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El libro de la Inteligencia colectiva: ¿Qué ocurre cuando hacemos cosas juntos?
El libro de la Inteligencia colectiva: ¿Qué ocurre cuando hacemos cosas juntos?
El libro de la Inteligencia colectiva: ¿Qué ocurre cuando hacemos cosas juntos?
Libro electrónico501 páginas8 horas

El libro de la Inteligencia colectiva: ¿Qué ocurre cuando hacemos cosas juntos?

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Todos nos afectamos mutuamente. «Estamos juntos» incluso sin darnos cuenta. Este libro ayudará a entender por qué las mismas personas, con distintos métodos para ponerse de acuerdo, pueden alcanzar resultados tan diferentes. ¿En tu comunidad de vecinos se hace imposible llegar a acuerdos?, ¿admiras la brillantez creativa de los memes de internet?, ¿sientes frustración por los resultados de consultas colectivas como la del Brexit o las elecciones generales?, ¿disfrutas de la exquisita coordinación de las bandas de jazz y de algunos equipos deportivos?, ¿no entiendes por qué hay parejas y familias que multiplican sus posibilidades relacionándose con inteligencia y afecto mientras que, otras, establecen lazos torpes y dañinos? En todos estos casos hacemos cosas juntos, con un cierto grado de inteligencia —o de estupidez— grupal. Esa es la cuestión relevante. Lo que distingue a las «sociedades» (más) sabias es precisamente su forma de gestionar la inteligencia colectiva.

Este libro es el fruto de más de diez años de investigación, en el que participaron ciento catorce personas. A través de muchos ejemplos, responde a preguntas tan urgentes como: ¿Es posible saber el grado de inteligencia de un colectivo?, ¿qué factores contribuyen a aumentar esa inteligencia?, ¿se puede prescindir de los expertos y confiar en la opinión comunal masiva?

Estas páginas ponen a disposición del lector unas gafas que le ayudarán a reconocer la inteligencia colectiva allí donde, hasta ahora, solo veía ignorancia o estupidez. Porque solo si aprendemos a verla, y logramos entenderla, podremos mejorarla.

«Gracias a la inteligencia colectiva podrían surgir nuevas formas de democracia.» Pierre Lévy, historiador, filósofo y sociólogo de la Universidad de Ottawa. Pionero de la Inteligencia Colectiva

«Nuestro futuro como especie puede depender de la capacidad para usar nuestra inteligencia colectiva global en la toma de decisiones que no solo sean inteligentes, sino también sabias.» Thomas W. Malone, fundador y director del MIT Center for Collective Intelligence
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento7 mar 2022
ISBN9788411310642
El libro de la Inteligencia colectiva: ¿Qué ocurre cuando hacemos cosas juntos?

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    El libro de la Inteligencia colectiva - Amalio A. Rey

    Agradecimientos

    El proyecto de escribir este libro me desbordó desde el principio. Enseguida descubrí que había elegido un tema —o él me eligió a mí— de una complejidad desconcertante. Más de diez años, con varias treguas e interrupciones, terminaron por llevarme a buen puerto gracias a colegas, compañeros y amigos que me estimularon y ayudaron cuando más lo necesité.

    Visto con perspectiva, pienso que, en cada pausa que tuve que hacer, el texto fue creciendo de alguna manera. En las esperas afloraron matices y pude conocer a más y más personas que me acercaron al libro que deseaba escribir. Quiero mencionar a algunas de ellas por sus nombres.

    En primer lugar, estoy enormemente agradecido a Virginia Rodríguez Cerdá, editora de profesión, por lo mucho que mejoró mis sucesivos borradores. Su impronta es notable en el resultado final no solo en el pulido de la redacción, que negocié con ella hasta el último detalle, sino también por los intensos y estimulantes debates que mantuvimos sobre contenidos de fondo, en los que me aportó perspectivas originales y complementarias que terminé incorporando. Virginia fue terca e implacable, las veces que hizo falta, y flexible para encontrar el término justo cuando discrepábamos. Sé que me quedo corto al reconocer la deuda que siento por la fantástica labor que hizo. Si tengo suerte y se olvida pronto del cansancio acumulado después de tantos meses de duro trabajo, me dejará volver a trabajar con ella en otros proyectos, que los habrá.

    Aunque este ensayo está escrito en primera persona, se basa en una investigación de campo que implicó a ciento catorce participantes, a quienes presento con lujo de detalles en un anexo al final. Mi más sincera gratitud a todos ellos, que aportaron ideas brillantes, me hicieron valiosos comentarios y contribuyeron a alumbrar zonas ciegas o a encontrar las piezas que me faltaban del puzle. Gracias también a los que participaron generosamente en el test de lectura, cerca de treinta personas que revisaron los borradores de los capítulos y aportaron matices que enriquecieron la versión definitiva.

