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Crónicas de los adalides dragones: Ascuas de la guerra
Crónicas de los adalides dragones: Ascuas de la guerra
Crónicas de los adalides dragones: Ascuas de la guerra
Libro electrónico669 páginas9 horas

Crónicas de los adalides dragones: Ascuas de la guerra

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Nueva York, año 2058: el mundo ha cambiado drásticamente. Las grandes potencias languidecen tras severos conflictos internos y externos, y solo una gran corporación internacional mantiene el equilibrio de poderes en todo el globo. Estados Unidos trata de recuperar su antigua gloria tras una segunda guerra civil que desangró a la nación.

Entre bambalinas, una guerra secreta lleva milenios enfrentando a dos órdenes secretas: el Pacto de la Cacería y la Orden del Dragón. Unos buscan que la especie humana asuma el máximo poder en la Tierra. Los segundos, protegen a los Adalides Dragones, custodios ancestrales de los elementos aspectuales que conforman el mundo tal como es.

Kanade Listz es una joven introvertida, pero brillante, que recala en la ciudad que nunca duerme para asistir a la universidad. Es su primera vez en Estados Unidos, lejos de la seguridad que le han brindado sus padres. Pronto, su vida y la de sus nuevas amistades cambiarán para siempre, confluyendo en un nexo que el destino les lleva deparando desde que nacieron.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 mar 2023
ISBN9788411445238
Crónicas de los adalides dragones: Ascuas de la guerra

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    Crónicas de los adalides dragones - Javier Cazallas

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Javier Cazallas

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    Ilustración de cubierta: Mariló Delgado

    ISBN: 978-84-1144-523-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para mi madre, Manuela, por enseñarme a amar

    la fantasía desde pequeño, a soñar con mundos utópicos

    y a ser la mejor versión de mí mismo.

    PRÓLOGO

    La ciudad de Nueva York se alzaba ante la atenta mirada de Nestor Randolph. A sus sesenta y siete años seguía disfrutando de sus visitas a la ciudad que nunca duerme y de las vistas que su skyline ofrecía. Para él, aquellas vistas simbolizaban poder. Su corporación llevaba décadas expandiéndose por el mundo y una de sus sedes de poder era la isla de Manhattan.

    La Segunda Guerra Civil de Estados Unidos había cambiado mucho el paisaje. Exceptuando la Gran Manzana y algunas zonas privilegiadas, la periferia de Nueva York estaba muy descuidada. Las relucientes torres contrastaban con los edificios ruinosos que salpicaban barrios como Queens, Brooklyn o el Bronx. Incluso Nueva Jersey estaba tardando décadas en reconstruir muchas de sus zonas urbanizadas. Nueve años de lucha fratricida que la opinión pública seguía achacando a ideologías políticas internas y al racismo arraigado en la sociedad estadounidense. Randolph sabía que había mucho más tras la versión que figuraba en los textos de historia.

    El vehículo en el que viajaba giró a la izquierda, haciendo que las vistas que el magnate observaba por la ventanilla se perdieran. Era una limusina Chrysler 300F de 2056 completamente negra que avanzaba diligentemente por la zona portuaria. Contenedores de mercancías y grúas de gran tonelaje dominaban el industrializado paisaje del que todavía era uno de los mayores puertos del planeta.

    «No puedo esperar para verlo».

    La mirada de Randolph solía ser tranquila, pero en ese momento destilaba impaciencia. «¿Por qué no nos saltamos los semáforos?», pensaba cada vez que el vehículo se detenía. Una persona de su posición podía pagar cualquier multa, el premio final merecía la pena. Pero su chófer seguía respetando las normas de circulación, haciendo que la frustración del empresario aumentase por momentos. Para su empleado, aquel día podía ser un martes de septiembre cualquiera, pero él se dirigía a un encuentro que llevaba esperando casi toda su vida.

    Observando los coloridos contenedores de mercancías pasar, Randolph recordó las palabras que su padre le dijo el día que definiría su vida para siempre.

    —Hoy inicias tu andadura para consagrar todavía más el nombre de nuestra familia, hijo mío. —Su padre, un hombre fornido, apoyaba las manos en sus hombros y lo miraba fijamente—. Llegará el día en que no te limitarás a dar caza a esas bestias, sino que te harás con su poder.

    Fue el día en que Nestor Randolph estampó su firma en un milenario pergamino donde solo unos cuantos elegidos dentro del Pacto de la Cacería habían podido dejar su rúbrica. «Una organización secreta dentro de una organización secreta», pensó, consciente de la ironía de aquella paranoia conspiratoria.

    —Señor Randolph —la voz del chófer sacó al anciano de sus pensamientos—, acabamos de llegar.

    Recién salido de su ensimismamiento, Randolph comprobó que una enorme nave portuaria se alzaba junto al Chrysler. No era habitual que alguien de su posición se dejase ver por un maloliente muelle de carga. Sus asistentes se encargaban de tareas mundanas como recibir envíos importantes, pero no aquel día. Lo que llegaba no era una carga más.

    Aunque la mayoría de las edificaciones del puerto presentaban un aspecto deteriorado o de abandono, aquel edificio gozaba de mejor suerte.

    El anciano observó la fachada al bajar del coche, ayudado por el chófer. El logo de su compañía mercantil, un caballo de mar sobre una flecha, adornaba el centro del frontal del edificio, con el nombre de la compañía y su matriz debajo de la imagen:

    SEAHORSE TRANSPORT EXPRESS

    A Randolph Enterprises Company

    Nadia Spellman, la principal asistente personal de Randolph, salió por la puerta principal y aguardó la llegada de su jefe, quien se acercaba con su característica y leve cojera en la pierna derecha.

    —Bienvenido, señor Randolph, le están esperando.

    El empresario ignoró sus palabras y pasó de largo, atravesando la puerta sin tan siquiera hacer ademán de devolver el saludo.

    El interior de la nave bullía con el ajetreo de los trabajos rutinarios. Decenas de trabajadores transportaban mercancías de un punto a otro. Algunas cabinas de camión aguardaban su turno para recoger sus remolques cargados. Varios empleados repararon en la presencia de su jefe, lanzando miradas furtivas.

