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Memorias de Andrónico: Parte novelada de el cuadrante
Memorias de Andrónico: Parte novelada de el cuadrante
Memorias de Andrónico: Parte novelada de el cuadrante
Libro electrónico672 páginas9 horas

Memorias de Andrónico: Parte novelada de el cuadrante

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Memorias de Andrónico recoge la parte novelada de los tres volúmenes de El Cuadrante, centrados en los evangelios sinópticos (La búsqueda), el mundo de Jesús (La apuesta) y el cuarto evangelio (El encuentro). De forma amena y sencilla pretende ofrecer los resultados de la investigación científica sobre los evangelios durante el siglo XX al mismo tiempo que ayuda al lector a hacerse una idea nueva, personal, de lo que son los evangelios y de su valor para el cristiano de hoy.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2011
ISBN9788499450865
Memorias de Andrónico: Parte novelada de el cuadrante

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    Memorias de Andrónico - José Luis Sicre Díaz

    José Luis Sicre

    Memorias de Andrónico

    Parte novelada de El Cuadrante

    Introducción

    Entre los años 1996 y 1998 escribí los tres tomos de El Cuadrante, dedicados a los evangelios sinópticos, Marcos, Mateo y Lucas (La búsqueda), al mundo de Jesús (La apuesta) y al cuarto evangelio (El encuentro). Decía en la introducción al primero de ellos que la obra recurre al relato para que resulte fácil y ameno introducirse en el mundo de los evangelios, pero la narración alterna con capítulos destinados a profundizar en cada uno de los evangelistas. Porque no pretendo escribir una novela que se lee de corrido y luego se olvida, sino un libro de trabajo, que anime a ponerse en contacto directo con los textos.

    Cuando han pasado unos años y los tres tomos son ya conocidos, algunas personas me han insistido en la conveniencia de publicar independientemente la parte novelada. Aunque no acabo de verlo con absoluta claridad, he decidido hacerles caso. He respetado al máximo la obra original, pero ha sido imprescindible realizar algunos retoques, especialmente en la primera parte, sobre todo en lo referente al evangelio de Marcos (Confesiones del primer evangelista). 

    Espero que esta novela anime, igual que la obra anterior, a leer con más interés los evangelios.

    Granada, junio 2000

    PARTE I

    La búsqueda

    M

    e llamo Andrónico. No digas que te suena mi nombre, te engañan las esdrújulas. Quizá te suene Telémaco, el hijo de Ulises y Penélope, modelo de amor filial y surcador de mares. Yo también quise mucho a mi padre y he realizado incontables viajes, pero me llamo Andrónico. Un nombre petulante: el vencedor de hombres. Sólo puedo decir en mi descargo que ni lo elegí yo ni he vencido a nadie en mi vida. Pero me gusta la sonoridad de sus cuatro sílabas, heredadas, según dicen, de mi abuelo paterno.

    No creo que te interese mi aspecto físico. Agradezco tu renuncia porque soy incapaz de describir a un ser humano, sea hombre o mujer. Después de años tratando a una persona no sé contar el número de sus arrugas ni decir el color de sus ojos. Sólo rasgos esenciales (alto o bajo, grueso o flaco) consigo recordar. Además, desde mis dieciséis años, en que comienza esta historia, hasta el momento en que resumo mis recuerdos, pasados los cincuenta, mi cuerpo ha cambiado tanto que ni yo mismo podría reconocerme. 

    Deseo contarte una aventura que no comienza con raptos de mujeres, como Heródoto, ni con guerras sangrientas, como Homero. No hay en ella viajes al Hades o a la Atlántida misteriosa. Es una aventura intelectual, que terminó convirtiéndose en aventura espiritual. En estas páginas encontrarás mucho drama y poca acción. La historia de mi vida y de mi época sólo interesa en la medida en que atañe a la historia de una búsqueda, de una apuesta y de un encuentro. 

    Nací en Tróade el año cuarto de Nerón [1], cuando se iban formando en el horizonte las negras nubes de las primeras persecuciones contra los cristianos. Comprenderás que yo no era consciente de ese hecho y, al cumplir los dieciséis años, el recuerdo de los mártires era vivo, pero lejano. No sentí temor alguno cuando comencé la catequesis para recibir el bautismo. Con este motivo, mi padre me regaló una copia del evangelio de Marcos, el único conocido hasta entonces. Un hermoso ejemplar, un rollo bastante extenso, con ambos extremos pegados a sendas varas. Este libro ––me dijo–– no es para leerlo una sola vez, debes consultarlo con frecuencia. Por eso lo he encargado con dos umbelicos. Te resultará más cómodo

    Me gustan los libros, he heredado esa afición de mi padre. Pero entre Aristóteles, Homero y las catequesis no disponía de excesivo tiempo. Además, no me interesaba demasiado aquella obra, que empezaba con escenas breves y misteriosas, escrita en un griego de asombrosa pobreza. 

    Lo que más me atraía eran las dos varas sobre las que giraba el rollo, los dos umbelicos. No estaba acostumbrado a usarlos, y utilizaba el rollo de Marcos como simple ejercicio. Cogía un umbelico en cada mano y empezaba a girarlos atentamente, desenrollando y enrollando al mismo tiempo, dejando una columna libre para la lectura. 

    Vino luego otra etapa. Cerraba los ojos, giraba el rollo, leía el pasaje que quedaba al aire. Este ejercicio tan sencillo condicionó mi vida. Un día, al abrir los ojos, me encontré con esta escena: Se sentó enfrente de la sala del Tesoro, y observaba cómo la gente iba echando dinero en el cepillo. Muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos leptas, es decir, un cuadrante.

    No pienses que fue la generosidad de la viuda pobre lo que me llamó la atención. Fue la mención del cuadrante. Y entonces comenzó mi aventura. Con una de esas preguntas absurdas que a veces nos hacemos. 

    –– ¿Cuánto vale un cuadrante? 

    Mi padre me miró desconcertado. 

    –– ¿Un cuadrante? ¿Qué es eso, una moneda? 

    –– Creo que sí. Es lo que echa la viuda pobre de la que habla el evangelio. 

    ––Entonces debe valer bastante poco. Pero no lo sé. 

    Las respuestas vagas no me satisfacen. Pensé que Floro, el rico mercader amigo de la familia, podría orientarme. 

    –– ¿Cuánto vale un cuadrante, Floro? Me miró con cierta sorna. 

    ––Pensé que venías a comprar algo. ¿Un cuadrante? Si vas a Roma, quizá te sirvan por él un vaso de vino en una mala taberna. 

    ––Pero en Judea la vida debe de ser más barata. ¿Cuánto vale allí? 