    Les debo un agradecimiento especial a un puñado de personas que se involucraron con más intensidad que el resto en distintas etapas del trayecto. A algunas, las sometí a extensos y complejos cuestionarios. A otras, las llamé a menudo para desatascar dudas o, simplemente, para que me dieran ánimo. Sus aportaciones tuvieron, por diferentes razones, un impacto singular en el texto final. Es el caso de mi querido Ricardo Antón, cuyo apoyo durante todo el viaje fue de un valor inestimable. Siempre que me vi perdido, pude contar con sus buenos consejos. Asimismo, me siento agradecido por las aportaciones de Gonzalo de Polavieja, Julen Iturbe-Ormaetxe, Ramón Sangüesa, Domenico Di Siena, Mario López de Ávila, Javier García, Jorge Toledo, José Luis Escorihuela, Javier López Menacho, Juan Manuel Reina y Antonio Lafuente. Con algunos mantuve largas y frecuentes conversaciones y con otros, la colaboración fue más puntual, pero igual de gratificante.

    Algunas instituciones también han tenido una influencia en este libro que me apetece destacar. Medialab Prado, tal como la hemos conocido hasta 2021, fue una constante inspiración a lo largo de todo el viaje. Siempre digo que si no existiera Medialab, habría que inventarla, porque es probablemente el centro que más ha hecho por la inteligencia colectiva en todo el mundo hispanohablante. Gracias a ella descubrí los prototipos en acción y la lógica de los laboratorios participados. Además, mi colaboración durante estos años con el Instituto Andaluz de Administración Pública (IAAP), la Red Guadalinfo, Osakidetza, la Comarca de la Selva o la empresa Soraluce, por citar solo algunas, me sirvió para aterrizar ideas y llevar a cabo una lectura más sujeta a la realidad. Rafael Idígoras, de Soraluce, y Paz Sánchez Zapata, del IAAP, mostraron siempre una sensibilidad especial hacia este proyecto y generosamente abrieron sus organizaciones para que pudiera nutrirme de ideas y posibilidades y poner a prueba mis hipótesis.

    También debo agradecer a los participantes de mis talleres sus preguntas, ejemplos, argumentos y contraargumentos, todo ese material valiosísimo que me regalaron en los extensos intercambios que mantuvimos. Lo mismo digo de los lectores de mis dos blogs (www.amaliorey.com y www.bloginteligenciacolectiva.com) que abrieron hilos de conversación y me hicieron comentarios a los muchos posts que publiqué sobre este tema.

    Quiero dedicarle unas palabras a mi familia. Gracias a mi madre y a mi hermana, que han seguido el proyecto desde la distancia. A mi padre, que nos dejó por el camino y que fue siempre un gran valedor de lo colectivo. Todo mi amor a mis dos hijos, Alejandro y Gonzalo, que me soportaron dando la tabarra tantas horas con un tema que, a sus edades, a menudo les parecía extraño. Gracias también a Ana María, que me dio apoyo durante varios años, sacrificando parte de su tiempo mientras yo viajaba o me encerraba a escribir.

    Por último, a la Editorial Almuzara y, en especial, a Ángeles López, mi editora, que decidió apostar por este proyecto cuando estuve a punto de tirar la toalla. Gracias por acompañarme con su ánimo y buenos consejos en la difícil tarea de usar las tijeras y poner a punto el manuscrito definitivo.

    Seguro que me olvido de algunas personas y les ruego que me disculpen por eso. Persistir en un empeño tan dilatado y exigente como este me ha hecho mejor persona, y sé que eso se lo debo al camino que hicimos juntos.

    Introducción

    Si tienes la actitud correcta, los problemas

    interesantes te encuentran.

    Eric S.

    Raymond

    La catedral y el bazar, 1997

    Se sabe bastante sobre cómo las personas aprendemos, creamos o tomamos decisiones individuales, pero menos sobre cómo lo hacemos juntas. Eso que fortalece a los colectivos o los malogra parece ocurrir en el interior de una caja negra. Este libro se asoma al interior de esa caja, quiere servir para acompañar a los lectores en un gran viaje hacia la solución de ese misterio.

    En mi comunidad de vecinos a veces es imposible llegar a acuerdos aparentemente sencillos. Y es frustrante lo del Brexit, igual que las últimas elecciones, que no sirvieron más que para perpetuar unos procesos de participación democrática poco edificantes. Por suerte existen también expresiones sublimes de elaboración colectiva. Nunca dejará de asombrarme la capacidad de algunas comunidades para brindar apoyo a sus miembros en momentos difíciles. Lo mismo que la complicidad creativa de los memes que leo en internet o la exquisita coordinación de las bandas de jazz y de algunos equipos deportivos. Hay parejas y familias que establecen lazos dañinos o torpes, pero también muchas que multiplican sus posibilidades relacionándose con inteligencia y afecto.