    La inmensa nave parecía más grande que nunca para Randolph, que tenía que atravesarla. A medida que apretaba el paso, escuchaba los tacones de la señorita Spellman, resonando contra el suelo de hormigón tras él.

    El viento del puerto volvió a acariciar el rostro de Randolph al salir por el otro extremo de la nave. Sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la claridad del exterior. Vislumbró un gran buque mercante amarrado al muelle de su compañía de transportes. La quilla del buque, completamente negra, salvo en su parte inferior, lucía el nombre a ambos lados de su proa: PENONOMÉ. Al bajar la mirada ubicó a las tres personas que lo esperaban: dos hombres y una mujer.

    Los hermanos Díaz eran como el día y la noche: Rafael era apuesto, con porte de líder y la inteligencia de alguien que aspira a comerse el mundo; su hermano, Héctor, no había tenido suerte en la vida. A pesar de ser un portento físico, su rostro había sido castigado desde temprana edad, tres profundas cicatrices surcaban su boca y descendían hacia el cuello. Los acompañaba Elliane Briand, una mujer joven y atractiva, de veintidós años, que se había ganado el sobrenombre de Susurro, por la forma en que completaba sus encargos.

    —Ya pensábamos que no venía, señor Randolph —dijo Rafael Díaz, con tono burlón y un marcado acento latino. Las formalidades nunca fueron su fuerte.

    —Os dije que llamarais antes de atracar —respondió el magnate, con sequedad—, no cuando estuvierais descargando la mercancía.

    Rafael miró con complicidad a sus dos compañeros y devolvió la mirada a su jefe.

    —Bueno —dijo, encogiéndose de hombros—, ya estamos aquí. ¿Qué más da?

    La ansiedad del anciano aumentaba. Su expresión debió de delatar su impaciencia, porque Rafael cambió su postura rápidamente.

    —Vamos al asunto antes de que le dé algo, maestro —dijo, haciendo un gesto para que todos lo siguieran.

    A Randolph no le gustaba esperar, pero tampoco le entusiasmaba que se notasen sus emociones. Su autocontrol era una de sus virtudes.

    El grupo siguió a Rafael Díaz hasta un contenedor azul con el logo de Seahorse en los laterales. El hispano abrió el candado y dio paso al grupo al interior. Héctor activó la iluminación interna del contenedor, cuya única carga era un cajón de madera de un metro de largo por ochenta centímetros de ancho, en cuyos laterales podía leerse en varios idiomas la palabra «FRÁGIL».

    —Pues aquí estamos —dijo Rafael, golpeando con la mano el cajón, ignorando los avisos—. Ha costado lo suyo conseguir este artefacto.

    —Deberías empezar a hablar como un miembro del Pacto —reprochó Randolph, sin apartar la mirada de la gran caja—. Lo necesitarás cuando expliques ante el Círculo el jaleo que habéis montado en Sudáfrica.

    —Cuando vea lo que traemos, jefe —dijo Rafael, recuperando el tono burlón—, lo de Sudáfrica le parecerá una minucia.

    El hombre alzó la mano hacia su hermano, chasqueando los dedos. Héctor recogió una ganzúa y se la lanzó a la mano. Un lanzamiento perfecto.

    Rafael hizo palanca sobre el cajón. Randolph notaba cómo el pulso se le aceleraba a medida que el crujido de la madera se hacía más intenso. Los clavos que mantenían fija la parte superior salieron poco a poco, hasta que la sección entera cayó hacia atrás, dejando al descubierto el contenido de la caja. Randolph se acercó y apartó la paja del interior con sus propias manos.

    —¡Mierda! —exclamó Rafael, llevándose el pulgar a la boca—. Me he clavado una astilla.

    Randolph estaba tan absorto que no hizo caso a los quejidos de su lacayo. Sus ojos se posaron en el artefacto que largo tiempo llevaba esperando: una alargada pluma negra, sin ninguna imperfección. Casi parecía que había sido dibujada por una inteligencia artificial. El anciano acercó su mano derecha, en la que tenía un sello en su dedo corazón. Al acercar el sello a la pluma, este emitió una leve vibración que tan solo

    Randolph pudo percibir.

    Una sonrisa inmensa se dibujó en su rostro. «¡Es perfecta!».

    —¿Alguien me explica por qué es tan especial una maldita pluma gigante? —inquirió Elliane Briand, rompiendo su silencio con su acento francés.

    Randolph se giró hacia el grupo, eufórico, sin importarle perder el control de sus emociones.

    —Ahora no lo entenderías, niña —dijo, sin perder la sonrisa—, pero vamos a cambiar el mundo.

    CAPÍTULO 1

    El martilleo de la puerta sobresaltó a Kanade Listz, quien sacaba sus pertenencias de una caja de cartón que casi cae de su regazo. Dejó la caja con cuidado en el suelo y atravesó la estancia, esquivando varias cajas más y dos maletas, todavía por deshacer. Acababa de llegar a Nueva York, llevaba pocas horas en la casa donde viviría mientras asistiera a la Universidad de Columbia. Era una chica joven, de diecinueve años cumplidos el 20 de agosto, y complexión atlética.

    Tras tropezar con otra de las cajas, Kanade entreabrió la puerta. Al otro lado encontró a una joven de mirada vivaracha y sonrisa nerviosa. Era morena y llevaba gafas de pasta que agrandaban sus ojos esmeralda. Su camiseta negra, con el dibujo de un dragón envuelto en llamas, captó la atención de Kanade.

    —¡Hola! —saludó la joven, alzando su mano izquierda—. Tú eres Kanade, ¿no? —Tenía la voz aguda, algo cómicamente apropiado para su escasa altura. La chica debía de medir en torno a un metro cincuenta y cinco, gran contraste con el metro ochenta y cuatro de Kanade.

    —Sí —respondió, alzando la mano para devolver el saludo—. Soy...

    —Yo soy Amanda Prescott —interrumpió la joven, con voz de ratón con sobredosis de cafeína—, pero puedes llamarme Amy. Soy la hija de Agness.

