Vida plena, vida buena: Pensamiento y creatividad desde la libertad, la ética de la duda y la compasión
Por Santi Vila
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La reflexión sobre la ética no es un ejercicio banal. Es más necesario cuanto más alejado se encuentra alguien de la lectura y de las humanidades en general, que son la semilla del pensamiento y la creatividad. La ética es útil para orientar la propia vida, para permitir nuestra plena realización y al fin y al cabo para procurar ser felices en una sociedad justa. Una filosofía moral fundamentada en la libertad, la ética de la duda y la compasión está en la base de la receta que propone el autor para mirar adelante con renovado optimismo ilustrado.
Santi Vila entra en las polémicas cruciales de nuestro tiempo con el bisturí de la palabra mesurada. Aborda la tensión en la relación entre el yo y el nosotros, la cultura de la cancelación, la eutanasia, el aborto, la pandemia, el género... También habla de la política y los riesgos del populismo, del procés y de los fanatismos, con suculentas anécdotas del periodo en que ejerció de conseller. Un libro que hace pensar, que revela la importancia de las decisiones que tomamos cada día, que nos invita a ser la mejor versión de nosotros mismos, con libertad y responsabilidad.
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Vida plena, vida buena - Santi Vila
Índice
Presentación
Pensamiento y creatividad
Vida plena, vida buena
Capítulo 1
El yo y el nosotros
Ciudadanos libres o prisioneros de la democracia
Universalistas o multiculturales: el nacionalismo es pecado
Capítulo 2
Reverenciar la vida
¿Dueños de la propia vida?
¿Amos del propio cuerpo?
Capítulo 3
¿Condicionados o determinados?
El problema de las discriminaciones positivas
Somos responsables
Capítulo 4
La ética de lo que es debido
Jugando con la ‘libertad’
Ante el desafío de la pandemia
Capítulo 5
La ética de la duda
Dignos de memoria
Vacunas contra el populismo
Humildad
Compasión
Capítulo 6
Ciudadanos
¡A las armas, ciudadanos!
¿Democracia sin demócratas?
Cómodos solo con los (aparentemente) iguales
Para terminar
Pensamiento y creatividad
Sobre el autor
Sobre el libro
Créditos
Presentación
¡Yo no soy periodista, yo vengo de Homero!
Peter Handke
Desde mi traumática salida de la actividad política, en octubre del 2017 –de la mano de las Universitat Ramon Llull y del centro universitario NEXT que la Universitat de Lleida tiene en Madrid–, he podido reanudar mi añorada actividad académica. A pesar de las circunstancias penosas que nos tocó vivir durante aquel desdichado bienio negro (2016–2017), buenos amigos del Campus Universitario de La Salle me propusieron integrarme en un proyecto ambicioso e interdisciplinar, que sigue el camino abierto hace unos años en las mejores universidades anglosajonas y que consiste en incorporar asignaturas de humanidades, y en especial de filosofía moral, de antropología y de filosofía política y sociología, entre estudiantes de carreras técnicas.
Así, futuros empresarios, arquitectos, ingenieros y animadores digitales han visto añadir en sus diseños curriculares créditos humanísticos, con el propósito que les ayuden a ser buenos profesionales pero también mejores personas. Porque, a diferencia de las generaciones que nos precedieron, crecidos y educados en el entorno de las seguridades propias del Estado de bienestar surgido al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial, los nacidos a partir de los noventa saben que muy posiblemente a lo largo de la vida tendrán más de una profesión, iniciarán y cerrarán más de una relación sentimental aparentemente sólida y cambiarán de domicilio postal un montón de veces. La vida es muy corta y al mismo tiempo muy larga, han aprendido a trompicones los hombres y mujeres de nuestros tiempos posmodernos. Es el precio de la libertad, remacharán algunos. Así las cosas, es bueno prepararse para intentar salir mínimamente airoso de un presente y de un futuro tan apasionante como inquietante y quizá disruptivo.