    El objetivo de este libro es reenfocar la atención hacia las interdependencias. Me mueve la necesidad de que se reconozca que todos, de alguna manera, nos afectamos mutuamente. Estamos juntos, incluso cuando no nos damos cuenta. Quiero invitar al lector a que visualice su hábitat como un entramado de hilos que lo conectan con cientos y miles de personas, unos hilos que, aunque invisibles, determinan en gran medida sus movimientos, mucho menos independientes de lo que pudiera parecer.

    Quizás este libro le sirva a alguien para entender su vida relacional de otra manera, para tomar mejores decisiones en los colectivos donde participe, en su familia, en su barrio, en su ciudad, en su país. A mí, pensar en clave de inteligencia colectiva me ha ayudado, por ejemplo, para comprender de un modo más amable el conflicto catalán en España o por qué en las elecciones de Estados Unidos puede resultar elegido como presidente un payaso histriónico.

    Las mismas personas, con distintos métodos para ponerse de acuerdo, pueden alcanzar resultados muy diferentes. De hecho, ni siquiera un grupo de personas muy inteligentes suele obtener buenos resultados si las reglas y las rutinas con las que se interrelaciona son estúpidas. La forma de sumar es esencial, así que mejor participar en el diseño de esos mecanismos que dar por buenos los que decidan otros. Todos podemos y debemos participar en el diseño del tapiz colectivo, dejar de comportarnos como marionetas para adueñarnos de los hilos que nos unen.

    No recuerdo bien cuándo empezó mi interés por este tema. A partir de cierto momento fue convirtiéndose en mi curiosidad principal, estaba fascinado —y sigo estándolo— con la Wikipedia, que siempre me pareció un milagro. En octubre de 2008 viajé a Cambridge para conocer de cerca algunos proyectos en torno a la web 2.0 que se estaban impulsando en la Universidad de Harvard y en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). En esa ocasión, visité por primera vez el MIT Center for Collective Intelligence, donde mantuve un par de entrevistas que fueron reveladoras sobre el tipo de investigación que llevaban a cabo. Así que volví convencido del enorme potencial que había en este campo.

    En 2010, ocurrieron dos acontecimientos de distinta escala que avivaron mi interés. El terremoto de Haití, que movilizó mucha energía colectiva, y el derrumbe de la mina de cobre de San José, en el desierto chileno de Atacama, que dejó atrapados a más de treinta mineros durante casi setenta días a setecientos metros de profundidad. Viví desde la distancia todo el episodio con gran intensidad hasta su desenlace. Estaba enganchado a las noticias y sentía mucha empatía por esos hombres atrapados. No hacía más que pensar en cómo podrían coordinarse colectivamente para que juntos fueran más que la suma de cada uno. Según se supo después, los mineros efectivamente consiguieron organizarse para racionar la escasa comida y agua a las que pudieron acceder, para repartirse los roles y las funciones por turnos y para cuidar a los compañeros más débiles; además, supieron convivir con un espíritu solidario que les permitió soportar la carga física y psicológica que conlleva un encierro en semejantes condiciones. No olvido el pequeño trozo de papel que llegó a la superficie en una sonda devuelta por los mineros: «Estamos bien, en el refugio, los treinta y tres». Sus familiares debieron de sentir en ese momento que el rescate era posible, como finalmente lo fue.

    Después, en mayo de 2011, las movilizaciones masivas espontáneas que en varias ciudades españolas originó el movimiento 15M fueron el desencadenante definitivo del largo proyecto de investigación que desembocó en este libro. Lo que ocurrió en esos meses fue una demostración de cómo el poder distribuido genera efectos emergentes y de que existe un tipo de inteligencia social, compartida, que a pesar de estar en todas partes, tiende a la invisibilidad.

    Un hito importante fue asistir a la primera MIT Collective Intelligence Conference celebrada en Boston allá por abril de 2012, de la que me traje abundante material académico. En lo sucesivo, seguí acudiendo a prácticamente todas las convocatorias. En mayo de 2014, estrené mi Blog de Inteligencia Colectiva, que fue convirtiéndose en el espacio de prueba del futuro libro y me ha servido todo este tiempo para recoger impresiones muy valiosas sobre los posibles contenidos.

    A lo largo de este viaje fui encontrándome con mucha gente razonable que consideraba la inteligencia colectiva como una causa perdida. Esto, más que desanimarme, se convirtió en un estímulo para mí. Después de todo, las aspiraciones incomprendidas son un buen argumento para un libro. Pero el camino a menudo se me hizo largo, reunir toda la información y amasar los pensamientos que contiene este ensayo me ha llevado diez años, la edad de mi hijo pequeño.