    Kanade pudo atar cabos. Agness Prescott era la dueña de la casa donde tenía alquilada la habitación, una amplia casa en Fort Lee, Nueva Jersey. Lo suficientemente cerca de la universidad como para no pasarse el día en el transporte público y lo suficientemente apartada para tener algo de tranquilidad. Era una de las zonas reconstruidas tras la guerra.

    Amanda era efusiva, demasiado en opinión de Kanade. Para ella, ese ímpetu con el que había llamado era inapropiado. Había vivido en Japón los últimos tres años y medio y allí las convenciones sociales eran muy diferentes.

    —Es un placer —dijo finalmente, haciendo una ligera reverencia.

    —¿Qué haces? —preguntó la chica, sorprendida—. ¡Que no soy el Papa!

    —Perdón. Es la costumbre, llevo viviendo... —explicó Kanade, empezando a incorporarse cuando fue interrumpida de nuevo por Amanda.

    —¡Uala! —exclamó, agarrando un mechón del cabello blanco de Kanade—. Te lo has decolorado a tope, ¿eh? Yo siempre he querido cambiar de color, pero mi padre es muy purista. ¿Qué color te vas a poner?

    Kanade se sintió invadida. Amanda no lo hacía con mala fe, pero se habían conocido hacía un minuto y ya estaba tocándole el pelo. El cabello de Kanade era blanco como la nieve recién caída. Algunas personas pensaban que era albina, pero no compartía otros rasgos que tienen los albinos. Sus ojos eran de un azul intenso que rivalizaba con los zafiros más puros y, aunque tenía la tez blanca, no llegaba a la palidez fantasmagórica característica de los albinos.

    Amanda exclamó de nuevo y sujetó con ambas manos la cara de Kanade para que no siguiera subiendo, aunque la podría haber levantado del suelo.

    —¡Y las cejas también!

    —Perdona —dijo Kanade, visiblemente molesta—, ¿me puedes soltar la cara?

    «¿De qué va esta chica?».

    La joven reparó en que estaba pecando de confianza con alguien que acababa de conocer. Soltó a Kanade y cambió su euforia por una postura más moderada.

    —Lo siento... —se disculpó, avergonzada—, nunca había visto un pelo así.

    —Es mi color —explicó Kanade, acariciándose las mejillas—, no lo tengo decolorado, siempre ha sido blanco.

    Tras la pandemia de coronavirus de la década 2020, el mundo de las relaciones sociales se vio fuertemente alterado. No era habitual saludarse mediante el contacto físico salvo con quienes hubiera mucha confianza. La enfermedad fue controlada décadas atrás, pero ese estigma permaneció en la sociedad. El saludo más habitual era alzar la mano izquierda por encima del hombro. Estrecharle la mano a un desconocido estaba mal visto, y tocar a alguien sin causa de fuerza mayor se llegaba a considerar ofensivo.

    —¿Querías algo? —preguntó Kanade, quitando hierro a la situación.

    —Mi madre dice que eres nueva en la ciudad y que vas a asistir a Columbia —respondió Amanda, todavía sonrojada y evitando su mirada—. Pensé que querrías ver cuál es el camino para ir al campus y conocer un poco la ciudad.

    —Ahora mismo tengo mucho que hacer —respondió Kanade, haciéndose a un lado para mostrar las cajas y maletas por deshacer—. Y ya sé la combinación de transporte que tengo que coger.

    Kanade se adentró en la habitación, apartando con el pie la caja con la que había tropezado. A pesar de que tenía varios días para poner todo en orden, no era alguien que dejase las cosas para más tarde. Su vida había sido siempre muy estructurada, algo que se había acentuado tras su estancia en Japón. No podía comenzar las clases con sus cosas sin desempacar. La joven comenzó a rebuscar en la caja que tenía abierta.

    —Ya veo —suspiró Amanda—. Bueno, podemos hacer una visita rápida hasta después de comer, y luego te ayudo con las cajas.

    —Tengo que ordenar muchas cosas y solamente yo sé cómo van.

    «¿No entiende lo que es un «no»?»

    —Venga, Kany —insistió—, vamos a vivir juntas y a ir a la misma universidad, tenemos que conocernos. Podemos atravesar el Parque —dijo, refiriéndose a Central Park—, y comer una de las mejores pizzas de la ciudad en el Upper East Side antes de volver a casa.

    «¿Pizza?», pensó Kanade, deteniendo su búsqueda. La pizza era de lejos su comida preferida. Si había una forma de convencerla de hacer algo era con unas buenas porciones como premio. «¿Cómo demonios sabe que me encanta la pizza?».

    —Está bien —dijo, volviéndose hacia Amanda—, pero te tomo la palabra de que me ayudarás a sacar todas mis cosas. Y no vuelvas a llamarme Kany.

    —¡Pues claro, señorita Kanade! —respondió, haciendo un saludo militar. Parecía satisfecha por haber conseguido convencer a su hermética inquilina.

    Tras volver a dejar la caja en el suelo, Kanade se colocó el cabello, recordando fugazmente el desencuentro que acababa de tener con la joven. Vestía unos leggins negros que imitaban ser de piel y una camiseta roja. Cogió la chaqueta marrón con la que había venido en el avión y recogió un dispositivo de pulsera que había sobre el escritorio.

    Amanda volvió a proferir una exclamación de asombro.

    —¿Eso es un omni? —preguntó con la mirada fija en el dispositivo—. ¿Conoces a alguien del Reik?

    —Mis padres —respondió Kanade, cerrando de la correa de color blanco. El omni emitió dos pitidos agudos y se ajustó automáticamente al contorno de su muñeca, lo suficiente para no moverse pero sin apretar.

    Los omnis eran la evolución de los antiguos smartwatches, dispositivos de tecnología háptica con proyectores holográficos que conformaban la interfaz del usuario y reaccionaban a sus movimientos. El omni servía como comunicador, ordenador, tarjeta de crédito, identificador, y un sinfín de opciones más. Solamente los empleados de Reikorp y sus familias tenían acceso a estos dispositivos imposibles de replicar gracias a su nanotecnología, que destruía el omni ante cualquier intento de manipulación indebida.

