Texturas 48: Incongruencias y disfunciones editoriales
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Wilkie Collins
William Wilkie Collins (1824–1889) was an English novelist, playwright, and author of short stories. He wrote 30 novels, more than 60 short stories, 14 plays, and more than 100 essays. His best-known works are The Woman in White and The Moonstone.
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Texturas 48 - Wilkie Collins
Índice
Portada
Portada interior
[1] El público desconocido
[2] Nuestras ineficiencias y la crisis energética
Disfunciones, ineficiencias e incongruencias editoriales
Deconstruyendo el precio fijo. Hacia una tercera vía
Las ‘otras’ editoriales
Un centenario de Juventud
[3] Mujeres y tipografía
Composición de lugar y tiempo
El legado oculto de Marie Neurath
[4] Geopolítica del libro en Iberoamérica
Furia
Más allá del entusiasmo
[5] Las líneas de una mano
Brevísimo bestiario de una Feria del Libro
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Créditos
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El público desconocido
Wilkie Collins
[1824-1889]
Acaso no es cierto que los suscriptores de esta revista, los clientes de las editoriales más destacadas, los socios de clubes del libro y de bibliotecas circulantes y todos aquellos que compran o toman prestados diarios y revistas, componen en su conjunto la gran mayoría del público lector de Inglaterra? Hubo en tiempo en que, si alguien me hubiese planteado esta pregunta, yo, por mi parte, habría respondido sin dudar que sí.
Ahora he aprendido. He aprendido que el público que acabo de mencionar, en tanto que audiencia para la literatura, no representa más que una minoría.
Me percaté de este descubrimiento (que me atrevo a considerar nuevo y sorprendente a un tiempo) de forma gradual. Mis primeras aproximaciones a él se produjeron durante mis paseos por Londres, en especial por los barrios de segunda y tercera categoría. En aquellas ocasiones, siempre que pasaba frente a un pequeño quiosco de prensa o frente a una pequeña expendeduría de tabaco, pude observar, casi de forma mecánica, que sus escaparates los ocupaban invariablemente unas publicaciones determinadas. Se diría que dichas publicaciones tenían todas el mismo formato, tamaño cuartilla; todas parecían consistir meramente en unas pocas páginas sin encuadernar; todas presentaban una ilustración en la mitad superior de la página de portada, y cierta cantidad de líneas impresas en letra pequeña en la parte inferior. Durante un tiempo me limité a advertir esto y nada más. Ninguno de los caballeros que tienen la gentileza de orientar mis gustos en asuntos literarios había dirigido nunca mi atención hacia estas misteriosas publicaciones. Estoy convencido de que, a día de hoy, mi revista preferida ignora su existencia. Mi emprendedor librero, quien insiste en proponerme todo tipo de libros que no deseo leer, porque ha adquirido ediciones enteras de ellos a precio de ganga, todavía no me ha tentado nunca con esos folletos ilustrados que ofrecen los pequeños tenderos. Día tras día, semana tras semana, las misteriosas publicaciones rondaron mis paseos, fuese donde fuese. Sin embargo, en un descuido inconcebible por mi parte, fui incapaz de detenerme y examinarlas con atención.
Abandoné Londres y viajé por Inglaterra. Las desatendidas publicaciones me siguieron. Estaban en todas las poblaciones, grandes o pequeñas. Las vi en fruterías, en tiendas de ostras, en tiendas de golosinas. Ni siquiera los pueblos –pueblos pintorescos de fuertes olores– estaban libres de ellas. Dondequiera que la osadía especuladora del hombre abría una tienda, y los apetitos humanos y las necesidades de sus compañeros mortales bastaban para evitar que se cerrase, allí se presentaba de inmediato el dichoso folleto, o eso me parecía a mí, colocado de forma destacada en el escaparate, insistiendo en que todo el mundo lo viese: «¡Cómprame, tómame en préstamo, mírame, róbame... haz lo que sea, oh distraído forastero, excepto pasar ante mí con desprecio!».
