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La penicilina que salvó a Hitler y otras historias de la Microbiología
La penicilina que salvó a Hitler y otras historias de la Microbiología
La penicilina que salvó a Hitler y otras historias de la Microbiología
Libro electrónico328 páginas8 horas

La penicilina que salvó a Hitler y otras historias de la Microbiología

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El 20 de julio de 1944, Adolf Hitler sufrió un atentado con bomba orquestado por conspiradores civiles y militares que era parte de la conocida como Operación Valquiria. Hitler sobrevivió, pero sufrió cortes en la frente, abrasiones y quemaduras e incluso ampollas en brazos y piernas, algunas de las cuales fueron invadidas por astillas de madera que eran especialmente preocupantes porque podían originar un proceso septicémico. Los médicos temieron por la vida del Führer y administraron penicilina para evitar las infecciones, pero ¿de dónde obtuvieron los alemanes el antibiótico?

Década tras década, los microbios han desempeñado papeles esenciales en importantes episodios de la historia, ya sea en la literatura, en la pintura, en la ciencia, en la política o en otras muchas facetas de nuestra existencia. ¿Quién salvó a Hitler?, ¿cómo transcurrió el rodaje de La reina de África? ¿qué relación tienen Sherlock Holmes y la microbiología?, las trampas de los antivacunas, la inmortalidad de Henrietta Lacks, el incidente Cutter, las peripecias de Hemingway… y otras asombrosas historias repletas de curiosidades, ciencia y muchos, muchos, microorganismos.

Del autor y su obra se ha dicho:
«Un libro fascinante. Una trepidante aventura en busca de la Ciencia». «Meridiano de Turing», rne.
«Raúl Rivas relata con maestría literaria historias en las que los microorganismos son los protagonistas. Uno se queda con ganas de más. Si te gustan las buenas historias, seguro que disfrutarás con este libro». Francisco R. Villatoro, La ciencia de la mula Francis, Naukas.
«Con el tamaño perfecto para que su lectura sea dinámica y amena; he sido incapaz de empezar un capítulo sin leerlo de una sentada. Entretenido, riguroso y bien escrito. Las cualidades que tienen los grandes libros de divulgación científica». Daniel Martín Reina, Hablando de Ciencia.
«Una historia de la microbiología diferente, plagada de anécdotas, curiosidades, enigmas y aventuras científicas en la que aprendemos de microorganismos, química, historia, arte y otras muchas cuestiones. Un libro muy completo». Eva Caballero, «La mecánica del caracol», Radio Euskadi.
«Algunos de los episodios más relevantes y curiosos de la Historia en los que los microbios son los auténticos protagonistas». Manuel Seara, «A hombros de gigantes», rne.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento27 ene 2022
ISBN9788417547875
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    La penicilina que salvó a Hitler y otras historias de la Microbiología - Raúl Rivas

    Presentación

    Mentira me parece, pero, por bien cierto le aseguro que lo tengo, que estamos en guerra. No es la primera vez. Tampoco será la última. La historia de la humanidad es una batalla continua entre nosotros y algunos microbios. En este universo de confianza y raigambre, el enemigo, viejo conocido pero con actualizaciones propias del siglo xxi, actúa con elegancia y sigilo cuando es imbuido con el perfume de la indolencia. En el caso que nos atañe, que no es poca cosa, la incursión preliminar del maligno, a finales del año 2019, pasó inadvertida. Resulta que el nuevo adversario, un puñetero coronavirus cosmopolita, adquirió ventaja adaptativa y silenciosa en un tris tras, y cargó desde el principio sin contemplaciones, saltando parapetos y barricadas con la pericia de un atleta de élite, consiguiendo colocar, desprovisto de cálculos previos y desde el pitido inicial, las gónadas de la población a la altura de la nuez. «¡El hijo de su madre!», que gritaría la pluma de Camilo José Cela en La familia de Pascual Duarte.