    —¿Me dejas usarlo un poco en el tren? —preguntó Amanda, fascinada.

    —Me temo que no puedo —respondió Kanade, recogiendo sus zapatillas y acercándose a la entrada de la habitación—, solo el propietario o el personal autorizado puede manipular un omni. Si intentases utilizarlo se destruiría y quedaría inservible.

    Kanade se sentó en una silla que había junto a la puerta para calzarse. Estaba acostumbrada a estar descalza o con surippa, pero todavía no las había sacado de las cajas. Era una costumbre japonesa que le gustaba, y su intención era que las visitas a su habitación dejasen el calzado en la entrada, a modo de genkan.

    —¡Mira, Amy! —Una voz resonó por el hueco de la escalera, desde el piso de abajo—. ¡Están hablando más de lo de Sudáfrica!

    * * * * *

    Brooklyn parecía el animado barrio que fue tiempo atrás. Edificios restaurados se alternaban con otros en ruinas y la mayoría de las calles no principales precisaban un asfaltado con urgencia. Casi todas las reparaciones se habían realizado a nivel privado, con esfuerzos conjuntos de vecinos que no querían que su barrio recordase los combates librados durante la guerra que concluyó dos décadas atrás.

    El corazón de Justin Whitaker trotaba en el pecho del veinteañero mientras corría calle abajo, esquivando personas y obstáculos que encontraba en su camino, desafiándolo a llegar tarde.

    «¡Siempre igual, joder!», se repetía.

    Tras meses intentando quedar con la chica que le gustaba, María, consiguió que aceptase comer con él. Por desgracia, tras una intensa noche jugando al último juego online de moda, Justin se había quedado dormido.

    El salto que pegó en la cama casi le hizo caer de bruces al suelo. Tenía que cruzar la ciudad en poco más de media hora. Eran las 12:30 y habían quedado a las 13:00 en la 3ª con la 84ª. Yendo desde Brooklyn, era lo que un físico teórico denominaría como milagro. Se puso unos vaqueros negros, sus botas Timberland vintage y una camisa azul con punteado blanco irregular.

    La carrera hizo sudar al joven como si fuera una esponja espachurrada. La camisa tenía cercos en las axilas y la espalda, pero a él no le importaba. «Tengo que llegar. Tengo que llegar», pensaba al acceder al metro. Estuvo tentado de saltarse los tornos de la entrada, pero pasó su identificación para no meterse en más líos.

    Al bajar por la escalera, comprobó horrorizado que un gran grupo de gente subía en dirección contraria. Había un tren en el andén. Justin apretó el paso, pegándose a la derecha y agarrándose al pasamanos, pero fue inútil. Las puertas se cerraron cuando llegó al andén. El joven se llevó las manos a la cabeza.

    Justin era alto, de metro ochenta y dos. Su cabello castaño siempre estaba alborotado, en cuanto le crecía un poco más de la cuenta, los mechones rebeldes hacían lo que les venía en gana. Echó mano al bolsillo para llamar a María y excusarse, fue entonces cuando entró en pánico. Su teléfono móvil estaba en su mesilla, donde lo dejó tras desactivar la alarma. Había cogido la cartera y las llaves, pero estaba tan nervioso que se olvidó el teléfono en casa. Sin forma de contactar con la chica, iba a ciegas y «amordazado» a su cita.

    El joven observó con melancolía el letrero luminoso que indicaba el tiempo de espera: doce minutos. La suerte no estaba con él, tenía que hacer dos transbordos para poder llegar a su destino, imposible llegar a tiempo. De hecho, iba a llegar muy tarde. No pudo evitar recordar las palabras de su abuelo. Su mente viajó a su infancia, rememorando uno de los momentos con el anciano.

    —Un hombre siempre cumple su palabra, Junior. —En su familia, todos lo llamaban Junior porque su difunto padre también se llamaba Justin—. Aunque te pases el día con la cara pegada a la pantalla, si tienes un compromiso, no puedes dejarlo pasar.

    Aquello era un fragmento de una larga regañina que se produjo cuando Justin llegó tarde a la mesa un día de Acción de Gracias porque estaba en plena campaña del World of Starships.

    La charla duró más de veinte minutos, pero no recordaba las palabras exactas, lo que contribuía a que estas situaciones se repitieran con frecuencia.

    Su abuelo, por el contrario, siempre había sido organizado. Fue policía de Nueva York durante treinta y cinco años y llegó a ser capitán de una de las comisarías. Siempre lo había envuelto un aura de heroísmo que fascinaba a su nieto, que veía en él a su perdida figura paterna. Cuando murió, entre las cosas que legó a Justin había una extraña plancha negra, su placa de servicio, y el reloj que el Departamento de Policía de Nueva York le entregó el día que se jubiló. En el testamento indicaba que el reloj era para ver si, de una vez, era capaz de ser puntual.

    «Qué razón tenías, viejo...», pensó, metiendo las manos a los bolsillos y resignándose a esperar al tren. Tan solo rezaba para que María estuviera de humor para esperarlo.

    CAPÍTULO 2

    La visita al campus de la Universidad de Columbia resultó bastante productiva. Amanda le mostró a Kanade dónde estaban todas las dependencias importantes. La recién llegada admiró las edificaciones centenarias que conformaban el campus, así como sus espacios abiertos. Los años no habían pasado en vano por la universidad, las décadas de crisis habían hecho que perdiera parte de su esplendor. Aun así, la tenacidad de la conocida Ivy League estaba consiguiendo que estos centros de excelentes resultados académicos fueran recuperando su vieja gloria. Fue una de las razones que motivó a Kanade a hacer una carrera en esta universidad, sus sobresalientes notas hicieron el resto.

    Había un abismo entre el mantenimiento de las calles de Manhattan y las de Fort Lee. A Kanade le llamó mucho la atención que todavía se vieran reminiscencias de la guerra en algunos edificios. Parte del campus permanecía cerrado o en plena restauración, con fachadas envueltas en andamios.

    —Pues hemos hecho la visita en tiempo récord —comentó Amanda, mirando su smartphone—. Podemos pasar por el Parque antes de ir a comer. No tenemos que desviarnos mucho.

