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De tácticas y gambetas
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Libro electrónico182 páginas2 horas

De tácticas y gambetas

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Gamuza es un muchacho que vive en el barrio de Las Flores, dentro de la ciudad argentina de Rosario (la misma donde nacieron glorias futbolísticas de la talla de Lionel Messi, Marcelo Bielsa y el "Trinche" Carlovich).Como tantos otros de su edad, él mismo sueña con ser futbolista. Pero un acontecimiento tuerce su vida y lo precipita en otra senda, haciendo que esta narración se vuelva un policial."De tácticas y gambetas" es una novela escrita al filo de la actualidad, guiada por una mirada honda y sutil a lo que se juega en la vida de muchos adolescentes. Si bien la autora imaginaba que el libro podría interesarle más bien a un público adulto, las y los mismos jóvenes se la apropiaron. Ahora es lectura curricular en muchas escuelas secundarias de Rosario. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento18 jun 2022
ISBN9788728101810

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    De tácticas y gambetas - Margarita Girardi

    De tácticas y gambetas

    Copyright © 2017, 2022 Margarita Girardi and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728101810

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A mi familia, los primeros lectores, los mejores críticos.

    Mi sostén y mi estímulo permanente.

    A mis sobrinos: Ignacio Bogino e Ignacio Girardi,

    quienes me asesoraron en temas específicos

    que ellos manejan al dedillo.

    A la escritora Antonia Taleti, por su consejo sabio

    y su lectura experta.

    A Eli Trossero, mi correctora, quién hizo mucho más

    que insertar puntos y guiones.

    A mi amiga Paula Fierro, cuya opinión temí y luego disfruté.

    A Javier Armentano, quién se entusiasmó con la novela

    y supo plasmarla tan bien en sus ilustraciones y diseño.

    EL JUGADOR

    Se miró la rodilla. Vio cómo la sangre manaba por debajo de su rótula, siguiendo el canal de su músculo bien marcado. Se limpió con la mano secándose la palma en el pantalón. Fue un segundo nomás. Un gesto automático, inevitable. No tanto movido por el dolor como por el miedo a que lo sacaran. El entrenador es rígido para cumplir la norma no se puede jugar ensangrentado, pero en las prácticas siempre se hace el desentendido y jamás para un partido, a menos que alguien se quede en el piso y no se mueva. Sólo cuando piensa que el caído en cuestión puede estar seriamente lesionado o muerto, detiene el entrenamiento. ¿Por una patada de Cacho?, ¡no! Matías ni siquiera sabía si el entrenador había visto algo.

    Sin embargo, en ese preciso instante en que él se limpiaba el puntazo, a Juan Gómez se le ocurrió hacerle un pase que lo dejaba muy bien parado frente al arco contrario. Eso sí lo vio el entrenador. Y también vio cómo a Matías el pase lo tomó desprevenido y cómo no pudo parar el balón, que salió por la línea de fondo. Ahí se puso como loco.

    —Eh, Gamuza, ¿estás en la luna? ¿En qué estás pensando? ¡Esto te pasa en un partido en serio y te reviento! ¿Estás cansado? ¿No podés más? ¡Vení al banco! ¡Poroto, entrá vos y más vale que corras!

    Matías abrió la boca para replicar. En eso lo vio a Poroto con cara de feliz cumpleaños, saliéndose de la vaina por entrar a la cancha. Bajó la cabeza y no dijo nada.

    Ni siquiera fue al banco. Se quedó ahí nomás, en el césped del lateral, examinando su rodilla, ahora sí con más cuidado. Observó que el tajo era más grande de lo que le había parecido e insultó para sí. ¡Puntos, no!, pensó. Cuando te dan puntos, capaz te quedás sin jugar un partido. Mejor callarse y enfilar para el vestuario. En ese momento se acercó el preparador físico. El Profe Gambartes enseguida se dio cuenta de la situación. Ayudó a Matías a pararse y lo llevó hasta el banco donde había una caja de primeros auxilios. Dejó caer medio frasco de Pervinox sobre la herida para limpiar el corte y le ordenó al chico que fuera al vestuario a darse una ducha.

    —Después apretate fuerte con esta gasa para frenar la sangre. Termina la práctica y estoy con vos.

    Matías se encaminó cojeando al vestuario y vio por el rabillo del ojo que el Profe se acercaba al entrenador. Ramírez asintió con la cabeza y no dijo nada. El chico se sintió bien. Al menos ya sabía ese cabrón por qué no había parado la pelota.

    Apuró el baño y volvió a la cancha justo cuando todos se sentaban en ronda para escuchar a Ramírez, al final del entrenamiento. Ramírez ni lo miró. A él no le importó. Sabía que el gruñón debía sentir algo de remordimiento pero que jamás iba a decir nada. El Profe se le acercó e inspeccionó la herida por segunda vez.

