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Escritos 1789 - 1859 Volumen I: Editados por primera vez
Escritos 1789 - 1859 Volumen I: Editados por primera vez
Escritos 1789 - 1859 Volumen I: Editados por primera vez
Libro electrónico676 páginas7 horas

Escritos 1789 - 1859 Volumen I: Editados por primera vez

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Desde muy joven, Alexander von Humboldt entró en contacto con las eminencias científicas y políticas de su época. Viajar y explorar el mundo, en especial el Nuevo Mundo, era su plan de vida. Fue un científico, explorador y humanista que legó una amplia obra: entre sus libros Ensayo político sobre el reino de la Nueva España y Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente hasta el tardío Cosmos, se condensan las observaciones y teorías sobre la naturaleza, la cual le parecía un organismo vivo e interactivo de suma intensidad. En sus estudios se adelantó con minucia a su época; por ejemplo, dada su obsesión por las mediciones y los instrumentos de precisión, detectó cómo la deforestación que la humanidad genera es el causante de un cambio climático con consecuencias desastrosas. Humboldt creía en el libre flujo de las ideas y de la información, una comunicación sin fronteras. Es así que su metodología de investigación se extendía dentro de una red internacional conformada por los mejores científicos, una red muy moderna, por correspondencia y 200 años antes de internet. Era un científico que sabía interrelacionar cosas y lugares y aplicar los nuevos métodos, como la geografía comparada. Actualmente, conocemos sus obras más importantes, pero hay cientos de escritos que publicó o documentó en revistas, boletines, libretas, y quedaron dispersos, prácticamente desconocidos. Editorial Herder presenta en español, en este primer volumen, una selección de 50 textos de aquella obra inédita. Se trata de una edición en colaboración con el proyecto internacional Alexander von Humboldt – Escritos completos de Berna, Suiza.

Alexander von Humboldt (1769-1859) creció en el seno de una familia de la pequeña nobleza, que se vio afectada por la Ilustración en el imperio de Federico el Grande. Su educación y formación se desarrollaron en el contexto de los imperios de Prusia, Francia y España. Alcanzó una erudición universal desde su juventud, una erudición que procuraría una magna obra científica a lo largo de siete décadas y que marcó los estándares en varios campos de la ciencia hasta el siglo XX. Su labor de investigación fue especialmente relevante en América. Durante los años 1799-1804 realizó expediciones en Venezuela, Cuba, Colombia, Ecuador, Perú y México, viajes de los cuales se desprenden los escritos que conforman el presente volumen.

También puedes encontrar Escritos 1789 - 1859 volumen II en nuestra página.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2022
ISBN9786077727873
Escritos 1789 - 1859 Volumen I: Editados por primera vez

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    Escritos 1789 - 1859 Volumen I - Alexander von Humboldt

    Escritos I

    1 «Lettre à L’Auteur de cette Feuille; sur le Bohon-Upas, par un jeune Gentilhomme de cette ville», en: Gazette littéraire de Berlin 1270 (5 de enero de 1789), pp. 4-8; 1271 (12 de enero de 1789), pp. 11-13.

    Carta al autor de esta gaceta. Sobre el Bohon-Upas, por un joven gentilhombre de esta ciudad

    Señor:

    Hace algún tiempo publicó usted en su Gazette Littéraire la descripción de un árbol venenoso que crece en las Indias y es conocido con el nombre de Bohon-Upas. Esa descripción contenía tantas cosas maravillosas que uno se veía casi tentado a tildarlas de fábulas. Ni usted mismo parecía considerarlas como verdades constatadas. No obstante, un folleto muy reciente que uno de mis amigos acaba de recibir en Suecia y que, teniendo en cuenta a su autor, podemos considerar auténtico, nos proporciona suficientes pruebas de que los efectos de este terrible veneno superan lo más cruel que uno pueda imaginar. Esta obra reciente lleva el título de:

    Arbor toxicaria Macassariensis: Upsaliae 1788.

    El autor de la disertación es el profesor Thunberg, caballero de la Orden de Vasa, miembro de la mayoría de las academias europeas, hombre famoso por sus talentos y conocimientos universales sobre la naturaleza. Es alumno de Linneo, cuyas huellas siguió con un éxito que lo honra tanto como a su maestro. Tras haber concluido sus estudios en la academia de Upsala, se dirigió a Holanda, donde, provisto de recomendaciones de varios eruditos suecos y gracias a su inteligencia y sus conocimientos, supo ganarse el favor de algunos de los magistrados más distinguidos de la república. Su ardiente deseo de ser útil a la especie humana por medio de un descubrimiento importante hizo que centrase su mirada en las regiones todavía desconocidas de nuestro globo terráqueo. Sus mecenas ilustres reconocieron en él ese noble fervor y lo aprovecharon en favor de la República de las Letras. Bajo su auspicio, Thunberg realizó, en el transcurso de varios años, viajes al Cabo, Java y Japón. Visitó los lugares más notables de la India Oriental, y son pocos los botánicos contemporáneos que puedan vanagloriarse de un éxito tan inmenso. De vuelta en Europa, obtuvo en su patria todos los honores que merece un ciudadano de su estirpe. El rey de Suecia, que tanto favorece las ciencias y las bellas artes, lo condecoró con su orden. Las academias más célebres de Europa se apresuraron a incluirlo entre sus miembros, por lo que ocupa ahora en Upsala el mismo lugar del que hizo galas el inmortal Linneo.

    Thunberg fue el primero que se atrevió a efectuar cambios favorables en el sistema creado por su maestro, a quien nadie, antes que él, había logrado alcanzar. Suprimió las últimas cuatro clases por considerarlas inútiles y reformuló el sistema en 20 clases: un método más sencillo que el señor Willdenow, joven pero riguroso botánico, ha seguido en su excelente Flora Berolinensis.

