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Las dos fuentes de la moral y de la religión
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Las dos fuentes de la moral y de la religión
Libro electrónico434 páginas7 horas

Las dos fuentes de la moral y de la religión

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Con Las dos fuentes de la moral y de la religión, obra de madurez, Henri Bergson (1859-1941) trata de responder, en plena crisis de la conciencia europea, al problema del malestar en la vida social. A través de la contraposición entre moral y sociedad abierta, por un lado, y moral y sociedad cerrada, por otro, a las que corresponden, respectivamente, religión dinámica y religión estática, Las dos fuentes indaga las formas de afirmación de la vida, con su expresión más evolucionada en la experiencia mística.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento1 sept 2023
ISBN9788413641706
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    Las dos fuentes de la moral y de la religión - Henri Bergson

    LAS DOS FUENTES DE LA MORAL Y DE LA RELIGIÓN

    Capítulo 1 [1]

    LA OBLIGACIÓN MORAL

    El recuerdo de la fruta prohibida es el más antiguo que hay en la memoria de cada uno de nosotros, así como en la de la humanidad. Lo percibiríamos mejor si no fuera porque este recuerdo se encuentra recubierto por otros que preferimos evocar en su lugar. ¡Qué no hubiera sido nuestra infancia si se nos hubiera dejado hacer! Habríamos volado de placer en placer. Pero he aquí que surgía un obstáculo, ni visible ni tangible: una prohibición. ¿Por qué obedecíamos? La cuestión casi ni se planteaba: nos habíamos acostumbrado a escuchar a nuestros padres y maestros, si bien éramos conscientes de que ello se debía a que, en efecto, eran nuestros padres y eran nuestros maestros. Por tanto, a nuestros ojos su autoridad procedía menos de sí mismos que de su situación respecto a nosotros. Ocupaban una cierta posición y era de ahí de donde procedía su mandato, con una fuerza y un poder de persuasión que no hubieran tenido si se hubieran situado en cualquier otra parte. En otras palabras, nuestros padres y maestros parecían actuar por delegación. Entonces no lo percibíamos con claridad, pero tras ellos adivinábamos algo enorme o, más bien, indefinido, que pesaba sobre nosotros con toda su fuerza a través de su mediación. Más tarde diríamos que es la sociedad. Reflexionando [2] sobre ella, la compararíamos a un organismo cuyas células, unidas por lazos invisibles, se subordinan unas a otras en una jerarquía sabia y se someten de modo natural, en beneficio del todo, a una disciplina capaz de exigir el sacrificio de la parte. No se trata más que de una comparación, ya que una cosa es un organismo sometido a leyes necesarias, y otra distinta una sociedad constituida por voluntades libres1; pero, desde el momento en que estas voluntades se organizan, imitan a un organismo, y en este organismo más o menos artificial el hábito juega el mismo papel que el que juega la necesidad en las obras de la naturaleza. Desde este primer punto de vista, la vida social se nos muestra como un sistema de hábitos fuertemente arraigados que responden a las necesidades de la comunidad. Algunos de ellos son hábitos de mandar; la mayoría lo son de obediencia, ya sea que obedezcamos a una persona que manda en virtud de una delegación social, ya sea que de la propia sociedad, confusamente percibida o sentida, emane una orden impersonal. Cada uno de estos hábitos de obedecer ejerce una presión sobre nuestra voluntad. Podemos sustraernos a tal presión, pero entonces somos arrastrados hacia ella, devueltos a ella, como el péndulo cuando se aleja de la vertical: un orden ha sido alterado, debería restablecerse. En suma, como en el caso de cualquier otro hábito, nos encontramos sometidos a una obligación.

    Pero es una obligación incomparablemente más poderosa. Cuando una magnitud es de tal modo superior a otra que esta resulta despreciable en relación con ella, los matemáticos dicen que pertenece a otro orden. Así ocurre con la obligación social. Su presión, comparada con la de los otros hábitos, es tal que la diferencia de grado equivale a una diferencia de naturaleza.