    ––En Judea no se usa el cuadrante. Allí no vale nada. 

    ––Pues dime lo que vale en Galilea. Tú has estado en Galilea, ¿verdad? 

    ––He pasado por Cafarnaún algunas veces, camino de Damasco. En Galilea tampoco se usa. Ya te he dicho que es una moneda romana. 

    Volví a casa desconcertado. ¿Por qué habla el evangelio de una moneda que no se usaba en Judea y que Jesús nunca vio? Sabía que mi padre disfrutaba hablando de estas cosas y no temí interrumpirlo de nuevo. Esta vez cogió su rollo de Marcos. 

    ––Tienes que pasar mucho. Está casi al final ––le advertí. Leyó atentamente el pasaje. 

    ––Aquí dice que la viuda echó dos leptas. Esa moneda sí la usan los judíos. 

    ––El problema es lo que sigue. Cuando explica que dos leptas equivalen a un cuadrante. 

    –– ¿Qué tiene eso de problema? 

    ––Que en Judea no se usa el cuadrante, sino en Roma. Por consiguiente, este evangelio no ha sido escrito para los judíos, sino para los romanos. 

    Mi padre me miró asombrado. 

    ––¿Ahora te enteras? Te lo he dicho muchas veces. 

    Mi gran descubrimiento se disolvía en la nada. Necesitaba refugiarme en alguna excusa. 

    ––Además, explica las cosas. No las cuenta como le ocurrieron a Jesús. 

    ––¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no te fías del evangelio? Si es porque explica el valor de dos leptas me parece un argumento muy débil. 

    ––Sí, me fío. Pero es distinto de lo que yo me imaginaba. Me ha sorprendido. 

    ––Lo que has descubierto es una tontería. Si lo leyeses a fondo te sorprendería más. 

    En aquel momento me hice el firme propósito de conocer el evangelio.

    1 Año 58 de nuestra era

    1

    Confesiones del primer evangelista

    E

    nrollé el volumen y me quedé mirando a la fuente. Ésta sí que es feliz. Sin preocupaciones, siempre con su canción. Al volver de la clase de retórica había cogido el evangelio lleno de interés, decidido a seguir el consejo de mi padre. Ni siquiera sabía qué esperaba encontrar. Pero bastó un breve rato para asombrarme. Había leído muy poco, sólo lo referente a la predicación de Juan Bautista, el bautismo de Jesús y las tentaciones. Todo me resultaba conocido y todo nuevo. Había oído hablar de esos personajes, sabía lo que habían hecho. Pero no es lo mismo escuchar al catequista que situarte frente al texto. Éste, con su tremenda brevedad, su pobre lenguaje, su abrupto comienzo, se me iba clavando palabra a palabra. Seguí el consejo de mi padre: No te limites a leer. Imagina cada detalle. El desierto, la piel de camello, las multitudes que acuden al bautismo. Los saltamontes, no. Me da asco pensar que alguien se alimente de ellos.

    Me hallé sumido en un extraño mundo de profetas muertos y mensajeros vivos, de ángeles y demonios, voces celestes y anuncios de esperanza, agua y desierto, tierra y cielo. Un mundo real e irreal al mismo tiempo. Cada escena, casi cada detalle, planteaba interrogantes. ¿Por qué vestía Juan de forma tan extraña? ¿Qué significa bautizar con Espíritu Santo? ¿Cuántas millas había desde Nazaret hasta el Jordán? ¿Era importante Nazaret? Si el bautismo era para perdonar pecados, ¿por qué se bautizó Jesús? ¿Había cometido algún pecado? ¿Cómo lo probaba Satanás en el desierto? ¿Qué animales estaban allí con Jesús? ¿Leones, panteras, como los que dicen que se ven en los circos? ¿Sería verdad que se abrió el cielo y bajó el Espíritu, o es como lo que dicen de Zeus y de otros dioses griegos? 

    Pasé una hora imaginando más que leyendo. Releyendo. Al final, reconocí que no entendía casi nada. Pero me subyugaba. Decidí repetir la experiencia cada día. Un buen rato, una hora, después de la clase de retórica. Sin prisas. Por el momento prefería no decirle nada a mi padre. Quería darle una sorpresa. 

    Al día siguiente, el mundo irreal dejó paso a un mundo plenamente real. Caminos de Galilea, el lago, cuatro pescadores, una sinagoga, multitudes de enfermos, la suegra de Pedro, Jesús levantándose temprano para hacer oración. Pero me desconcertaban esas escenas tan breves, que las lees en un momento. Homero habría compuesto un canto entero con la curación del endemoniado. 

    Por lo demás, el número de preguntas sin respuesta crecía de forma asombrosa. ¿Por qué dice Jesús que se ha cumplido el plazo? ¿De qué plazo habla? No puede ser el fin del mundo. Han pasado ya muchos años de su muerte, lo menos treinta, y el mundo no ha terminado. ¿Y por qué no deja hablar a los demonios? Marcos dice: porque lo conocían. Eso es absurdo. Lo que debía querer Jesús es que lo conociesen. ¿Y por qué está siempre moviéndose de un sitio para otro? 

    Algo me inquietó. Junto a estas preguntas, fruto de mera curiosidad intelectual, surgían otras que me afectaban personalmente. ¿Creía yo que el mensaje de Jesús era una buena noticia? ¿Tenía fe en ese mensaje? ¿Qué habría hecho si Jesús me hubiera pedido que lo siguiese? ¿Habría sido capaz de dejar a mi padre, como Santiago y Juan dejaron al suyo? Bastante echaba de menos a mi madre, muerta hace años, para imponerme este nuevo sacrificio. 

    Al cabo de unos días, estuve a punto de renunciar. Me sentía perdido en medio de esa multitud de escenas sueltas y preguntas sin respuestas. Mi amigo Hermes me invitó una vez a ver cómo colocaban un mosaico encargado por su padre. Los montones de piedrecitas de colores adquirían forma poco a poco, daban paso a una imagen. Algo parecido debía ocurrir con el evangelio, pero yo no tenía el arte necesario para combinar aquellas diminutas teselas. 

    Y cometí un error intolerable. Comencé a saltar de columna en columna, buscando algo que me interesase, sin prestar atención al conjunto, sin esforzarme por encontrarle un sentido. La hora se redujo a media hora. Después a unos minutos. Finalmente, el rollo de Marcos permaneció inmóvil en su estuche, como había estado durante tanto tiempo. 

