puede traer consigo una serie de desafíos inesperados.

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«Me resulta complejo hablar de Diosa Fortuna y de personajes que me han acompañado durante los años en los que he estado escribiéndola, porque de alguna manera forman parte de mi psique y de mis propias fantasías de ser asaltada por la riqueza.

En muchas ocasiones me he visto diseñando planes de fuga en caso de encontrar una maleta llena de dinero y sin aparente dueño, o pensando en cómo administrar un gran premio de lotería. Siempre acabo pensando en lo que le dijo una vez mi hermano Jairo a un lotero que le ofreció un billete que prometía miles de millones: «¿No tienes algún premio más pequeño? Porque esos millones lo único que traen son muchos problemas».

Del prólogo de la autora
IdiomaEspañol
EditorialApache Libros
Fecha de lanzamiento15 nov 2023
ISBN9788419293695
Diosa Fortuna
Autor

Marjorie Eljach

Marjorie Eljach dirige y produce el Festival Sui Generis Madrid y dirige la Asociación Cultural Besarilia desde 2009. Es profesional en Estudios Literarios, máster en Información y Documentación, especialista en Desarrollo Organizacional y en Marketing. Desde hace más de veinte años trabaja como gestora cultural. A lo largo de su carrera ha sido directora de una biblioteca universitaria, asesora de numerosos proyectos relacionados con educación superior, gestión cultural, artes escénicas y audiovisuales, edición bibliográfica, literatura, gestión de bibliotecas, marketing y comunicaciones. Es también coeditora de la revista académica Herejía y Belleza y directora del Congreso sobre Arte, Literatura y Cultura Alternativa. Ha publicado ensayos, poesía, cuentos y artículos en diversas revistas. En 2020 publicó su primera novela, Elisa y el escarabajo (Herejía y Belleza) y el ensayo Batman y Joker, duelo en Gotham (Archivos Vola), en el que comparte autoría con el escritor Alberto Ávila Salazar.

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    Diosa Fortuna - Marjorie Eljach

    Prólogo

    ¿Qué harías si te encontraras un montón de dinero oculto en tu casa? ¿O si ganaras millones en la lotería?

    Una vez cuando tenía diez años, escuché a una amiga que había vuelto de vacaciones decir que en las duchas de la piscina del hotel se encontró un rollito de dinero, en total la suma era de unos trescientos dólares, y con eso se compró muchísimos juguetes y ropa. Yo hice entonces mi lista de todas las cosas que me compraría si me encontraba una cantidad de dinero similar.

    Años más tarde un compañero de universidad me contó que cuando en su casa compraban la lotería se sentaban en familia a fantasear con lo que harían con el dinero del premio, y que más que tener todo ese dinero, lo que al le gustaba era el ritual que acompañaba la compra del billete porque les permitía sentarse juntos a compartir un sueño que por supuesto nunca se hizo realidad.

    Mi abuela, que compró lotería durante toda su vida, en dos ocasiones ganó el premio mayor, y en las dos ocasiones lo repartió entre familiares pobres y amigos con mala situación económica. Esto, al contrario de lo que podría pensarse, no generó ninguna reacción derivada de la ley del karma, y aunque vivió hasta los noventa y siete años y tuvo una vejez tranquila y sin sobresaltos, siempre se quejó de su mala situación económica.

    Esas historias y muchas más, todas ellas relacionadas con grandes ganancias repentinas, son el origen de esta novela, en la que los personajes se cruzan y las historias que aparentemente no tienen relación, van creando el tejido de una trama que va más allá del dinero y tiene mucho que ver con lo que creemos que nos puede ocurrir si de un momento a otro nos hacemos ricos, sobre todo si vivimos en un entorno en el que la violencia es un hecho cotidiano y los espectros del pasado se nos plantan al borde de la cama en la madrugada.

    Me resulta complejo hablar de Diosa Fortuna y de personajes que me han acompañado durante los años en los que he estado escribiéndola, porque de alguna manera forman parte de mi psique y de mis propias fantasías con ser asaltada por la riqueza. En muchas ocasiones me he visto diseñando planes de fuga en caso de encontrar una maleta llena de dinero y sin aparente dueño, o pensando en cómo administrar un gran premio de lotería, y siempre acabo pensando en lo que le dijo una vez mi hermano Jairo a un lotero que le ofreció un billete que pagaba miles de millones: «¿No tienes algún premio más pequeño? Porque esos millones lo único que traen son muchos problemas».

    Marjorie Eljach

    Alma y el domador

    Si veinte años atrás alguien le hubiera dicho que viviría en una espiral de muerte, lo habría creído. Le gusta pensar que no tiene alma, que su cuerpo flaco está en el mundo para recibir golpes y a la espera del hook que la lance contra las cuerdas con tanta fuerza que le impida volver al centro del cuadrilátero.

    Desde tiempo atrás descubrió la inutilidad de los vicios. Las cosas vacuas que la hubieran llevado a la tumba y que nunca pudo permitirse se quedaron instaladas en alguna habitación de la memoria desvanecida sin avisar.

