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Terapia de pareja e infidelidad. Un modelo de diagnóstico relacional e intervención terapéutica desde la perspectiva sistémica
Terapia de pareja e infidelidad. Un modelo de diagnóstico relacional e intervención terapéutica desde la perspectiva sistémica
Terapia de pareja e infidelidad. Un modelo de diagnóstico relacional e intervención terapéutica desde la perspectiva sistémica
Libro electrónico531 páginas8 horas

Terapia de pareja e infidelidad. Un modelo de diagnóstico relacional e intervención terapéutica desde la perspectiva sistémica

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Este libro es el resultado de la experiencia que ha supuesto trabajar durante mucho tiempo con parejas que presentaban dificultades, y de la necesidad de compartirla sobre todo con aquellos que, terapeutas en ciernes, se sienten fascinados y a la vez inquietos frente al desafío que supone realizar una terapia de pareja.
Somos conscientes del reto que ello significa, pues si hay algo que caracteriza el trabajo terapéutico es en buena parte su carácter creativo tan ligado al estilo del terapeuta.
Sin embargo, conocedoras por propia experiencia de las dificultades que entraña trabajar con parejas, pensamos que puede ser útil compartir el hilo conductor, que de manera sistematizada hemos ido elaborando, como una manera de agilizar y facilitar el trabajo terapéutico. Hilo conductor que quedará progresivamente en un segundo plano, a medida que la experiencia del terapeuta va avanzando y consolidándose en un estilo propio y personal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jun 2022
ISBN9788419287069
Terapia de pareja e infidelidad. Un modelo de diagnóstico relacional e intervención terapéutica desde la perspectiva sistémica

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    Terapia de pareja e infidelidad. Un modelo de diagnóstico relacional e intervención terapéutica desde la perspectiva sistémica - Carmen Campo

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    Trabajar desde la perspectiva sistémica en terapia de pareja implica tener en cuenta, y aplicar, los principales conceptos de la Teoría General de los Sistemas y de la Teoría de la Comunicación. Considerar la pareja, la diada, el más pequeño sistema relacional posible, el conjunto más pequeño en interacción, y como tal cualitativamente diferente de sus partes.

    Siguiendo a Hoffman (1987), nos gusta afirmar que, tener el modelo sistémico como referente teórico principal, significa antes que nada ampliar el foco de observación, observar la conducta humana, tanto la normal como la patológica en su contexto relacional y no de forma aislada. Tener en cuenta, por tanto, el contexto relacional, es decir el entramado de relaciones significativas en las que el individuo se halla inmerso, como uno de los aspectos básicos que mediatizan la conducta humana. Entendiendo por contexto no algo externo, fijo, que existe per se, lo que a menudo se entiende como entorno o circunstancias, sino dinámico en continua co-construcción en base las interacciones recíprocas que se están estableciendo constantemente.

    Tener en cuenta el contexto, desde esa perspectiva, es algo más que determinar las influencias del entorno, o valorar qué circunstancias están incidiendo en cada uno de los cónyuges, tal como nos plantea una visión lineal de la realidad. Se trata de considerar la relación de pareja como el resultado de una constante construcción a través de una interacción recíproca.

    Focalizar la interacción comporta, tener en consideración que la conducta de cada uno de los cónyuges está recíprocamente regulada de forma circular, lo que hace uno influye en el otro, y viceversa. En ese sentido toda acción puede ser entendida asimismo como reacción, en un bucle de secuencias ininterrumpidas de acciones que son a su vez estímulo, respuesta y refuerzo.

    Cuando se trata de un niño o adolescente el contexto relacional más significativo es la familia de origen. En el caso del adulto con pareja estable, aun cuando la familia de origen continúa teniendo un peso específico importante, la pareja pasa a ser el referente más significativo.

    Valorar la familia y la pareja como los contextos más significativos para entender la conducta de los individuos no es óbice para descuidar la importancia de otros contextos que inciden también de manera decisiva. En ese sentido si para los niños el ámbito escolar se convierte en el otro gran contexto relacional significativo, para los adultos el ámbito laboral es el otro referente decisivo a tener en cuenta.

    Asimismo, ampliar el foco de observación nos va a ir mostrando la importancia del contexto social en el que se ubica el individuo, y cómo es de imprescindible tomar en consideración las creencias y los referentes culturales derivados del mismo que van a modular su conducta.

    Poner el foco en la interacción y por tanto entender que la relación de pareja, es uno de los determinantes de la conducta individual de los cónyuges no implica, sin embargo, dejar de tener en cuenta las características individuales de cada uno. En ese sentido la mejor fórmula para entender el funcionamiento de la pareja nos la puede brindar la metáfora del zoom como instrumento de observación que permite disminuir o ampliar la perspectiva. Nos importa tanto entender el funcionamiento individual de cada uno de los cónyuges como el tipo de relación establecida entre ellos. Desde una aproximación micro, interesa entender la perspectiva individual de cada uno, cómo construye la realidad a través de la selección idiosincrásica de datos que realiza, cómo en base a esta le va a otorgar determinados significados u otros, y cómo todo ello va a generar determinadas emociones y redundar en acciones de tipo diverso. En ese sentido resulta útil considerar que las ideas, los sentimientos y, las acciones en su interconexión dinámica configuran la conducta de cada uno de los cónyuges.

