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Bajo El Emblema Del León: El Impresor - Tercer Episodio
Bajo El Emblema Del León: El Impresor - Tercer Episodio
Bajo El Emblema Del León: El Impresor - Tercer Episodio
Libro electrónico442 páginas6 horas

Bajo El Emblema Del León: El Impresor - Tercer Episodio

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Añor 2019: De nuevo, la estudiosa Lucia Balleani y el arqueólogo Andrea Franciolini nos llevarán de la mano y nos guiarán a través de los arcanos misterios de la Jesi del Renacimiento, entre calles, callejones y palacios de un centro histórico que, a las puertas del los años 20 del siglo XXI, comienza a expulsar del subsuelo antiguos e importantes objetos relacionados con épocas pasadas. Las excavaciones arqueológicas de la Piazza Colocci nos reservarán sorpresas insospechadas a los ojos de toda la ciudadanía de Jesi. Sigamos, una vez más, las aventuras de los personajes del siglo XVI a través del descubrimiento de antiguos documentos y hallazgos arqueológicos de la joven pareja de investigadores de nuestro tiempo. Nuevos vientos de guerra conducirán de nuevo al Comandante de la Regia Ciudad de Jesi a los campos de batalla.

Después de los dos primeros episodios de la serie El Impresor, henos aquí ya al final, en el último episodio de la saga dedicada a la Jesi del Renacimiento. Habíamos dejado a Andrea casi moribundo, auxiliado por su amada, disfrazada. La trama se desplaza a Urbino, pero por supuesto nuestros dos héroes, Andrea Franciolini y Lucia Baldeschi, deberán volver a Jesi para culminar su sueño de amor. La ceremonia de la boda deberá ser un acontecimiento festivo y espléndido y deberá ser celebrado por el obispo de la ciudad de Jesi, Monseñor Piersimone Ghislieri. Pero ¿estamos convencidos de que oscuras tramas, del destino y de los hombres, no conseguirán obstaculizar por enésima vez la unión entre Andrea y Lucia? Los dos amantes se han vuelto a encontrar y por nada del mundo querrían separarse otra vez. Andrea, por fin, hará de padre de su hija, Laura, y, porqué no, también de la hija adoptiva de Lucia, Anna.
Las niñas son fantásticas, están creciendo sanas y vivarachas en la residencia de campo de los condes Baldeschi, y Andrea goza con su presencia. Pero vientos de guerra conducirán de nuevo al comandante de la Regia Ciudad de Jesi a los campos de batalla. Y a dejar muy pronto la tranquilidad y la paz recién conquistada. Los lansquenetes están a las puertas de la Italia septentrional y el Duca della Rovere, en una extraña alianza con Giovanni de’ Medici, más conocido como Giovanni Dalle Bande Nere, se hará todo lo posible para impedir que la soldadesca germana llegue a Firenze e incluso hasta Roma. Evitar el saqueo de la ciudad eterna en el 1527 no será una tarea fácil, ni para el Duca della Rovere, ni para Giovanni dalle Bande Nere, ni tampoco para el Capitán Franciolino de’ Franciolini.
Sigamos, una vez más, las aventuras de los personajes del siglo XVI a través del descubrimiento de antiguos documentos y hallazgos arqueológicos de la joven pareja de investigadores de nuestro tiempo. De nuevo, la estudiosa Lucia Balleani y el arqueólogo Andrea Franciolini nos llevarán de la mano y nos guiarán a través de los arcanos misterios de la Jesi del Renacimiento, entre calles, callejones y palacios de un centro histórico que, a las puertas del los años 20 del siglo XXI, comienza a expulsar del subsuelo antiguos e importantes objetos relacionados con épocas pasadas.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento16 jul 2021
ISBN9788835426455
Bajo El Emblema Del León: El Impresor - Tercer Episodio

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    Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli

    Prefacio

    Bajo el emblema del león cierra de manera magistral la trilogía de ambiente renacentista, cuyo título es El Impresor, inaugurada con La sombra del campanile y seguida por La corona de bronce. Los protagonistas, una vez más, son el indómito condottiero, el marqués Andrea Franciolini, y la condesa Lucia Baldeschi, condenados por el destino a posponer constantemente las nupcias, constatación de su gran amor. Y junto con ellos, sus descendientes, los homónimos Andrea y Lucia de nuestros días. La inesperada llamada a las armas, por parte del Duca di Urbino el día de la ceremonia de matrimonio, obliga a Andrea a marcharse, emprendiendo un peligroso viaje, primero hacia el norte de Italia y luego a los Países Bajos, y a Lucia a asumir otra vez el gobierno de la ciudad de Jesi y de su condado. De esta manera la narración se desdobla: por un lado están el caballero errante y sus aventuras, jalonadas y enriquecidas con personajes más o menos históricos, como es el caso del astuto y despiadado Giovanni dalle Bande Nere, y del rival, primero, y más tarde amigo, el duque Franz Vollenweider, mercenario, medio pícaro y medio lansquenete. Por otra parte, Lucia, madre atenta, amante apasionada y mujer gobernadora en una época dominada por los hombres, que sólo en Bernardino, el impresor, encuentra un apoyo, un confidente y un aliado. Como telón de fondo, el enfrentamiento entre el emperador Carlos V¹ y el Papa con sus aliados, desde el rey de Francia a los distintos señores de las ciudades italianas, que estrechan y rompen alianzas de manera maquiavélica. Batallas, intrigas, amores, aquelarres bajo la luz de la luna y, sobre todo, dos grandes misterios, surgidos de las entrañas de la tierra, de unas excavaciones en la plaza que da al Palazzo del Governo de Jesi, vinculan y articulan las aventuras de las Lucias y los Andreas de ayer y de hoy. Un antiguo códice, querido y anhelado por Hitler y un emblema con la representación del león tumbado, símbolo de la ciudad, turban los sueños, generan angustia y ansias de conocimiento e inducen a la acción. Una prosa fluida nos devuelve no sólo los colores sino también los sonidos y la atmósfera de lugares y situaciones y encadena al lector a la página desde el primero hasta el último capítulo, en un constante aumento de la expectación por la suerte de los protagonistas. Vignaroli suscribe un gran fresco histórico, con una mezcla de fantasía y erudición, que sella dignamente el último acto de una gran trilogía.

    Marco Torcoletti

    Introducción

    Después de los dos primeros episodios de la serie El Impresor, henos aquí ya al final, en el último episodio de la saga dedicada a la Jesi del Renacimiento. Habíamos dejado a Andrea casi moribundo, auxiliado por su amada, disfrazada. La trama se desplaza a Urbino, pero por supuesto nuestros dos héroes, Andrea Franciolini y Lucia Baldeschi, deberán volver a Jesi para culminar su sueño de amor. Las nupcias deberían ser un acontecimiento festivo y espléndido, debería ser oficiada por el obispo de la ciudad de Jesi, Monseñor Piersimone Ghislieri. Pero ¿estamos seguros de que oscuras tramas, tanto del destino como de los hombres, no impedirán por enésima vez, la unión entre Andrea y Lucia? Los dos amantes se han vuelto a encontrar y por nada del mundo querrían separarse otra vez. Andrea, por fin, hará de padre de su hija, Laura, y, porqué no, también de la hija adoptiva de Lucia, Anna.

    Las niñas son fantásticas, están creciendo sanas y vivarachas en la residencia de campo de los condes Baldeschi, y Andrea goza con su presencia. Pero vientos de guerra conducirán de nuevo al Capitano d’arme de la Regia Ciudad de Jesi a los campos de batalla. Y a abandonar enseguida la tranquilidad y la paz recién conquistadas. Los lansquenetes están a las puertas de la Italia septentrional y el Duca della Rovere, en una extraña alianza con Giovanni de’ Medici, más conocido como Giovanni Dalle Bande Nere, hará todo lo posible para impedir que la soldadesca germana llegue a Firenze e incluso hasta Roma. Evitar el saqueo de la Ciudad Eterna en el 1527 no será una tarea fácil, ni para el Duca della Rovere, ni para Giovanni dalle Bande Nere, ni tampoco para el Capitán Franciolino de’ Franciolini.

    Sigamos, una vez más, las aventuras de los personajes del siglo XVI a través del descubrimiento de antiguos documentos y hallazgos arqueológicos de la joven pareja de investigadores de nuestro tiempo. De nuevo, la estudiosa Lucia Balleani y el arqueólogo Andrea Franciolini nos llevarán de la mano y nos guiarán a través de los arcanos misterios de la Jesi del Renacimiento, entre calles, callejones y palacios de un centro histórico que, a las puertas de los años 20 del siglo XXI, comienza a expulsar del subsuelo antiguos e importantes objetos relacionados con épocas pasadas.