    Al haber pasado varios años en esas inmensas islas que se encuentran al oeste de Asia, el caballero Thunberg conoce mejor que cualquier erudito europeo las maravillosas producciones de esos climas afortunados. Su descripción de las plantas del Japón, sus disertaciones sobre el clavero o la moscada, o tantas otras obras eruditas dan prueba de que pocos botánicos han viajado antes que él y han puesto tanta atención en todo lo concerniente a la naturaleza. Así pues, a sus juicios podemos remitirnos al considerar aquellas materias sobre las que los viajeros mal instruidos o crédulos nos inducen al error. Los relatos sobre el Árbol-Veneno de la India nos mostraron nuevamente cómo hemos exagerado cosas que, por su propia naturaleza, nos ofrecen un sinfín de maravillas, sin que sea necesario agregarles otras imaginarias para hacerlas más interesantes.

    Thunberg comienza ofreciéndonos una descripción botánica del Bohon-Upas, o para escribirlo más correctamente, del Boa-Upas, es decir, en la jerga de los malayos, Árbol-Veneno. Estos pueblos distinguen dos especies con los nombres de Macan-Cavul y Djato matti; esta última es más peligrosa que la primera. El famoso Rumphius, en su Herbarium Amboinense, las clasifica como hembra y macho, calificativo ridículo que empleaban los antiguos botánicos. Ambos árboles tienen el tronco robusto y grueso, las ramas dispersas, la corteza abierta de color marrón tirando a gris, una madera amarillenta y abigarrada con manchas negras. Las hojas son ovaladas, de dos pulgadas de ancho y con la longitud de una hoja de palmera. Dado que ningún botánico ha observado aún las flores y los frutos de este árbol pernicioso, no es posible definir su género con certeza. Sin embargo, Thunberg tiene sus razones para presumir que pertenecen al de Cestrum Lin,¹ que los antiguos clasificaron como una especie de jazmín. Esa opinión le parece tanto más acertada por cuanto pudo ver en el Cabo de Buena Esperanza cómo los hotentotes mezclaban el jugo de un Cestrum con los terribles venenos que extraían de sus serpientes.

    El Boa-Upas crece principalmente en las Islas de Java, Sumatra, Borneo, Baleija y Macasar. Le agradan las montañas desnudas y los desiertos. Un suelo estéril, árido, o más bien con el aspecto de un territorio reducido a cenizas, anuncia su presencia. Ningún árbol, ninguna hierba puede crecer bajo su sombra. A su alrededor, a tiro de piedra, dice nuestro autor, la tierra parece estar quemada. Y añade entre paréntesis: «Como dicen pro certo vendidatur», de donde se demuestra que esto no es más que un dicho popular.

    Señalemos aquí la fe que podemos tener en esos viajeros supersticiosos o mal intencionados: los primeros han escrito que no crece árbol, arbusto ni hierba alguna entre 10 y 12 millas a la redonda. Los segundos informan que «en el circuito de 15 a 18 millas no se encuentra ningún hombre o animal, y ni un solo pez en el agua». ¿Cuál es la gran diferencia entre el radio en el que cabe un «tiro de piedra» y el de 18 millas a la redonda? Thunberg apunta que los sacerdotes se interesan especialmente en difundir tales errores que el común de los indios acoge con avidez. Según Voltaire, esto probaría que la naturaleza de los sacerdotes no cambia al sur del ecuador. Nosotros no emitimos juicios al respecto: nos limitamos a deplorar la desgracia de los mortales que son víctimas de sus supuestos hermanos. Los sacerdotes mahometanos podrían prescindir de embaucar al vulgo al decir que Dios, al ceder a las instancias del Profeta, ha producido este árbol para castigar a los pueblos por sus pecados. Los males de los humanos son suficientes, no hay necesidad de aumentarlos con ideas tan funestas.

    Todavía está en duda que esa esterilidad mencionada por todos los autores sea atribuida con justicia a las emanaciones venenosas del Boa-Upas. Es muy probable que ese árbol se halle en un suelo del que ninguna otra planta podría extraer su alimento. Un junípero solitario que crece en la grieta de un peñasco no da muestra alguna de oprimir a la vegetación que lo circunda. Thunberg nos dice que aun si se constatase que los viajeros no han observado animal ni planta alguna en varias millas a la redonda, ello no sería nada extraordinario en el caso de esta zona ardiente de nuestro planeta. Los calores excesivos que reinan durante el verano provocan la muerte de todas las plantas: los animales no encuentran alimento en esos desiertos y huyen a los bosques más poblados. Las lluvias frecuentes del invierno despiertan a la naturaleza, sacándola, por así decirlo, de su sueño letárgico: la tierra cambia su esterilidad por mantos de césped, y vemos aparecer manadas en los mismos lugares que antes creíamos inhabitables.

    La savia de este árbol terrible es una resina negruzca que se diluye al calor del fuego. Es muy preciada entre los indios. Los pueblos que la poseen tienen una ventaja real sobre sus enemigos. Rumphius, otrora cónsul en Ambón, cuenta que antes de que se descubrieran antídotos eficaces, sus compatriotas holandeses tenían más miedo de las flechas envenenadas con esta savia que de todos los otros peligros y rigores de la guerra.

    No sin riesgo se obtiene este jugo, y resulta difícil de cosechar. Al ser tan perniciosas las emanaciones del árbol, solo podemos acercarnos a él tomando importantes precauciones; y todas esas dificultades y peligros incrementan el precio del veneno. Quienes lo recogen se ven obligados a cubrirse cabeza, manos y pies con telas. Nadie se atreve a tocar el tronco letal. Dice el autor que hay que mantenerse a distancia, «porque la muerte parece haber fijado su andar y su morada cerca de este árbol».