Aparte de esta razón sociológica y generacional, sin embargo, también se abre camino una razón moral, que a los occidentales nos interpela a diario, de una forma insoslayable al menos desde la recesión del 2007 y que nos invita a revisar si hacemos todo lo que hace falta para llevar una vida buena, dotada de sentido, es decir, feliz e, igual de importante, si nos empleamos a fondo intentando formar parte de una sociedad buena, es decir, fraterna, justa. Porque nulla aesthetica sine ethica. Ergo apaga y vámonos
, suspiró José María Valverde, en 1965, en unos tiempos seguramente más difíciles que los nuestros. Y porque, como ha escrito con sabiduría Jordi Llovet, es la política y la sociedad, tomada en toda su complejidad, aquello que da sentido pleno a la formación de un hombre o de una mujer de ciencias o de letras del futuro, al servicio de la sociedad a que pertenece
. Y al de su propia autorrealización personal, añado yo.¹
En esta línea, Michael Sandel, catedrático de Filosofía en Harvard, nos ha advertido que la universidad no debe tener la exclusiva de la formación para el éxito y que, en todo caso, si lo pretende, es imprescindible que no se conforme con dotar a sus estudiantes de una buena pericia técnica.² Hace falta que, de las facultades, salga adelante con valores útiles para la carrera personal y también para el conjunto de la sociedad. Porque como ha hecho evidente la pandemia, no es seguro que cualquier titulado universitario sea necesariamente más importante –y feliz– que una persona sin formación superior. En palabras de Sandel, hoy sabemos que un camionero es más necesario que un economista
.³
Teniendo en cuenta que, como señalan todas las encuestas desde hace años, un 70% de los británicos están convencidos de que el mundo va a peor y que entre gran parte de la población occidental ha cuajado el convencimiento que durante este siglo nuestro modelo social, nuestra idea moderna de progreso, implosionarán definitivamente, el tema merece ser tenido en cuenta.⁴ La lectura de las meditaciones sobre el estado del mundo propuestas a mis alumnos durante el otoño del 2019 –justo antes de la crisis sanitaria realmente aterradora impuesta por la covid– acreditaron cualitativamente este malestar undergrown: empatía con personajes como el oscarizado Joaquin Phoenix en su papel en Joker, con sus crímenes y cambios en el estado de ánimo (Oscar al mejor actor y a la mejor banda sonora, 2020); desconfianza absoluta en los políticos y en los ricos, en las instituciones democráticas y en la economía social de mercado. Y peor todavía, absoluto convencimiento de que el futuro que nos espera será infinitamente peor que el pasado que vivieron sus padres.
No en balde, en Years and years –la serie distópica de HBO, de moda durante el 2020– todos empiezan acomodadamente y todos acaban viviendo refugiados en casa de la abuela. Es en esta sensibilidad generacional donde hay que inscribir los gritos llenos de angustia de grupos de éxito como Carolina Durante cuando nos habla de una generación vacía
que hace suyos los versos Mi respuesta a todo es: joder, no sé
, o que se lamenta sobre ¿Cómo cojones hemos llegado aquí?
. Markus Gabriel, el catedrático de filosofía más mediático de Alemania, nacido el año 1980 y por lo tanto un tipo más de la estresada generación milenial, ha hablado de nuestros tiempos modernos como tiempos oscuros
.⁵ Por su parte, Emilio Santiago Muiño, nacido en Ferrol también en los ochenta y experto en procesos de transición hacia la sostenibilidad, ha augurado que:
Tras el pinchazo de la burbuja fósil, la humanidad descubrirá que el relato del progreso ya no puede apuntar hacia la terraformación de Marte o las utopías transhumanistas, sino, en el mejor de los casos, en democratizar las posibilidades de felicidad que conocimos en algunos lugares del mundo en el último tercio del siglo XX.⁶
Por si todo eso fuera poco, la irrupción de la pandemia ha reabierto la veda contra los defensores de la idea clásica de progreso, hasta ahora tan convencidos de que seguramente no vivíamos en el mejor de los mundos posibles –como sí que creía ingenuamente el Pangloss del Cándido–, como implacables a la hora de defender que gracias al avance de la ciencia y la tecnología formábamos parte del mejor de los mundos que ha conocido nunca la humanidad. Desde mediados de siglo XVIII, esa había sido la convicción íntima, casi religiosa, de los hombres y las mujeres modernos, incluso a pesar del sanguinario siglo XX. Lo ha sido hasta constatar, primero con la recesión del 2007 y después con la pandemia, que no es seguro que progreso material y progreso moral conjuguen siempre en sintonía. Los avances propios de la revolución digital, la acumulación de datos personales en manos de poderosos empresarios y gobernantes, la laminación de las clases medias, así como una insensibilidad aterradora con el impacto del estilo de vida occidental sobre el medio ambiente, dibujan un panorama dantesco, que anuncia involuciones sociales y democráticas.⁷
A los ojos de hoy, qué chocantes nos resultan las tesis de aquellos nuevos abanderados del libertarismo, con Johan Norberg y Rutger Bregman a la cabeza, que no hace ni tres años nos sorprendieron con defensas encendidas del progreso de la humanidad y con unos decálogos tonificantes de razones y reformas para mirar al futuro con optimismo.⁸
Justo cuando incluso la RAE ha incorporado la palabra distopía a su actualización anual del diccionario virtual de la lengua, una pregunta desgarradora asoma: ¿la tragedia humanitaria de la covid, los cambios sociales, tecnológicos e incluso políticos que ha precipitado, acelerado y consolidado, son un tropiezo en el camino o, al contrario, marcan un punto de inflexión, un cambio disruptivo en nuestra evolución antropológica y social? ¿Las renuncias que habremos hecho a libertades civiles fundamentales, a nuestra intimidad violentada cuando entramos en la facultad, en el teatro o en el gimnasio y nos miden la temperatura corporal; las restricciones a nuestros derechos de libre circulación, reunión, manifestación y participación política cuando nos decretan toques de queda o confinamientos perimetrales, habrán sido solo temporales? ¿O, como pasó con muchas de las medidas adoptadas al día siguiente de los atentados del 11-S en Nueva York, han venido para quedarse? Económicamente, especialmente en términos de consumo energético, a pesar de las advertencias catastrofistas cada vez más irrefutables que inundan la literatura académica y de divulgación, pasada la tormenta ¿reanudaremos el camino allí donde lo dejamos? Las colas kilométricas en la AP-7 los domingos de verano por la tarde o el colapso de la calle València de Barcelona los viernes al mediodía dan que pensar. La encendida e ideologizada discusión sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat, con todo lo que comporta sobre el modelo de sociedad que queremos, tampoco parece acreditar demasiada predisposición a los cambios.