    Sin embargo, a la vez, es indispensable no olvidar que esa construcción de la realidad no se realiza de manera aislada sino en continua interdependencia con los otros y de manera significativa, con el cónyuge. Esos tres planos, lo que siente, lo que piensa, lo que hace cada uno, van a quedar regulados y determinados por las interacciones recíprocas. Esa mirada macro es lo que le va a permitir al terapeuta entender mejor la coparticipación de ambos cónyuges en la construcción de su relación y de cómo ambos de manera recíproca están determinando que esta sea satisfactoria a o no. Tener esa perspectiva cuando se trabaja con parejas supone una ventaja en relación al manejo terapéutico, en tanto favorece, como actitud de base, la neutralidad necesaria para entender los conflictos que presentan los cónyuges.

    Entender y analizar una pelea, con el convencimiento de que la puntuación de las secuencias interactivas que se realice siempre va a ser arbitraria, va a ayudar al terapeuta a no ser cómplice de la visión sesgada, que acostumbran a presentar cada uno de los cónyuges. Al contrario, esa perspectiva le va a permitir, más fácilmente, señalar el encaje y complementariedad de la descripción, que realiza cada uno de lo sucedido, facilitando con ello una visión circular de los hechos.

    Tener el modelo sistémico como marco de referencia supone, también, optar por una perspectiva global, por una epistemología holística, por los nuevos paradigmas científicos que subrayan la interdependencia de los fenómenos y la complejidad de la realidad. El objetivo de la evaluación no se va a centrar tanto en aislar los fenómenos, aunque se valoren y tengan en cuenta, sino en examinar sus interacciones. Importa no solo entender qué variables están incidiendo sino como se interconectan entre sí para acabar dando lugar a una realidad y no otra.

    El procedimiento desde el punto de vista diagnóstico se va a centrar, pues, en poder recabar la información significativa que permita entender las posibles interconexiones que subyacen a la descripción de la realidad, que nos ofrecen cada uno de los cónyuges. Y en ese sentido, va a ser de gran ayuda observar, las secuencias interactivas repetitivas, los patrones redundantes, en tanto configuran y expresan reglas de funcionamiento, tanto explícitas como implícitas, que regulan la relación. Estas últimas son de especial interés ya que en muchas ocasiones su señalamiento va a suponer una intervención útil de cara a mostrar a la pareja cuales son los mecanismos disfuncionales que están en el origen de su malestar.

    Mantener la perspectiva global que propugna el modelo sistémico permite considerarlo, asimismo, como un supra modelo que facilita una visión integradora de los diferentes modelos propuestos en psicoterapia. En nuestro trabajo con las parejas, eso se ha traducido en la utilización de aportaciones y recursos válidos elaborados por distintos modelos. Ejemplo de ello serían muchas de las intervenciones pragmáticas que proponemos como prescripciones, inspiradas en el modelo cognitivo-conductual, o el concepto de vinculación afectiva que utilizamos como categoría diagnóstica con influencias evidentes de la Teoría del Apego de Bowlby (1969).

    La comunicación entre los cónyuges, ingrediente básico de toda interacción, debe ser especialmente tenida en cuenta por el terapeuta. Los axiomas o principios que regulan la comunicación, propuestos por Waztlawick, Beavin y Jackson (1967), proporcionan un instrumento válido al terapeuta, tanto para evaluar el grado de efectividad de la misma, como para facilitar una comunicación más funcional. En ese sentido, no solo resulta útil tener en cuenta que cualquier conducta en el seno de una interacción implica un mensaje y que por ello es imposible no comunicar, sino que es también conveniente distinguir entre los diferentes canales que existen para transmitir información y evaluar si se está dando la necesaria congruencia entre ellos. En efecto, muchos de los malos entendidos que se observan en las parejas se derivan en primera instancia de la dificultad para tener en cuenta no solo el canal digital (palabras), sino la importancia asimismo del canal analógico (gestos, tonos de voz y acciones) como niveles básicos de toda comunicación.

    En muchas ocasiones uno de los dos cónyuges está más acostumbrado a utilizar el canal verbal como prevalente mientras que el otro se expresa de manera más significativa con los gestos o las acciones. En esos casos el terapeuta ha de estar muy atento a la comunicación expresada por cada uno de los cónyuges, y no centrarla únicamente en el que ha tomado la palabra. Para ello debe facilitar la comunicación subrayando los mensajes utilizados por cada uno de los cónyuges, ayudándoles a expresarse de manera más efectiva, facilitando incluso si es necesario su traducción a nivel verbal. Igualmente tiene que estar alerta para detectar posibles incongruencias entre los dos niveles pues esto ocasionaría una perturbación en la comunicación.