    Stefano Vignaroli

    Capítulo 1

    Bernardino, en el umbral de su imprenta, que daba a la Via delle Botteghe, a la altura del arco de la antigua Domus Verronum, observaba desfilar, con gran satisfacción, el cortejo nupcial. Finalmente, después de tantos obstáculos y altibajos, la condesa Lucia Baldeschi, en un radiante día de finales del verano de 1523, se casaría con Andrea De’ Franciolini. Es más, para ser exactos, con el Marchese Franciolino De’ Franciolini, Señor dell’Alto Montefeltro y Capitano d’arme de la regia Ciudad de Jesi. El cortejo propiamente dicho había sido precedido por estruendo de tambores y toques de trompeta, por la exhibición de abanderados, por las evoluciones de las elegantes aves rapaces lanzadas al vuelo por hábiles halconeros, e incluso por el desfile de familias de la nobleza de los distintos distritos de la ciudad, cada una de ellas identificada por el proprio abanderado y por el estandarte de la jurisdicción a la que pertenecía. La ciudad era un derroche de colores. Cada calle, cada callejón y cada palacio estaban engalanados. El aire fresco de septiembre, hacia las horas centrales del día, había dado paso a los rayos del sol que estaban caldeando la atmósfera de manera realmente insólita para aquella estación, tanto que a muchos nobles se les desparramaba el sudor en el interior de sus vestidos de brocado o terciopelo. Las más afortunadas eran las damas que habían escogido vestir frescos trajes de seda de colores. Bernardino había reconocido a aquellos que pertenecían a las familias más importantes de Jesi, no sólo por los emblemas sino porque conocía bien sus fisonomías. Los Condes Marcelli, los Marqueses Honorati, Amatori, Amici y Colocci. Todos se dirigían hacia la Piazza San Floriano para asistir a la función religiosa presidida por el Cardenal Piersimone Ghislieri, obispo muy amado por toda la ciudadanía. Después del paso de malabaristas y tragafuegos y otra tanda de abanderados, apareció finalmente la novia, muy hermosa, sobre un caballo con el manto blanco inmaculado, con la crin arreglada en finas y pequeñas trenzas que caían por ambos lados del elegante cuello del animal. Lucía iba ataviada con una espléndida gamurra de seda adamascada roja, enriquecida con motivos florales bordados de realce. En el cuello rectangular y en los bordes de las mangas habían sido añadidos encajes blancos. El traje, que le llegaba hasta los pies, adornado con botones engarzados y gemas preciosas, apretado en la cintura por un cinturón finamente trenzado, no permitía a la dama sentarse a caballo a la amazona, de la manera en que ella estaba habituada a hacerlo. Las dos piernas debían estar apoyadas en el mismo lado de la cabalgadura, haciendo todavía más difícil y penoso mantener el equilibrio en la silla. Pero Lucia conservaba una mirada altanera, sosteniéndose liviana con las riendas, sin mirar fijamente a ningún ciudadano a los ojos. Se dejaba admirar, sin intercambiar la mirada con nadie. Sólo cuando pasó al lado de Bernardino, su rostro se iluminó y esbozó una sonrisa a modo de saludo dirigida a su amigo y mentor. El impresor se dio cuenta y se regocijó por ello sin exteriorizarlo. Mientras miraba con obsequiosa admiración a la Condesa Baldeschi, se dio cuenta de que el rojo era el color preferido de las novias de la época. El rojo era el símbolo de la potencia creadora y, por lo tanto, de la fertilidad pero, sobre todo, los tejidos de aquel color eran los más caros y apreciados. El cortejo nupcial era considerado parte integrante de la ceremonia del matrimonio. Habitualmente, constituía una representación pública de ostentación de la riqueza de la familia de la novia que desfilaba por las calles de la ciudad con sus valiosas prendas nupciales, acompañada por los nobles caballeros de la familia. Nada de esto sucedía con Lucia Baldeschi que no había querido a ningún presunto caballero perteneciente a su familia a su alrededor. Su sobria elegancia y su porte eran casi el de una reina que iba al altar para casarse con su príncipe. Una reina que, de todos modos, había sido siempre amada por su pueblo, por lo que era y no por lo que quería aparentar. Y nunca se habría permitido aparecer de otra forma sólo porque ese era un día especial. Todos los jesinos habían aprendido a amarla como una mujer de carácter fuerte y determinado pero, al mismo tiempo, con un alma buena y amable. Bernardino se sumó al cortejo que, dentro de poco, llegaría al atrio de la iglesia de San Floriano, donde debería estar esperándolo el novio junto con el cardenal Ghislieri. Allí, en el atrio, se desarrollaría la ceremonia nupcial con el intercambio de los anillos. Después de lo cual, los celebrantes y los invitados, entrarían en la iglesia para la celebración de la auténtica misa.