    Kanade asintió, deleitándose con las edificaciones de estilo británico de esta universidad que databa de 1754.

    «La cantidad de historia que habrán visto estos edificios, y tan poca a la vez».

    —Vamos a ir bajando —insistió Amanda—. Ya tendrás tiempo de quedarte embobada con las fachadas durante el curso.

    La joven volvió a pasarse de entusiasta, cogiendo a Kanade de la mano y tirando de ella para que avanzase.

    «Esta chica es un caso perdido».

    —Podemos ir a Morningside Park y bajar por dentro o ir al sur callejeando— explicó Amanda, señalando con las manos.

    La mención del sur hizo que la mente de Kanade, que llevaba distraída un buen rato, retomase el tema de Sudáfrica que había surgido antes de salir de casa.

    —Las autoridades sudafricanas siguen sin aportar nuevos datos sobre la investigación abierta en torno a las explosiones sucedidas en una excavación en el Parque Nacional de Pilanesberg —narraba la presentadora de las noticias—. Más de veinte trabajadores han perdido la vida en este ataque, y cerca de medio centenar han resultado heridos de diferente gravedad. Expertos atribuyen el atentado a grupos contrarios a que Reikorp tenga presencia en el país. Se espera que una portavoz del Reik haga una declaración en las próximas horas.

    Kanade observaba las imágenes en las que se podían ver los estragos del atentado. Los servicios de emergencias atendían a los heridos y evacuaban a los supervivientes mientras los investigadores comenzaban sus pesquisas sobre el terreno. Se vieron algunos planos de miembros de las Fuerzas de Seguridad del Reik, que colaboraban en muchos países con las autoridades locales.

    —Y una mierda va a ser eso un atentado —mustió Amanda, cruzando los brazos—, siempre que han intentado echar a Reikorp con violencia solo han conseguido lo contrario: mandan más seguridad y dan caza a los atacantes. Ha pasado tantas veces que hay que ser muy estúpido para seguir intentándolo.

    Kanade quería darle la razón a Amanda, pero era la última persona que debería decir nada.

    —Además, a Sudáfrica le va mucho mejor desde que está el Reik allí. Lo vimos el año pasado en clase. Sus reservas naturales están más protegidas que nunca, y la delincuencia se ha reducido más de un sesenta por ciento —afirmaba la joven, con convicción.

    —Ahora que lo dices —intervino Kanade—, ¿qué estás estudiando?

    —Estoy en la carrera de Historia —respondió Amanda.

    —¿Y dais la situación actual de Sudáfrica? —inquirió ella, colocándose un mechón de cabello blanco tras la oreja.

    —Lo que sucede hoy, mañana es historia, aunque esta le costó el puesto al profesor que teníamos —explicó ella. Después se fijó en el omni de Kanade—. ¿Conocías a alguien allí?

    —No, que yo sepa. Hay mucha gente trabajando para el Reik.

    Reikorp era el mayor holding empresarial del mundo. Sus miles de empresas filiales y subsidiarias operaban en decenas de países. Algunos gobiernos habían firmado un acuerdo de colaboración conocido como la Carta del Reik, donde algunas jurisdicciones se compartían con diferentes divisiones de la corporación. Su sede de poder estaba en Reik City, capital de unas extensas islas privadas del Pacífico Norte cuyo nombre oficial era Islas Azumaz. Tenía la consideración de Estado soberano, como el Vaticano o San Marino, y comúnmente se le conocía como el Reik por la familia y la corporación que controlaba esas siete islas.

    Kanade volvió a la realidad al chocar contra Amanda, que se había detenido en un semáforo.

    —Perdona —se disculpó. «Ahora he sido yo la que ha provocado el contacto».

    —Oye, Kanade —dijo la joven, sin darle importancia al choque—, se nota por tu acento que no eres americana. ¿De dónde eres?

    Su confusión era natural. Kanade tenía un acento imposible de ubicar. Su nombre era de origen japonés, y Listz, el apellido que utilizaba, era germánico. La mayoría lo identificaba por Franz Listz, el compositor austríaco del siglo XIX.

    —Nací en España, en Madrid —respondió—, pero toda mi vida he estado de un lugar para otro. Donde más tiempo he vivido es en Reik City.

    Debido a la ajetreada agenda de sus padres, Kanade pasó su infancia viajando entre lugares donde Reikorp llevaba a cabo sus operaciones. Copenhague, Viena, Ottawa, Tokio o la propia Reik City eran algunas de las ciudades donde recaló durante diferentes temporadas. La capital japonesa había sido su última parada. A los catorce años, cuando ya se había adaptado al sistema educativo de los centros del Reik, pidió a sus padres hacer la educación preparatoria en Japón. El sistema educativo japonés sirvió de base para el utilizado en los centros de la corporación en todo el mundo, incluyendo el año escolar que comienza en abril y termina en marzo.

    Kanade pasó los últimos años en una escuela preparatoria en Tokio, pero quería estudiar en un país que no estuviera condicionado por la presencia del Reik. Tras unos meses de merecido descanso, terminó en la casa de los Prescott y caminando rumbo a por su primera pizza en Nueva York.

    —España... —suspiró Amanda, bajando la mirada al suelo—. Lo siento...

    Kanade ladeó la cabeza para comprobar su expresión. Parecía tomarse de forma muy personal los temas relacionados con la política.

    —Dicen que era un país precioso, lleno de historia, patrimonio y cultura —comentó—. Yo no viví nada de eso. Tenía pocos meses cuando nos tuvimos que marchar. Ahora se reparten las migajas entre varias facciones que controlan el país.

    Amanda permaneció unos segundos en silencio, su mirada se había tornado triste, y sus ojos verdes, agrandados por las gafas, parecían apagados. La postura, las zancadas, incluso el aura que la envolvía se habían ensombrecido durante la conversación. Kanade no quiso ser indiscreta, no tenía por costumbre acercarse a la gente que la rodeaba a nivel emocional. Había venido a Nueva York a estudiar, no a hacer amigos, aquello podría complicarle la existencia.