    Vive en una casa vieja de un barrio periférico, con un perro que trajo consigo cuando mataron a sus padres y que le parece que todavía conserva en su blanca pelambrera las salpicaduras de la sangre.

    Tiene el armario de su habitación lleno de ropa de hombre de la que no ha querido deshacerse. Dos exmaridos la han dejado a su suerte; y la ropa del primero, demasiado delgado, nunca le vino bien al segundo, demasiado grande.

    A veces siente el impulso de arrojarla a la basura, pero considera que en caso de apuro saldrá a venderla para sacarse algún dinero.

    Cada vez que se imagina yendo al mercado, no puede evitar reírse de su propia imagen de aprendiz de ropavejera, intentando ponerles precio a trapos pasados de moda y con polillas que habitan en las arrugas.

    Ahora está sola y Doc es el único hombre de la casa, quien se despide de ella llorando por la mañana y la recibe por la tarde con saltos de emoción y besos húmedos. El amante ideal debería tener sus mismas virtudes. Ojalá no fuera tan viejo y tuviera menos pelo, en todo caso cree que hablar no le favorecería. Doc escucha sin quejarse la misma historia todos los días, porque todos los días de Susana son iguales.

    Se levanta a las cinco de la mañana, prepara un café negro y saca al perro. Mientras él hace lo suyo, ella se fuma un cigarro y se bebe el café. Cuando Doc entra, ella solo ha alcanzado a beber la mitad y tira el resto por el desagüe. Es inevitable que maldiga ese momento, es un movimiento automático e incontrolable que la lleva siempre a arrepentirse de no haber guardado el sobrante para el día siguiente. Se consuela pensando en el mal sabor del café recalentado, pero a la vez sabe que no puede permitirse tirarlo, es arrojar dinero a la basura.

    Antes de salir a su rutina diaria, ha estado trabajando en ella desde la noche anterior. Mientras ve el concurso televisivo que su segundo ex detestaba, y que ahora a ella le alegra la vida, toma notas del directorio telefónico. Las oficinas que visitará para ofrecer las medias de seda que vende a domicilio deben estar por la misma zona, porque ella solo puede pagar dos billetes de autobús.

    Hace una pequeña lista, con siete es suficiente para que los zapatos que le regaló la vecina no se desgasten demasiado y pueda regresar a casa con los pies intactos.

    Lo de las medias es un buen negocio. Las mujeres suelen engancharlas a cualquier cosa: al borde de una silla, al velcro del bolso o a la astilla de una uña; y las secretarias tienen que ir siempre elegantes, con ínfulas de jefa. Una mujer arreglada no puede dejarse ver con las piernas peladas y exhibiendo varices.

    Susana ofrece a sus clientas medias baratas y de poca calidad, que compra de remate los domingos en el puesto de la plaza donde se ponen los contrabandistas y las revende al doble para compensar el regateo y la venta a crédito. Tras dejar la mercancía, se pasa días después a cobrar por algo que quizá ya ha acabado en la basura. Está aburrida de las quejas de sus clientas. Algunas se niegan a pagar, otras se esconden porque antes han pasado otros cobradores, y nunca faltan las que se han largado para siempre y se amparan en la solidaridad de las compañeras para no revelar la dirección de sus nuevos trabajos o de sus casas a los acreedores.

    Entre visitas a oficinas, a veces frustrantes porque le cierran la puerta en las narices, Susana se sienta en un banco o en el césped de algún parque y toma un pan con salchichón y un vaso de avena que lleva en un pequeño termo.

    Está desnutrida, y tiene la piel cetrina por el tabaco negro y el sol que le quema la cara.

    En otra época fue una chica bonita que despertaba las ganas de su padre, pero eso ocurrió hace mil años, en el monte.

    Todos dormían en la misma habitación y su madre le dijo que era normal, que lo aceptara con resignación como lo hizo ella cuando su padre y sus hermanos la tomaban por la fuerza.

    La primera vez Susana tenía trece años y acababa de pegar el estirón que le redondeó la cadera y le afinó el talle. De la noche a la mañana, los pechos planos se abultaron y empezaron a llamar la atención y el deseo de los hombres. «La niña se nos ha hecho mujer», comentó una mañana el padre, y esa misma tarde se lanzó sobre ella cuando estaba lavando la ropa. Susana sintió el dolor de la embestida y las manos sobre sus pechos; una lengua árida en su boca y el miedo, solo comparable al aullido de los espectros que salían todas las noches de las fosas llenas de cuerpos mutilados y sin nombre.

    No gritó durante la eternidad que duró el asalto; gritó después, al calor de la sangre que le chorreaba por las piernas. «Papá, me ha roto algo». Y papá sonrió. Y le dijo que no era nada, que ya era una mujer.

    Una mujer de trece años destinada a enfrentarse a los celos de su madre por las brutales atenciones de un hombre que ahora prefería la carne fresca, sometida delante de su hermano pequeño y de la mujer que la parió. Condenada a recibir, al caer la noche, al señor en el único dormitorio de la casa.