    Aunque no lo pareciese, Lucia estaba de los nervios. No veía la hora de bajar del caballo y acercarse a su prometido, tendiendo hacia delante su mano izquierda, de tal manera que él pudiese besarla y la mantuviese asida a la suya. Pero en cuanto el caballo blanco pisó la plaza, que en su momento había sido el lugar de nacimiento del emperador Svevo, fue evidente para la novia y para todo su séquito que el Capitano Franciolini no estaba en su puesto, debajo del palio preparado a tal fin delante de la iglesia. El obispo, el cardenal Ghislieri, acogió a la joven novia abriendo los brazos incómodo. Era evidente que no sabía por dónde empezar para darle las debidas explicaciones.

    ―Hombres del Duca della Rovere… Sí, justo hombres del Duca della Rovere fueron los que se presentaron hace poco. Han intercambiado unas palabras con el Marchese y le han dado una carta sellada. Él la ha leído en un abrir y cerrar de ojos, luego, sin decir una palabra, ha saltado sobre su caballo y ha partido corriendo detrás de esos hombres. Antes de desaparecer se ha girado gritándome ¡Excusadme con la condesa pero se requiere mi presencia en Mantova con la máxima urgencia!

    Capítulo 2

    La fortaleza de los príncipes de Carpegna era un refugio seguro, debido a la inaccesibilidad del lugar, encastrado como estaba en un contrafuerte rocoso, superpuesto a un burgo de pocas casas en el Monte della Carpegnia. Ya habían pasado un par de meses desde el memorable 27 de marzo de 1523, día en el que Andrea había sido herido de gravedad, durante un torneo caballeresco, a manos del vil Masio da Cingoli. Era obvio que aquel sentía envidia de su posición y deseaba su muerte, o por lo menos una grave incapacidad, para ganarse al Duca della Rovere y ocupar su lugar. Y lo había intentado de todas las maneras pero le había salido mal. Andrea había sabido, sólo a continuación, que ese mismo día, el mismo 27 de marzo, el Papa Adriano VI había firmado la bula que garantizaba la legalidad de la posición de Francesco Maria della Rovere, confirmando a su favor cada una de las concesiones hechas por los papas precedentes y anulando la sentencia de Leone X que asignaba los territorios de Urbino y Montefeltro a los Medici. El Duca había sido reintegrado a su posición y se le habían restituido sus territorios, por un tributo anual de 1340 florines por el Ducado de Urbino, 750 por la ciudad de Pesaro y 100 por Senigallia. Sólo San Leo y Maiolo, donde se habían reunido, entre enero y febrero de 1523, las tropas de Giovanni De’ Medici, más conocido como Giovanni dalle Bande Nere, permanecían bajo el dominio de los Medici, para hacer de amortiguador entre las tierras feltresque y las mediceas.

    Andrea se había recuperado muy lentamente, ya fuese por la grave pérdida de sangre sufrida, ya fuese porque le habían herido de nuevo en un brazo ya lesionado durante el saqueo de Jesi. Había esperado, al abrir los ojos después de unos días de agonía, encontrar a su lado a su amada Lucia, como había sucedido cuando había sido herido unos años antes. En cambio, la única presencia que advertía era la de un fraile franciscano, que se afanaba con decocciones y emplastos, de los que Andrea estaba seguro que él ignoraba las propiedades curativas. A lo mejor había sido enseñado de esa manera por la condesa que, al no poder permanecer a su lado, había confiado al fraile sus remedios. De hecho, estaba impresa en su mente la imagen inconfundible de los ojos de Lucia, entrevistos a través de la visera de una celada antes de perder el conocimiento. ¿Pero podía estar seguro de eso? ¿O era sólo su imaginación que se lo quería engañar? Claro, la imaginación de una persona que lleva sobre ella el miedo a la muerte, que le hace tergiversar la realidad a favor de ideas más amables. De todas formas, daba igual cómo hubiera sucedido, ahora estaba mejor. El hombro seguía produciéndole unos dolores punzantes pero era el momento de recuperarse totalmente y lo primero en que pensó fue en la venganza contra Masio. La venganza es un plato que se sirve frío. Y él había tenido todo el tiempo para pensar en cómo actuar.