    A veces me preguntaba: ¿Qué le pasaría luego a Jesús? Se había ido a un sitio muy raro, a Cesarea de Filipo, o algo por el estilo. Pero mi curiosidad moría pronto. Después de todo, sabía el final de la historia. Fue a Jerusalén, murió y resucitó. Cuando tenía ganas de leer, me entretenía con otras obras. Con cierto remordimiento, pero no invencible. 

    Hasta el día en que encontré este rollito de papiro sobre mi mesa. Digo este porque lo estoy acariciando con mis dedos, como aquella vez primera. Entonces con curiosidad, hoy con cariño y agradecimiento por el bien que me hizo. Lo desenrollé. Carecía de título. Pasé al final. No tenía firma ni fecha, ni siquiera el nombre del amanuense. Comencé a leer.

    I

    Esas ideas te deslumbran como un relámpago. Te agarran de improviso, impreparado, cuando cruzas la calle, evitando chocar con un burro cargado de sacos de trigo, o cuando te acuestas agotado después de un día de viaje y no consigues coger el sueño. En esos momentos en que no puedes escribir ni dictar, todo te parece sencillo, maravilloso: Reunir los recuerdos sobre Jesús, completarlos con lo que he oído y contado en tantas ocasiones. Luego, cuando te encuentras a solas con el amanuense y tienes que comenzar el relato, el relámpago se convierte en negra oscuridad y todas las ideas desaparecen, dejándote en un vacío sin fondo. Miras al papiro, y te parece una inmensa muralla que debes rellenar con tus palabras. No acude ni una. Y la silenciosa presencia del amanuense, esperando sin mirarte, removiendo la tinta con el cálamo, te pone más nervioso todavía.

    Menos mal que el principio lo tenía claro, después de repetírmelo toda la noche. Comienzo de la buena noticia de Jesús Mesías, Hijo de Dios. Y el cálamo se puso en movimiento, deslizándose suave, lentamente, con un murmullo tranquilizador. 

    Ahora, cuando contemplo el volumen terminado, cuando el muro se ha cubierto de hermosas siluetas negras, me parece un milagro imposible y doy gracias al Señor que me ha iluminado para dar término a la obra. 

    No me preguntes cuantos años llevaba de catequista cuando vino el relámpago. No sabría decírtelo. Quince, quizá veinte. Tampoco podría explicarte con detalle cómo empezó esa etapa de mi vida. Yo era un muchacho, casi un niño, cuando Jesús aparecía por Jerusalén. Cada visita suya durante las diversas fiestas anuales llenaba la casa de agitación y alegría. Y nos imponía las manos a los niños, mientras Pedro, nervioso, procuraba que dejásemos tranquilos a los mayores. Por entonces, no podía imaginar lo que Jesús iba a significar en mi vida. Mucho menos, lo que iba a significar aquel rudo pescador de Galilea, cuya pronunciación nos causaba una mezcla de extrañeza y de risa. 

    No creas, por lo que te he dicho, que conocí muy bien a Jesús. Casi más que de él y de su doctrina me acuerdo de haber despertado una noche con la noticia de que lo habían cogido preso, las carreras atravesando Jerusalén para ver adónde lo llevaban, la rabia que sentí el día que lo crucificaron, la sensación de fracaso y de tristeza que inundó a todos los mayores, el miedo a que los soldados entraran en la casa y se los llevaran. Fueron dos días agitados, angustiosos, en los que no queríamos ni podíamos dormir. Y la angustia fue aún mayor cuando algunas mujeres empezaron a decir que Jesús había resucitado. 

    Lo has oído tantas veces que te resulta lógico. El Mesías tenía que padecer y morir, y así entrar en su gloria. Entonces no era así. La idea de que Jesús hubiese resucitado parecía una auténtica locura, alucinación de mujeres histéricas, que añadía un miedo sobrehumano al miedo ya normal que sentíamos. Cuando la situación mejoró un poco, aprovechando que numerosos peregrinos volvían a sus pueblos y países después de la fiesta de Pascua, Pedro y los otros desaparecieron, camino de Galilea. 

    Mi vida tornó a la normalidad, aunque a mi alrededor todo había cambiado. Y un día, de repente, Pedro, Juan, Santiago, todos, reaparecieron por Jerusalén. Eran otros hombres. Se los notaba alegres, entusiastas, convencidos de que las mujeres llevaban razón, de que Jesús había resucitado y les encargaba anunciar a todo el mundo esa buena noticia. 

    No quiero cansarte con el relato de mi vida, porque no es ése el fin que me propuse. Sólo te diré que pocos años más tarde comenzaron mis primeras experiencias misioneras. Bernabé, que como sabes es tío mío, fue enviado por la comunidad de Jerusalén a Antioquía. Lo acompañé en ese viaje, en el que tuve la oportunidad de tratar despacio a Pablo. Me entusiasmó aquel hombre del que todos hablaban, el famoso perseguidor de la iglesia convertido a la fe en Jesús. Mientras navegábamos hacia el norte me contaba su experiencia, sus proyectos de extender el evangelio por todo el mundo. Yo era joven e inexperto. Pensaba que todo se supera con entusiasmo. Y pronto debí reconocer que hay cosas más fuertes que el entusiasmo: el miedo, el agotamiento, que te atenazan la mente y los músculos. Me ocurrió en el primer gran viaje que emprendieron Pablo y Bernabé. Quise ir con ellos, y los dos estuvieron de acuerdo. Salimos de Antioquía, bajamos a Seleucia, zarpamos para Chipre. Al principio todo fue fácil, un hermoso viaje por mar hasta Salamina. Luego, el simple hecho de atravesar la isla desde Salamina a Pafos me hizo caer en la cuenta de lo dura que era aquella experiencia. Los abandoné. Ellos se embarcaron para Perge, yo volví a Jerusalén. Todavía hoy recuerdo a Pablo serio, irritado, negándome un saludo de despedida. En el siguiente viaje no quiso llevarme, y no lo culpo por eso. Los años y la vida volvieron a acercarnos. Él comprendió mi debilidad juvenil, yo comprendí que su aparente dureza escondía un enorme afecto, y terminamos siendo uña y carne. 

    En aquella época me salvó mi tío Bernabé. Incluso se peleó con Pablo para que me diese un nuevo voto de confianza. Y, cuando Pablo se negó, él lo dejó plantado y nos fuimos a misionar por nuestra cuenta.