    Para poder mejorar la inteligencia colectiva primero hay que aprender a verla, por eso este libro contiene infinidad de ejemplos. Donde a veces solo parece haber caos, ignorancia o vacío, en realidad puede residir nuestra propia incapacidad para percibir los intangibles relacionales y que pasamos por alto por carecer de una mirada entrenada. Este libro pretende aportar unas gafas para descubrir la inteligencia colectiva allí donde hasta ahora no se apreciaba nada. Solo así podremos darnos cuenta de la fuerte carencia de un tipo determinado de inteligencia colectiva, aquella que se expresa en forma de colaboración consciente. Nos dolerá el desperdicio de oportunidades —por no hacer más cosas juntos— y, también, no hacer mejor lo que sí hacemos juntos.

    De hecho, el modo que tenemos de ponernos de acuerdo como sociedad es tan precario que tensa la convivencia hasta límites insospechados. Mientras sustituimos los procesos colaborativos e intencionales por algoritmos y mecanismos automáticos, reducimos la participación democrática a mecanismos tan pobres como la votación o los referéndums, que no aprovechan la riqueza de la síntesis y producen demasiados perdedores, polarización y enfrentamiento. Por eso, me he propuesto reenfocar el análisis hacia el paradigma de las capacidades. Me importa mucho el marco relacional, las enormes posibilidades del aprendizaje compartido, que es donde se encuentra el mayor margen de mejora de nuestra inteligencia.

    Me gustaría que este libro interesara a tres tipos de lectores. En primer lugar, a las personas que deseen mejorar los entornos en los que habitan, desde sus comunidades de vecinos hasta las asociaciones de padres y madres del colegio de sus hijos o el grupo de senderismo con el que organizan actividades los fines de semana. También, a los gestores de organizaciones tanto públicas como privadas, en un momento en el que se enfrentan a retos cada vez más inciertos y complejos. Y finalmente, al sector educativo, al profesorado de cualquier nivel y al mundo universitario, ya que la educación necesariamente debería fomentar una cultura del bien común y de la colaboración. Ojalá, además, algunas de las ideas que voy a compartir aquí fueran útiles para los movimientos de acción colectiva y para impulsar un modelo más participativo de democracia.

    Parece razonable pensar que los colectivos de cualquier tipo se crean bajo el supuesto de que sus miembros podrán hacer más y mejores cosas juntos que por separado. Ahí subyace la presunción de que algo nuevo aparece cuando se ponen en contacto las inteligencias individuales en torno a un proyecto común. Sin embargo, sabemos bien que muchas organizaciones son menos inteligentes que las personas que las forman. Tratar de comprender y ser capaz de explicar por qué ocurre esto me ha llevado bastante tiempo. He necesitado fijarme en detalles que la mayoría de la literatura de gestión, de trazo tan grueso, difumina, como la calidad afectiva de las conexiones o las combinaciones posibles de las diversas capacidades. Intento observar las organizaciones de un modo diferente, interesándome por las destrezas que tienen para la síntesis, por los espacios relacionales que favorecen el afloramiento de las sinergias y por la capacidad que demuestran para reconocerse como ecosistemas.

    He organizado los contenidos de este libro en nueve capítulos y un epílogo. Los dos primeros ponen los cimientos conceptuales para entender lo que viene después. Es la parte más divulgativa, el análisis de una temática compleja que requiere un acercamiento cuidadoso. El capítulo 2 es el más denso, pero pido paciencia porque contiene recursos muy útiles para comprender el resto del libro. Propone una manera de distinguir entre distintas estrategias que se pueden adoptar para «hacer cosas juntos». Quise trazar un mapa detallado porque me importaba que el lector estuviera en igualdad de condiciones para poder construirse su propia opinión.

    El capítulo 3 examina la relación siempre tensa que existe entre lo individual y lo colectivo, desde cómo influyen las capacidades individuales en el rendimiento del grupo hasta el modo de operar de la mentalidad gregaria que está detrás de los comportamientos de rebaño, para recalar finalmente en el concepto de responsabilidad individual.

    Para que mejore el funcionamiento de los grupos primero tenemos que acordar un sistema que permita valorar su grado de inteligencia. El capítulo 4 trata de responder constructivamente a esa necesidad. En él propongo una fórmula para que cualquier grupo, cuando lo desee, pueda autoevaluar su grado de inteligencia y aprender de sus errores y de sus aciertos.