    Otro de los axiomas de la comunicación, que puede llegar a ser más útil en el manejo terapéutico, es la diferenciación entre los niveles referencial y conativo. En efecto, discernir entre el contenido del mensaje y la propuesta del tipo de relación que este lleva siempre implícito, puede ser decisivo para poder entender, más allá del contenido anecdótico, qué es lo que cada cónyuge en realidad le está proponiendo al otro respecto al tipo de relación. Aunque los cónyuges suelen focalizar y entender sus diferencias en cuanto al contenido, es a través de la definición de la relación, de lo que cada uno entiende por ser una pareja, como se articulan las diferencias y desacuerdos más graves. Desacuerdos que en realidad expresan la incompatibilidad de deseos y expectativas más básicas en cuanto a lo que significa, para cada uno, ser una pareja.

    El análisis cualitativo de la comunicación establecida entre los cónyuges es también indispensable y en ese sentido valorar si las respuestas son del tipo: confirmación, rechazo, descalificación, o desconfirmación, es también necesario para detectar posibles aspectos disfuncionales que estén promoviendo malestar. Uno de los fenómenos más frecuentes, tal como Gottman (1995) ha puesto de manifiesto, es una comunicación en la que prevalecen los reproches como formula inadecuada de expresar necesidades y deseos.

    Resulta también muy conveniente tener en cuenta los conceptos de simetría y complementariedad (Sluzki y Bleichmar 1979), y utilizarlos como categoría diagnóstica para entender el manejo del poder en el seno de la pareja, distinguiendo a las parejas en base a si predomina un patrón de tipo simétrico o complementario. En el primer caso las interacciones tenderán a quedar reguladas por expectativas de intercambios equitativos en torno al poder. Cualquier decisión propia ha de poder ser refrendada por el otro lo que hace indispensable el consenso y la continua negociación. Si por el contrario predomina un patrón de tipo complementario lo que va a prevalecer son expectativas por parte de cada cónyuge de intercambios desiguales en torno al poder y la tendencia a un encaje mutuo de posiciones up/down.

    Manejar dichas categorías supone también estar atentos al fenómeno de la cismogénesis, y a los mecanismos de autorregulación, necesarios como freno a las escaladas que este hecho tiende a propiciar. Es importante detectar la ausencia de dichos mecanismos de autorregulación, dado que ello favorece la rigidificación de ambos patrones, y está en la base, tanto de las escaladas de tipo simétrico, que pueden llevar fácilmente a los cónyuges a plantearse la ruptura, como de las escaladas de corte complementario, en las que la ausencia de alternancia entre las posiciones up/down, así como la desmesurada desigualdad de posiciones en torno al poder, acrecienta el riesgo de que, como mecanismo de freno disfuncional, eclosione la violencia o la conducta sintomática.

    También es relevante como categoría diagnostica observar si los cónyuges presentan una polarización rígida de las expectativas en cuanto al manejo del poder. Cuando eso es así, uno de ellos se coloca en el polo simétrico y el otro en el complementario, con la consecuente dificultad para consensuar una definición de la relación en torno a la jerarquía interna (Campo, 2010). En esos casos la viabilidad de la pareja queda comprometida y no es extraño que dicho fenómeno se observe asimismo asociado a psicopatología.

    Desde la perspectiva sistémica también resulta imprescindible tener en cuenta las aportaciones de la Cibernética de 2º orden. La nueva perspectiva metodológica que representa, en gran parte desarrollada en los años 80 por Maturana y Von Foerster, hace hincapié, entre otras consideraciones, en cómo la realidad la construye el observador y por tanto hasta qué punto la manera de observar modifica ya lo observado (Von Foerster, 1981).

    Si la definición del problema va a depender del observador y la realidad no es independiente ya del acto de observar, formular una pregunta va a propiciar que se facilite la emergencia de una realidad u otra. A nivel pragmático eso nos alerta de la incidencia que pueden tener las preguntas y comentarios del terapeuta y de cómo este, ya desde el inicio, va a colaborar en la co-construcción de la realidad que presenta la pareja. Se hace evidente con ello, todavía más, la responsabilidad que tiene el terapeuta en el manejo adecuado de las entrevistas y en como estas pueden mantener una definición negativa, cerrada y reiterativa de la realidad, o generar nuevas realidades alternativas beneficiosas para ambos miembros de la pareja. Sobre todo, si es capaz de establecer con cada uno de ellos, y entre sí, la colaboración necesaria en la construcción de un contexto favorable al cambio. En ese sentido son interesantes las transcripciones de las entrevistas de los casos tratados, y su análisis, en tanto muestran los diferentes niveles de complejidad de la realidad a la que tiene acceso el terapeuta, y hasta qué punto llega su corresponsabilidad en el resultado final.

    A partir de esos presupuestos también va a ser imposible, aunque estemos acostumbrados a ello desde el punto de vista metodológico, diferenciar evaluación de intervención. Por eso se torna imprescindible trabajar desde una perspectiva de intervención en proceso en el que las intervenciones terapéuticas se van a ir implementando en función de los objetivos terapéuticos que se vayan delineando. Sin embargo, desde nuestra experiencia, consideramos que puede ser de utilidad mantener esa distinción, como estrategia de intervención terapéutica, en alguna de las fases del proceso terapéutico, como más adelante se concretará.