    II

    Pero fue Pedro el personaje decisivo en mi vida de catequista. Comencé a tratarlo a fondo en Antioquía, donde pasó una larga temporada. Por entonces, los viajes misioneros habían suscitado en mí un interrogante. Cuando Pablo hablaba, no contaba casi nada de la vida de Jesús. Yo no lo conocí ––me decía––, y además eso no tiene especial importancia. Lo importante es que Jesús es el Mesías y ofrece la salvación a todos los que creen en él. A mí, aficionado desde niño a las bellas historias, aquella respuesta me sabía a poco. Bernabé sí había conocido a Jesús, mucho más que yo. Mis vagos recuerdos angustiosos de los días de la pasión los completaba él con detalles precisos. Pero no había acompañado a Jesús desde el primer momento, cuando comenzó a predicar en Galilea. Pedro, sí. Recordaba desde el día en que estaba a la orilla del lago, con su hermano Andrés, y Jesús les dijo que lo siguieran. Yo lo escuchaba embobado y me aprendía sus relatos de memoria. Nunca lo dejaba tranquilo. Cuéntame otro milagro de Jesús. Se sonreía, cerraba los ojos, y empezaba: Éste ocurrió en Betsaida, en el pueblo donde nací. Había allí un ciego...

    Pedro se convirtió para mí en un amigo inseparable, y él me llamaba con cariño hijo mío. Lo acompañaba a todas partes, incluso me pedía consejo. ¿De qué hablo hoy, Marcos? Y yo le decía: Cuenta cosas de Jesús. No te metas en discursos complicados, que para eso ya está Pablo. Cuenta milagros, cuenta cómo se peleaba con los fariseos, cómo os iba educando a los Doce

    Unos golpes a la puerta me recordaron que era la hora de comer. Mi padre llevaba un rato esperándome en el triclinio. 

    –– ¿Te has metido ahora a escritor? ––le dije sin preámbulos y sin excusarme por el retraso. 

    Me miró extrañado. 

    –– ¿A qué te refieres? 

    ––Al volver de clase he encontrado un volumen encima de mi mesa. Por eso llego tarde. 

    –– ¿Es algo que he escrito yo? 

    ––Eso me gustaría saber. No está firmado. 

    –– ¿Es mi letra? 

    ––No. Ni la de Hermes. 

    Hermes era el secretario de mi padre. 

    –– ¿Y de qué trata? 

    ––A ver si lo adivinas. 

    Habíamos entrado en nuestro juego favorito de preguntas y respuestas. Pero me sorprendió llamando a Lucio. 

    –– ¿Ha traído alguien esta mañana un volumen para Andrónico? 

    ––No, amo. 

    –– ¿Ha entrado en casa alguien desconocido? 

    ––No, amo. Sólo vino un momento mi amigo Antonio, y se quedó en la puerta. 

    Cuando salió Lucio me miró fijamente. 

    ––Tengo la impresión de que en esta casa alguien sabe cosas que yo no sé. 

    Me daba un tremendo coraje ponerme colorado, pero no pude evitarlo. 

    –– ¿Pergamino? 

    ––Sí. 

    – – ¿De escasa calidad? 

    ––Sí. 

    ––Pero con buena letra y bien escrito. 

    ––Sí. 

    ––Algo así como los recuerdos de alguien importante para un cristiano. 

    ––Podríamos decir que sí. 

    ––Ni lo he escrito yo ni lo he puesto sobre tu mesa. Pero sé quién lo ha hecho. (Reflexionó un instante). Esa persona lleva tiempo observándote y sabe que lees el evangelio de Marcos. Cosa que, dicho sea de paso, no me habías comentado. 

    ––Quería darte una sorpresa. Cuando lo terminase. 

    ––Pero te aburriste y lo dejaste, igual que me pasó a mí. Y vuelve la misma mano a poner por medio los mismos recuerdos. 

    Sonrió enigmáticamente. 

    –– ¿Lo has leído ya? 

    ––No he tenido tiempo de terminarlo. Pero me gusta. 

    ––Léelo con atención. Te ayudará mucho a comprender a Marcos. 

    –– ¿Tú crees que eso lo ha escrito él? El estilo es muy distinto del suyo. 

    ––Como no tienes confianza con tu padre, prefiero que le preguntes a ese personaje misterioso que tanto se preocupa por tu bien. 

    Disfrutaba haciéndome rabiar, pero ya habría tiempo de tomarse la venganza. 

    ––Tengo una copia de ese escrito. Lo he leído muchas veces. Espero que te dignes comentarme tus impresiones cuando lo acabes. 

    Después de tantos años, al evocar estos recuerdos, me asombro de mí mismo. Cualquier muchacho se habría preocupado por descubrir quién le había dejado aquel escrito, sobre todo sabiendo que vivía en la casa. Yo, no. Me interesó más la obra que la persona, y aquella misma tarde continué la lectura.

    III

    Lo que decidió mi actividad futura fue una tontería imprevisible. Un día, Pedro se encontraba afónico. Se había enfriado por la noche y no podía decir dos palabras. Hoy te toca a ti. Tienes que sustituirme. Lo miré con miedo y esperanza. A veces, cuando él no estaba presente, y sin que él lo supiera, reunía a los niños y les contaba milagros de Jesús, adornándolos ––lo reconozco–– con una buena dosis de imaginación para tenerlos callados. Pero hablar de Jesús en presencia de Pedro era muy distinto, como presumir de fuerte delante de un gladiador romano. Acepté el reto. Las horas antes de la reunión estuve absorto, pensando solamente en lo que iba a contar, distraído a la hora de comer, paseando nervioso por la calle.

    Pedro no puede hablar hoy y me ha pedido que os cuente alguna de las historias de Jesús que le he escuchado en otras ocasiones. Ya sabéis que el mensaje del evangelio se ha extendido por tierra pagana. Algunos creen que ha sido por obra de Pablo, Bernabé y otros apóstoles. Pero el que empezó fue el mismo Jesús, que derrotó a los demonios en el territorio pagano de la Decápolis. (Hice un breve silencio, y advertí que el mismo Pedro me seguía con interés.) 

    Un día, Jesús cruzó en barca con los Doce a la otra orilla, a la región de los gerasenos. Apenas desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu inmundo, que vivía en los sepulcros. Ni con cadenas podía ya nadie sujetarlo; muchas veces lo habían sujetado con grillos y cadenas, pero él rompía las cadenas y destrozaba los grillos, y nadie tenía fuerza para domeñarlo

    No me limitaba a contar. Imitaba al endemoniado rompiendo violentamente sus ataduras, como un nuevo Sansón, mientras Pedro me miraba sorprendido y asustado. ¿De dónde has sacado todo eso?, me dijo cuando terminó la reunión. En su voz no había reproche, sino asombro. 

    Era lo mismo que le había oído otras veces, pero adornado con muchas cadenas, gritos desesperados, piaras que se precipitan al mar. A pesar de todo, a Pedro le gustó. Y a la gente, muchísimo.