    No tengan dudas de que el asunto actual no es puntual ni aislado. Tiempo atrás, por mencionar un contenido relacionado, antes de la introducción de la vacuna del sarampión en 1963, la enfermedad causaba epidemias cada dos o tres años originando aproximadamente 2,6 millones de muertes anuales. Al igual que ahora está apretando el SARS-CoV-2, durante siglos humillantes, estuvimos en el bando perdedor, y algunos virus, bacterias, hongos y demás microbios de mal carácter y de compañía insoportable comían peones, tumbaban alfiles, volteaban caballos y desmontaban torres hasta dar jaque al rey y, ya de paso, al pueblo soberano. Por fortuna, el desarrollo científico nos ha provisto de vacunas, de antimicrobianos y de otros rutilantes arcabuces, con los que encañonar a los bichejos, aunque no a todos claro está, que la mayoría no ha roto un plato en su vida.

    Década tras década, los microorganismos han desempeñado papeles esenciales en importantes episodios de la historia, ya sea en la literatura, en la pintura, en la ciencia, en la política o en otras muchas facetas terrenales que conforman las aristas de nuestra existencia como especie. Por citar algunos ejemplos, Dickens, autor de Oliver Twist o Historia de dos ciudades, escribió preocupado sobre la difteria que afectaba a Boulogne-sur-Mer, en la costa norte de Francia, y la reina Isabel I de Inglaterra maquillaba con un pigmento blanco, llamado cerusa de Venecia, las acentuadas y numerosas marcas faciales que le había regalado una malintencionada viruela. La práctica cosmética otorgó a la monarca un aspecto inmaculado, casi virginal, y esa estampa, de piel nívea y mortecina, es la que ha pasado a la posterioridad.

    A estas alturas, sabemos que los microorganismos, benefactores o villanos, han configurado el planeta con procederes concienzudos, esmerados y esplendorosos. Algunos pasan desapercibidos, como el hecho de que cerca de tres mil minerales han llegado a existir debido a los microbios. La bella malaquita verde y la hermosa azurita azul, utilizadas durante miles de años como adornos, gemas o para fabricar pigmentos con los que crear obras de arte, no existirían sin los microorganismos. Ambos minerales son carbonatos de cobre. Las condiciones óptimas para que se formen parecen estar dentro de la zona de oxidación poco profunda que es originada durante los períodos de oxidación bacteriana exotérmica rápida de sulfuros, y provocada por ciclos de precipitación húmedo-seco. La malaquita, utilizada como delineador de ojos en el antiguo Egipto, fue manejada por Cleopatra, que aplicaba pasta del mineral en sus párpados inferiores. Además del buscado propósito cosmético que producía el tono verde de la malaquita, el mineral, por su contenido en cobre, también evidenciaba efectos germicidas, algo muy apreciado en un entorno y en una época donde las infecciones oculares eran tan habituales como las flores en primavera.

    Muchas veces, los pormenores nunca son como a primera vista los divisamos, y así ocurre que, cuando analizamos las particularidades bien de cerca, con catalejo, lupa o microscopio —que por cierto combina de mil amores con el tema en cuestión—, de las primeras conjeturas no quedan ni las raspas. Bien o mal, la ciencia ha recogido el guante para reseñar, puntualizar y explicar aspectos variopintos, batiburrillos y embrollos que han picoteado la historia de la humanidad y que han estado protagonizados por microorganismos. Al fin y al cabo, los microbios, que igual sirven para un roto que para un descosido, han metido la pezuña allá donde han podido, representando relatos dantescos, gloriosos, divertidos, trágicos, almibarados, animados, burlescos o insólitos, algunos de los cuales aparecen narrados en este libro. Así es que, por favor, no se queden aquí. Pasen y lean, que el espectáculo acaba de empezar.

    El legado de Henrietta Lacks

    «No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana, en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio».

    Jorge Semprúm, La escritura o la vida.

    Verdad es que a veces los recuerdos apuñalan el costado. Jorge Semprúm evoca fragmentos de una vida pasada a fuerza de suturar pesares en la novela La escritura o la vida, donde narra los años que permaneció cautivo en el campo de concentración de Buchenwald. Buchenwald era un oscuro triturador de voluntades, gobernado por una reina implacable y sanguinaria llamada Ilse Koch. Antes que monarca, Ilse fue secretaria, y desde el 1 de mayo de 1932 estaba afiliada al partido nazi. Para desgracia de muchos inocentes, Ilse progresó entre la inmundicia hasta convertirse en un monstruo diabólico apodado la Bruja de Buchenwald.