    Estaba recuperando las fuerzas poco a poco y los lugares altos del Monte Carpegna eran ideales para cabalgadas tranquilas y restauradoras. No había miedo a las emboscadas, ya que el horizonte estaba totalmente despejado y no permitía a nadie acercarse a escondidas. Por lo tanto, con el fin de reponer el alma y la musculatura, Andrea, habitualmente, ensillaba una cabalgadura tranquila a primeras horas de la mañana y salía al aire puro y fresco que sólo la montaña le podía ofrecer. Cada día se sentía más fuerte y más seguro de sí mismo, aunque todavía le dolía el hombro. Pero él hacía de tripas corazón, intentaba resistir como si no pasase nada, y en poco tiempo el dolor se derretía como la nieve ante el sol. Deseaba reponerse totalmente, para reencontrarse con su amada y en su ciudad, para poner en marcha la promesa de matrimonio pero también para recuperar el gobierno de su ciudad. Y en virtud de lo que le había sido concedido por el Duca della Rovere, podía exigir todo eso por derecho propio. Ya no era el simple hijo de un mercader, dado que había sido nombrado por el pueblo de Jesi como su capitán. Ahora era un noble, un Marchese, con muchas tierras, aunque fuesen ásperas tierras de montaña, y además había caído en gracia al Duca de Urbino. Es verdad, le debía obediencia a éste último, pero se sentía capaz de volver a Jesi con plena autonomía. A pesar de estar inmerso en estos pensamientos, no pudo dejar de advertir a lo lejos la nube de polvo levantada por un manipulo de hombres a caballo que estaba subiendo el camino de tierra que conducía a la fortaleza.

    Oyó a lo lejos las llamadas de los centinelas desde los parapetos. Aunque las voces no parecían tener un tono alarmado, se disparó un cañonazo para advertir de la llegada de un posible enemigo. Luego, las campanadas hicieron comprender a Andrea que no había ningún peligro, que quien se aproximaba no lo hacía en actitud de combate. Cuando el grupo comenzó a distinguirse mejor, observó a un caballero con una actitud más orgullosa, sobre un caballo que superaba en altura al resto de las cabalgaduras, montadas por soldados con armaduras ligeras. Los colores eran los de los Medici.

    Giovanni dei Medici, dijo Andrea para sus adentros, el famoso y conocido Giovanni dalle Bande Nere, o mejor dicho Ludovico di Giovanni De’ Medici, repudiado oficialmente por su familia por ser hijo ilegítimo de Giovanni il Popolano, pero, de todas maneras, todavía ligado a la familia. ¿Por qué razón habrá venido hasta aquí? ¿Se habrá enterado de mi presencia? ¿Habrá venido a retarme? ¿Querrá recuperar los territorios del Alto Montefeltro para su familia?

    La inesperada llegada preocupaba un poco a Andrea, también porque, en un posible encuentro con los esbirros de los Medici, sólo tendría de su parte a unos pocos hombres al servicio de los Conti di Carpegna. Y eran muy poca cosa con respecto a la fama que acompañaba a los mercenarios del Capitano Giovanni dalle Bande Nere. Se volvió hacia la fortaleza, pensando que era mejor parlamentar con el Medici entre muros seguros y acompañado por hombres de su confianza, cuando vio que ya los condes de Carpegna, los hermanos Piero y Bono, habían salido a la carrera y estaban cabalgando hacia él para echarle una mano. Seguro de tener las espaldas protegidas, se volvió hacia los probables enemigos, que ahora ya estaba a unos pasos de él. Andrea posó la mano en la empuñadura de la espada, asegurada a la silla de su cabalgadura, estrechándola, preparado para desenvainarla ante cualquier señal de hostilidad por parte de los recién llegados. Dalle Bande Nere levantó un brazo, haciendo una señal a los suyos para que se parasen, luego, de un salto, bajó del caballo y se acercó andando mientras mantenía los brazos abiertos y levantados. El gesto era evidente y Andrea se tranquilizó, separando la mano del arma y bajando, a su vez, del caballo. Cuando estuvo a pocos pasos de él, el hombre hizo una profunda reverencia. Andrea se quedó observándolo, lo miró de arriba a abajo, intentando comprender cómo era posible que aquella persona, aparentemente tranquila, tuviese una fama de guerrero despiadado. Era un hombre joven, de unos veinticinco años, el rostro adornado con una barba cuidada, no demasiado larga. Los cabellos, oscuros y cortos, se veían perfectamente gracias al hecho de que el capitán no llevaba ningún tipo de celada y encuadraban un rostro redondo aparentemente sereno. El hombre ni siquiera era alto, visto así sobre el suelo. Muy probablemente intentaba cabalgar animales altos y potentes para sobrepasar a quien estaba a su alrededor. Vestía un jubón color tierra quemada, con las cinco bolas rojas y el lirio de tres puntas bordados en la parte delantera, que simbolizaban la fidelidad a su familia de origen.