    Unas largas varas de bambú emplean los indios para recoger el jugo mortal. Afilan una de las puntas de estos palos y la clavan en el árbol. La corteza abierta por esta operación libera enseguida su savia negruzca, que empieza a fluir a gotas hacia las cavidades de las varas. Por ese método, se clavan en el tronco 15 o 20 bambúes que son retirados tres o cuatro días después, cuando están llenos de su jugo mortal. Mientras la savia es reciente, se muestra blanda y maleable como una pasta: entonces se hacen con ella pequeños rollos que se colocan en los tubos del bambú. Y como el veneno es sumamente volátil, envuelven los tubos con 8 o 10 vueltas dobles de tela. Por lo que dije en relación con las precauciones que se deben tomar para poder acercarse al árbol, en un sitio donde la muerte parece alcanzar a todo temerario que ose desafiarla, concluirá usted fácilmente que no hay nada más peligroso que este método de recolección y le costará tanto como a mí concebir que haya hombres con audacia suficiente para intentar tal peligrosa aventura. ¿Qué no puede, por un lado, la sed de venganza, y por el otro, la sed de oro?

    La gente del pueblo, supersticiosa como en todas las Indias, cree que cuando se corta el tronco del árbol, el veneno puede hacerse más activo y terrible. El vulgo no razona, cree ciegamente, de lo contrario se preguntaría qué relación puede existir entre la savia de un árbol y el tronco del que se desprende. Además, si el contacto con el árbol fuera tan letal, ¿cómo podríamos cortar el tronco? Y si eso pudiera hacerse, tal operación, repetida a menudo, no tardaría en destruir el Boa-Upas.

    Los árboles venenosos parecen ser un bien público del Estado. Rumphius dice que los habitantes de las montañas entregan toda la savia recolectada a un prócer del país llamado Creyn Sumana, quien conserva este tesoro nacional en su castillo de Boerenbourg, en recintos que no deben ser ni muy cálidos ni muy fríos: ambos extremos son igual de nocivos para el veneno. Todas las semanas se frotan y limpian la savia y los bambúes, un trabajo para el que convocan y admiten solo a mujeres, pues se cree que los hombres no son lo suficientemente honestos como para poder confiar en ellos: otros alegan razones pueriles² que no merecen nuestra atención.

    El veneno del Boa-Upas supera todo lo que de terrible reprochamos al pérfido arte de ciertos príncipes ultramontanos, otrora tan empleado para tomar venganza. La mera emanación de la planta hace que las extremidades se agarroten y provoca convulsiones violentas. Rumphius, el único botánico que tuvo el privilegio de recibir una rama de ese árbol funesto, dice que su efecto destructor se manifestaba a través del bambú en el que lo habían encerrado. Bastaba apoyar la mano sobre el tubo para experimentar una especie de calambre similar al que causa un cambio súbito de temperatura, de frío o de calor. Quienes osan descubrirse la cabeza bajo ese árbol maligno, pierden el cabello. Si una gota de su savia venenosa alcanzara a tocar la piel, causaría fuertes hinchazones. El aire está tan envenenado alrededor de la planta que todos los animales evitan aproximarse. Un pájaro que se extravíe bajo sus ramas cae muerto al instante. Thunberg no emitió juicio alguno al citar un hecho que, no obstante, no merece quedar en el silencio: aquí el relato de Rumphius.

    El único animal que está a gusto a la sombra del Boa-Upas es una serpiente, no menos peligrosa que el lugar en el que vive. Los indios dicen que tiene un cuerno o, lo cual parece más probable, una larga cresta. Sus ojos emiten un resplandor intenso durante la noche y su voz imita el canto de un gallo. Se la escucha a veces cerca de las moradas de los habitantes. Las exhalaciones de esa serpiente son tan tóxicas que no permiten que nadie se aproxime; para matarla, es preciso hacerlo desde lejos. Es demasiado para un mismo lugar que existan dos seres semejantes, tan peligrosos y funestos para todo lo que respira: sin embargo, admiremos aquí la sabiduría de la naturaleza, la cual, al dotar a cada ser vivo de una constitución particular, hace que un mismo sitio sea pernicioso para uno y saludable para otro.

    El veneno del Boa-Upas merecería toda la atención de un médico y de los naturalistas; sus causas y efectos son maravillosos por igual. Si fuésemos a dar crédito a los nativos de los lugares donde encontramos ese árbol extraordinario, cabría decir que la savia pura y sin mezcla apenas es dañina: sirve incluso como antídoto para las excreciones tóxicas de algunos peces. Rumphius sostiene lo mismo, y añade que la emplean también como remedio ingerible, cosa que resulta del todo asombrosa. ¿Cómo pueden las emanaciones de este árbol terrible ser tan letales, y su savia, a la vez, tener efectos tan saludables? Es que el jugo del Boa-Upas, mezclado con el jugo del Zerumbet,³ ofrece el veneno más eficaz que el arte y la naturaleza puedan producir; sin embargo, ese mismo Zerumbet es un remedio saludable que los indios utilizan como antídoto. ¡Cuántas dificultades debe superar toda persona a la que le guste conocer las verdaderas causas de estos fenómenos extraordinarios!

    El resto en otra ocasión.

    FINAL DE LA CARTA AL AUTOR DE ESTA GACETA. SOBRE EL BOHON-UPAS, POR UN JOVEN GENTILHOMBRE DE ESTA CIUDAD

    La savia del Boa-Upas, una vez que penetra en el cuerpo del hombre, no parece salir inmediatamente. El enfermo infectado debe cuidarse sobre todo de no comer la raíz del Zerumbet, porque incluso tres años después de haber ingerido el Boa-Upas, el Zerumbet podría costarle la vida. ¿En qué consiste, pues, un veneno que permanece tanto tiempo en el cuerpo sin alterarse, sin perder su cualidad mortal, que solo se aletarga y, a pesar de su volatilidad, se concentra para desarrollar su malignidad mediante la mezcla con otra savia, una sustancia que es ella misma antídoto contra otras ponzoñas y venenos? Cabe señalar ante todo que las personas que se han curado del Boa-Upas por medio de sus antídotos, sienten reaparecer el efecto del tóxico en sus venas cada año.