    El capítulo 5 responde a esta pregunta: como sociedad, ¿estamos haciendo bien las cosas correctas? Es el momento del diagnóstico. Y para que resulte riguroso, desarrollé la fórmula de antes en una serie de preguntas ordenadas por bloques. Pretendo que sea una herramienta útil para el análisis de cualquier tipo de sociedad, desde una empresa a un país, una comunidad de vecinos, una familia e, incluso, la pareja.

    Los procesos enriquecen. Lo importante no es solo tomar la mejor decisión. Incluso si las máquinas pudieran encargarse por sí mismas de tomar las mejores decisiones, ¿merecería la pena dejar de vivir la parte social de la construcción colectiva? De esto hablo extensamente en el capítulo 6, que revisa la tentación tan contemporánea de tomar atajos tecnológicos para llegar a lugares que nadie sabe bien si son buenos. Hay una paradoja ahí porque esos atajos, aparentemente tan inteligentes, están produciendo un efecto perverso de inducción de preferencias equivocadas.

    El capítulo 7 plantea dos cuestiones que hoy están en boca de mucha gente: ¿se puede prescindir de los expertos y confiar en la opinión colectiva masiva para cualquier tema? Y de no ser así, ¿cuándo es mejor confiar en las multitudes y cuándo en los expertos?

    Unos tipos de retos pueden abordarse mejor que otros de forma colectiva. En el capítulo 8 trato por fin sobre «las oportunidades» y doy muchas pistas para introducir lógicas colectivas donde hasta el momento no las había.

    El capítulo 9 es declaradamente propositivo. Despliega una estrategia, un plan de acción para desarrollar un tipo enriquecido de inteligencia colectiva que haremos visible con la abreviatura IC+. Finalmente, el epílogo avanza la tesis que voy a desarrollar en un segundo volumen, más práctico, para el que he estado investigando en paralelo: la ineptitud colectiva se puede corregir con un buen diseño de las arquitecturas participativas.

    Quiero dedicar ahora unas líneas a explicar cómo se ha escrito este texto. Me interesa destacar sobre todo que este es un ensayo sobre inteligencia colectiva fraguado también de manera colectiva. Aquí suena el eco de las conversaciones —entrevistas, cuestionarios e intercambios informales de distinto tipo— que mantuve con todas las personas a las que presento en el listado de participantes, más de un centenar. Sus nombres aparecen al final y creo que vale la pena darse un paseo por allí.

    Como se sabe, la neutralidad en ciencias sociales no existe, es una quimera, así que mi intención ha sido siempre construir un producto honesto, sin más. Reflejar la variedad de puntos de vista y ofrecer a cada cual la oportunidad de llegar a sus propias conclusiones. Si el lector busca diagnósticos rotundos o respuestas definitivas, este no es su libro. Ser categóricos es arriesgado en cualquier ámbito, pero en este, aún más. Las complejas dinámicas no lineales que se dan en los procesos colectivos dificultan enormemente la tarea de encontrar relaciones de causalidad en los comportamientos grupales.

    Pero soy optimista, de verdad creo que las oportunidades que existen en el espacio colectivo son inmensas y resulta inaceptable desaprovecharlas. Hay grandes retos que afectan a la convivencia como el daño medioambiental, la educación, el futuro del trabajo y el modelo de relaciones laborales asociado a él, la redistribución de la riqueza, la violencia contra las minorías o los límites éticos en el uso de la tecnología que necesitan con urgencia un marco de solución más inteligente.

    El lector está en su derecho de desconfiar de la inteligencia colectiva, pero eso no lo salvará de sus efectos, ya que vive en sociedad, así que más le vale implicarse en su mejora. Supone un esfuerzo y nadie dice que sea fácil, es cierto, pero la cuestión es si merece la pena.

    Capítulo 1

    Cuando hacemos cosas juntos

    Estoy convencido de que existe una combinación de palabras; deben existir ciertas palabras que en un orden específico puedan explicar todo esto, pero no soy capaz de encontrarlas.

    Walter White a Jesse Pinkman en

    Breaking Bad, episodio 13, temporada 3

    Juno, una nave impulsada por energía solar del tamaño de una cancha de baloncesto, llegó el 4 de julio de 2016 a la órbita de Júpiter, el planeta más grande del sistema solar, después de seis años de viaje. La sonda realizó una maniobra de inserción en órbita que, en tan solo treinta y cinco minutos, redujo la velocidad en casi dos mil kilómetros por hora. El motor tenía que ponerse en marcha, en piloto automático, a cientos de millones de kilómetros de la Tierra, justo cuando Juno atravesaba los cinturones de radiación intensa de Júpiter. A pesar de su dificultad, la maniobra fue impecable.