    ―Es un honor para mí veros aquí, messere ―dijo Andrea esbozando, a su vez, una reverencia a modo de saludo, ansioso por conocer el motivo de la inesperada visita. ―Así pues, ¿puedo saber que os ha obligado a moveros desde la fortaleza de San Leo, vuestro baluarte indiscutible, hasta el Monte della Carpegnia, que representa para vos un sitio traicionero y lleno de peligros?

    Giovanni hizo un gesto de burla y sonrió de oreja a oreja, a continuación, Andrea, lo vio acercarse más hacia él, hasta ponerle una mano sobre el hombro, casi como un gesto de amistad. ¿Hacia él? ¿Hacia una persona que consideraba su enemigo? ¿Debía esperarse una encerrona? No había que fiarse demasiado. Andrea se puso rígido y el otro bajó su brazo, luego comenzó a hablar.

    ―Traigo buenas noticias para vos, quizás menos buenas para mí ―dijo el Medici ―El Duca di Urbino se ha aliado con el nuevo Papa...

    ―Me estáis contando algo de lo que ya estoy al corriente. ¡El tratado con Adriano VI ha ocurrido hace un par de meses!

    En la boca del interlocutor se estampo de nuevo una sonrisa.

    ―No me interrumpáis, dejadme terminar. No hablo del Papa que, creo que todavía por poco tiempo, se sienta sobre el escaño pontificio. Hablo del obispo de Firenze, de Giulio De’ Medici, que muy pronto conseguirá el puesto que le corresponde. Se dice que Adriano Florensz tiene una salud muy delicada y que le queda poco tiempo de vida. Si el Buen Dios no lo reclama a su lado deberá, de todos modos, renunciar dentro de poco a su cargo. El papado volverá a la casa de los Medici.

    ―¿Y vos estáis aquí para hacerme creer que mi señor, el Duca della Rovere, desde siempre acérrimo enemigo del linaje al que pertenecéis, se ha puesto de acuerdo en secreto con el obispo de Firenze incluso antes de tener la certeza de que será elegido para el solio pontificio? ¡Por favor!

    ―¡Creedme! Para demostraros mi buena fe os he traído un regalo que sé, con toda seguridad, que os gustará.

    Con un chasquido de dedos Giovanni hizo una señal a uno de sus esbirros, que se había quedado a unos pasos, para que se aproximase. Éste último saltó al suelo y se acercó, yendo a posar cerca de su señor una gran cesta de mimbre. Luego hizo una reverencia y volvió atrás sobre sus pasos. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Todos se quedaron en silencio, incluso los Conti di Carpegna se habían parado a una distancia respetuosa y estaban a la espera de cómo se desenvolverían los acontecimientos. El único ruido que se sentía era el vibrar de los estandartes que se desplegaban bajo el empuje del viento. Giovanni destapó la cesta y agarró el macabro contenido, mostrándoselo a Andrea. Un cabeza decapitada limpiamente por el cuello, todavía goteante de sangre, los cabellos enganchados entre los dedos de aquel que con el brazo estirado la estaba exhibiendo orgulloso delante de sus narices. Andrea contuvo a duras penas una arcada pero reconoció a quién había pertenecido en vida aquella especie de trofeo.

    ―¡Vuestro peor enemigo, Messer Franciolini! ¡Masio da Cingoli! Como podéis ver, me he tomado la molestia de asegurarme de que no os diera más la lata. ¡Deberíais estarme agradecido!

    ―En honor a la verdad tenía otros planes con respecto a él. Habría contado los hechos al Duca della Rovere, por medio de una carta, cuyo contenido ya tenía pensado, reclamando un proceso justo para este malhechor. El último de mis deseos era el de matarlo sin la intervención de la justicia. Si lo hubiese hecho me hubiese puesto a su altura. ¡Que no se diga por ahí que el Marchese Franciolini es un bellaco!