    La conducta sintomática cobra también nuevo significado si se valora desde la perspectiva sistémica y comunicacional. En ese sentido, tal como ya nos indicaba Sluzki (1968), es interesante señalar que el síntoma, como cualquier otra conducta, cuando se valora en su contexto implica un mensaje. Con la peculiaridad, sin embargo, de que este no queda reconocido como tal, dado que el síntoma es considerado una conducta involuntaria, tanto por parte del paciente, como por parte de sus referentes más significativos, familiares y sociales. Es un mensaje que queda por tanto enmascarado, pero no al margen de la interacción. Con ello, la conducta sintomática queda reforzada convirtiéndose en un poderoso inductor de conductas, a la vez que coloca al paciente en una posición de debilidad en base al freno de las posibilidades de realización personal, y disminución de la autoestima que conlleva. Poder y debilidad las dos caras de lo que significa una conducta sintomática, inciden de manera determinante en el tipo de relación que se establece entre los cónyuges cuando uno de los dos, o incluso ambos presentan síntomas. En ese sentido resulta muy provechoso tener en cuenta cuál es la función del síntoma en cuanto a la interacción. Qué es lo que está facilitando, qué tipo de conductas está reforzando, qué papel tienen en cuanto al manejo del poder etc. Sobre todo, si se desea entender qué es lo que lo está manteniendo y dificultando su extinción.

    Nuestra experiencia de trabajo en el ámbito clínico nos puso de relieve, ya desde el principio, que cuando el paciente estaba emparejado, conseguir la colaboración del cónyuge y trabajar en terapia de pareja como metodología de elección facilitaba la obtención de mejores resultados y acortaba el tiempo total del proceso terapéutico.

    Muchas son las definiciones de pareja que pueden ser hechas, en Campo y Linares (2002), proponíamos la siguiente:

    Dos individuos procedentes de familias distintas, generalmente de diferente sexo, aunque no necesariamente, que deciden vincularse afectivamente, compartir un proyecto común (futuro), en un espacio propio (nosotros) que excluye a otros pero que interactúa con el entorno social.

    Es una definición que elaboramos a partir de las características básicas de los casos con los que solemos trabajar, por lo que somos conscientes que responde a las características sociológicas propias del contexto sociocultural occidental en el que nos situamos.

    Lo que significa ser una pareja, como iremos viendo, implica muchos criterios diversos y matices que pueden ser en algún aspecto determinantes, sin embargo, como tal definición pensamos que puede sintetizar los aspectos más básicos de dicha relación. Por una parte, enfatiza el carácter individual de cada cónyuge, dato que es primordial recordar, aunque centremos nuestro interés de manera focalizada en la relación que se establece entre ambos. Señala, como un elemento determinante, la procedencia de cada uno de ellos de familias distintas con todo lo que ello va a suponer de necesario ajuste. Hace referencia al género predominante, desde el punto de vista demográfico y también en nuestra casuística, la mayoría de las parejas son heterosexuales, pero integra asimismo la presencia de las parejas de condición homosexual ya que, desde una perspectiva relacional, consideramos que las parejas homosexuales presentan las mismas características básicas, y deben participar, por tanto, de una misma definición. Subraya, al utilizar el verbo decidir, que se trata de una elección voluntaria por parte de ambos cónyuges. En ese sentido no podría aplicarse a las parejas que se constituyen sobre todo por un mandato familiar y social como ocurre todavía en muchas otras culturas de corte rígidamente patriarcal. Es interesante, sin embargo, enfatizar al respecto que en nuestra sociedad actual se trata de una decisión individual, que es además reversible tal como plantean las leyes del divorcio, y que por ello lo que les ocurre no es la única historia posible sino la consecuencia de una decisión voluntaria de vincularse afectivamente. Algo que muchas parejas acostumbran a olvidar, y que resulta útil tener en cuenta en tanto promueve la actitud proactiva indispensable para conseguir los cambios necesarios, que faciliten el bienestar de ambos. Integra al hablar de proyectos la dimensión de futuro que toda pareja estable presenta, a la vez que destaca la necesidad de que estos puedan ser compartidos para que la finalidad de la pareja pueda ser compatible. Resalta también la necesidad de configurar un espacio propio, diferenciado de los otros, algo que cuando no se ha llegado a constituir se expresa con la imposibilidad de utilizar el nosotros, fenómeno generalmente asociado en nuestra experiencia a dificultades entorno al compromiso. Y por último hace referencia a la necesaria exclusión de común acuerdo, de los otros de ese espacio propio, como fórmula para preservar su unidad, a la vez que enfatiza la interacción e interdependencia constante con el contexto social, tanto micro (hijos, familia extensa, amigos, etc.) como macro (patrones socioculturales).

    Todos estos aspectos que incluimos hace unos años en la definición de pareja, pensamos que continúan vigentes, pero vale la pena incluir la referencia a un ámbito crucial para la relación de pareja, como es la necesidad de llegar a acuerdos respecto al manejo del poder. Hacer mención del poder no es un aspecto que ciertamente se tienda a incluir en la mayoría de las definiciones de lo que significa ser una pareja, pero las discrepancias en cuanto al manejo del poder por parte de los cónyuges pueden llegar a ser decisivas no solo respecto a la estabilidad de la relación sino incluso a su posible viabilidad.