    Al llegar al final de la 116ª oeste, las dos jóvenes se plantaron en la calle Morningside, y al otro lado de la calzada se extendía el parque que compartía el mismo nombre que las dos arterias que lo rodeaban. La idea de Amanda era bajar por el interior de Morningside Park y llegar a la cara norte de Central Park. La joven se detuvo al escuchar bastante alboroto.

    —¿Sabes qué? —dijo con la mirada fija en el fondo de la calle—. Vamos a ir a otra pizzería que creo que te va a gustar más.

    Kanade miró hacia el fondo de la calle y vio una manifestación, bastante escandalosa, subiendo hacia ellas. Se veían numerosas banderas de Estados Unidos de la posguerra, con sus cuarenta y dos estrellas, y pancartas con diferentes consignas. La joven distinguió algunas que rezaban STOP REIK o WE DON’T WANT YOU IN OUR LAND. Se trataba de una manifestación de grupos que se oponían a la expansión de Reikorp. Varios coches patrulla acompañaban a la comitiva, garantizando la seguridad y la ausencia de altercados.

    Amanda tiró de Kanade, con suavidad.

    —Es mejor que te pongas un rato la chaqueta —indicó, señalando el omni—, que no vean que llevas eso.

    Reticente, Kanade hizo caso y se envolvió en su chaqueta marrón, asegurándose de que la manga cubría el omni. Era la primera vez que tenía que esconder su relación con el Reik. Estaba muy orgullosa de lo que hacían sus padres y, en los países en los que había vivido, nunca había tenido problemas.

    —Si quieres que nos volvamos, solo tienes que decirlo —dijo Kanade—. Hay un montón de cajas esperándonos.

    Amanda negó con la cabeza.

    —Solamente quiero que no te metas en líos. Estos payasos no nos van a dejar sin tu primera pizza de Nueva York.

    Kanade se sorprendió sonriendo tras la respuesta de Amanda. «Es bajita, bastante bocazas, un poco metomentodo y no se contiene, pero defiende aquello en lo que cree».

    Las dos jóvenes continuaron por Morningside Park, cruzando la calle y dejando atrás a los manifestantes. Kanade salivaba con solo pensar en la pizza que las esperaba.

    CAPÍTULO 3

    El apartamento de Rafael Díaz en Nueva York era el capricho de cualquier soltero, un refugio carente de cualquier influencia externa a sus propios gustos. Los trofeos abundaban en las estanterías y de las paredes colgaban obras de arte que deberían estar en museos, la mayoría de ellas con cierta connotación obscena.

    —Siéntanse como en su casa —dijo Rafael, quitándose la chupa de cuero y tirándola hacia el perchero. No fue su mejor lanzamiento, la chaqueta quedó colgando de forma irregular. Héctor Díaz se dirigió hacia su habitación.

    Elliane Briand se dejó caer sobre el sofá beis situado frente a la televisión curva más grande que Rafael había encontrado. Ni siquiera se quitó la gabardina oscura de piel sintética que la acompañaba a todas partes.

    Rafael observó a su compañera desde la cocina con barra americana. A pesar de haber realizado varios trabajos juntos todavía se sorprendía de lo eficaz y letal que era la joven francesa. «Mírala —pensó—, cualquiera diría que hace dos días se cargó ella sola a más de veinte personas».

    —¿Por qué no aprovechas y, en lugar de desnudarme con la mirada, me das algo de beber? —espetó la joven, buscando la forma de encender la televisión. Tenía un marcado acento francés que podía haber perdido hace mucho tiempo, pero en su línea de trabajo, ese acento y su atractivo le abrían muchas puertas. Elliane era una mujer esbelta de ojos azul cielo y cabello rubio que solía llevar recogido en una larguísima trenza que recorría toda su espalda.

    Con una sonrisa irónica, Rafael abrió la nevera, siempre estaba bien provista de productos no perecederos. Cuando le apetecía algo más fresco, salía a comer fuera, en Nueva York se encontraba de todo a cualquier hora del día, algo que no podía decirse de la mayoría de ciudades estadounidenses. Vio varias cervezas en la puerta.

    —¿Te apetece una birra?

    —Lo que bebéis los americanos no es cerveza, es meado de gato.

    —Yo soy mexicano, gabachita. Y aunque preferiría tener unas chelitas aquí, he de reconocer que estas Giles Beer no son tan malas.

    Elliane se apoyó en el respaldo del sofá, dedicando una mirada burlona a su compañero.

    —México está en América, palurdo —corrigió, con tono despectivo—. Dame un zumo. No quiero beber alcohol antes de la ceremonia.

    —A lo mejor deberías beber un poco más —respondió Rafael, dejando una de las cervezas y alargando la mano para coger un zumo de frutas—, quizás así serías menos hija de la chingada.

    Elliane ya había vuelto a sentarse por completo, sacó su smartphone del bolsillo de la gabardina y comenzó a trastear, sin replicar a Rafael. A pesar de ser compañeros, estos piques culturales eran habituales entre ellos.

    Rafael Díaz tenía treinta y un años, había visto mucho mundo y había hecho de todo. Al igual que su hermano Héctor, ingresó en el Pacto de la Cacería a muy tierna edad. Con siete años él y ocho su hermano fueron rescatados e instruidos para detectar a seres que llevaban milenios amenazando la soberanía de la humanidad. Lo peor era que muchos seres humanos se aliaban con estas bestias cuyo nombre repugnaba a Rafael: dragones. A lo largo de los siglos, habían dado caza a decenas de ellos. Hacía más de doscientos años que no se veía ninguno. Pero, si sus seguidores seguían ahí, ellos también.

    A los dieciséis años, la hermandad les encargó su primera misión, donde demostraron con creces su capacidad de improvisación. Fue una operación de infiltración y robo de datos en el Centro de Estadística de Malta, donde esperaban recabar información sobre seguidores de los dragones ocultos en el Mediterráneo. Rafael y Héctor se colaron durante la noche, burlando las medidas de seguridad y obteniendo la información, aunque tuvieron que eliminar a dos guardias de seguridad en su huida.