    Tan pronto como los habitantes de Célebes son atacados por algún enemigo, sacan de su arsenal o depósito todos los bambúes que contienen el veneno fatal y lo distribuyen en diferentes clases. Como el ojo no puede determinar con certeza las cualidades del veneno, se ven obligados a realizar pruebas por medios químicos. Un pequeño grano de savia endurecida sirve para realizar esa prueba: se la arroja al jugo del Zerumbet y ello provoca una efervescencia impetuosa. A raíz de ese experimento, se prepara el Boa-Upas con el Zerumbet, se sumergen las flechas, y sus meros pinchazos son mortales si no los socorremos rápidamente: no hay un instante que perder.

    Si el veneno es de buena calidad, las flechas sumergidas en esa mezcla conservan durante dos años su poder letal: otras lo pierden en un lapso de dos a tres meses. Los indios, curiosos por conocer sus armas, las experimentan a menudo mediante el jugo de Zerumbet. Los que tienen la desgracia de ser heridos por esas flechas envenenadas experimentan una muerte tan rápida como cruel. En primer lugar, padecen convulsiones en todo el cuerpo: la cara se les hincha, la boca se les llena de espuma, los ojos se les salen de los cuencos y mueren gimiendo, unos en un lapso de un cuarto de hora, otros en media hora, a veces incluso más rápidamente, según sea la actividad del veneno.

    Las flechas de los macasarienses no son ya tan terribles para los europeos como lo fueron en otros tiempos. Rumphius dice que estos pueblos tienen una confianza ilimitada en su armadura, y que los europeos han intentado imitarlos. Los macasarienses intentaron cierta vez saquear toda la Isla de Ambón, pero los holandeses, sirviéndose de una vestimenta particular hecha de cuero español, supieron defenderse de los terribles efectos de sus flechas envenenadas.

    En otros tiempos, los europeos no conocían otro antídoto contra esas heridas letales que los excrementos humanos, que debían ingerir: ese remedio repugnante y nauseabundo hacía vomitar al herido desgraciado, naturalmente, con lo cual reducía la energía mortal del veneno, pero el remedio debía aplicarse al instante. En las batallas contra esos pueblos, hemos visto a menudo soldados europeos rogando a sus camaradas que les administraran el antídoto necesario, y todo el que podía satisfacer en el campo de batalla a esos desdichados era visto como un ángel de la guarda. Rumphius cita el ejemplo de un soldado holandés que se salvó cinco veces de la muerte gracias a ese remedio impuro. Más tarde hemos podido enseñar a los propios indios antídotos más eficaces y menos desagradables, como la raíz del Crinum asiaticum, la corteza del Ficus ramosa, etcétera. La amputación, ese remedio tan universal en la cirugía, carece de utilidad para los que resultan heridos con las flechas envenenadas: se precisan remedios ingeribles. Los reyes de Célebes experimentaron bastante al respecto, hiriendo con las flechas letales a esclavos condenados a muerte: el miembro herido era separado del cuerpo de inmediato, pero el esclavo moría de todos modos.

    Por todo esto, caballero, puede ver que el Boa-Upas es uno de los fenómenos más singulares de la naturaleza, y resultaría deseable que algún naturalista tuviera los medios para examinar a fondo ese peligroso árbol. Pero ¿cómo poder trabajar sobre un objeto que presenta tal infinitud de riesgos a quien desee intentar dicha empresa? Aún estamos en deuda con el caballero Thunberg por habernos comunicado sus observaciones al respecto, y debemos desear que los viajeros instruidos quieran ampliar esas observaciones con otras propias, o bien con todo lo que pueda constatarse sobre ese objeto digno de la atención de los naturalistas.

    Con el honor de ser &c. &c.

    Berlín, 1.º de enero de 1789.

    ¹ Otros botánicos creyeron que el Boa-Upas era una especie de árbol de hierro Sideroxilon Lin. Desconozco por qué. Rumphius dice que «los indios esconden este árbol con tanto esmero, que ni siquiera tras la conquista de Célebes, en 1670, puede ofrecerse una descripción de él». Sin embargo, consiguió recibir una rama en 1694, que luego hizo pintar. Herbarium Amboinense, tomo II, lámina LXXXVII.

    ² Como no podemos presentarlas decentemente en francés, las citaremos en latín: Menstruum nempe muliebre huic misceri veneno dicitur, atque in eam finem Macassariensium foeminas bracties indutas esse, in quibus istud colligebant. [[Se dice que la sangre menstrual de las mujeres se mezcla con el veneno, razón por la cual las mujeres de Macasar llevan bajo los vestidos unas plaquitas de metal para recogerla.]] ¡Qué sinsentido!

    ³ El Zerumbet es la raíz de una planta llamada Line Amomum zerumbet. A ese mismo género pertenecen el jengibre Amomum zingibre, el cardamomo, Amom. cardamomum y otras especies aromáticas.

    2 «Die Lebenskraft oder der Rhodische Genius. Eine Erzählung», en: Die Horen 1:5 (1795), pp. 90-96.

    La fuerza vital o el Genio de Rodas. Un relato

    Los siracusanos, como los atenienses, tenían su Poikile. Imágenes de dioses y héroes, obras de arte griegas o itálicas revestían las coloridas salas del pórtico. En torrentes incesantes se veía acudir a ellas a la gente del pueblo: el joven guerrero se deleitaba con las hazañas de los antepasados; el artista, con las pinceladas de los grandes maestros. Entre los innumerables cuadros que la laboriosa dedicación de los siracusanos había ido trayendo de la metrópoli, solo había uno que, desde hacía un siglo, acaparaba la atención de cuantos por allí pasaban. Podían faltarle admiradores al Júpiter olímpico, a Cécrope, el fundador de ciudades, al heroísmo de Harmodio y Aristogitón, pero en torno a aquel cuadro la gente se agolpaba en nutridos grupos. ¿A qué se debía tal predilección? ¿Era una de las obras rescatadas de Apeles o alguna originaria de la escuela de pintores de Calímaco?¹ No. Encanto y gracia irradiaban de aquel cuadro, en efecto, pero no podía medirse con muchos otros del Poikile en lo relativo a la mezcla de los colores, el carácter o el estilo del conjunto.