    Este hecho ha sido considerado por la NASA como un hito en la exploración planetaria y no es para menos: solo una inteligencia multihumana pudo lograrlo, una inteligencia formada por muchas inteligencias dentro de un sistema colaborativo hipercomplejo. El Jet Propulsion Laboratory de California gestionó la misión y, aunque el equipo clave que intervino directamente lo integraban unos sesenta investigadores, se calcula que al menos medio millar de profesionales estuvieron implicados en su desarrollo.

    Pero la inteligencia colectiva también puede manifestarse en las vidas de la gente corriente adoptando formas sutiles y espontáneas. «Caminos de deseo» (desire paths) es el término que al parecer acuñó el filósofo y poeta francés Gaston Bachelard para referirse a esos senderos que, dibujados por los pasos sobre la hierba de los parques o imaginados en el asfalto de las urbes, se crean como alternativa a las rutas preestablecidas. Son caminos que nadie ha diseñado, surgen de forma espontánea por el uso repetido de muchas personas para, por ejemplo, unir dos puntos por la distancia más corta (o más hermosa).

    Soluciones espontáneas como esta, que evolucionan orgánicamente gracias a la participación de la gente, atrapan nuestra imaginación como metáforas inspiradoras de ideas tan sugerentes como el diseño intuitivo o el anarquismo. Pero ¿cómo se crean estos caminos? La evidencia apunta a que en el origen hay individuos pioneros, quizás pequeños grupos de personas, con singular fuerza creativa. Detrás de ellos vienen los demás, hasta que se conforma un grupo que asume el mismo comportamiento lo suficientemente significativo como para dejar una huella colectiva.

    En estos dos ejemplos se expresa con claridad la inteligencia colectiva, y entre uno y otro, como veremos, se despliega un amplísimo espectro de situaciones en las que grupos de seres humanos se comportan con una determinada inteligencia. Así que propongo, para empezar, que definamos inteligencia colectiva como aquella que surge de las personas que hacen cosas juntas.

    Planteado de esa manera, tienen que darse estas tres condiciones para que se produzca inteligencia colectiva:

    1. Un grupo: debe haber dos o más personas que realicen acciones en común o compartan recursos, es decir, que hagan cosas juntas, sea cual sea el grado de intensidad de esas interacciones.

    2. Agregación: ha de existir un mecanismo que ensamble el hecho colectivo, es decir, que combine las contribuciones individuales para convertirlas en un juicio o resultado grupal. Esta agregación podrá llevarse a cabo de forma deliberada, pero también es posible que suceda espontáneamente. Además, no tiene por qué consistir en una mera suma, sino que puede revertir formas de combinar verdaderamente complejas.

    3. Inteligencia: el resultado de la agregación debe reflejar algún grado de inteligencia, en forma de a) razonamiento, b) aprendizaje, c) creación, d) resolución de problemas o e) toma de decisiones en grupo.

    Cuanto más se diferencia el resultado grupal de las aportaciones individuales, más evidencia hay de que el horno colectivo cuece los alimentos según sus propias recetas. En el resultado agregado suelen aflorar propiedades que no son reducibles a los ingredientes en crudo. Esto es lo que convierte a la inteligencia colectiva en un fenómeno tan intrigante.

    Se trata además de una capacidad que se desarrolla: aunque los procesos colectivos tienen un componente impredecible y existe una variabilidad notable en sus resultados, un grupo con una composición estable puede aprender a ser más inteligente. Experimentará momentos de gran inspiración y otros más mediocres, pero si pone atención en el proceso y sigue unas pautas para mejorarlo, desarrollará habilidades que le permitan desenvolverse con más y más inteligencia en el tiempo.

    Algunos expertos afirman que debe participar un conjunto relativamente grande de personas, de más de dos dígitos, para que pueda hablarse de inteligencia colectiva. No estoy de acuerdo, basta con que haya dos personas para que emerjan comportamientos agregados novedosos. Un ejemplo perfecto, como explicaré más adelante, es el de las parejas.

    Pero sí es cierto que, en términos sociales, el gran reto —y la oportunidad— se encuentra en la gestión de la inteligencia de grupos muy grandes, de cientos, miles o millones de personas. Es entonces cuando la agregación se vuelve más sofisticada y, presumiblemente, menos viable.

    De la inteligencia a lo colectivo

    Para los objetivos de este libro me parece importante rescatar el término inteligencia de la vaguedad semántica que han producido las polémicas entre escuelas, así como delimitar con precisión el significado de lo colectivo.