    Aquello hizo que Nestor Randolph, un pez gordo del Pacto, les concediera su propio equipo de cazadores, que actualmente contaba con tres miembros.

    —Hola, quiero mi zumo. —La impertinente voz de Elliane sacó a Rafael de sus recuerdos. Cerró la nevera y lanzó desde la cocina la botella de zumo. Con reflejos felinos, Elliane cogió la botella, sin dejar de mirar su smartphone.

    —Serías un pésimo camarero —se burló, con una risita propia de una adolescente en plena edad del pavo.

    —Cómemela —replicó su compañero, saliendo de la cocina, cerveza en mano, y dirigiéndose al cuarto de baño—. Me voy a dar una ducha.

    Rafael se detuvo antes de salir de la estancia.

    —¿Te apuntas? —propuso, con picardía.

    —Hazte una paja —respondió Elliane, sin ningún interés.

    El mexicano soltó una carcajada y entró en el cuarto de baño, cerrando tras de sí. A pesar de que la joven solía recurrir al sexo para muchos de sus encargos, su relación con los hermanos Díaz era estrictamente profesional. La luz hizo un parpadeo y se encendió al percibir su presencia. El baño era amplio, y se notaba que hacía tiempo que no se utilizaba. Todo estaba ordenado y no olía a humedad.

    Rafael le dio un largo trago a la cerveza y la dejó en una repisa sobre el lavabo. Miró su reflejo y bajó la mirada hasta la botella de cerveza.

    «En realidad tiene razón —pensó—. No debería beber ahora mismo».

    Aquella tarde, el Capítulo de Nueva York del Pacto de la Cacería tenía una ceremonia a la que asistirían miembros importantes de todo el planeta. Algunos miembros recibirían sus primeros encargos y Rafael y su equipo contarían con un nuevo miembro al que enseñar «el oficio». Sin embargo, necesitaba que el alcohol lo desinhibiera. Los oídos todavía le zumbaban debido a las explosiones que habían provocado en su misión en Sudáfrica.

    Volvió a mirarse en el espejo y se quitó la camiseta, dejándola caer al suelo. Su vida al servicio del Pacto había sido fructífera, tanto en su posición dentro de la hermandad como a nivel económico, pero se había cobrado un precio a costa de su cuerpo. Su torso era testigo mudo de las veces en que algo había salido mal. Algunos impactos de bala se adivinaban entre las cicatrices más destacadas. También había un par de alargados tajos que pudieron haberle costado la vida.

    «Héctor lo tiene peor», pensó, recordando las heridas que había sufrido su hermano en una misión y que terminaron por afectarle al habla.

    Tras darle otro largo trago a la cerveza, Rafael profirió un sonoro eructo que retumbó en las paredes del baño. Terminó de desvestirse y se internó en el plato de ducha, activando la salida de agua caliente para disfrutar de su momento de paz. Había que estar guapo para aquella noche.

    CAPÍTULO 4

    Justin Whitaker salió a toda prisa de la estación de metro en la calle 86. El viaje se le había hecho eterno y, entre unas cosas y otras, eran más de las 13:40. María tendría un enfado considerable.

    «¡Qué desastre!».

    Una nueva carrera de obstáculos desafiaba a Justin a retrasarse todavía más. Tan solo dos manzanas lo separaban de su destino. Las calles de Manhattan bullían de vida a esas horas. El corazón se le aceleró por el esfuerzo físico que hacía al esprintar, mientras sorteaba a la gente. Cuando llegó a la 3ª Avenida con la calle 84, Justin miró en todas direcciones en busca de la chica. Una gota de sudor le entró en el ojo, provocándole un molesto escozor. Se limpió la cara con la manga mientras recuperaba el aliento. Ni rastro de María.

    «Mierda —pensó—. Quizás ha entrado en la cafetería».

    Los dos habían quedado para almorzar en una acogedora cafetería que hacía esquina en la intersección. María tenía que trabajar aquella tarde y desde allí no tendría tanta prisa para irse después de comer. Justin supuso que la chica se había cansado de esperar en la calle y se había resguardado en la cafetería. Al no tener el móvil, no podía comprobar si le había escrito algún mensaje. Cruzó la calle y, tras respirar hondo, entró en el establecimiento.

    Era un local acogedor que en el pasado fue un Starbucks, pero ahora era una cafetería donde comer bien a un precio asequible; «Comida casera y de calidad sin que te cueste un riñón», rezaba el eslogan del escaparate. El establecimiento tenía un aire de principios de siglo. Algunas mesas estaban ocupadas por gente almorzando. Algún oficinista comprobaba sus mensajes mientras masticaba a toda prisa y la gente que había salido a hacer compras se relajaba. Ni rastro de María.

    Justin se acercó a una camarera que pasaba, con una comanda en la bandeja.

    —Perdona, estoy buscando... —comenzó a decir, hasta que la camarera le interrumpió.

    —Disculpa, pregunta a mi jefa, en la barra —respondió, sin detenerse y rumbo a una de las mesas.

    Obediente, Justin se acercó a la barra de madera, concienciándose de que su cita con María no iba a tener lugar.

    —Perdone —dijo, dirigiéndose a una mujer entrada en años que estaba colocando tazas en la barra—. Busco a una chica con la que había quedado aquí.

    —Tú debes de ser el tal Justin —dijo la mujer, con mirada despectiva.

    El chico estaba confuso. «¿Cómo sabe mi nombre?».

    Sin darle tiempo para responder, la mujer prosiguió.

    —Si estás buscando a María, se ha largado hace un rato.

    Justin dejó de apoyar las manos en la barra y las bajó, desolado.

    —¿Qué esperabas? —La ironía de la mujer era hiriente—. Ha estado esperando un buen rato, sola. Come aquí a menudo, así que me ha pedido un favor.

    —¿Qué favor? —inquirió él, esperanzado.

    —Quiere que te dé un mensaje.

    Justin aguardó impaciente mientras la mujer secaba una taza con un paño, antes de colocarla en la barra.

    —Dice que no la vuelvas a llamar —sentenció la mujer—. No puedes quedar con alguien y plantarte una hora tarde sin avisar.