    Todo lo señalado anteriormente plantea que, si hay algo que caracteriza la relación de pareja, es la gran complejidad que subyace tras la aparente simplicidad de la díada. Y cómo, por ello, es necesario que el terapeuta tenga en cuenta los aspectos básicos que subyacen a la relación de pareja, si no quiere quedar atrapado en la apariencia, en muchas ocasiones revestida de anécdotas, que presentan los cónyuges a la consulta.

    La primera cuestión relevante estriba en no olvidar que, aunque se focalice la interacción entre los cónyuges, cada uno va a aportar una organización propia de sí mismo, lo que comúnmente se entiende por personalidad, en base a las experiencias relacionales significativas vividas anteriormente, tanto en la etapa de crianza en relación a la familia de origen y otras figuras relevantes, maestros, amigos etc., como en base a las posibles parejas anteriores. Esa organización propia e idiosincrásica de dichas experiencias es lo que va a determinar su manera de estar en el mundo. Es decir, la tendencia a presentar determinado tipo de atribuciones de significado en el ámbito cognitivo, o de determinada reactividad en el ámbito emocional, o de una precisa disposición en cuanto a la acción (Millon 1998).

    En ese sentido resulta provechoso considerar que se trata de la interacción entre dos individuos con experiencias personales únicas, de las que se derivan necesidades propias y legítimas, no siempre coincidentes, y que deben poderse articular de manera suficientemente satisfactoria para ambos. Asimismo, es útil tener en cuenta que la interacción con el cónyuge, en el presente, al facilitar nuevos aprendizajes en un contexto altamente significativo, modula siempre y permite reelaborar las experiencias que se derivan del pasado. Esa plasticidad de la conducta es la que va poder aprovechar el terapeuta para que los cónyuges se brinden la oportunidad de compensar y resolver las posibles carencias, y dificultades, cuando las hubiere, que se derivan de experiencias del pasado no suficientemente satisfactorias.

    Otro de los aspectos más determinantes en el trabajo con parejas estriba en no perder de vista que el vínculo que une a la pareja, está por definir. No sucede igual en otras relaciones, como pueden ser las relaciones paterno-filiales o las propias entre alumno y profesor, o jefe y empleado. Son los propios cónyuges los que deben poder ponerse de acuerdo para decidir qué es una pareja y qué tipo de vínculo quieren establecer. Y probablemente de ahí surja la dificultad más básica. Han de ponerse de acuerdo ya desde el principio de su unión respecto a lo que para cada uno significa ser una pareja, y a su vez, han de poder ir revisando dichos acuerdos en función de las diferentes etapas del ciclo vital por las que vayan transitando, y en base a las nuevas experiencias tanto individuales como de pareja que vayan teniendo.

    El aspecto dinámico de su estructura, más allá de la aparente rigidez con la que se nos muestre la relación, es otro de los aspectos que vale la pena tener en cuenta. La pareja está en un continuo proceso de cambio de co-construcción, en base tanto a la interacción de los cónyuges entre sí, como a su interacción con las otras figuras significativas (hijos, familia de origen), mediatizado todo ello por el contexto social de referencia.

    Cuando una pareja nos consulta es necesario centrarse en el aquí y en el ahora para entender qué es lo que les preocupa, pero es indispensable a la vez, no olvidarse del pasado y del futuro. La pareja no es una entidad estática, es un sistema vivo que evoluciona a lo largo del tiempo, y nos va a ser muy útil entender qué factores tanto internos como externos han incidido para que se haya originado la situación actual. Teniendo presente a su vez qué factores puedan facilitar en el futuro una realidad más funcional.

    Si se considera que la pareja como sistema vivo evoluciona a lo largo del tiempo es conveniente tener presente en qué etapa del ciclo vital se encuentran los cónyuges que consultan y por tanto cuáles son los requerimientos propios de la etapa que están teniendo que afrontar. En ese sentido resulta útil tener en cuenta las cuatro grandes etapas del ciclo vital de las parejas propuestas por Minuchin y Fishman (1984), cada una de ellas con retos específicos en cuanto a la necesaria adaptación por parte de los cónyuges a los cambios que suponen.

    La etapa inicial implica, antes que nada, constituir y consolidar la pareja en base a un compromiso suficientemente claro y coincidente en cuanto a los deseos de establecer una relación estable. La posibilidad de elaborar proyectos en común y por tanto la introducción de la dimensión del futuro resulta para ello indispensable. Podríamos acordar que es precisamente ese deseo de futuro compartido el principal proyecto que va a diferenciar una relación estable de otra más centrada exclusivamente en el presente en la que el compromiso es mucho más volátil y sujeto a cambios imprevistos. La consolidación de esa etapa inicial de compromiso, en la que va a emerger el vocablo nosotros como un exponente claro de la creación de un espacio propio, implica poder completar con éxito el proceso de individuación de la familia de origen. Y establecer, de forma consensuada entre ambos, qué tipo de relación desean a partir de ese momento mantener, tanto con la familia propia como con la del otro cónyuge (Canevaro 1986).