    El pueblo suele admirar con perplejidad lo que no conoce, y esa variedad del pueblo abarca a mucha gente. Un siglo entero llevaba expuesto aquel cuadro, y aunque en Siracusa, entre sus estrechos muros, había más genio artístico que en todo el resto de la Sicilia rodeada por el mar, el sentido de la obra seguía siendo un enigma. Ni siquiera se sabía con certeza en qué templo había estado expuesta antes, puesto que fue rescatada de un barco naufragado en el que al menos las mercancías transportadas permitieron conjeturar que provenía de Rodas.

    Ocupaba el primer plano de la pintura un nutrido grupo de jóvenes de ambos sexos. Desprovistos de todo vestido, mostraban cuerpos bien formados, pero sin las delicadas proporciones que uno admira en las estatuas de Praxíteles y Alcámenes. Sus robustas extremidades, portadoras de las huellas de penosos esfuerzos, la humana expresión de sus anhelos y sus penas, todo parecía despojarlos de cualquier halo celestial o divino, atándolos a su patria terrenal. Llevaban el cabello adornado de forma sencilla, con hojas y flores del campo. Se tendían unos a otros los brazos, llenos de deseo, pero sus miradas, graves y sombrías, estaban puestas en el genio que, rodeado de un halo, parecía suspendido en medio de ellos. Una mariposa se posaba en su hombro, y en la diestra alzaba una antorcha encendida. Su cuerpo mostraba formas infantiles, y su mirada era de una vivacidad celestial. Con expresión imperiosa, observaba a los donceles y doncellas reunidos a sus pies. No había ningún rasgo característico que pudiera distinguirse en aquel cuadro, pero algunos creían ver, en su parte inferior, las letras z y w, a partir de las cuales se compuso, de un modo desafortunado (porque los anticuarios de entonces no eran menos osados que los de hoy), el nombre de un tal Zenoderus, artista cuyo nombre coincidía con el posterior escultor del Coloso.

    Entretanto, al Genio de Rodas, como llamaban a aquella imagen enigmática, no le faltaban exégetas en Siracusa. Los expertos en materia de arte, sobre todo los más jóvenes, cada vez que regresaban de algún viaje breve a Corinto o Atenas, se creían en la necesidad de ofrecer de inmediato alguna nueva explicación, so pena de tener que renunciar a toda pretensión de ingeniosa sabiduría. Algunos consideraban el genio como expresión del amor espiritual que proscribe el disfrute de los placeres que proporcionan los sentidos; otros creían ver una alusión al dominio de la razón sobre los deseos. Los más sabios guardaban silencio, intuían la presencia de algo sublime y se deleitaban contemplando en el Poikile la sencilla composición del grupo.

    De ese modo, el asunto quedaba siempre irresuelto. Se hicieron copias de la imagen, con diversos añadidos, se realizaron moldes a relieve que fueron enviados a Atenas, pero sin que jamás se llegara a esclarecer su origen. Cuando, con la temprana salida de las Pléyades, se abrió de nuevo la navegación en el mar Egeo, algunos barcos llegaron al puerto de Siracusa provenientes de Rodas. Contenían un tesoro en estatuas, altares, candelabros y pinturas que el amor de Dionisio por el arte había hecho reunir en toda Grecia. Entre los cuadros había uno al que de inmediato se identificó como contraparte del Genio de Rodas. Su tamaño era el mismo, y mostraba también un colorido similar, aunque los colores estaban mucho mejor conservados. El genio estaba igualmente situado en el centro, solo que tenía la cabeza baja, y la antorcha, aquí apagada, apuntaba hacia el suelo, mientras que el círculo de donceles y doncellas se fundía en una confusión de abrazos y se abalanzaba, en cierto modo, sobre él. Sus miradas ya no eran sombrías y dóciles, sino que anunciaban un estado de salvaje desenfreno, la satisfacción de anhelos por mucho tiempo alimentados.

    Los estudiosos siracusanos de la Antigüedad habían empezado ya a reelaborar sus explicaciones en torno al Genio de Rodas, a fin de que estas se ajustaran a la nueva obra de arte, cuando el tirano dio la orden de llevar el cuadro a la casa de Epicarmo. Este filósofo de la escuela pitagórica vivía en un lugar apartado de Siracusa al que llamaban Tiche. Raras veces visitaba la corte de los Dionisios, no porque no se reuniesen en torno a él hombres sabios de todas las colonias griegas, sino porque la cercanía de los príncipes despojaba de su espíritu aun a los hombres más inteligentes. Epicarmo se ocupaba sin cesar de la naturaleza de las cosas, de sus fuerzas, del surgimiento de las plantas y los animales, de las armoniosas leyes según las cuales adoptan una forma esférica tanto los más grandes cuerpos celestes como los más pequeños copos de nieve y las bolas de granizo. Como ya era hombre bastante entrado en años, Epicarmo se hacía llevar cada día al Poikile y de allí a Nasos, junto al puerto, donde su ojo —según decía— le proporcionaba una imagen de lo ilimitado, de esa infinitud a la que en vano aspiraba su espíritu. Lo honraban el pueblo llano y también el tirano. A este último lo evitaba, del mismo modo que acudía con regocijo al encuentro del otro.

