Bicentenario de la Independencia en Colombia: Reflexionar el pasado y pensar el futuro
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Bicentenario de la Independencia en Colombia - Adrían Serna
Del platanal al cocal: dos siglos de invención de las idiosincrasias nacionales
Adrián Serna Dimas*
Introito: el monumento
El monumento se debe a su capacidad de incorporar el acontecimiento sucedido en la estructura del mundo social en suceso, permitiendo que el pasado sea asimilado de manera transformada o transfigurada en códigos, imágenes, valores y visiones en el presente. Para que este proceso simbólico sea posible, el monumento debe hacerse parte del paisaje habitual, debe constituirse en un lugar rutinario, por singular, excepcional o grandilocuente que sea su puesta en escena —por esto el emplazamiento del monumento, bien sea en jardines, museos, calles o plazas públicas, está en el principio mismo del poder de este en tanto objeto simbólico—. De la misma manera, el monumento requiere la intervención de una serie de campos o ámbitos sociales que desde la autonomía relativa de la función simbólica puedan catalizar esa absorción del pasado en el presente. Como se advierte, el emplazamiento de un monumento es una labor de fondos rituales, una empresa que se adentra en los terrenos mismos de lo sagrado (Poulot, 2006).
La conmemoración histórica o con afanes históricos saca al monumento de su ubicación habitual o rutinaria, hace patente cuanto este guarda del acontecimiento sucedido y, al hacerlo, lo pone al margen de la estructura del mundo social en suceso. Paradójicamente con esto la conmemoración histórica convierte al monumento en un asunto secular y anacrónico. Las instituciones sociales, en su esfuerzo por saldar la brecha entre la estructura y el acontecimiento, por recuperar la relación entre una y otro, y en últimas, por superar las circunstancias secularizantes del anacronismo, tienden a reclamar los buenos oficios de la educación y la pedagogía que, no obstante, cuando se trata de mediaciones puramente racionalistas o racionalizantes, empobrecen aún más ese cometido propiamente simbólico del monumento que no es otro que el de absorber la historia. Cuanto más es increpado el silencio del monumento, cuanto más se cuestiona su mudez, tanto menos portentosa resulta su función simbólica.
La tragedia de nuestros monumentos radica en que orquestados ante todo por el afán propagandístico de la política nunca tienen cómo ser habituales ni rutinarios, y en que sometidos a los buenos oficios de la educación y la pedagogía nunca tienen cómo dejar de ser históricos: el monumento así concebido solo puede ser una lápida del pasado sobre el presente o del presente sobre el pasado. No obstante, no se trata de una suerte de imperfección en nuestra concepción del monumento, de un defecto que pudiera resolverse con la voluntad del saber o de la política: se trata, por el contrario, de una consecuencia inevitable de un mundo social que endeble en la economía de sus símbolos apenas puede recubrir a la historia con una cripta —expuesta por demás al peregrinaje recurrente de toda suerte de entidades fantasmáticas—.
De cualquier forma, esto no inhabilita de ninguna manera la relación profunda del mundo social con los acontecimientos. La historia puede ser absorbida por otras materialidades distintas al monumento aun cuando estas no tengan cómo aspirar a esa acción de sublimación en capacidad de armar y desarmar el acontecimiento trascendiendo cuanto tenga de contradicción para concebir un aprendizaje común o compartido —de hecho, estas materialidades pueden incluso sostener o profundizar la contradicción revistiéndola con un carácter de perpetuidad—.
En medio de la precariedad de nuestros monumentos bien se puede decir que nuestra historia mantuvo adherencias con la naturaleza, con el paisaje mismo, con las actividades humanas más inmediatas, cual más con la agricultura, la ganadería y la minería, comoquiera que hasta hace medio siglo fue este un país eminentemente rural, habitado en su mayoría por campesinos. Este es un esbozo de una historia de dos siglos por las materialidades de las selvas y los cultivos y la manera como determinadas prácticas vinculadas con estos absorbieron la historia para crear unas idiosincrasias singulares.
Del platanal en la ribera
Frente a la historia que señala que el origen del país está en próceres, batallas y constituciones representados en monumentos, está aquella otra que cifra nuestra génesis más auténtica en la profundidad de las selvas y los cultivos. El cultivo del maíz, el maizal montañero, tiene sobre sí las improntas del mundo indiano y colonial. En tiempos prehispánicos fue el cultivo que permitió el asentamiento de los primeros grupos humanos sobre las altiplanicies, así como el que incentivó la ocupación de las vertientes de las cordilleras constituyéndose desde entonces en uno de los pilares sociales, económicos, culturales y políticos de numerosos pueblos indígenas. Durante la conquista
y la colonización europea el cultivo del maíz fue empático con las costumbres y usanzas de los recién llegados, tanto como para constituirse en la base alimenticia por excelencia del grueso de la sociedad colonial —la aculturación alimentaria del maíz fue especialmente importante para las expediciones de conquista de los europeos (Patiño, 1990, pp. 236-237)—. Pese a todo, no puede decirse que el cultivo del maíz inventa al país: es cierto que le precede y conserva algunas de sus trazas más antiguas, pero fue un producto fundamentalmente montañero que conservará las improntas marcadas de su origen indígena y su posterior apropiación colonial. El cultivo de maíz pareciera parte del paisaje de una región de otro tiempo.