    IV

    Reconozco que me atraen los detalles concretos, la imagen que se mete por los ojos. Algunos dicen que tengo una imaginación calenturienta, pero no creo que sea eso. Es el resultado de tantas noches intentando imaginar lo que hizo Jesús, acompañándolo en sus travesías por el lago, recorriendo con él los caminos, fijándome en la gente que lo rodeaba. Si Pedro contaba que curó a su suegra, yo veía a Jesús inclinándose sobre ella, cogiéndola de la mano, levantándola con su poder. Si contaba que un día trajeron a un paralítico, yo sabía que lo transportaban cuatro personas. Las descripciones genéricas, los datos imprecisos, no me gustan. Pedro contaba a veces que Jesús resucitó a una niña. ¿Cuántos años tenía, Pedro?, le pregunté el primer día que escuché la historia. Tenía doce años, lo dijo la madre cuando entramos. Pero da lo mismo, era una niña. Para mí no es lo mismo. Desde entonces, siempre dije que era una niña de doce años.

    Mi amigo Antonio, que es muy observador y estudió algo de retórica, me dijo un día: Tú cuentas en presente. Lo miré extrañado, porque no entendí a qué se refería. Tú no hablas de Jesús como de alguien que murió hace años. Hablas de él como si estuviera vivo en medio de nosotros. No usas los verbos en pasado, sino en presente. Sobre todo, cuando pones palabras en boca de Jesús. Advertí que era cierto, y he procurado corregir ese fallo, aunque no siempre lo he conseguido. Además, tampoco me parece un fallo. Es un recurso que usaba con los niños, para hacerles más vivo el relato, y he oído decir que también lo usan historiadores famosos. 

    Y quizá se deba también a mis horas de catequesis infantiles ese uso de los diminutivos que tanto le divierte a Pedro: hijita, pececito, niñita, navecilla... Yo escribo como hablo, al menos como hablo en las catequesis. Antonio se ríe de mí. Todo ocurre de pronto, de repente. Repites esas palabras montones de veces. No había caído en la cuenta, pero es verdad. Cuando hablas a niños, incluso a personas mayores, si te paras un momento y continúas diciendo: de repente, te siguen con más atención. 

    Sin embargo, cuando comencé a escribir mi evangelio (esto de mi evangelio me recuerda a Pablo) me sentía agarrotado, perdí esa espontaneidad de la que te hablo. Las escenas resultaban esquemáticas, como un pintor que no dibujase plenamente las figuras, contentándose con unos trazos esenciales. Te voy a poner un ejemplo que se me quedó grabado. En mis catequesis a los niños, cuando contaba las tentaciones de Jesús había un momento culminante. El desierto se poblaba de animales terribles: leones, panteras, osos, jabalíes, serpientes, alacranes, búhos... Creo que un día incluso metí un elefante. Aquí te hago una enumeración fría. En aquellos momentos, los leones acudían con rugidos amenazadores, las serpientes se deslizaban por las piedras hacia los pies de Jesús, los alacranes alzaban su pincho venenoso, el elefante levantaba su trompa con grito de guerra. De repente, al sentir la presencia de Jesús, se tendían mansos ante él, rodeándolo, protegiéndolo de imposibles enemigos, como si fuese un nuevo Adán en el paraíso. Ésta fue una de las primeras escenas del evangelio. Sin embargo, no me atreví a contarla así. Me parecía poco serio. A los mayores no les va a gustar, pensé. Y dicté una frase esquemática, anodina, que me dejó vacío: Estaba entre los animales del campo

    Este agarrotamiento se prolongó durante días. Sólo conseguía superarlo en algunos momentos, especialmente cuando entraba en escena un espíritu inmundo. Entonces no sentía miedo a presentar sus gritos, describir sus convulsiones, su derrota. En este sentido, el relato del endemoniado de Gerasa es mi obra maestra. Al mismo tiempo, me ayudó a liberarme de temores, a ser menos esquemático y más dramático. 

    Este amor al relato, a la acción concreta, explica por qué Jesús no pronuncia largos discursos en mi evangelio. Antonio, que siguió la redacción de la obra paso a paso, me hizo caer en la cuenta de este detalle casi al final: Es curioso que el discurso más largo es el del fin del mundo. ¿Te parece el más importante? Debí reconocerle que no. Pero no puedo evitarlo, no soy un intelectual de altos vuelos y grandes proyectos. En ese terreno, me pierdo. Durante días y días dicté varias veces que Jesús enseñaba por las sinagogas, en la orilla del lago, ante las multitudes. Pero no sabía qué ponerle en la boca, cómo concretar su enseñanza. Al final me limité a copiar una pequeña colección de parábolas, aunque tampoco me entusiasmaba. Ése no es mi fuerte. Prefiero presentar a Jesús enseñando de forma rápida, a salto de mata, cuando menos se espera. Con una frase contundente que aniquila a los fariseos o una respuesta que deja desconcertados a los discípulos. A veces hacía mis pinitos y me salían enseñanzas más largas. Pero nunca dominé ese arte. Y si el discurso del fin del mundo adquirió mayores proporciones es porque lo encontré ya escrito y, además, ese tema alentaba mi imaginación. Me conoces lo suficiente para comprender que el rumor de guerras, el sonido lejano de batallas, terremotos, hambre, el sol oscureciéndose, las estrellas cayendo desde el cielo y la venida triunfal del Hijo del Hombre son temas que me vienen como anillo al dedo. 

    Quedaban unas columnas, no muchas, pero necesitaba comentar lo leído. Y sabía que mi padre me esperaba. 

    ––Debe de ser difícil eso de escribir, ¿verdad? 

    –– ¿Estás pensando en Marcos? 

    ––Sí. He leído unos cuantos párrafos de esos recuerdos y me han hecho caer en la cuenta de un hecho curioso. Después de tantas horas leyendo a Sófocles, a Eurípides, a Platón, a tantos autores, nunca me había imaginado que les costase trabajo escribir, que tuviesen que buscar ideas, que corregir, que pensar. 

    ––Yo he escrito muy poco, cosas sin importancia. Y, ciertamente, es difícil. Al menos para los que no estamos muy dotados. Pero es un ejercicio interesante. Te ayuda a valorar a quien escribe bien y a descubrir a quien escribe mal. 

    Se volvió hacia una de sus bibliotecas. 

    –– ¿Sabes lo que más me asombró del escrito de Marcos? Que no se parece a nada conocido. Siempre me han interesado las vidas de grandes personajes, filósofos, reyes, poetas. 

    Me señaló unos rollos. 