    —Mmm, me parece que vamos a tener que ir a la guardia para que te cierren eso.

    —No, Profe, por favor. Pruebe con La Gotita.

    El Profe sonrió y revolvió en el botiquín, buscando La Gotita.

    Allí se escuchó la voz de Ramírez: —¿Gamuza está para jugar el sábado o se jodió?

    —Estoy bien —respondió Matías, antes de que Gambartes pudiera abrir la boca.

    Ahí, Ramírez dio el equipo y él estaba entre los titulares. Gamuza dibujó una media sonrisa y se puso a ayudarlo a Gambartes a unir los bordes del corte para que pudiera pegarlos. El Profe trabajó despacio y con paciencia. Hizo un buen trabajo.

    —No te muevas hasta el sábado —le dijo.

    Matías lo miró serio. ¿Cómo iba a hacer para explicarle a su padrastro que no podía trabajar hasta el sábado? Él lo iba a tomar por flojo, a despotricar como siempre.

    —Póngame un vendaje grande, Profe.

    Gambartes lo miró fijo. Entendió la preocupación de Gamuza. Le dio varias vueltas a la rodilla llegando hasta el muslo, de manera que la pierna no pudiera doblarse.

    —¿Alcanza con esto?

    —Espero que sí, le respondió el chico, y se levantó con dificultad.

    Poroto lo miró con desdén. Él había quedado entre los suplentes. Era la práctica del jueves, Gamuza se iba rengo y él no iba a tener la oportunidad de jugar por su culpa.

    Cuando Matías salió del club, su padrastro lo estaba esperando. Ya había ido al mercado. Tenía el camión cargado. Daba por sentado que Matías iría con él a la verdulería y lo ayudaría a descargar como siempre. La mamá de Matías estaba en el negocio, detrás del mostrador, atendiendo a los clientes.

    Cuando el Tucán Flores vio que Gamuza salía cojeando frunció el ceño.

    —Y ahora, ¿qué te pasó? ¿No me vas a venir con excusas para no laburar?

    —Me dieron una patada y se me hizo un corte grande. El Profe dijo que me quede quieto para que no se abra la herida.

    —¡Ah!, ¿sí? ¿Y quién supone el tipo ese que va a descargar el camión? ¿Yo?

    —No, Tucán. Yo lo ayudo.

    Flores arrancó el camioncito acelerando a fondo. Quería hacerlo corcovear como un caballo brioso, algo imposible considerando lo destartalado y añoso que era el vehículo.

    La verdulería de Flores estaba ubicada en el Boulevard Oroño, casi llegando a la Circunvalación, que da la vuelta a Rosario como un caracol. Esta avenida posibilita la salida a todos los puntos cardinales y hacia las diferentes provincias vecinas.

    Cuando se abrió un supermercado grandísimo casi en frente de la verdulería, Sergio Flores pensó que se le venía la noche y que la ruina lo sobrevolaba como un buitre, planeando paciente sobre el animal moribundo. No fue así. La gente del barrio comenzó a comprar en el supermercado Libertad los productos no perecederos, aunque siguió yendo a su verdulería, de la misma manera que a la carnicería de Don Ottone, a un par de cuadras de su negocio. Para sorpresa del Tucán, hasta había aumentado su clientela. Señoras del Boulevard se cruzaban del super y le hacían el pedido, que Gamuza normalmente repartía en su bicicleta negra, provista de un gran canasto donde cargaba frutas y verduras sin dificultad.

    Hoy sabía que ni bien Matilde viera a su hijo con semejante venda en la pierna no lo iba a dejar que hiciera nada. Estaba claro que el chico no iba a poder pedalear. Y bueno, que lo ayudara a descargar. Después, tal vez podía atender a los clientes y colaborar con su madre. Él haría el reparto a domicilio. ¿Qué remedio?

    Apretó los dientes más que molesto. Necesitaba una mano. La espalda ya le reclamaba tantos años de levantarse temprano, ir al mercado central, cargar bolsas y cajones. Desde la muerte de su padre, siempre se las había arreglado solo hasta que se juntó con Matilde. Matilde le había cambiado la vida.

    Cuando la conoció en el baile, pensó que esa morocha iba a ser una mujer más de ésas que habían pasado por sus noches de juerga sin hacerle siquiera una muesca a su corazón endurecido. Matilde, cansada de trabajar y deseosa de embotarse con ruido y música, había concurrido al baile. Necesitó tomar unas copas de más para animarse a salir de su autoimpuesto luto y encierro. Achispada, bailó con el Tucán, moviéndole las caderas como si fuera Shakira. Después lo dejó boquiabierto en la mitad de la pista para seguir contoneándose con otro. Eso sí que él no lo iba a permitir. Recordó cómo la acosó el resto de la noche. La morocha ni se inmutó. De vez en cuando, le regaló una linda sonrisa, pero lo mandó de paseo más de una vez diciéndole que no fuera pesado, que la dejara bailar tranquila, que se buscara otra chica que quisiera divertirse, que ella estaba para otra cosa.