    Epicarmo yacía sin fuerzas en su lecho, cuando, por órdenes de Dionisio, recibió la nueva obra de arte. Se habían preocupado de hacerle llegar una copia fiel del Genio de Rodas, y el filósofo hizo que le pusieran las dos delante de él, una al lado de la otra. Su mirada se detuvo en ellas por un buen tiempo, entonces llamó a sus discípulos y dijo, con voz conmovida:

    «Descorred la cortina de la ventana, que pueda yo deleitarme contemplando la riqueza que anima y vivifica la tierra. Durante sesenta años he cavilado sobre los engranajes internos de la naturaleza, sobre las diferencias de la materia, pero no ha sido hasta hoy que el Genio de Rodas me ha hecho ver más claramente lo que antes solo suponía. Si bien las diferencias de género unen a los seres vivos con benevolencia y provecho, en la naturaleza inorgánica, la materia bruta se mueve por los mismos instintos. Ya en el oscuro caos, la materia solía acumularse o disgregarse según se sintiese atraída por la amistad o rechazada por la enemistad. El fuego celeste sigue a los metales; al hierro se abraza el imán; la fricción del electro es capaz de mover materiales ligeros; la tierra se mezcla con la tierra; la sal con la que cocinamos se extrae de los mares por evaporación, y los ácidos de la Stypteria² aspiran a alearse con la arcilla. Todo en la naturaleza inanimada se da prisa en unirse a sus semejantes. No hallaremos ninguna materia terrena (¿y quién se atreve a contar entre ellas a la luz?) en forma simple, tampoco en estado de pureza o virginidad. Todo, desde que surge, se apresura a crear nuevas aleaciones, y solo el arte excluyente de los hombres puede representar desemparejado lo que en vano buscáis en el interior de la Tierra y en los movidos océanos de agua y aire. En la materia inorgánica, la materia muerta, reina la paz de la inercia, al menos en tanto no se disuelvan los lazos de los parentescos, en tanto una tercera materia no penetre para unirse a la anterior. Pero aun a esa perturbación la sucede de nuevo una quietud infructuosa.

    »Distinta es la mezcla de la misma materia en los cuerpos de las plantas y de los animales. Aquí la fuerza vital reclama sus derechos de manera perentoria. No se preocupa ya de las afinidades ni de la repelencia de los átomos descrita por Demócrito; une materias que en la naturaleza inanimada se rehúyen eternamente y separa a las que se buscan sin cesar en ella.

    »Acercaos, discípulos míos, y reconoced en el Genio de Rodas, en la expresión de su fuerza juvenil, en la mariposa sobre su hombro, en la mirada autoritaria de sus ojos, el símbolo de la fuerza vital, tal y como esta anima cada germen de la creación orgánica. Los elementos terrenales, agrupados a sus pies, aspiran en cierto modo a obedecer al llamado de sus propios apetitos, con el fin de mezclarse entre ellos. Imperioso, el genio los amenaza alzando una antorcha encendida, y, sin atender a sus antiguos derechos, los obliga a someterse a su ley.

    »Observad ahora la nueva obra de arte que el tirano me ha enviado para que revele su sentido; apartad vuestros ojos de la imagen de la vida y concentraos en la imagen de la muerte. La mariposa ha levantado el vuelo, la antorcha invertida se ha apagado, hundida está la cabeza del joven. El espíritu ha huido a otras esferas, la fuerza vital se ha extinguido. Y ahora los donceles y las doncellas se toman alegremente de las manos. La materia terrenal hace valer sus derechos. Liberados de las ataduras, obedecen con desenfreno, tras larga abstinencia, a sus instintos de unión, y el día de la muerte se convierte para ellos en un día nupcial. Es así como la materia inerte, animada por la fuerza vital, ha pasado por una incontable serie de generaciones, ¡y esa misma materia envolvió tal vez el espíritu divino de Pitágoras, en el que alguna vez un inmundo gusano, en goce momentáneo, se alegró de su existencia!

    »Ve, Policles, y dile al tirano lo que has oído. Y vosotros, queridos míos, Phradman y Escopas, Timocles, acercaos más y más a mí. Siento que la débil fuerza vital ya no podrá domesticar por mucho más tiempo la materia terrena en mi interior. También esta exige de nuevo su libertad. Llevadme de nuevo al Poikile, y de allí a la mar abierta. ¡Pronto podréis reunir mis cenizas!»

    ¹ Cacizotechnos, Plinio, XXXIV, 19, número 35.

    ² Alumbre, un sulfato de metal ya conocido por los antiguos.

    3 «Ueber die gereitzte Muskelfaser», en: Neues Journal der Physik 2:2 (1795), pp. 115-129.

    Sobre la estimulación de la fibra muscular

    DE UNA CARTA DIRIGIDA AL CONSEJERO ÁULICO BLUMENBACH

    Vuestra generosa invitación para que haga públicas por fin mis múltiples investigaciones sobre la excitabilidad de los animales me ha motivado a reunir todo lo escrito al respecto en los últimos tres años para refundirlo en un único texto. Los cambios continuos de domicilio a los que me obliga mi posición pública y los constantes viajes a través de las montañas, donde se carece de libros y de trato asiduo con la labor científica, me han hecho tomar como nuevas algunas cosas que ya no lo son, pues el azar o el espíritu investigativo han guiado a otros físicos por la misma senda. El más reciente y excelente libro del señor Pfaff, Über thierische Elektricität und Reizbarkeit [[Sobre la electricidad y la estimulación en el reino animal]] (Leipzig 1795) ha hecho que, cuando estaba ya próximo a concluir mi trabajo, me decidiera a rehacerlo por completo. Compare usted mismo, mi apreciado B., los pasajes del manuscrito que le envié en abril con los experimentos del señor Pfaff, y verá el modo maravilloso en que coinciden dos personas que, en sitios tan alejados, han logrado tales progresos en los estudios fisiológicos. De la misma manera que me resulta muy honrosa esa coincidencia, me pareció también que faltaba a mi deber si presentaba al público una amalgama de materiales en formas diferentes. Lo relevante en este caso es ampliar los horizontes de la ciencia, no establecer una precaria prioridad de las ideas. De ahí que me haya trazado como principio recoger en mi libro únicamente lo que tras un severo examen (realizado no sin sacrificio) me sigue pareciendo nuevo, o lo que de manera ampliada han ratificado algunas investigaciones anteriores. Ese libro aparecerá con el título de Physiologische Versuche über gereitzte Nerven und Muskelfasern mit allgemeinen Betrachtungen über die Natur des Thier-und Pflanzenkörpers [[Experimentos fisiológicos sobre la estimulación de fibras musculares y nerviosas, junto con observaciones generales sobre la naturaleza del cuerpo animal y vegetal]].