Coaccionado de tal modo, no transcurrió demasiado tiempo antes de que empezase a pararme frente a los escaparates y a mirar detenidamente aquellos ubicuos especímenes de lo que para mí era una nueva especie de producción literaria. Trabé conocimiento con uno de ellos entre los páramos de Cornualles occidental, con otro en los populosos callejones de Whitechapel, con un tercero en una fea y pequeña población del norte de Escocia. Me interné en un encantador condado de Gales del Sur: el modesto ferrocarril no había llegado aún allí, pero el audaz folleto, sí. ¿Quién sería capaz de resistirse a esta constante, inevitable, a esta magnífica llamada sin límites en pos de atención y clientela? Pasé de contemplarlos en los escaparates de las tiendas a entrar en dichas tiendas, de adquirir especímenes de esta plaga de pequeñas publicaciones a examinarlas con atención de la primera a la última página y, por fin, a hacer indagaciones acerca de ellas en todo tipo de sectores bien informados. El resultado –el asombroso resultado– ha sido el descubrimiento de un Público Desconocido; un público que se cuenta por millones: el misterioso, inconmensurable, universal público de los periódicos de a penique.
En estos momentos, tengo cinco de dichos periódicos frente a mí, representados por un ejemplar de cada uno, adquirido al azar. Existen muchos más; pero estos cinco constituyen los miembros más exitosos y bien establecidos de esa familia literaria. El mayor de todos es un robusto chaval de quince años de edad. El más joven es un niño de solo tres meses. Los cinco se venden al mismo precio de un penique; los cinco se publican regularmente una vez por semana; los cinco contienen aproximadamente la misma cantidad de material. El más exitoso de los cinco proclama en público (y, según se me ha informado, sin exagerar) que su circulación semanal es de medio millón de ejemplares. Si estimamos que los cuatro restantes alcanzan en conjunto una circulación de medio millón más (lo que probablemente quede muy por debajo de la estimación real), tenemos una venta de un millón semanal de los cinco periódicos de a penique. Suponiendo que haya solo tres lectores por cada ejemplar vendido, esto se traduce en un público de tres millones de personas, un público desconocido para el mundo literario; desconocido, como discípulos, para el conjunto de la crítica; desconocido, como clientes, para las grandes bibliotecas y las grandes editoriales; desconocido, como audiencia, para los distinguidos escritores ingleses de nuestro tiempo. Un público de tres millones que se encuentra fuera de los límites de la civilización literaria es un fenómeno que merece atención, un misterio que posiblemente ni los más sagaces de nosotros puedan desentrañar con facilidad.
De entrada, ¿quiénes son esos tres millones de personas, el Público Desconocido, como he osado denominarlo? El público lector conocido, la minoría a la que me he referido antes, es fácil de descubrir y de clasificar. Está el público religioso, que cuenta con sus propios libreros y su propia literatura, que incluye revistas y periódicos además de libros. Está el público que lee para informarse, y se dedica a historia, biografías, ensayos, tratados y libros de viajes. Está el público que lee para entretenerse y constituye la clientela de las bibliotecas circulantes y de los quioscos de estación. Está, por fin, el público que no lee nada más que periódicos. Todos sabemos dónde encontrar a las personas que representan a estas diferentes clases. Vemos los libros que les gustan sobre sus mesas. Nos los encontramos en cenas, donde les oímos hablar de sus libros preferidos. Si somos un poco duchos en asuntos literarios, sabemos incluso cuáles son los distritos de Londres donde vive cierto tipo de personas de las cuales puede esperarse de antemano que sean lectores de cierto tipo de libros. ¿Pero qué sabemos de la enorme mayoría fuera de la ley, de las tribus literarias perdidas, de esos prodigiosos, apabullantes tres millones? Nada de nada.