    El Tucán Flores era un compadrito considerado bastante buen mozo por las mujeres. Alto, musculoso, de pómulos prominentes y ojos bien negros, de mirada penetrante, enmarcados por pestañas espesas. Su nariz grande, con el hueso quebrado en el medio, le había granjeado el apodo de Tucán desde purrete y ya nunca más pudo sacárselo de encima. Al principio le molestaba. En las pocas fotos que le habían sacado de chico, siempre trataba de posar de frente para evitar que se viera su perfil. Con los años, a fuerza de tanto escuchar Tucán de aquí y de allá, la nariz había dejado de molestarle.

    Había empezado a trabajar desde muy chico, casi perdiéndose la infancia. De joven se había desquitado, prendiéndose en cuanta farra pudo. Tenía un puñado de amigotes que se le parecían. Eran hombres de trabajo, aunque el grupo se había formado a fuerza de visitar los mismos bares y lugares nocturnos. Los unía el deseo de escapar del tedio de la vida cotidiana, más que otras afinidades.

    El Tucán Flores, Gabriel Paenza, Julio Domínguez y el Payo Lenzi eran un cuarteto que pisaba fuerte a la hora de tomar. Los cuatro tenían gran cultura alcohólica. Solían mantenerse enteros después de tragarse, a borbotones, lo que a la mayoría hubiera tumbado. Se jactaban de su resistencia. Se pasaban horas apurando un trago tras otro, compitiendo con desprevenidos que terminaban completamente borrachos tratando de seguirles el tren. Ellos se divertían a sus expensas. No se andaban con chiquitas. Lo suyo era el vino barato o la ginebra. La cerveza o el Fernet no eran parte de su repertorio. Las consideraban bebidas para adolescentes.

    También eran de temer cuando se trataba de mujeres. Les gustaba flirtear y seducir, sin enamorarse. Los cuatro, sobre todo el Tucán, parecían tener el corazón embotado, cargado de alcohol y diversiones vanas. Nada de bucear profundo, no fuera que salieran a la luz algunos sentimientos que pudieran arruinarles la fiesta permanente en la que habían convertido su vida. No obstante, fuera lo que fuere que hubiera hecho la noche anterior, Sergio Flores concurría al mercado central temprano por la mañana, hacía la compra y abría su verdulería. Era un hombre fuerte. Hasta sus amigos le envidiaban la resistencia.

    Flores nunca se había casado. Tampoco puede decirse que alguna vez se hubiera enamorado realmente. Parece que tuvo un gran metejón con una tal Rosa Moreno. La verdad es que el Tucán no era de los que aceptaban un no por respuesta y Rosa siempre le había sido esquiva. Él se había empeñado en conquistarla con buenas armas. Incluso llegó a creer que por fin había dado con la mujer indicada. La cortejó a la vieja usanza, sin intentar seducirla de entrada, como era su estilo. Rosa empezó a jugar de amiga y compinche. Para desazón del Tucán, terminó confesándole que estaba enamorada de su primo. Y con él se casó. Sergio se quedó masticando bronca y endureciendo su corazón de galán herido. Tras mucho tragar bilis, Flores había reconocido que sus amigos tenían razón. —Es que vos fuiste lento, Tucán. ¿Cuánto tiempo creés que se iba a quedar esperando Rosa? Y, sí, algo de eso había. Él la había idealizado un poco, imaginándola frágil y pura. Se había cuidado mucho tratando de no avanzar de prisa… Y su primo le había ganado de mano.

    Después del fallido romance con Rosa, a Flores le había resultado difícil mirar a una mujer para algo más que no fuera llevársela a la cama. No es que se lo hubiera propuesto. Simplemente se le habían pasado los años y nunca llegó ninguna que le moviera la estantería… Hasta ese baile. Hasta que conoció a Matilde.

    El baile terminó y cada uno rumbeó para su casa. El Tucán no quiso que Matilde se fuera sin saber un poco más de ella.

    Supo que era viuda. Que su marido había sido camionero y había muerto en un accidente, dejándola con dos críos. Matilde trabajaba de mucama en un hotel de cinco estrellas que se erguía totalmente fuera de lugar en el medio de la barriada que compartían, enrostrándoles su lujo, desafiándolos a todos, haciéndoles sentir su pobreza.

    A Matilde no le importaba trabajar allí. Estaba a un paso de su casa en el barrio Las Flores Este. No había sido fácil conseguir el trabajo. Una cuñada de su ex marido había volado alto y era crupier en el casino del hotel. Ella la había recomendado.

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