    Mi objetivo principal era rastrear, a través de distintos experimentos, el origen de la estimulación con metales. Creo haber avanzado en ese tema y le recomiendo un experimento central que me llevó a muchos otros, también sumamente reveladores. Cuando el músculo y el nervio están dotados de sustancias de estimulación similares (por ejemplo, zinc), no se produce una contracción involuntaria si también hay plata en la conexión del nervio, y el músculo y la plata establecen un enlace por medio del zinc. Pero si, de un lado, cubre usted la plata con el vaho de su boca, si vierte encima una gota de agua, ácido, alcohol, etcétera, la contracción aparece instantáneamente. De ese modo puede usted estimular o no la vitalidad del animal si conecta en un circuito nervio, oro, zinc, oro y músculo, y el zinc está humedecido o seco, respectivamente. El metal activo (en este caso el zinc; en el primer caso la plata) tiene que estar del todo conectado con un cuerpo conductor húmedo. Si se hallara entre dos sustancias de estimulación (dos metales, carbono, grafito), si la secuencia fuera, por ejemplo, nervio-oro-zinc-plata-oro-músculo, no se producirán contracciones al interrumpirlas o bloquearlas. Estos experimentos nunca están de más si se hacen con exactitud y minuciosidad. Los he repetido con tal frecuencia y en presencia de tantas personas, que me atrevo a afirmar que solo fracasan si, por ejemplo, creemos que el zinc o la plata están secos, pero, en su lugar, estuviesen cubiertos por el más mínimo vaho de humedad. En lugar de humedecer los estimuladores (si, por ejemplo, hay zinc sobre la capa de oro que cubre el nervio) se puede depositar sobre el zinc una porción de masa muscular fresca de dos a tres líneas cúbicas. Si lo conectase por medio del oro con un anca de rana, tendrá un impulso fortísimo.¹ Sin embargo, en la pequeña porción de masa muscular no tiene lugar la contracción si esta dispone también de un nervio propio visible. Solo llegará a producirse (al mismo tiempo que la del anca de rana) si el oro hace contacto simultáneo con el anca, la masa muscular y el zinc.

    Pienso que nos encontramos, en ese sentido, en un camino muy prometedor. En este caso, ni la masa muscular húmeda, ni el ácido, ni el alcohol, ni la colmenilla o el vaho actúan solo como simples sustancias conductoras. Todo depende de su contacto con el metal; hemos de verlas como sustancias de estimulación de las que parte todo. Con ese experimento fundamental nos aproximamos a la esencia del galvanismo. El nervio y el músculo del anca, de los que parten las emanaciones, están unidos a metales de una misma índole. No se produce estímulo. Ciertas sustancias inanimadas, con casi nada en común salvo lo fácil que pasan del estado líquido al gaseoso, entran en la cadena. Se hallan conectadas a un estimulador que se diferencia del que se encuentra en el nervio y el músculo. Se produce entonces una descarga como si entraran en contacto un +E y un –E, y la contracción se produce al instante. ¿Será entonces que lo que está actuando aquí es el fluido eléctrico omnipresente en las vaporizaciones, solo desterrado de la ínsula de la química antiflogística? Es difícil que se trate de electricidad propiamente dicha, pero sí quizá de algo que es también común a los cristales escarchados en la ventana, a las auroras boreales, al electróforo, al magneto y a la luz solar. No me complace tocar este punto hasta que no logre presentar todos mis experimentos en su interrelación. Si bien nuestros experimentos físicos muestran siempre menos que lo que reclama el devoto deseo del teórico, el experimento galvánico, por su parte, hace que incluso la persona más inculta perciba que en él se encierra algo más que la precaria explicación de los fisiólogos lombardos. En todo lo que atañe a la vida, a los mecanismos que organizan el mundo animal y vegetal, es siempre excesivo decir: «En esto consiste, de esto depende». Pero resultará tal vez difícil aclarar por completo de lo que se trata, lo que es. Se sabe que un fenómeno como el arcoíris, por estar fundamentado en impulsos calculables, es casi el único en toda la física que ha sido explicado por completo. ¡Pero se busca un análisis de la vida del mismo modo que se busca el radical del ácido muriático! Aun cuando, al producirse el estímulo con metal en el nervio isquiático cercenado, viéramos un chisporroteo en cada contracción de un nervio al extremo de otro y el electroscopio de Bennet indicase claramente un +E, mi lógica no me permitiría concluir en absoluto que lo que fluye dentro del nervio, lo que, guiado por la fuerza vital, excita el músculo, es la electricidad misma. Es que E puede estar relacionado con otras sustancias X y Y desconocidas; X y Y pueden ser las únicas sustancias activas y E tan solo la fuerza concomitante. La electricidad solo activa lo que es propio de la fibra muscular viva.