    Por otra parte, los miembros de la pareja han de decidir, y acordar si van, o no, a establecer algún rito social que refrende desde el punto de vista social el inicio de esa nueva etapa de la vida. La ceremonia de la boda es un ritual que subraya y explicita el compromiso que se ha podido expresar anteriormente a nivel interno en la pareja o con los referentes más íntimos, en general la familia y los amigos. El compromiso se refrenda, y cobra una nueva dimensión, al facilitar que de manera pública y legal se explicite, y se reconozca. No obstante, no todas las parejas deciden casarse legalmente, va a depender mucho de las creencias e ideologías que sustenten cada uno de los miembros de la pareja, mediatizados en gran parte por las costumbres de su contexto social. En la visión tradicional, el matrimonio es la única forma de convivencia moralmente aceptada y la que puede otorgar mayor estabilidad a la pareja. Las instituciones y la moral serían los fundamentos básicos de la unión conyugal, los hijos un fin en sí mismo, y las separaciones y el divorcio deberían relegarse solo a los casos más graves. En la visión más progresista, no sería necesario ningún refrendo social, bastaría con la libre y recíproca voluntad de ambos cónyuges, y la finalidad primordial del matrimonio no sería la procreación sino la felicidad y bienestar de la pareja, que podría lograrse con o sin hijos. Los individuos de ese grupo social tienden a sustraer la esfera de lo privado y afectivo, de cualquier control social. Y tal como explica Francescato (1995), sus expectativas se centran menos en tener hijos y más en que la relación de pareja favorezca, y no obstaculice, el desarrollo y la realización personal. Es también una opción a menudo elegida por las segundas parejas, bien sea por que uno de los dos está todavía legalmente casado, bien por el hecho de la constatación de que el vínculo legal no solo no ha favorecido en el pasado el bienestar, sino que incluso ha supuesto una desventaja. Tanto si se elige una opción u otra, lo importante es que ambos miembros de la pareja lleguen a un consenso que les permita sentirse seguros del compromiso que él otro le ofrece. La indefinición en ese aspecto puede ser crucial y conllevar inquietud y malestar que se arrastre durante mucho tiempo, incluso hasta acabar favoreciendo la inviabilidad de la pareja. El inicio de la convivencia acostumbra a ser un momento de cierta dificultad para los cónyuges, dando lugar en la mayoría de casos a los primeros conflictos y peleas. Se ha de poder conseguir un reajuste recíproco de los diferentes criterios que pueden darse respecto a la organización de la vida cotidiana, y en ese sentido no es fácil establecer el equilibrio necesario entre las necesidades individuales y las de la pareja, así como entre el deber y el placer.

    La segunda etapa del ciclo vital vendría definida por el nacimiento de los hijos, lo cual supone no solo llegar a acuerdos respecto al proyecto, o no, de ejercer la parentalidad, sino a la conveniencia de decidir el momento más oportuno para ambos. Incluyendo la posibilidad de plantear un aborto con todo lo que ello supone en el caso de que no se desee tener hijos, o por el contrario la toma de medidas como la fecundación in vitro para favorecer un embarazo cuando este resulta difícil de conseguir. Será también el momento, en el que se baraje la opción de una adopción cuando el proyecto de ser padres a nivel biológico no es posible.

    Tras el nacimiento del primer hijo la pareja ha de proceder a una de las reorganizaciones de la relación que van a resultar más cruciales. Dar respuesta de manera adecuada a la nueva responsabilidad que conlleva la parentalidad, sin renunciar a seguir cuidando el espacio conyugal, es uno de los retos de esa nueva etapa en la que muchas parejas naufragan. En nuestra casuística, aunque no siempre fueran conscientes de ello, un porcentaje significativo de las parejas habían iniciado en esa etapa un importante nivel de turbulencias, y en algunas parejas de conflictividad extrema.

    Los cónyuges, deben alcanzar acuerdos operativos respecto a los roles que cada uno va a tener respecto a la crianza, y eso no es siempre sencillo sobre todo si cada uno toma como referencia de responsabilidad efectiva criterios socioculturales distintos. Es necesario que ambos, ya como progenitores, puedan establecer criterios de crianza suficientemente consensuados que den respuesta a las diferentes etapas del desarrollo de los hijos. Es importante que las diferentes experiencias de crianza que ambos tienen sean revisadas y conciliadas en los aspectos más básicos, afectos y normas, de manera que entre ambos se elabore una fórmula coherente de respuesta a las múltiples decisiones que conlleva la crianza de los hijos.