Por mi parte –y lo digo con pesar– poseo un vasto círculo de conocidos. Desde que emprendí la interesante tarea de investigar el Público Desconocido, he estado tratando de descubrir, tanto entre mis queridos amigos como entre mis acérrimos enemigos, pues ambos figuran por igual en mi carnet de visitas, alguno que sea suscriptor de los periódicos de a penique; pero mis esfuerzos han sido en vano. He escuchado teorías acerca de la probable existencia de periódicos de a penique en aparadores de cocinas, en las salas traseras de las barberías populares, en los grasientos reservados de las humildes fondas. Pero todavía no me he topado con ningún hombre, mujer o niño que respondiese con una afirmación rotunda a la pregunta «¿Es usted suscriptor de un periódico de a penique?», y que fuese capaz de mostrarme el periódico en cuestión.
Hace años que he renunciado a encontrar una sola mujer, por encima de determinada edad, que no haya recibido al menos una propuesta de matrimonio. Hace mucho tiempo que he desechado la idea de dar con un hombre que haya visto un fantasma con sus propios ojos, a diferencia de ese otro hombre inevitable que tiene un íntimo amigo que sin ningún género de dudas vio uno. Son dos ambiciones estas, entre otras muchas propias de una vida desperdiciada, a las que he debido renunciar definitivamente. Ahora debo añadir una más a mi relación de ilusiones desvanecidas.
Careciendo, por tanto, de cualquier información positiva sobre el asunto, solo es posible proseguir la investigación que nos ocupa en estas páginas aceptando aquellas pruebas negativas que puedan ayudarnos a adivinar, con mayor o menor exactitud, la situación social, las costumbres, los gustos y la inteligencia promedio del Público Desconocido. Razonando cuidadosamente por deducción, tal vez lleguemos, a través de un camino enrevesado, a algo parecido a una conclusión al menos prudente, si no satisfactoria, por lo que hace a este asunto.
De entrada, en vista de que la materia prima principal de cada uno de los cinco periódicos que tengo ante mí se compone de narraciones, es aceptable suponer que el Público Desconocido lee más para distraerse que para informarse.
A juzgar por mi propia experiencia, añadiría que, cuando se gasta su penique semanal en literatura, el Público Desconocido busca cantidad antes que calidad. Al comprar cinco ejemplares distintos, en cinco establecimientos distintos, en cada una de las ocasiones abordé, deliberadamente, al individuo que se encontraba tras el mostrador, pretendiendo ser un integrante del Público Desconocido –digamos que el número tres millones uno–, que para desprenderse de su penique deseaba dejarse guiar por la recomendación de dicho tendero. Actuando así esperaba acceder a algo de crítica popular, y averiguar cuáles eran los requisitos del éxito, en una rama de la literatura que era nueva para mí. Sin embargo, nada de esto sucedió nunca. El diálogo entre comprador y vendedor tomó en cada ocasión un giro práctico parecido a este:
Número tres millones uno: –Quisiera comprar uno de esos periódicos de a penique. ¿Cuál me recomendaría?
Editor con iniciativa: –Hay quien prefiere unos, quien prefiere otros. Todos valen lo que cuestan. ¿Ha visto este?
–Sí.
–¿Y aquel de allí?
–No.
–¡Mire, vale lo que cuesta!
–Sí, pero ¿qué me dice de las historias de ese? ¿Diría que son igual de buenas que las de aquel otro?
–Verá, hay a quienes les gustan más unos, a quienes les gustan más otros. A veces vendo más de uno, a veces más del otro. Los vendo todos todo el año, y, que yo sepa, no hay uno mejor que el otro. Lo mismo hay en uno que en el otro. Todos valen lo que cuestan. ¡Vaya, Dios le bendiga, cójalos usted mismo y compruébelo, y dígame si no valen lo que cuestan! ¡Mire cuánta letra impresa hay en cada uno! ¡Válganme mis ojos! ¡Cuánta letra por ese dinero!
Por más que lo intenté, nunca llegué más allá de esto. No obstante, comprobé que los tenderos, tanto hombres como mujeres, estaban más que dispuestos a hablar de otros asuntos. En cada una de esas ocasiones, después de efectuar mi compra, lejos de recibir indicación alguna de que estaba estorbando el negocio, me vi entretenido socialmente en la tienda, como si fuese un viejo conocido. Recibí todo tipo de informaciones sobre los asuntos más variados, a excepción del impreso en mi bolsillo