    Una forma sencilla y elegante de definir la inteligencia podría ser esta: saber escoger. Sin embargo, aunque esta capacidad probablemente es la que mejor integra el resto de las funciones en que interviene la inteligencia, reducirla a eso puede ser una simplificación excesiva porque, como me hizo ver el investigador multidisciplinar Ramón Sangüesa¹, nos perderíamos las habilidades que se expresan en el camino para llegar a tomar las decisiones y que tienen valor en sí mismas. Así que, con permiso de otros puntos de vista, propongo entender la inteligencia de una manera que le haga justicia al proceso, como la capacidad de razonar, aprender, crear, resolver problemas y tomar decisiones.

    Debo puntualizar que me refiero a la inteligencia como una propiedad de la especie y no como una virtud exclusiva de determinados individuos. Todas las personas —y, por tanto, todos los grupos— son en mayor o menor medida inteligentes, lo que no significa que siempre lo hagan bien, que ya conlleva un juicio de los resultados. Es como distinguir entre la estatura, un atributo que tenemos todos, y «ser alto», que es una condición particular dentro del espectro de posibilidades que admite esa característica.

    Por eso, y esto es clave, todo grupo que se comporte colectivamente siempre va a exhibir algún grado de inteligencia. Se trata de un continuo y no de un valor binario. A partir de esta premisa, lo que me propongo es estudiar qué mecanismos pueden ayudar a mejorar esa inteligencia grupal, es decir, hacer que se mueva lo más posible hacia la derecha del continuo.

    Entender la inteligencia colectiva como un atributo o grado de capacidad que poseen todos los grupos —en vez de como un determinado resultado de desempeño— nos lleva a cuestionar la afirmación de que existe inteligencia colectiva solo cuando el resultado grupal es superior al que podrían alcanzar los individuos por separado. De hecho, es un mito que los colectivos siempre consigan mejores resultados que sus miembros más capaces por separado, como algunos aseguran.

    Lograr mejores resultados debe ser el objetivo de las dinámicas colectivas, pero eso no siempre se consigue. Se da además una limitación práctica en esa afirmación. Tanto el catedrático en Ciencia Política Joan Subirats como Ramón Sangüesa me trasladaron la duda sobre cómo definir y medir esa supuesta superioridad del grupo: ¿cómo podemos saber a ciencia cierta si un resultado colectivo es mejor que el que se hubiera conseguido sumando las acciones individuales por separado? Cuantificarlo resulta posible solo en unos pocos casos. Lo que sí es cierto es que los procesos colectivos que están bien diseñados producen resultados distintos, que serán mejores que los individuales si satisfacen ciertas condiciones. Volveré sobre esto más adelante.

    Se mida como se mida, insiste Ramón, que un grupo resulte más inteligente que la suma de sus miembros sería solo una posibilidad entre las que pueden darse. José Luis Escorihuela², facilitador de equipos y organizaciones, se cuestionaba además por qué no poner en valor que un grupo consiga resultados similares a los que habría podido obtener alguno de sus miembros en solitario si en el proceso para llegar colectivamente a ese resultado se alcanzan acuerdos en torno a una solución que les afecta a todos.

    La idea de que mediante la inteligencia colectiva se obtienen resultados siempre mejores que los individuales está inspirada probablemente en los sistemas biológicos donde los comportamientos colectivos emergen de forma natural siguiendo lógicas de optimización de enjambres. Sin embargo, suponer que lo que hace una bandada de estorninos es extrapolable sin más a los comportamientos humanos resulta simplista. Ese grado de optimización colectiva es difícil de conseguir entre los seres humanos porque las personas somos mucho más autónomas y capaces de tomar decisiones individuales que los estorninos. Eso nos obliga a articular negociaciones grupales muchísimo más complejas, que a veces salen bien y otras, mal.

    Veamos ahora qué significa colectivo, que tiene también su dificultad. Me consta que puede generar un debate interminable, así que empezaré por equiparar colectivo con grupo. Caben aquí muchas preguntas, pero esta me parece la más relevante: ¿qué «interacción mínima» debe darse para reconocer que un conjunto de individuos actúa colectivamente? Para este libro, basta con que dos o más personas compartan recursos o sean interdependientes en algún grado para que puedan considerarse un grupo. Da lo mismo que sus interacciones sean fuertes o débiles, directas o indirectas, conscientes o inconscientes. Es clave que haya interdependencias, en el sentido de que lo que haga uno afecte a los otros, porque es ahí cuando los intereses y objetivos interseccionan.

    Otra cuestión es si para que haya un grupo tiene que haber intencionalidad colectiva, y mi respuesta es no. Resulta innegable que existen infinidad de situaciones en las que se producen comportamientos colectivos inconscientes, no deliberados. Quizá no sea el tipo de actividad grupal más estimulante, pero sin duda las personas pueden actuar colectivamente sin una motivación. Pondré un ejemplo.