Para dirimir estas cuestiones, es seguro que la evolución de la demografía, lejos de serenarnos, nos generará más inquietud. Porque la nuestra es una sociedad avanzada y madura, casi gerontocrática, y es sabido que para la mayoría de los ancianos, en especial si viven confortablemente, el sacrificio de la libertad en la pira de las ofrendas a la seguridad es siempre un mal menor, cuya factura no acaban pagando ellos sino sus nietos. Que en Catalunya cronifiquemos un 40% de paro juvenil, un 17% de abandono escolar, una tasa de emancipación entre las personas de 16 a 29 años de un 19%, y que no pase nada, lo certifica con crudeza.⁹
En honor a la verdad, hay que reconocer que los viejos valores de la libertad, la igualdad (cuando menos de oportunidades y ante la ley) y la fraternidad, que hasta ahora habían actuado como motores de progreso, también parecen haberse vaciado de su sentido primigenio. Lo confirma que todos los partidos del arco parlamentario, e incluso los extraparlamentarios, desde los de extrema derecha hasta los radicales de izquierdas, se reivindican por doquier como sus máximos avaladores. Es sabido que cuando Vox y Podemos se reconocen a un tiempo como garantes del mismo valor, cuando lo hacen al unísono Salvini y Draghi o Le Pen y Macron... no es que compartan un mismo tipo de exigencia moral, reconocida universalmente, sino simplemente que las palabras se han banalizado, han perdido su significado radical.
Pienso que la apuesta académica por las humanidades en todas las disciplinas forma parte de las contribuciones cualitativamente significativas para la superación de este momento agónico del mundo que nos ha tocado vivir. A males nuevos, recetas clásicas. Y el mejor remedio contra el derrumbe, o cuando menos la degradación de la calidad de nuestras democracias, solo puede ser el compromiso con una ciudadanía educada y culta, capaz de hacer uso autónomo de su capacidad de razonar, de mantener bien vivo el espíritu crítico, es decir, la propia libertad. Y eso nos lleva al tema central de este libro: la pregunta sobre cómo podemos aspirar a llevar una vida buena.
¡En este punto ya avanzo que este es un libro militante! Militante, porque no podremos aspirar a llevar una vida buena, a ser realmente felices, si este propósito no se desarrolla en un entorno responsable y fraternal, que consecuentemente promueva una sociedad justa, o sea, moralmente aceptable. Que la vida buena deba ser un asunto estrictamente vinculado a la esfera privada de la vida es falso, por simplificador. Y lo escribe un liberal. ¿O es que quizá podremos aspirar a nuestra propia autorrealización personal si no hemos reflexionado antes sobre quiénes somos, sobre qué hacemos en el mundo o sobre por qué hemos nacido? Siéntete bien contigo mismo, y podrás sentirte bien con los demás, ciertamente. Afianzado el yo, sin embargo, ¿podemos plantearnos una vida insensible a la suerte de los demás? ¿O con respecto al planeta que dejaremos a las próximas generaciones?
En estos nuestros tiempos posmodernos, de grandes y acelerados avances científicos, si creyéndonos semidioses osamos cruzar todas las barreras del sonido, ¿no ha llegado también la hora de preguntarnos, como nos espolean a hacer los teóricos del posthumanismo, por qué tenemos que envejecer y hacernos mayores hasta morir? ¿Dónde está escrito que las cosas tengan que ser así? Porque ¿de verdad somos solo depositarios de una vida que en el fondo no nos pertenece? Y mirado al revés, mientras lo tengamos que hacer, ¿hasta qué punto no debe resultar tan legítimo defender el derecho a la vida, como el derecho a la muerte? ¿La vida y la muerte no tendrían que resultar indisociables de la dignidad con que son ejercidas? En nuestros días, ¿cuántas personas mayores no miran a los ojos de sus nietos para preguntarles, honestamente y con desconsuelo, por qué los obligan a seguir viviendo en un mundo que ya no es el suyo?
Sin el esposo, sin los amigos, casi totalmente analfabetos tecnológicos y cada vez más dependientes físicamente de los que tienen su custodia, muchos ancianos contemplan con impotencia cómo los hijos malgastan todo el patrimonio material y moral que ellos habían forjado a lo largo de su vida, y