    ―Siempre lo habríais podido retar a un duelo, pero visto que otra persona ha pensado en ello, habéis salvado el honor y os podéis considerar satisfecho ―y hablando de esta manera Giovanni dalle Bande Nere tiró con desprecio la cabeza de Masio al suelo, cerca de los pies de Andrea, volviendo a hablar a continuación, antes de que Andrea le pudiese responder. ―Pero todavía hay más, y esto es una buena noticia para vos. Mis hombres y yo estamos abandonando San Leo. Dados los términos de la alianza entre los Medici y el Duca della Rovere, ya no hay nada que temer por estos lugares. En los próximos días las comunidades de San Leo y Maiolo volverán bajo vuestra jurisdicción. Se reclama nuestra presencia en Brescia. Parece ser que los lansquenetes se han movido de Bolzano y llaman a las puertas de esta ciudad. Los Gonzaga de un lado y los Visconti-Sforza del otro, se sienten en peligro, ya que el grueso de las fuerzas venecianas están ocupadas en Dalmacia en estos momentos rechazando los ataques de los otomanos. Della Rovere, él solo, no consigue mantener a raya a esta soldadesca y nadie quiere que, detrás de ellos, llegue el ejército de Carlo V d'Ausburgo amenazando una ciudad como Milano, Firenze, o aún peor, Roma. ¡Son necesarios mis mercenarios y, nuestro común amigo, Francesco Maria, lo ha entendido a la perfección!

    Si no estuviese en estas condiciones, seguramente el Duca me habría llamado junto con mis hombres para combatir a su lado, antes que a este sanguinario con la cara de un ángel, se dijo Andrea para sus adentros, guardándose bien de expresar este pensamiento. Pero, a fin de cuentas, quizás en este momento es mejor así. Con los Medici fuera, estos territorios estarán tranquilos por el momento y yo podré, en cuanto me sea posible, volver a entrar en Jesi y casarme con la condesa Lucia.

    Lanzó una última mirada a la cabeza de Masio, sintió un poco de pena, la recogió y la volvió a meter en la cesta, cerrándola con la tapa, luego se dirigió a Giovanni.

    ―Me alegro por vos, Messer Ludovico ―y enfatizó este nombre, consciente de que no le gustaba nada a la persona que tenía delante que lo llamasen así. ―Os estoy muy agradecido y os deseo buena suerte.

    Dicho esto, se volvió, saltó sobre el caballo, llegó hasta Piero y Bono, que habían permanecido como silenciosos espectadores hasta ese momento, y volvió a la fortaleza con ellos a su lado, espoleando a la cabalgadura para que fuese más rápido.

    ―¡Un fanfarrón, sin ninguna duda! ―dejó escapar Piero di Carpegna.

    ―¡Justo! ―respondió Bono.

    ―Olvidaos ―intervino Andrea ―Ya no nos molestará y esto es lo más importante. Es más, haced que recojan la cesta con la cabeza de Masio. Quiero que se le dé una digna sepultura. Realmente no soporto que alguien se haya arrogado el derecho de hacer justicia en mi lugar y no quiero que se diga que he aceptado con gusto la ejecución sumaria de ese bellaco. Bellaco era en vida y bellaco se queda. ¡Pero yo no soy como él!

    ―¡Es verdad! ―respondió Piero ―Tenéis un alma noble y generosa y todos nosotros lo apreciamos. Nos aseguraremos de reunir los restos mortales de Masio. Es más, mandaremos a alguien a buscar el resto del cuerpo, después de que Giovanni dalle Bande Nere haya abandonado San Leo.

    Capítulo 3

    Eleonora era muy hermosa. Su cuerpo desnudo, semi abandonado sobre el lecho, perlado de sudor, reflejaba las llamas de la chimenea, asumiendo una coloración ambarina, que reavivaba el deseo de Francesco Maria. Hacer el amor con su esposa era mucho más placentero que hacerlo con una sierva o, peor, con una prostituta. Alargó la mano para acariciarle un pezón. Sintió cómo se erguía bajo su suave toque, luego vio a Eleonora moverse, despertarse del sopor y extenderse de nuevo hacia él. Las bocas se unieron en un largo beso. Un encuentro de labios, de lenguas, de cuerpos desnudos y ardientes por fundirse otra vez, en un entrecruzarse de largos cabellos, rubios los de ella, oscuros los de él. Antes de volver a penetrar a su mujer, el Duca miró fijamente con sus ojos oscuros, casi negros, a los de color azul mar de ella.

    ―Te amo ―susurró, dándose cuenta de que aquellas dos palabras, aparentemente tan simples y obvias, nunca las habría pronunciado en presencia de otra mujer.