    La tercera etapa del ciclo vital se inicia con los cambios a que da lugar la escolaridad de los hijos y se despliega con el inicio en pocos años de la etapa de la adolescencia. Las discrepancias en torno a las preferencias sobre el tipo de escolaridad o centro escolar pueden ser un motivo de conflicto difícil de negociar. Esto es así, cuando cada uno tiene unas creencias e ideologías diferentes muy arraigadas que hasta ese momento no habían quedado en primer plano, pero que ahora, al incidir en el posible futuro de los hijos, se consideran más determinantes. La adolescencia, con las turbulencias que la caracteriza, implica un momento de especial riesgo, estas posibles diferencias de criterio que podrían haber pasado más desapercibidas mientras los niños eran pequeños, ahora se agudizan. No es infrecuente que las experiencias dispares que cada cónyuge haya tenido respecto a su proceso de autonomización, estén en la base de los conflictos asociados a esa etapa. En las peleas que acaban originando esas diferencias, los conflictos suelen ser atribuidos más que nada a la mala voluntad y al deseo de herir al otro. El terapeuta hará bien de no confundir los motivos de rabia asociados a cualquier enfrentamiento de lo que en el fondo se está dirimiendo. Son experiencias del desarrollo personal que han podido llegar a ser muy determinantes en la biografía de cada uno, tanto si son valoradas en positivo como en negativo. Cómo articular la autonomía y la responsabilidad, las dos caras del proceso por el cual el adolescente va a completar su tránsito hacia la vida adulta, es el gran reto que tienen por delante todos los padres de adolescentes. Por otra parte, si se llega a dicha etapa con motivos de malestar respecto a la relación es un momento proclive para que se produzca el fenómeno de la triangulación con alguno de los hijos, como mecanismo disfuncional compensatorio tanto a nivel afectivo, como de reequilibrio de fuerzas en cuanto al manejo del poder.

    La cuarta y última etapa, la del nido vacío se inicia cuando los hijos ya adultos empiezan a marchar de casa. Es una etapa en la que los cónyuges se encuentran de nuevo solos cara a cara, como al inicio de la relación. Es entonces cuando muy a menudo surgen las dificultades inherentes a un insuficiente cuidado del vínculo conyugal, si este ha quedado relegado por el ejercicio prioritario de la parentalidad. Es un momento interesante para que los cónyuges revisen el vínculo entre ellos y la posibilidad de establecer nuevos proyectos que den sentido a la relación, o bien por el contrario se ponga en marcha un proceso de separación. En ese sentido es interesante recodar que, dada la media de edad en la que se producen en la actualidad los fallecimientos, puede llegar a ser una etapa larga en el tiempo. Y que es también un período que puede conllevar dificultades, tanto por las perdidas afectivas en relación a las enfermedades y/o fallecimientos de los progenitores de ambos que se producen mayoritariamente en esa etapa, como por la reagudización de los conflictos no resueltos en torno a las familias de origen.

    La jubilación, que también se produce al final de esa etapa, supone cambios forzosos en cuanto a las rutinas y la organización de la vida en común, que deben ser de nuevo consensuados. Es un momento también proclive a desajustes, que habrá que negociar, sobre todo a propósito del tipo de relación que cada uno propone al otro en cuanto a los nuevos proyectos a realizar a partir de ese momento. La vejez cierra el ciclo vital de la pareja con una etapa que la progresiva longevidad de la población hace continuamente más larga. La pareja anciana deberá asimismo poder afrontar la inversión de roles en relación con los hijos, de los que pueden pasar a depender en muchos aspectos, así como los cambios que las enfermedades y el proceso de envejecimiento conllevan.

    Esa perspectiva evolutiva de las parejas, se ha de poder completar con la consideración de otra realidad posible, la que se deriva de la opción de ambos o incluso de uno solo de los cónyuges, de decidir en cualquier momento del ciclo vital la ruptura del vínculo conyugal. En esos casos la separación de la pareja conlleva, cuando tienen hijos en común, una necesaria reorganización de la vida familiar que puede entrañar, aunque no de manera inevitable, dificultades diversas que acostumbran a girar tanto en torno al propio proceso de separación y divorcio, como a la etapa de consolidación de las nuevas parejas, cuando uno de los dos, o ambos, optan por poner en marcha un nuevo vínculo amoroso. No obstante, vale la pena remarcar que cuando la relación conyugal ya no ofrece respuesta a las necesidades internas legítimas de uno, o ambos cónyuges, la separación, gestionada de manera funcional, permite abrir nuevas alternativas de vida mucho más satisfactorias. En ese sentido las segundas parejas suponen una nueva oportunidad de subsanar los errores de una mala elección inicial, o de un manejo inadecuado de las diferencias o desacuerdos que se hayan desarrollado posteriormente.

    El contexto sociocultural en el que está inmersa la pareja no es determinante en cuanto a la definición que ambos hagan sobre lo que significa ser una pareja, pero sí facilita un marco de referencia como modelo a seguir en cuanto a la organización de la pareja, los roles que cada uno ha de seguir en función del genero, el manejo del poder, etc.

    De hecho, se pueden distinguir diferentes modalidades de vinculación amorosa propias de las parejas en función de los diferentes contextos históricos y sociales. Sin embargo, si hay algo que define en la actualidad nuestro marco social de referencia es que no existe una única propuesta. Conviven en nuestra sociedad, todavía, los patrones propios de la familia patriarcal, que ha regulado durante siglos las expectativas sociales respecto a la pareja, con las propuestas que caracterizan la pareja moderna, derivadas de los cambios acaecidos en Occidente a partir del siglo XIX, en función de la revolución industrial y la sustitución progresiva del medio rural por el urbano.