    Ilse era un reglón torcido de la historia. Sádica, provocadora, pervertida, mezquina y cruel. En 1937 contrajo matrimonio con Karl Otto Koch, un lameculos de mediopelo que había ascendido con bastante rapidez en las filas del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, por devoto y por falto en escrúpulos. En 1935, Karl fue encumbrado a comandante de la guardia en el campo de concentración de Esterwege, un sumidero de almas arrugadas que visitaba con frecuencia Ilse y donde al parecer, obviando los tormentos ajenos y las vidas esquilmadas, brotó el idilio entre ambos. En 1936, Karl escaló a comandante del campo de concentración de Sachsenhausen. No se me ocurre un mejor lugar donde dos buitres pudieran cultivar un romance y, en ausencia de objeción moral y ética, la naturaleza obró en consecuencia. Al año siguiente, el 25 de mayo de 1937, empachados de carnaza, Karl e Ilse se casaron en Sachsenhausen. Unos meses después, el 1 de agosto de 1937, Karl fue trasladado como comandante de campo al recién creado campo de concentración de Buchenwald. La pareja de alimañas migró en luna de miel instalándose en Villa Koch, madriguera situada puertas afuera de Buchenwald, cercana al campo, pero suficientemente alejada de la salvajada para que los gritos tempraneros que emergían de las fauces del infierno no se mezclaran con el desayuno. Buchenwald sirvió de nido a la pareja que alumbró a tres polluelos: Artwin, Gisela y Gudrun, que falleció sin poder afilar el pico a los pocos meses de nacer. En este aspecto, el campo de concentración era neutral y, si la ocasión la pintaban calva, no desperdiciaba ningún ánima a la que hincar el colmillo, ya hubiera estado alimentada con mendrugos raídos o con Kasseler Rippenspeer.

    Ilse Koch fotografiada en 1945.

    Exhibición de restos humanos y artefactos recuperados por el ejército estadounidense de un laboratorio de patología de Buchenwald.

    Buchenwald era un campo especialmente horrible, brutal y mortal que estaba administrado con absoluta impunidad por la pareja de carroñeros. Ilse golpeaba, torturaba y disfrutaba experimentando con los prisioneros hasta asesinarlos. Entre las perversas aficiones de Ilse, destacó la selección de presos tatuados a los que mandaba desollar para fabricar con su piel colecciones de pantallas para lámparas y otros artículos y adornos para el hogar. A finales de noviembre de 1940, Erich Wagner, médico de Buchenwald, presentó en la Universidad de Jena una tesis doctoral de cincuenta y una páginas ilustrada con treinta imágenes basadas en los tatuajes de los presos del campo de concentración. Wagner escudriñaba el campamento en busca de cuerpos tatuados, y una vez localizadas las presas, fotografiaba a los desgraciados y los embalaba en dirección a la puerta del comandante Karl Otto Koch. Los prisioneros eran seleccionados y descarnados con precisión por el esplendor de su pellejo tatuado. Las mejores muestras de piel emprendían camino en dirección al Departamento de Patología, donde eran preparadas con asquerosa pulcritud para ser mostradas, como tesoros únicos y especiales, a los visitantes de las ss.

    George Patton, 30 de marzo de 1943 [Library of Congress].

    El 11 de abril de 1945, la Tercera Armada estadounidense, bajo el mando del general George S. Patton, liberó Buchenwald. Las condiciones en las que encontraron a los presos sobrevivientes eran atroces. Semprúm describió el aroma grumoso que desprendía Buchenwald como dulzón, insinuante, con tufos acres, propiamente nauseabundos, un olor insólito, que era el del horno crematorio.

    El juicio de Buchenwald, celebrado en Dachau, comenzó el 11 de abril de 1947, exactamente dos años después de la liberación del campo de concentración. Ilse Koch, la única mujer entre los treinta y un acusados, declaró ser «no culpable» de todos los cargos. Al poco, Ilse obtuvo una reducción de la sentencia y fue liberada por los estadounidenses de la prisión de Landsberg el 17 de octubre de 1949. Sin embargo, el canciller de Alemania Occidental, Konrad Adenauer, estaba dispuesto a volver a arrestarla y juzgarla por los presuntos delitos que no formaban parte de la condena en los juicios a los que había sido sometida por crímenes de guerra en Dachau. En la segunda acusación, Ilse fue juzgada por delitos cometidos contra ciudadanos alemanes, en concreto tres cargos de asesinato asistido, un cargo de intento de asesinato, dieciséis cargos de incitación al asesinato y tres cargos de intento de asesinato. Ilse pasó trece meses en prisión antes de que, el 27 de noviembre de 1950, comenzara el juicio en Ausgburg, conducido por el presidente de la corte Georg Maginot.