    Por toda respuesta, Eleonora cogió su rostro entre sus manos cálidas, acarició su áspera barba, logrando que se extendiese boca arriba sobre las sábanas de lino. A continuación se puso a horcajadas sobre él, deslizando su miembro erecto entre sus caderas. Francesco Maria estaba en éxtasis. Le gustaba muchísimo que fuese ella la que tomase la iniciativa. Observaba a Eleonora desde abajo balancearse encima de él, en un crescendo cada vez más intenso de movimientos oscilantes, con un ritmo cada vez más rápido y apremiante. Gotas de sudor, descendían desde la frente de ella para bañarle el pecho, las mejillas, la frente. Apretó sus manos de guerrero a lo largo de los flancos de su indómita potranca, hasta llegar a los senos, para comenzar a acariciarlos con movimientos circulares. Sintió que Eleonora se excitaba todavía más, sintió su respiración jadeante transformarse casi en un grito de placer. Comprendió que no podía contenerse e inundó el vientre de su esposa que, en cuanto llegó al orgasmo, gritó todavía más fuerte, luego se paró y se dejó caer sobre él, actuando de manera que su miembro no abandonase todavía el interior de su vientre. Francesco suspiró, satisfecho por la noche de amor, esperó a que la erección se acabase poco a poco, luego apartó con delicadeza el inerme cuerpo femenino. Sabía perfectamente que después del tercer orgasmo Eleonora se quedaba dormida profundamente. Comprobó que su respiración fuese regular, recubrió su cuerpo desnudo con la sábana y se levantó de la cama, poniéndose las calzas. Se llevó a la boca un par de granos de dulce uva blanca, luego, pensativo, se acercó a la ventana admirando los reflejos plateados de la luna sobre las aguas del lago. Desde hacía unos meses era huésped en el castillo scaligero² de Sirmione, un castillo rodeado por agua por los cuatro costados y construido en posición estratégica, en la orilla meridional del lago de Garda, por los señores de Verona, justo para hacer frente a los terribles enemigos que invariablemente bajaban desde los Alpes, por el valle del río Adige. Y en esa época el enemigo era todavía más temible porque, en vez de estar constituido por un ejército regular, estaba compuesto por sanguinarias bandas armadas de germanos a los que se llamaba lansquenetes y que combatían a favor del emperador Carlo V d'Asburgo, pero lo hacían a su manera. Las aguas del lago estaban tranquilas en esa noche de mitad del mes de noviembre y el paisaje de alrededor, iluminado por la luna y dominado por las siluetas de la montañas, realmente era sugestivo. Desde la ventana, Francesco Maria podía observar la dársena que había delante, un amplio espacio con forma de cuadrado irregular, delimitado por los muros del castillo e invadido por las aguas del lago. A través de una abertura del recinto amurallado, incluso embarcaciones de un cierto tamaño podían encontrar refugio seguro en su interior. La dársena era un lugar de estancia para la flota scaligera, una flota que difícilmente vería el mar abierto, considerando que el lago no tenía canales navegables que comunicasen con las costas del Adriático. Sólo a través de una complicada maniobras por los canales de agua artificial y campos anegados las embarcaciones podían ser trasladadas a la gran dársena cerca de la Citadella armada de la ciudad de Mantova. Desde aquí, a través del Micio, luego se podía llegar con facilidad al gran río Po, el antiguo Eridano, y finalmente navegar hacia los territorios venecianos y hacia el Mar Adriático.

    Mirando más allá de los muros septentrionales, Francesco María, por el momento, sólo podía observar aguas plácidas, consteladas aquí y allá por embarcaciones y baluartes montañosos cuyas cimas ya habían comenzado a cubrirse con las primeras nieves. Pero el enemigo podía aparecer de repente, de un momento al otro, y el Duca no estaba contento con que su mujer Eleonora y su séquito estuvieran allí. Sí, por un lado estaba contento al poder disfrutar de su compañía y de los encuentros amorosos como aquel recién concluido, pero por la otra temía por su incolumidad. Había pasado casi veinte años desde que se habían casado. En realidad eran sólo dos quinceañeros en el momento de la ceremonia, un matrimonio político que había reforzado la alianza entre las familias de Urbino y de Mantova, pero las ocasiones para estar juntos habían sido realmente pocas. Ella en Mantova, en la corte de los Gonzaga, y él en Le Marche combatiendo, combatiendo y combatiendo. El primer hijo, Guidobaldo, que ahora tenía nueve años, había llegado casi dos lustros después de la luna de miel, y aquellos últimos dos meses habían sido el primer período en el que Francesco Maria había podido gozar de su compañía. Desde que la familia se había reunido, se podía incluso pensar en tener otro hijo, quizás algunas niñas, para no quitarle nada a su primogénito Guidobaldo. Pero

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