    El miedo se volvió costumbre y, cuando se acercaban las seis de la tarde, se la comían los nervios. Primero un temblor sudoroso y, acto seguido, la diarrea. La madre no la consolaba porque deseaba que desapareciera la hija para que su hombre volviera a ella. La niña se perdía fantaseando también con su propia desaparición, mientras apretaba la medallita de la Virgen del Carmen que le regaló el párroco cuando le dio la primera comunión, allá en el pueblo, y a la que antes se aferraba para ahuyentar a los espectros.

    «Mamá, estoy enferma», repetía a diario como quien reza un rosario, a la espera de consuelo o de un gesto amable. Pero mamá se daba la vuelta en la cama cuando su marido se cambiaba de colchón en la madrugada. Susana abría los ojos, y él le ponía el dedo en la boca y la penetraba haciendo gruñidos casi inaudibles.

    Estaba agotada por el trabajo diario, y las violencias nocturnas le impedían dormir. Al verla dar cabezadas durante las clases, la profesora de la escuela quiso saber lo que le estaba ocurriendo. La malnutrición saltaba a la vista, su única comida completa se la proporcionaban en el comedor de la ONG.

    La profesora estaba en prácticas de último año de Psicología y lo que vio asomarse durante la conversación le hizo preferir no ahondar en detalles. Había sido un error de ingenuos irse a convivir con la miseria humana y dejar atrás su cómoda existencia. Lloraba por las noches y contaba los días que le faltaban para volver a la realidad que conocía y controlaba. No era el momento propicio ni la situación adecuada, ella no se encontraba en condición de crear vínculos afectivos con personas a las que no se desea volver a ver y cuya presencia era una permanente molestia: el recordatorio constante de lo que no está bien, de lo que no funciona en el sistema y de lo que nos despoja de humanidad o nos llena de culpa porque nos recuerda constantemente que somos unos privilegiados. Ella solo quería regresar al lugar de donde procedía, en el que no había supersticiones ni fantasmas, y que la memoria de lo visto desapareciera sin dejar huella.

    Le dio una barra de chocolate a Susana y la mandó a su casa con el espejismo de un sabor dulce en la boca; un fugaz placer que acabaría en la letrina unas horas más tarde.

    La niña se fue como todos los días y, antes de llegar, se escondió en un matorral a terminar de comer su regalo; no iba a compartirlo con nadie, porque su madre se lo daría al padre o lo partiría en cuatro trozos para comer antes de dormir.

    Hacía mucho tiempo que no se sentía feliz. Comió con calma. El sabor le trajo imágenes de una vida distinta. Ella viviendo en una gran ciudad, hija de una maestra y de un hombre que llegaba todas las noches muy cansado y se tumbaba a dormir profundamente. Tenía una habitación para ella sola, llena de muñecas con pelos de colores y lazos de cinta rosa. Pasaba las tardes entre juguetes y paseos en bicicleta por el parque, iba a una escuela donde su madre enseñaba matemáticas a los niños, porque era inteligente y tan amorosa que, cada vez que uno de sus pupilos hacía bien una multiplicación, ella le daba un beso en la mejilla.

    Con el último bocado de chocolate, acabó la fantasía y emprendió el camino hacia la única vida que tenía, inmutable y amenazante. Brutal en su intención de permanencia.

    Los días se le iban entre la escuela y los trabajos domésticos. Ayudar a su madre a lavar la ropa que traía del pueblo; por la noche, los deberes; y, en ocasiones dormir, pero solo cuando su padre viajaba. A veces tardaba en volver más de una semana, ella en secreto deseaba que se convirtiera en un espectro y solo regresara con los aullidos de la noche.

    La madre, Felicidad, había envejecido en poco tiempo. Sus treinta y dos años parecían cincuenta. La mala alimentación, el trabajo de animal y cuatro horas de sueño al día habían hecho de ella una mujer escuálida, encorvada, arrugada y manchada por el sol. La mata de pelo negro que un día le llegó a caer hasta la cintura era ahora un amasijo de mechas resecas que anudaba por las mañanas con sus manos de uñas fungosas. No hablaba, excepto para maldecir. Maldecía su suerte, maldecía haber parido, maldecía a sus hijos y maldecía su vida. No tenía ilusiones y creía no haberlas tenido nunca, conoció la vida que conocieron su madre y su abuela, viejas a los treinta, ancianas a los cuarenta y tal vez muertas por cualquier virus antes de los sesenta.

    Su hermana pequeña logró largarse, se marchó con los del circo la primera y única vez que pasó por el pueblo. Lo pensó; sin vacilar, atravesó con sus bártulos hasta el playón donde estaban la carpa y las jaulas, y se ofreció para lavar los disfraces a cambio de comida.

    La vida no iba a ser peor, pensó. La guerra apenas comenzaba y llegaban noticias de las violaciones cometidas por los hombres del Señor Comisario. Al menos, el circo le daba la posibilidad de moverse de un pueblo a otro, y la convertía en una suerte de prófuga en constante huida.

    Alma no se despidió de su familia, sabía que su padre y sus hermanos la harían

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