    [3] Tengamos en cuenta, en efecto, que todos los hábitos de este género se prestan un mutuo apoyo. Aunque no especulemos sobre su esencia y origen, sentimos que existe una relación entre ellos, al sernos exigidos por nuestro entorno más inmediato, o por el entorno de ese entorno, y así sucesivamente hasta el límite extremo, que sería la sociedad. Cada uno responde directa o indirectamente a una exigencia social y en esa medida todos se apoyan mutuamente, formando un bloque. Muchos serían obligaciones pequeñas si se presentaran aisladamente. Pero forman parte de la obligación en general y este todo, que debe el ser lo que es a la suma de las partes que lo integran, confiere a su vez a cada una de ellas la autoridad global del conjunto. Lo colectivo viene así a reforzar lo singular, y la fórmula «es el deber» triunfa sobre las dudas que nos podrían asaltar ante un deber aislado. A decir verdad, no pensamos de un modo explícito en una masa de obligaciones parciales, acumuladas, que compondrían una obligación total. Quizá ni siquiera se trate aquí de una verdadera composición de partes. La fuerza que una obligación recibe de todas las demás es más bien comparable al soplo de vida que cada célula aspira, indivisible y completo, del fondo del organismo al que pertenece como elemento. La sociedad, inmanente a cada uno de sus miembros, tiene exigencias que, grandes o pequeñas, no por ello expresan menos, cada una de ellas, el conjunto de su vitalidad. Pero repetimos que no se trata más que de una comparación: una sociedad humana es un conjunto de seres libres. Las obligaciones que impone y que le permiten subsistir introducen en ella una regularidad que solo tiene cierta analogía con el orden inflexible de los fenómenos de la vida.

    Y, sin embargo, todo contribuye a hacernos creer que esta [4] regularidad es asimilable a la de la naturaleza. No hablo solo de la unanimidad que los hombres manifiestan en alabar ciertos actos y condenar otros. Me refiero a que allí donde los preceptos morales implicados en los juicios de valor no son observados, todo se arregla para que parezca que lo son. Del mismo modo que no vemos la enfermedad cuando paseamos por la calle, no apreciamos lo que puede haber de inmoral tras la fachada que nos muestra la humanidad. Tardaríamos mucho en convertirnos en misántropos si solo nos atuviéramos a la observación del otro. Es más bien percibiendo nuestras propias debilidades como llegamos a compadecerle o a despreciarle. La humanidad de la que nos alejamos entonces es la que descubrimos en el fondo de nosotros mismos. El mal se oculta tan bien, el secreto es tan universalmente guardado, que cada uno se deja engañar por los demás: por muy severamente que simulemos juzgar a los demás, los creemos en el fondo mejores que nosotros mismos. Sobre esta afortunada ilusión descansa buena parte de la vida social.

    Y es natural que la sociedad haga todo lo posible por alentarla. Las leyes que promulga y que mantienen el orden se asemejan por otra parte, en ciertos aspectos, a las leyes de la naturaleza. Admito que la diferencia sea radical a los ojos del filósofo. Una cosa —dirá— es la ley que constata y otra la que ordena. A esta es posible sustraerse. Nos obliga, pero no de modo necesario. Aquella, por el contrario, es absolutamente forzosa: si algún hecho se apartara de ella, tal cosa significaría que sería un error haberla tomado por una ley. Habría otra, que sería la verdadera, cuyo enunciado expresaría cuanto se observa y a la que, por tanto, el hecho refractario se sometería como todos los demás. Sin duda esto es así, pero la distinción no es tan evidente a los ojos de la mayoría de los hombres. Ya sea física, [5] social o moral, toda ley es a sus ojos un mandato. Hay un cierto orden en la naturaleza que se traduce en leyes: los hechos «obedecerían» a estas leyes para someterse a ese orden. Al propio sabio le resulta difícil evitar la creencia de que la ley «preside» los hechos y, por consiguiente, los precede, de modo semejante a la Idea platónica, a la que las cosas debían ajustarse. Cuanto más se eleva el sabio en la escala de las generalizaciones, con más fuerza se inclina, lo quiera o no, a dotar a las leyes de ese carácter imperativo: tiene que luchar realmente consigo mismo para no representarse los principios de la mecánica como inscritos desde toda la eternidad en tablas trascendentes que la ciencia moderna habría ido a buscar a otro Sinaí. Pero si la ley física tiende a adoptar para nuestra imaginación la forma de un mandato, tan pronto como alcanza una cierta generalidad, recíprocamente, un imperativo que se dirige a todo el mundo se presenta ante nosotros casi como una ley de la naturaleza. Al confluir ambas ideas en nuestro espíritu, intercambian algunos de sus caracteres. La ley toma del mandato lo que este tiene de imperioso. El mandato recibe de la ley lo que tiene de insoslayable. Y una infracción del orden social reviste así un carácter antinatural: incluso aunque se repita frecuentemente, nos produce el efecto de una excepción que sería a la sociedad lo que un monstruo a la naturaleza.