    Ilse Koch en una de las sesiones del juicio al que fue sometida.

    El 15 de enero de 1951, Ilse Koch recibió el veredicto. Culpable. Condenada a cadena perpetua aderezada con trabajos forzados en la prisión de mujeres de Aichach. Por muy duro que fuera Aichach, era el paraíso comparado con Buchenwald. En el campo de Buchenwald, al igual que en otros campos de concentración alemanes, eran realizadas prácticas eugenésicas. El régimen nazi consideró que cientos de miles de personas eran «no aptas» y decidió que fueran esterilizadas a la fuerza por diferentes métodos, como la esterilización quirúrgica con graves complicaciones y altas tasas de mortalidad, la irradiación con rayos X o la inyección de materiales irritantes en el útero. Algunos de los pinchazos inoculaban extractos de la planta Caladium seguinum, a la que eran atribuidas propiedades de esterilización y de castración. Además de estos experimentos, en Buchenwald los médicos nazis también testaron en los reclusos diferentes enfermedades transmisibles entre las que destacaron el tifus, la fiebre amarilla, la viruela, la fiebre tifoidea, el cólera y la difteria. En Dachau fueron efectuados ensayos con malaria y en los campos de Sachsenhausen y Natzweiler se ejecutaron experimentos de ictericia epidémica en judíos. La traducción de la palabra inglesa jaundice es ictericia, y el término deriva por inserción epentética de jaunisse, ictericia en francés antiguo, y jaunise, ictericia en francés moderno, que a su vez provienen de jaune, que en francés significa amarillo. En general, la ictericia es la coloración amarillenta de la piel y de las mucosas debido al aumento de la concentración de la bilirrubina en la sangre. El término icterus proviene del griego ικτερός que significa ictericia, y ha sido empleado para nombrar un género de aves paseriformes que exhiben vibrantes tonos amarillos en su plumaje. Los brotes de ictericia epidémica han sido frecuentes en varias guerras y han recibido el apelativo de «ictericia de campaña». Durante la guerra civil estadounidense acaecieron más de 70.000 casos de ictericia epidémica en las tropas de la Unión y en la Segunda Guerra Mundial las tropas británicas, francesas y americanas sufrieron cientos de miles de casos. En retrospectiva, es probable que los brotes fueran causados por el virus de la hepatitis A. Los brotes infecciosos relacionados con la hepatitis A no se han limitado al ámbito militar. En 1988 el consumo de almejas crudas contaminadas con el virus provocó en Shangai una epidemia de hepatitis A que afectó a 300.000 personas.

    Una de las imágenes de propaganda de la eugenesia más conocidas:

    «60.000 marcos es lo que cuesta al pueblo alemán esta persona con defectos hereditarios a lo largo de su vida. Ciudadano, ese es también tu dinero. Lee Un pueblo nuevo, la revista mensual de la Oficina de Política Racial del nsdap (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei)».

    El virus de la hepatitis A se transmite principalmente por vía fecal-oral, cuando una persona no infectada ingiere alimentos o agua contaminados por las heces de un individuo infectado. Los síntomas de la enfermedad comprenden fiebre, malestar, pérdida de apetito, diarrea, náuseas, molestias abdominales, coloración oscura de la orina e ictericia. A mediados de la década de 1990, las primeras vacunas contra la hepatitis A, la vacuna havrix de la compañía GlaxoSmithKline y la vacuna vaqta de la farmacéutica msd, obtuvieron las licencias de administración en los Estados Unidos de América y poco después en el resto del planeta. Las vacunas son muy inmunógenas y más del 95 % de los adultos que reciben una dosis única de cualquiera de las vacunas desarrollan anticuerpos protectores dentro de las cuatro semanas posteriores a la administración, y casi el 100 % obtiene inmunidad hacia la enfermedad después de recibir dos dosis. Todas las vacunas frente al virus de la hepatitis A se producen a partir de virus procedentes de cultivos in vitro de células diploides humanas, purificados mediante sistemas de ultrafiltración y cromatografía, e inactivados con formaldehído. Para obtener las vacunas havrix y vaqta se emplean fibroblastos, células diploides humanas de la línea celular mrc-5, cuyo origen remoto fueron tejidos pulmonares de un feto abortado en 1966 en el Reino Unido. La línea celular mrc-5 también es utilizada para desarrollar la vacuna Priorix frente a la rubeola, la vacuna antirrábica Mérieux y las vacunas ProQuad, Varilrix, Varivax y Zostavax contra la varicela.