El cultivo de plátano, el platanal, aun cuando no es nativo de América, sí tiene un carácter más nacional. El cultivo apareció con el conquistador europeo y con el esclavo africano para expandirse en principio por las vertientes medias y bajas y luego por las llanuras y las selvas remotas. Una vez en cada sitio, el cultivo arraigó casi silvestre en las riberas ardientes, coexistiendo con la selva, floreciendo entre ella, tanto que en muchos parajes parecía uno de los hijos dilectos de la manigua. De cualquier manera, el cultivo resultó determinante para construir un mundo primordial humanizado entre el río, la selva y la montaña, el sombrío de un paraíso original enclavado en el trópico, donde hombres y mujeres impedidos de cualquier acumulación en medio de tanta desbordada abundancia vivían en una libertad lujuriante —tanto fue así, que el plátano y el pescado desincentivaron en distintas provincias el poblamiento de aldeas o ciudades (Patiño, 1990, p. 26)—. El platanal no solo fraternizó con las costumbres indígenas, europeas y africanas, sino que se convirtió en una suerte de emblema de las costumbres del país mestizo.
El platanal estará en los umbrales donde la cultura migra a naturaleza y la naturaleza a cultura: no tendrá orden, límites, ni surcos definidos, pero su presencia será todo el orden, el límite y el surco al que aspirarán los hombres y mujeres que moraban en la soledad remota de la ribera ardiente. Si se pretendía que la selva adquiriera una claridad doméstica o si se pretendía que la casa mantuviera algo del sombrío salvaje bastaba con sembrar una mata de plátano. Obvio que no tiene nada que ver este platanal adánico con la gran explotación bananera de Míster Keith, esa que le pondrá coto a la selva, someterá la tierra a su férula, hará esclavo a los individuos y envilecerá a las instituciones tanto para erigir entre finales del siglo XIX y en el transcurso del siglo XX una sanguinaria república bananera en el litoral Caribe.
El país del siempre lo mismo
Los científicos dieciochescos, incentivados por el amor a la ciencia y patrocinados por una Corona española urgida de revitalizar sus cada vez más magros ingresos y su lánguido dominio sobre sus colonias en América, fueron los primeros en avizorar las inmensas riquezas dormidas en las profundidades del trópico. Expediciones y expedicionarios salieron de España o de las distintas sedes virreinales para establecer el inventario de las especies de flora y fauna cuyo usufructo estaba llamado a reemplazar o cuando menos a paliar a la cada vez más costosa y escatimada minería del oro y la plata, cuya deficiente estructura estuvo en los orígenes de la crisis económica del siglo XVII. En la Nueva Granada, la Real Expedición Botánica tendrá dentro de sus hallazgos más importantes la presencia de quinas en las vertientes medias y bajas de las cordilleras, lo que será el prolegómeno a la colonización de la tierra caliente.
Precisamente los promisorios hallazgos resultaron definitivos para que desde finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX tomaran forma las primeras grandes empresas agrícolas en las vertientes templadas y cálidas. No se trataría más de los viejos cultivos coloniales, habitualmente orientados al consumo interno o del vecindario inmediato, sino de unos nuevos cultivos que debían surtir de manera suficiente a amplias poblaciones del Virreinato. Pero estas iniciativas se agotarían rápidamente en medio de los años de la independencia, que trajeron consigo inestabilidad social, restricciones económicas y crisis política. Incluso en medio de la arremetida de la Reconquista, los empresarios granadinos no dudaron en prenderle fuego a las cementeras, arrasar las mejoras en los terrenos y destruir los caminos para impedir —o cuando menos retardar— el ingreso de las huestes de Morillo al interior del Virreinato. Esta estrategia de tierra arrasada
mantuvo o restituyó la omnipotencia del platanal en la provincia recóndita.
Tras la independencia de España, nuevas expediciones y expedicionarios emprendieron el recorrido por el naciente país en procura de establecer el inventario de las especies potencialmente útiles para un capitalismo industrial en ascenso en países como Francia e Inglaterra. No obstante, la precariedad de la infraestructura heredada de la colonia y la inestabilidad persistente de la república hicieron apenas atractivo el país: los Cochrane y los Boussingault solo advirtieron algunos visos de prosperidad en las viejas minas de oro, plata y esmeraldas. Este país naciente seguiría sobreviviendo con los cultivos consuetudinarios, con una industria agrícola primitiva cuyo máximo desarrollo continuaría siendo el trapiche de sangre, con unas minas casi intactas a las del siglo XVI ajenas al vapor, sujeto a los mismos ríos con sus bogas, canoas y champanes y a las mismas trochas con sus mulas, arrieros y cargueros (Patiño, 1990, pp. 56-62; 1992, pp. 237-244).
La perpetuación de las técnicas y las tecnologías resultó determinante para que se suscribiera una relación imperturbable entre el hombre y la tierra sobre la cual se esculpieron los primeros rasgos de nuestras idiosincrasias. Esta perpetuación auspició las creencias en un país feraz pero inexpugnable; en unas parroquias recónditas que para cada paisano eran todo el mundo cognoscible; en unos trabajos que, como la explotación de la tierra o de las minas, exigían más que el esfuerzo dispuesto del vasallo el ejercicio de la crueldad del patrón; en un mundo social que, por todo lo anterior, requería la presencia persistente de los mismos linajes y el ejercicio arbitrario de la autoridad de unos señores. La perpetuación de las técnicas y las tecnologías nos hizo creídos de un país inmensamente rico, pero difícilmente explotable, devotos febriles de la parroquia inmediata, convencidos en el carácter inevitable del trabajo como asunto de sufrimiento y obsecuentes con el ejercicio arbitrario de la autoridad o el amor por el tirano.