    —Solo ha sido media hora y es que yo... —trató de explicar el joven.

    —Cielo, ¿tengo cara de que me importe tu vida?

    La impertinencia de la mujer molestó a Justin. Era consciente de que él tenía la culpa, pero aquel trato no era de recibo.

    —Gracias por el mensaje —dijo, dándose la vuelta y enfilando la salida.

    Caminó durante un buen rato, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, sin ser consciente de que iba hacia el norte, cuando su casa estaba al sur. Se maldecía a sí mismo por quedarse dormido y por dejarse el teléfono móvil.

    «Si al menos la hubiera podido llamar».

    Una moto pasó a gran velocidad, sobresaltando a Justin con su estruendo. Al mirar a su alrededor se percató de que había subido más de veinte calles.

    «Genial..., ahora me tocará chuparme más estaciones de metro».

    El joven se disponía a retroceder hasta el metro cuando notó que las piernas le pesaban bastante. Las carreras y la caminata empezaban a pasarle factura y no haber desayunado tampoco ayudaba. Justin recordó la cercana pizzería que solía frecuentar con sus amigos cuando visitaban la zona. Podía aprovechar para beber algo y descansar un rato. Al llegar a la calle 117, giró a la derecha y avanzó hacia Park Avenue. El restaurante estaba pasada la gran avenida de doble dirección.

    Transcurridos un par de minutos, divisó en la distancia el letrero de la pizzería; un luminoso de neón formado por los colores verde, blanco y rojo, homenajeando la bandera italiana. El inconfundible aroma de la pizza recién hecha impregnaba el ambiente al aproximarse al local, ubicado en los bajos de un edificio residencial.

    PIZZERIA – D’AMICO - BISTRO

    Al abrir la puerta, Justin notó que las piernas le urgían a tomar asiento si no quería desplomarse. Se acercó a la barra de madera tallada con motivos italianos.

    Ragazzo, benvenuto! —La voz del dueño, el señor D’Amico, tronó la estancia. Era un hombre que pasaba los sesenta años. Las canas ya habían superado con creces al color natural de su cabello y una descuidada barba de varios días salpicaba su rostro. El hombre se acercó, con los brazos abiertos, a la zona donde iba a sentarse Justin.

    —Hacía tiempo que no te veía por aquí —comentó el hombre, con tono hospitalario—. ¿Cómo va tutto?

    —He tenido días mejores —respondió el chico.

    D’Amico hizo un aspaviento, restando importancia a la situación.

    —No hay nada que una buena comida no solucione. ¿Qué te pongo?

    A pesar del nudo que tenía en el estómago, el suculento aroma abrió el apetito de Justin. Miró la pantalla que mostraba el extenso menú.

    —Tomaré una calzone de carne picada, mozzarella y pimiento —dijo, sin apartar la vista de la pantalla.

    —¡Eso está hecho! —exclamó el hombre, tomando nota en una tableta digital—. ¿Y qué quieres beber?

    —Una cola con lima.

    El hombre anotó la comanda y se acercó a un ventanuco por el que la cocina pasaba los pedidos a la zona donde estaban los clientes.

    Calzone de carni macinata, mozzarella e pepe! —gritó, a pesar de que la cocinera, su esposa, no podía estar muy lejos. Luego sirvió a Justin un refresco de cola en botella de cristal junto a un vaso de tubo helado que no requería hielos.

    El chico vertió la bebida en el vaso mientras su cabeza continuaba repasando todo lo sucedido.

    «Tengo que explicárselo».

    El plan de Justin al regresar a casa era llamar a María hasta que lo cogiera y darle las pertinentes explicaciones. No todos los contratiempos habían sido cosa suya. Tras dar un trago al refresco, se giró para contemplar el local.

    La pizzería D’Amico no era un local grande. Tenía cinco mesas pequeñas y cuatro bancos dobles que daban a la cristalera, por la que se veía la calle. A esas horas ya no había demasiada gente.

    Tras observar el trasiego del exterior, Justin reparó en uno de los bancos en el que dos chicas jóvenes estaban terminando de comer. La primera estaba de espaldas a él y gesticulaba con energía al hablar, era morena y parecía menuda. La segunda joven despertó más su interés: tenía el cabello largo y completamente blanco, pero su rostro era el de una chica de su edad. Llevaba una chaqueta marrón a pesar de que hacía bastante calor y escuchaba a su amiga sin perderse detalle.

    Justin miró el reloj de su abuelo cuando la chica miró en su dirección.

    «Por los pelos. Solo falta que piensen que soy un mirón».

    Las manecillas del reloj marcaban las 2:40 de la tarde. Un golpe seco hizo que Justin alzase la cabeza.

    —¡Vamos a tomar un helado! —exclamó la chica morena, poniéndose en pie.

    La otra chica respondió algo en tono mucho más bajo, sin que Justin pudiera escucharla, y comenzó a moverse para salir de su asiento.

    —¡Ese es el espíritu! —dijo su amiga, con voz chillona.

    Justin volvió a girarse hacia su bebida, no quería quedarse mirando descaradamente mientras las chicas salían. Las burbujas del refresco carbonatado subían hasta morir en la superficie de la bebida. El corazón del joven se había acelerado inexplicablemente. La primera chica pasó por detrás de él, hacía ruido incluso al caminar.

    —¡Hasta la próxima! —dijo, despidiéndose del dueño alegremente.

    Ciao, ragazza.

    Un aroma embriagador cautivó a Justin cuando la otra chica pasó tras él. No era un perfume. No supo darle sentido a aquella sensación, pero quedó fascinado. Miró de reojo y comprobó cómo la chica le hacía una reverencia al dueño.

    Grazie per la pizza —dijo en italiano—. È stato deliziosa.

    Grazie a te, signorina —respondió el señor D’Amico, sonriente.

    Cuando escuchó la puerta, Justin se giró rápidamente para contemplar por última vez a aquella chica. La joven se perdió por el lateral izquierdo de la puerta y él volvió a mirar hacia la barra, desde la que el pizzero lo observaba sonriente. Su esposa, con la calzone que había pedido Justin, estaba a su lado con la misma expresión de

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