    ¡Y qué no sucederá si lo que percibimos tras el imperativo social es un mandato religioso! Poco importa la relación entre ambos términos. Ya sea que interpretemos la religión de un modo u otro, que la consideremos social por esencia o por accidente, lo cierto es que siempre ha desempeñado un papel social. Por lo demás, este papel es complejo. Varía con los tiempos y lugares; pero en sociedades como las nuestras, la religión tiene como efecto primero [6] sostener y reforzar las exigencias sociales2. Puede llegar mucho más lejos, pero al menos llega hasta aquí. La sociedad establece penas que pueden afectar a inocentes y ser eludidas por los culpables; apenas recompensa a nadie, solo repara en lo que resulta llamativo y se contenta con poco. ¿Dónde está entonces la balanza humana capaz de valorar rectamente penas y recompensas? Al igual que las ideas platónicas nos revelan, perfecta y completa, la realidad, de la que solo podemos percibir burdas imitaciones, la religión nos introduce en una ciudad en la que nuestras instituciones, leyes y costumbres, a lo sumo, de tarde en tarde, representan los aspectos más destacados. Aquí abajo el orden es meramente aproximado y logrado por los hombres de un modo más o menos superficial; allá arriba es perfecto y se realiza por sí mismo. La religión, así, acaba de salvar, a nuestros ojos, la distancia existente —y reducida ya por los hábitos del sentido común— entre un mandato de la sociedad y una ley de la naturaleza.

    De este modo, una y otra vez desembocamos en la misma comparación, deficiente en varios sentidos, pero aceptable en el aspecto que nos interesa: los miembros de la ciudad actúan como las células de un organismo. La costumbre, auxiliada por la inteligencia y la imaginación, introduce en ellos una disciplina que imita de lejos, por la solidaridad que establece entre individualidades distintas, la unidad de un organismo compuesto por células anastomosadas3.

    Una vez más, todo contribuye a hacer del orden social una imitación del orden que observamos en las cosas. Cada uno de nosotros, cuando se observa a sí mismo, se siente, por supuesto, libre de seguir sus propias inclinaciones, deseos o caprichos, sin contar con los otros hombres. Pero esta veleidad no se ha perfilado aún cuando surge la tendencia opuesta, antagónica, [7] derivada de la acumulación de todas las fuerzas sociales; frente a los motivaciones individuales, que impulsan a cada uno por su lado, esta fuerza desembocaría en un cierto orden, no exento de analogías con el que preside los fenómenos naturales. La célula que forma parte de un organismo, si se hiciera consciente por un instante, apenas hubiera mostrado la intención de emanciparse, ya habría sido atrapada por la necesidad. Por el contrario, el individuo que forma parte de la sociedad es capaz de subvertir e incluso quebrar una necesidad que imita a aquella, que él ha contribuido en cierta medida a crear pero que, sobre todo, soporta: el sentimiento de esta necesidad, acompañado de la conciencia de poder sustraerse a ella, es justamente lo que se llama obligación. Desde este punto de vista, y tomada en su acepción más ordinaria, la obligación es a la necesidad lo que la costumbre a la naturaleza.

    Así pues, la obligación no procede precisamente del exterior. Cada uno de nosotros pertenece a la sociedad tanto como a sí mismo. Si la conciencia desde lo hondo nos revela, a medida que profundiza, una personalidad cada vez más original, inconmensurable con las otras y, por otra parte, inexpresable, en la superficie de nosotros mismos nos encontramos en una relación de continuidad con los demás, nos parecemos a ellos, y nos une una disciplina que ha creado entre ellos y nosotros una dependencia recíproca. Instalarse en esta parte socializada de sí mismo, ¿será acaso para nuestro yo el único modo de aferrarse a algo sólido? Lo sería, ciertamente, si no pudiéramos sustraernos de otra manera a una vida de impulsos, caprichos y pesares. Pero en lo más profundo de nosotros mismos descubriremos, quizá, si es que sabemos buscarlo, un equilibrio de otro género, más valioso aún que el equilibrio superficial. Las plantas acuáticas, que emergen a la superficie, [8] son sacudidas incesantemente por la corriente. Sus hojas, uniéndose fuera del agua, les proporcionan estabilidad, desde lo alto, al enlazarse unas con otras. Pero aún más estables son sus raíces, sólidamente hundidas en la tierra, que las sostienen desde abajo. No hablaremos por el momento, sin embargo, del esfuerzo que necesitaríamos para llegar hasta el fondo de nosotros mismos. Si bien este esfuerzo es posible, de hecho es excepcional4, y es en la superficie, en el punto en que se inserta en el tejido de las otras personalidades, también consideradas en su exterioridad, donde nuestro yo encuentra normalmente un punto en que apoyarse. Su solidez radica en esta solidaridad. Pero en el punto en que se apoya, queda él mismo socializado. La obligación, que nos representamos como un lazo entre los hombres, ata, en primer término, a cada uno de nosotros a sí

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