    Cuando utilizamos el buscador de Google, ¿creamos o aprendemos «en grupo»? ¿Puede hablarse de un «comportamiento colectivo» cuando en realidad es cada usuario quien introduce unos datos y recibe unos resultados? Hasta cierto punto, sí, ya que en este caso hay un mecanismo que consigue conectar las acciones de millones de personas y extraer valor de esa multitud en forma de inteligencia. Cada individuo puede no ser consciente de estar interactuando con otros (ya que lo hace de manera indirecta), pero el buscador sí aflora un comportamiento colectivo al combinar las contribuciones de la multitud y ofrecer un resultado agregado con algún grado de inteligencia.

    A menudo aparece la pregunta de si existe o no un «sujeto colectivo» independiente de las personas que forman el grupo. Los escépticos tienen razones para resistirse a admitirlo. Sin duda, cuesta imaginarse un ente abstracto con una inteligencia propia que trascienda la de los individuos, pero los fenómenos emergentes parecen confirmar que así ocurre. Algunos ejemplos servirán para que se entienda mejor a qué me refiero cuando hablo de trascender lo individual.

    Un equipo de fútbol o de rugby, por citar dos deportes de equipo muy populares, despliega comportamientos colectivos que no solo se basan en procesos de creación, aprendizaje y toma de decisiones de naturaleza grupal, sino que también genera unos resultados agregados que los jugadores jamás conseguirían actuando de forma individual.

    Algo parecido puede suceder cuando varias personas se juntan en un club de lectura para reflexionar sobre un libro. Ahí también se activan formas de inteligencia colectiva porque unos lectores aprenden de otros y se razona a partir de argumentos expuestos desde distintas perspectivas. Como resultado de esas interacciones, emergen interpretaciones inesperadas de la obra, que probablemente ningún participante habría sido capaz de hacer fuera del grupo.

    Un tercer ejemplo que refleja mejor si cabe la versatilidad del fenómeno: el crowdfunding, o financiación colectiva, es un mecanismo que, como indica su nombre, consiste en repartir la carga financiera de un proyecto entre una multitud, cuyos miembros individualmente aportan cantidades pequeñas. El proceso de recaudar estos fondos genera un comportamiento colectivo que a menudo consigue que, en relación con las expectativas iniciales, se acelere la obtención del dinero. Pero esta ventaja no sería suficiente para afirmar que mediante el crowdfunding «se crea algo distinto», porque siempre habría existido la opción de conseguir la misma o mayor financiación mediante la aportación de un único inversor. El hecho diferencial emergente del crowdfunding no estriba en la cantidad obtenida, sino en su capacidad de generar comunidad, ya que tiende a convertir a los cientos o miles de microinversores en potenciales colaboradores y clientes del proyecto financiado. La conversación que puede producir un proyecto de crowdfunding permite que aflore un resultado distinto (aunque no necesariamente mejor) al que se obtendría mediante la financiación directa de un solo inversor o un grupo reducido de ellos.

    A fuego lento

    Existen, por una parte, manifestaciones de inteligencia colectiva que se producen de forma simultánea, síncrona, como sucesos coincidentes en el tiempo. Por ejemplo, cuando un grupo se reúne para deliberar y tomar una decisión sobre un tema que afecta a todos sus miembros, o cuando el público de un concierto, en una especie de performance colectiva no deliberada, interactúa con el espectáculo.

    Por otra parte, hay formas de inteligencia colectiva, tal vez más difíciles de reconocer, que son acumulativas, diacrónicas, el resultado de conectar conocimientos y experiencias a lo largo del tiempo. Se cuecen a fuego lento, año tras año, o incluso de generación en generación, para construir un saber colectivo que se corresponde con la definición antropológica de cultura. El lenguaje es un buen ejemplo de este tipo de inteligencia, porque es una creación colectiva que se produce a lo largo de siglos de experimentación social. Y algo similar ocurre con el desarrollo científico, ya que, aunque los descubrimientos más destacados suelen atribuirse a personas concretas, en realidad, como dice Douglas Rushkoff, se trata de «expresiones afortunadas de realizaciones colectivas»³.

    Las tendencias culturales y los grandes debates de cada momento histórico emergen también, en la mayoría de los casos, por la activación de nodos con fuertes conexiones que generan una masa crítica gracias a la que se multiplica la visibilidad global de esas ideas. Es un proceso de agregación que empieza despacio pero que, cuando alcanza un punto crítico, explota. Esto ocurre, por ejemplo, con los memes, esas piezas sintéticas de conocimiento e información que se transmiten de forma viral de un individuo a otro.

    Sorprende nuestra profunda ignorancia de los procesos de fabricación de casi todos los productos que consumimos, desde los micrófonos a los aviones, pero también los artículos aparentemente simples como puede ser un lápiz.

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