    ––Éstas son las biografías de Pitágoras, de Sócrates y de Platón. Las escribió un discípulo de Aristóteles, Aristoxeno. No tienen nada que ver con lo que ha escrito Marcos. Y por ahí debo de tener otras biografías más recientes, sobre todo de Alejandro Magno. También son muy distintas. 

    Volvió a sentarse en su sillón. 

    –– ¿Leíste mucho de Marcos antes de dejarlo? 

    ––Hasta cuando Jesús se iba a Cesarea de Filipo. 

    ––Te quedaste en lo más importante. ¿Caíste en la cuenta de cuándo empieza Marcos su relato? 

    ––No entiendo la pregunta. 

    –– ¿Qué edad tenía Jesús cuando fue a bautizarse? 

    ––No lo sé. No lo dice. 

    –– ¿Dónde nació? ¿Qué señales hubo en el cielo el día de su nacimiento? ¿Cómo se llamaban sus padres? ¿Qué hizo hasta el momento del bautismo? ¿Era alto o bajo, grueso o delgado? ¿Tenía muchos amigos o era huraño y reservado? Los autores de las biografías hablan de todas estas cosas. Si no las saben, se las inventan. Quieren que el lector conozca al protagonista desde el comienzo. Marcos es distinto. Parece que escribe para personas que ya conocen de sobras a Jesús. 

    ––Y le ha salido un libro muy raro. Te aseguro que es la primera vez que dejo un libro sin terminar. 

    ––Me lo creo, porque a mí me ocurrió lo mismo. Cuando una obra es distinta, la solución está en leerla de manera distinta. 

    ––Dame algún consejo. 

    ––Ahora mismo, no. Termina de leer el volumen que te han dejado.

    V

    Como te decía más arriba, reconozco que mi evangelio es muy dramático. Y te explico a qué me refiero. Para mí, la vida de Jesús es un drama, una lucha entre el bien y el mal. Como no me gustan los términos abstractos, te añado que es una lucha entre Jesús y Satanás. Así aparece desde el principio, en el desierto, y si no hubiese estado tan agarrotado en ese momento inicial, habría descrito lo que luego digo claramente: Jesús derrota a Satanás, lo domina y ata como a un soldado vencido, se apodera de sus posesiones, esos pobres hombres que sufren esclavizados por los demonios. Pero aquí no termina el drama. Jesús y Satanás son como reyes que cuentan con sus aliados y sus ejércitos.

    Al principio, los aliados de Jesús son Juan Bautista, Dios, el Espíritu. Luego desaparecen de la escena y su puesto lo ocupan ––modestamente–– los discípulos y seguidores. Los discípulos no son una gran ayuda; les cuesta trabajo entender las cosas, les falta fe, son cobardes; pero son buenas personas, con deseos de seguir a Jesús. Mejor papel desempeñan los seguidores, o mejor dicho, las seguidoras. Las mujeres, que acompañan a Jesús durante su vida, son las únicas que permanecen junto a él en la cruz y las que van al sepulcro a ungir su cadáver. Tampoco ellas andan sobradas de fe; buscan a un muerto, pero al menos superan el miedo y dan una prueba final de cariño. 

    Satanás también desaparece pronto, como Dios, para ceder el puesto a sus aliados: espíritus inmundos y personas de diversa clase. Me molesta que la gente no me haya entendido bien. Algunos se asustan de los demonios y casi sueñan con ellos. Para mí son unos pobres desgraciados. Los únicos que conocen desde el comienzo la identidad de Jesús y la proclaman antes de retirarse derrotados. Los demonios no representan gran peligro. Los peligrosos son los hombres: fariseos, saduceos, herodianos. Son ellos los que deciden, muy pronto por cierto, matar a Jesús. Si te fijas bien, el drama va creciendo poco a poco, porque Jesús manifiesta su poder de manera cada vez más asombrosa, pero sus adversarios no se rinden. Al final, cuando los discípulos consideran la victoria inminente, ocurre la catástrofe. Satanás triunfa, Jesús muere. 

    No he querido terminar mi evangelio con un final feliz, sino con unas mujeres asustadas ante la noticia de la resurrección, incapaces de transmitir el mensaje que les han encomendado. El miedo ha sido un elemento importante en mi vida de fe. El que sentí la noche que prendieron a Jesús, el que sentí en Pafos y me obligó a abandonar a Pablo y Bernabé. Pero el miedo de las mujeres es distinto. Cuando todos se han puesto en contra de Jesús o lo han abandonado, ellas no temen a la sociedad ni a los soldados ni a los adversarios. Tampoco les asusta marchar de madrugada camino del sepulcro. Su pánico lo provoca la noticia de que Jesús ha resucitado. Esa verdad que ahora confesamos casi mecánicamente es la que a ellas las deja mudas de espanto. Es un final intencionado. Quienes lean mi evangelio deben terminar sintiendo el mismo miedo que las mujeres, no a los soldados ni a la muerte, sino a un mensaje que resulta humanamente incomprensible [2] .

    VI

    Acabo de hablarte de los aliados de Jesús. Entre los Doce, el principal es Pedro. Lo advertirás enseguida. No se trata de un homenaje infantil a su persona, ni me ha movido a ello el cariño que le tengo.

    Responde a la realidad. Pero una vez me advirtió seriamente: Si algún día pones por escrito todo esto, cuenta las cosas como me las has oído. No calles nada de mis fallos, mis salidas estúpidas, mi incapacidad de entender a Jesús. Sobre todo, cuenta muy claramente cómo lo traicioné. A quien lo lea, le ayudará

    Me entró curiosidad por leer aquel episodio. No recordaba que Pedro hubiese traicionado a Jesús. Cuando lo pienso ahora, después de tantos años, encuentro una explicación bastante fácil: el catequista no debió de contarme aquella historia porque no la consideraría demasiado ejemplar. Y ahí me tienes buscando en mi rollo una traición que no sabía en qué momento de la vida de Jesús se había producido. Dirás que la solución era bastante fácil: preguntarle a mi padre. Pero estaba seguro de que a él no le habría gustado mi actitud; suponía una forma inadecuada de leer un libro, sin orden ni concierto, por la pura morbosidad de oír hablar de una traición. 