    La superposición de patrones de referencia entre los que cabe añadir el de tipo postmoderno, fruto de la evolución reciente del modelo moderno, estaría probablemente en la base de la crisis actual que se observa en las relaciones de pareja. Es una situación de transición que facilita la indefinición y por ende la confusión entre las reglas de funcionamiento de tipo tradicional, y las de tipo moderno, lo que se va a traducir fácilmente en una fuente de desacuerdos y conflictos entre los cónyuges.

    En ese sentido, no resulta extraño observar cómo cada cónyuge presenta un patrón distinto bien sea desde el inicio de la relación, o bien, como suele suceder más a menudo, fruto de una evolución personal distinta. Cuando eso es así, es importante que el terapeuta pueda detectarlo cuanto antes ya que puede significar la incompatibilidad respecto al proyecto de pareja. Es una situación proclive a quedar enmascarada a través de peleas sin fin sobre aparentes conflictos menores incoercibles, o por la presencia, tal como hemos observado en nuestra casuística, de patología en alguno de lo cónyuges.

    Las características básicas de cada patrón difieren de forma ostensible en aspectos básicos de la relación de pareja. Así, si en el modelo patriarcal se tiene como referente principal las diferencias entre los cónyuges en base a criterios de género, ese aspecto queda en un segundo plano en el modelo moderno, convirtiendo por el contrario la igualdad entre los cónyuges en el referente central de su propuesta. Los patrones de interacción prevalentes en cuanto al poder, van a ser de tipo complementario con una posición generalmente up para el varón en el modelo patriarcal, mientras que en el modelo moderno y postmoderno va a prevalecer un patrón de tipo simétrico.

    En cuanto a la vinculación afectiva entre los cónyuges, las expectativas predominantes en el modelo patriarcal van a ser de un desarrollo posterior del apego en base a la convivencia, en tanto la elección proviene sobre todo de la conveniencia. Con un vínculo afectivo principalmente de tipo parcial, en tanto el sistema familiar de referencia es la familia extensa, en la que los vínculos que se establecen son amplios y variados, y quedan muy mediatizados además por las diferencias de género. La posibilidad de separación o divorcio queda relegada a situaciones de especial gravedad y a menudo rechazadas por cuestiones morales.

    Por el contrario, en el modelo moderno las expectativas de vinculación afectiva se van a centrar de forma prioritaria en el cónyuge, en base a una elección mediatizada por el enamoramiento y la pasión, con una estructura familiar de referencia de tipo nuclear, que va a ser el lugar principal en el que se vehiculicen las necesidades de reconocimiento y valoración que son necesarias para cada uno de los cónyuges. La separación y el divorcio son una de las posibilidades que se barajan, si bien cuando se dan, son considerados exponente de un fracaso en el proyecto de unión estable de larga duración que se deseaba.

    En el desarrollo actual del modelo postmoderno, propio de las nuevas generaciones, se observa sobre todo una clara reivindicación del respeto a las necesidades individuales y del placer como motor de la relación. La realización personal en el ámbito socio laboral sería uno de los ingredientes principales de satisfacción individual y el proyecto de pareja es frecuente que dependa de que no interfiera en el mismo. Las posibilidades de separación no solo se contemplan, sino que se consideran como una más de las etapas del ciclo vital, y en ese sentido no es extraño que el marco de referencia familiar sea la familia reconstituida.

    En nuestra experiencia tres grandes áreas sustentan y son el fundamento de la relación de pareja: la vinculación afectiva, la jerarquía interna y los proyectos básicos. Es decir, qué significa para ambos mantener una relación presidida por los afectos, cómo quieren organizarse internamente respecto al manejo del poder, y cuáles son los proyectos que desean y acuerdan establecer en el futuro.

    La vinculación afectiva que se establece entre los cónyuges, lo que comúnmente se entiende por amor no es fácil de definir de manera operativa. De hecho, es un término que podemos considerar polisémico en tanto engloba múltiples significados. Durante mucho tiempo ha sido un concepto ligado sobre todo a las disciplinas poéticas, literarias, y filosóficas. Cantado y exaltado por los poetas como una fuerza poderosa cuya presencia o ausencia determina la felicidad de los seres humanos, la mayoría de los filósofos han intentado dar una repuesta a lo que tan a menudo se nos plantea como una incógnita.

    Preguntarse por la naturaleza del amor, intentar dar una respuesta que facilite una comprensión del fenómeno amoroso ha sido una constante a lo largo de la historia de la filosofía. Ya desde los inicios de la filosofía, en la Grecia antigua se nos plantea el amor como un fenómeno exclusivamente humano caracterizado por dos dimensiones, Eros y Ágape, que, aunque a menudo se nos describen de manera diferenciada, probablemente podemos considerarlas complementarias en la experiencia del amor adulto. Eros descrito como el deseo, el anhelo hacia lo que nos falta, se complementa con el de Ágape, el placer por ofrecer al otro lo que le hace sentirse bien. Eros, hijo de Penia la pobreza y de Poros la riqueza, nos revela tal como nos explica Platón la experiencia de la finitud. Somos finitos, pero somos capaces de anhelar lo infinito. Esa búsqueda y atracción por lo que no se tiene y el otro te ofrece. Esa satisfacción en base a lo que el otro te proporciona sería lo que estaría en la base de una definición recurrente del amor como

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