    La historia del uso de líneas celulares humanas para desarrollar vacunas contra enfermedades infecciosas arrancó de forma insospechada al mismo tiempo en el que Ilse Koch fue condenada a cadena perpetua. Al otro lado del Atlántico, en el país de los vencedores, una joven mujer afroamericana llamada Henrietta Lacks comenzó a tener fuertes dolores abdominales en enero de 1951. Con el paso de los meses la dolencia se perpetuó y, superado el cenit del verano, los días empezaron a languidecer con la misma rapidez que el ánimo a Henrietta. El otoño amenazaba con enmoquetar las calles de Maryland con la sempiterna y clásica alfombra caduca de hojas color ocre mientras Henrietta acudía preocupada al Hospital Johns Hopkins de Baltimore. La joven sufría un sangrado vaginal anormal.

    Tras el examen, las aciagas suposiciones solidificaron en el diagnóstico del eminente ginecólogo Howard Jones, pionero y visionario en la medicina reproductiva, cirujano ginecológico de renombre internacional y el padre de la fertilización in vitro en los Estados Unidos de América. Jones descubrió que Henrietta tenía un gran tumor maligno en el cuello uterino.

    La visita al Hospital Johns Hopkins no fue casual. El hospital fue creado en 1889 gracias a la donación de diecisiete millones de dólares que Johns Hopkins, un empresario abolicionista y filántropo estadounidense, decretó en su testamento. Hopkins ordenó que la fortuna fuera destinada a la construcción de un hospital de beneficencia y una universidad asociada que mantuvieran especial énfasis en el cuidado de personas necesitadas e indigentes, sin importar la edad, el sexo o la raza. Henrietta provenía de una familia humilde dedicada al cultivo del tabaco en la localidad de Clover, en Virginia, y los avatares de la vida provocaron que Henrietta fuera criada en la casa del abuelo, Tommy Lacks, donde convivió con su primo David Lacks, con quien años más tarde contrajo matrimonio en 1941. La economía de Henrietta y David hacía aguas por los cuatro costados, y el nacimiento de Joseph, quinto y último hijo del matrimonio, en noviembre de 1950, ayudó más bien poco a desaguar la situación. En esa coyuntura de miseria y enfermedad, el Hospital Johns Hopkins era uno de los pocos hospitales que trataba a los afroamericanos pobres.

    Los registros médicos de la época recogen que Henrietta fue sometida a tratamientos con radio como terapia contra su cáncer de cuello uterino. Por coincidencias del destino o del azar o de lo que cada uno quiera creer, en aquel momento el doctor George Gey, un destacado investigador de virus y de cáncer, llevaba varios años recolectando células de todas las pacientes que llegaban al Hospital Johns Hopkins con cáncer de cuello uterino. Durante el proceso, se realizó una biopsia del cuello uterino de Henrietta y se tomaron cuatro piezas de tejido, algunas se enviaron al Departamento de Patología para su evaluación diagnóstica y otras fueron enviadas al laboratorio de tejidos del doctor Gey. Es conveniente destacar que, aunque Henrietta Lacks otorgó un «permiso de operación» o consentimiento para la cirugía, nadie le pidió permiso para recolectar o compartir sus muestras por otras razones, a pesar de que el consentimiento para la investigación médica fue codificado en el Código de Nuremberg de 1949. El consentimiento informado se hizo popular en la práctica médica a partir de 1957.

    Portada de la obra literaria The Immortal Life of Henrietta Lacks, de Rebecca Skloot, editada por Pan Macmillan en los Estados Unidos de América.

    El caso es que, por h o por b, las muestras llegaron al laboratorio de George Gey. Para poder identificar el origen de la muestra, el protocolo habitual definía que era necesario imponer una codificación interna que evitara

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