    Sin embargo, cuanta más dificultad encontraba en la tarea, más se imponía el deseo de llevarla a cabo. Me lancé a una lectura rápida del texto, en diagonal, buscando con la mirada cualquier posible aparición del nombre de Pedro. Te parecerá una tontería obsesiva. Para mí fue una experiencia curiosa, y me enseñó lo útil de leer y releer un texto desde un solo punto de vista. Lo primero que descubrí fue que Pedro no se llamaba Pedro, sino Simón; fue el mismo Jesús quien le cambió el nombre. Y también descubrí que, efectivamente, Pedro era un personaje especial, el discípulo más importante para Jesús. Encabeza la lista de los doce. Además, en algunos momentos especiales en los que Jesús sólo quiere que le acompañen tres discípulos ––cuando resucita a la hija de Jairo, en la transfiguración, en la oración del huerto–– Pedro siempre ocupa el primer puesto, seguido de Santiago y Juan. Quizá todo esto te resulte muy conocido. Yo debo confesar mi ignorancia de entonces. En Tróade hablábamos tanto de Pablo por aquellos años que para mí era el personaje más famoso; como diría un marinero, el segundo de a bordo después de Jesús. Sin embargo, la lectura del evangelio me obligaba a cambiar de opinión. 

    Además, Pedro parecía consciente de su importancia. En muchas ocasiones es el único que se atreve a hablar o a responder a una pregunta de Jesús, mientras los otros discípulos callan. En una de ellas, Jesús pregunta: Vosotros, ¿quién decís que soy yo, y Pedro responde: Tú eres el Mesías. Entonces ocurre algo imprevisible, que respondía al objeto de mi búsqueda. Te lo copio por si no dispones de un ejemplar del evangelio de Marcos: 

    "Jesús empezó a instruirlos: ‘El hijo del hombre tiene que padecer mucho; tiene que ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días’.

    Y exponía el mensaje abiertamente. Entonces Pedro lo tomó aparte y empezó a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: ‘¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tu idea no es la de Dios, sino la humana’".

    El descubrimiento me entusiasmó y tranquilizó al mismo tiempo. Me entusiasmó con mi capacidad de resolver un enigma por mis propias fuerzas, sin necesidad de consultar a nadie. Y me tranquilizó porque Pedro no había traicionado a Jesús en el sentido vulgar de la palabra, sino de forma más intelectual. En realidad, no lo había traicionado; simplemente, no lo había comprendido bien. No pude refrenar el deseo de comentar mi éxito con mi padre. 

    ––Marcos es un poco exagerado, ¿no te parece? 

    Esperé un gesto de aprobación o una mirada de asombro. Nada de eso se produjo. 

    ––Me refiero a que llama traición a un simple malentendido. Esta vez sí mostró curiosidad por descubrir el curso de mis pensamientos. 

    –– ¿De qué estás hablando? 

    ––De lo que Marcos llama la traición de Pedro. Aquí. 

    (Le indiqué las últimas frases que había leído del rollito: No calles nada de mis fallos, mis salidas estúpidas, mi incapacidad de entender a Jesús. Sobre todo, cuenta muy claramente cómo lo traicioné. A quien lo lea, le ayudará.) 

    ––Sigo sin entenderte. 

    ––He buscado esa terrible traición de Pedro y la he encontrado. No es para tanto. Ni siquiera es una traición. 

    –– ¿Dónde la has encontrado? 

    ––Cuando Pedro reprende a Jesús porque dice que lo van a rechazar y a ejecutar. 

    –– ¿Ya has llegado hasta ahí? ¿Y has tenido tiempo de terminar también el rollito de Marcos? 

    Maldije el momento en que se me ocurrió acudir a hablar con él. 

    ––No. No he terminado el rollito de Marcos. Es que me extrañó lo de la traición de Pedro y me puse a buscarla. 

    ––¿Para comprobar si Marcos llevaba razón? ¿O para ver cómo alguien traiciona a su mejor amigo? 

    Su tono era severo e irónico al mismo tiempo. 

    ––Has leído sólo la mitad del evangelio, a salto de mata, y has llegado a la genial conclusión de que Marcos exagera y de que no hubo traición alguna. 

    Se levantó a coger su rollo del evangelio, volvió a sentarse y lo desenrolló en silencio casi hasta el final. Al cabo de un rato, me dijo: 

    ––Lee desde aquí hasta aquí. Esto ocurre durante la pasión del Señor, mientras Jesús está siendo interrogado por las autoridades judías. 

    Cogí el volumen y leí sin mover los labios, en silencio, una extraña costumbre que me había enseñado mi padre. 

    "Mientras Pedro estaba abajo en el patio llegó una criada del sumo sacerdote y, al ver a Pedro calentándose, se le quedó mirando y le dijo:

    ––También tú estabas con el Nazareno, ese Jesús. Él lo negó diciendo:

    ––¡Ni sé ni entiendo de qué hablas tú! Salió fuera, al zaguán, y un gallo cantó.

    Pero la criada lo vio y volvió a decir a los allí presentes:

    ––Éste es uno de ellos.

    Él lo volvió a negar. Al poco rato, también los allí presentes empezaron a decirle:

    ––Tú eres de ellos, seguro, si eres galileo.

    ––Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar:

    –– ¡No conozco a ese hombre que decís!

    Y en seguida, por segunda vez, cantó un gallo. Pedro se acordó de las palabras de Jesús: ‘Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres’, y se echó a llorar".

    Dejé el rollo sobre la mesa sin saber qué decir. Curiosamente, mi padre no se ensañó conmigo. 

    ––Como ves, Marcos no exagera. Cuenta una auténtica traición. 

    ––¿Y Jesús perdonó a Pedro? 

    Esta vez no disimuló una sonrisa de asombro. 

    ––Por primera vez en tu vida te muestras como un auténtico filósofo. 

    Y me recitó por milésima vez la conocida frase de Aristóteles: Por el hecho de admirarse comenzaron los hombres, ahora y al principio, a filosofar. Sin embargo, el nuevo filósofo, que era yo, no lograba captar el sentido de su asombro. 

    ––Algunos ––me dijo–– no se asombran de que Jesús perdonase a Pedro, les parece lo más normal del mundo. Y de normal no tiene nada. No hay traición más dolorosa que la del amigo. Pero sí, Jesús perdonó a Pedro. Por lo menos, después de la resurrección le mandó el recado de que fuese a Galilea con los otros discípulos y que allí lo verían. 

    Mientras volvía a enrollar el evangelio de Marcos fue él quien me admiró: 

    ––Lo que has hecho es muy útil. A veces te vendrá bien pasar de la lectura de este rollito a la lectura del evangelio. 

    Después de la cena volví a mi habitación con el propósito de seguir su consejo. Sin embargo, eran tan pocas las columnas que me quedaban por leer que preferí no interrumpir su lectura.

    VII

    Alguien me dijo que escribo sin orden, hilvanando escenas. No estoy de acuerdo, y Antonio me dio la razón. Lo que he escrito estará mejor o peor, pero no le falta unidad. Lo que ocurre es que, cuando leo mi evangelio en público, la gente se pone a preguntar, comenta, habla de lo que significa cada episodio, y al día siguiente no se acuerda de por dónde íbamos. Pero yo me he esforzado por organizar la obra en grandes secciones. Al principio, si te fijas, cuento lo que hace Jesús un sábado: entra en la sinagoga, enseña, cura a un endemoniado, va a casa de Pedro, cura a su suegra; por la tarde le traen enfermos de todo tipo; de madrugada, todavía muy oscuro, se levanta y marcha a rezar en un lugar solitario. No son escenas sueltas. Pretenden ofrecer un día de la vida de Jesús. Lo mismo ocurre más adelante. Los milagros y controversias con los fariseos no carecen de relación entre ellos, van dibujando paso a paso la forma de pensar de Jesús, su actitud ante personas y problemas muy diversos, al mismo tiempo que crece la oposición de forma terrible, terminando con la decisión de matarlo. Otro ejemplo clarísimo de unidad y dramatismo es el relato de tres grandes milagros, seguido del viaje a Nazaret: Jesús manifiesta su poder sobre el mar, sobre los demonios gerasenos, sobre la muerte (resucitando a la hija de Jairo); parece que nada puede resistírsele; sin embargo, cuando llega a Nazaret, choca con el muro infranqueable de la incredulidad de sus paisanos. Igual que ahora choca con la incredulidad de tantos judíos. Reconozco que no siempre he conseguido dejar claras esas grandes secciones. Pero no puedes imaginarte el esfuerzo tremendo que supone organizar relatos que siempre has contado independientemente unos de otros.

    VIII

    Llevo un rato pensando qué otro consejo darte para que leas mi obra con fruto. En el fondo, sólo hay una pregunta importante para el cristiano: ¿Quién es Jesús? Al principio lo digo claramente, a través de la voz que se escucha desde el cielo en el bautismo: Jesús es el hijo de Dios. Pero esto es algo que se le comunica sólo a él (Tú eres mi hijo amado, mi predilecto), los demás no escuchan la voz ni conocen su identidad. Olvídate tú también de lo que sabes. Recorre el camino que te propongo. Mézclate con la multitud, y asómbrate de su poder, de la novedad de su enseñanza. Cuando cure al paralítico, comenta con la gente: ¡Nunca hemos visto cosa igual! Pero advierte que no todos se admiran. Algunos piensan que está loco, otros que está endemoniado. En medio de estas tensiones se forma un pequeño grupo que deposita toda su confianza en Jesús; puedes incorporarte a ellos.

    Hasta ese momento, nadie se ha preguntado quién es Jesús. Los Doce lo hacen por vez primera tras la tempestad calmada: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el agua le obedecen? Pero no pienses que todo se aclara de repente. Ellos, y tú, estáis sumidos en un mar de dudas. Cuando te pregunte Jesús, como a ellos, quién dice la gente que es él, podrás elaborar un catálogo de opiniones. Pero no se va a contentar con teorías ajenas. Te asediará con una pregunta decisiva: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Sé que te vas a refugiar en las palabras de Pedro: Tú eres el Mesías

    Pero no cantes victoria. ¿Sabes lo que ese título significa? Pedro no lo sabía, estaba equivocado, él mismo me lo confesó muchas veces. Pensaba en un Mesías glorioso, triunfando en Jerusalén, expulsando a los romanos. En su cabeza no cabía un Mesías que hubiese de padecer y morir. ¿En qué Mesías crees tú? ¿Qué esperas de él? 

    Sube al monte de la transfiguración. Te permito que acompañes a ese grupo reducido de Pedro, Santiago y Juan. Escucharás la misma voz del cielo que resonó en el bautismo: Éste es mi hijo amado, escuchadlo. Ya no es una experiencia privada de Jesús. Puedes compartir la revelación misteriosa hecha a unos pocos y ponerte en actitud de escucha. Porque te queda mucho que aprender, y Jesús te repetirá, insistente, que debe padecer y morir, aunque terminará resucitando. 

    Es posible que Dios te ilumine y pienses que ya conoces a Jesús. Pero la pregunta ¿quién es él? seguirá resonando. Vuelve a formularla el sumo sacerdote durante la pasión, rechazando como blasfemia la respuesta de Jesús. Y, si lees hasta el final, verás que el último en recoger el tema es el capitán que dirigió la crucifixión, no preguntando, sino afirmando: Verdaderamente este hombre era hijo de Dios

    Antonio no pudo evitar una sonrisa cuando leyó estas palabras. El pobre capitán, ignorante, que sólo ha conocido a Jesús en sus peores momentos, dice lo mismo que la voz del cielo. ¿Qué te rondaba por la mente, Marcos? Me rondaba el misterio, tantas veces constatado, de que algunos llegan fácilmente a la fe, mientras otros se estrellan contra el muro de sus teologías, sus prejuicios y sus miedos.

    IX

    ¿Cuál ha sido tu camino al terminar la lectura? ¿Qué significa para ti ese Jesús poderoso y débil, afectuoso y enérgico, capaz de soportar las incomprensiones y dudas de sus discípulos, pero duro y tajante con quienes se oponen a esa nueva imagen de Dios que él nos comunica? ¿Ese Jesús muerto y resucitado, pero cuya muerte todos constatan y cuya resurrección produce pánico a unas mujeres?

    Jesús es un misterio. Después de tantos años hablando de él, me resulta más misterioso aún que el primer día. Por eso, al escribir esta obra quise evitar que el lector se lanzase a conclusiones apresuradas. Advierte que los demonios siempre saben quién es Jesús, y lo proclaman a grandes gritos. Pero él los manda callar. No quiere que la gente acepte su opinión sin realizar el esfuerzo personal por descubrir quién es él. Ese descubrimiento tiene que hacerlo cada uno, orando, reflexionando, pidiendo la luz de Dios. No te refugies en un título. No digas: Jesús es el Mesías, Jesús es el Hijo del Hombre, Jesús es hijo de Dios. Es todo eso y mucho más. Un misterio que nunca abarcarás, pero al que intento aproximarte. 

    Y cuando llegues al final del viaje quizá te ocurra como a las mujeres. Conoces la solución final del misterio, sabes que Jesús ha resucitado. Pero no te entrarán ganas de irlo gritando, como le pasaba a los demonios y a los enfermos. Es posible que te llenes de miedo y guardes silencio como ellas. 

    No sé si estás cansado de tanto leerme. Yo me siento cansado de tanto escribir. Lo anterior basta. Si te gusta mi obra, da gracias al Señor, que me la inspiró, y acuérdate de mí en tus oraciones. 

    Me entraron ganas de coger el evangelio de Marcos y comenzar de nuevo su lectura. Pero era ya tarde,

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