    Es difícil hacer experimentos en seres humanos, porque en ello se inmiscuye lo subjetivo de nuestra fantasía. Pero son ellos precisamente los más interesantes y menos investigados. He tenido la oportunidad de reunir un número de experimentos sugerentes que he realizado en mí mismo. Al respecto, se trata de sacar a flor de piel unos nervios, cosa que obtuve mediante heridas ya existentes u otras causadas de manera aleatoria o premeditada. Voy a mencionarle aquí solo uno de ellos, para el cual me puse unos vejigatorios que cubrían los músculos trapecio y deltoides, respectivamente, y que, al contacto con zinc y plata, me provocaron un fuerte y doloroso latido; incluso el músculo cucullaris se inflamó muchísimo, de modo que sus contracciones ascendieron hasta llegar al hueso occipital y a las apófisis espinosas de las vértebras dorsales. El contacto con plata me propinó tres o cuatro descargas simples que pude diferenciar con claridad. Las ranas saltaban sobre mi espalda, aun cuando su nervio no entró en ningún momento en contacto directo con el zinc, pues permanecía alejado de él una media pulgada y solo tenía contacto con la plata. Mi herida sirvió como conductora y, cosa muy importante, no sentí nada durante el proceso. Hasta ese momento, mi hombro derecho había recibido la mayor estimulación. Dolía mucho, la serosa humedad linfática provocada cada vez más por el estímulo estaba enrojecida y, al igual que en los tumores malignos, había adquirido tal causticidad que iba dejando inflamados verdugones allá por donde descendía a través de mi espalda. Este fenómeno, observado por el señor von Schallern, un médico local muy experimentado, llamaba demasiado la atención como para no someterlo de nuevo a una cuidadosa observación. El experimento fue un éxito. La herida de mi hombro izquierdo estaba aún cubierta por una capa de humedad incolora. Hice que me estimularan con mayor intensidad esa parte con los metales y, al cabo de cuatro minutos, aparecieron un dolor intenso, inflamación, enrojecimiento y verdugones. ¡Tras ser lavada bien, la espalda pareció, durante horas, pertenecer a alguien que ha pasado por una corrida de baquetas! ¿Cómo no recordar entonces, mi apreciado B., su sagaz teoría sobre la vita propria de los vasos?

    El estímulo más fuerte para la sensibilidad y, al mismo tiempo, para la elasticidad (por decirlo a la manera de Sömmering) parece ser el lavado galvánico con zinc, con el que también se estimulan los músculos del ano. Con ello, las ranas sin cabeza dan saltos de cinco a seis pulgadas. De un pájaro que ya no respiraba y era insensible al estímulo mecánico, conseguí que batiera intensamente las alas, un movimiento que se prolongó debido a que el ave ya no estaba en contacto con el zinc. Por medio del contacto con el metal, la lengua se alarga y alcanza sitios a los que normalmente jamás llegaría. ¡Y de los que la naturaleza ha tenido el cuidado de alejarla!

    Los tres tipos de colmenilla que reciben ese nombre, Phallus esculentus, Helvella mitra y H. sulcata Willd. Flor. Ber. n. 1758., también Agaricus campestris, A. clypeatus, Thaelaephora glabra, todos esos tipos de setas de los que, en estado de descomposición, emana un olor cadavérico, reaccionan de maravilla ante el estímulo metálico. Son mejores conductores que otras sustancias húmedas, yo diría que gracias a su peculiar linfa, a la constitución de sus fibras (¿musculares?). La superficie afieltrada y aterciopelada de la colmenilla fresca, rallada en seco sobre algodón, tiene propiedades conductoras. Lo mismo sucede con las colmenillas que se han secado lentamente sobre ceniza, no así con las hojas y los tallos. ¿Recuerda usted mis experimentos químicos con setas, presentados en un anexo a mi Flora freibergensia subterranea? La analogía entre las setas y las sustancias animales es sorprendente. Pero no por ello las setas son animales o productos animales.

    He encontrado dos nuevos estimuladores de cuyo análisis químico me ocupo todavía y que me parecen interesantes por su vínculo con los descubrimientos anteriores. En uno de nuestros yacimientos en Naila, en la mina de Alto Mordlau, cerca de Steeben, existe una enorme veta (un prehistórico esquisto sedimentario) de la que se extrae una piedra lidita rica en limonita densa y fibrosa de color marrón, así como en cuarzo, arsenopirita y un tipo de malaquita algo fibrosa. Al igual que este yacimiento de lidita en vetas, resulta interesante el propio fósil, que llama la atención debido a su composición química, que se decolora en las diaclasas y contiene una cantidad considerable de carbono (mineral). A partir de ella, preparé hepar sulfuris, deflagré una cantidad de salitre y convertí una solución alcalina vegetal corrosiva en carbónica. A ello me llevó el haber observado que mi piedra lidita pulverizada (probablemente húmeda), una vez sometida al aparato neumático, liberaba un gas carbónico envuelto en algo de hidrógeno, una especie de hydrogene pesant. Ahora bien, esa piedra lidita, como armadura sobre el nervio, provoca las más intensas contracciones en combinación con oro y zinc. Los mayores estímulos se producen en las diaclasas, pero a menudo también en sitios donde hay importante concentración de granito. En ese caso se comporta de un modo muy peculiar, unas veces como carbono vegetal estimulante y otras como no estimulante. He visto puntos que no provocaban contracciones, y cuando lo hacían, enseguida se decoloraban. Puede que todo esto se sustente en un delgado revestimiento de las sustancias. También el alumbre y el vitriolo (un yacimiento en el trap basáltico originario o en la diabasa primitiva de Berneck) estimulan como los metales. En tal sentido, la fibra nerviosa viva se convierte, por así decirlo, en un medio para predecir los componentes químicos de las sustancias. Aquí tenemos el nervio en calidad de antracoscopio, del mismo modo que existen higroscopios y electroscopios, todos los cuales, sin embargo, aparte del carbono, del agua y de la electricidad, indican también otras cosas. ¡Por desgracia!

    El agudo ensayo del señor Reil, titulado De irritabilitatis notione, natura et morbis, me ha llevado a varios importantes experimentos. Tales obras deberían incluirse entre las revelaciones excepcionales que necesita nuestra década. Lo que se presupone en el magnífico tratado acerca del cerebro (en el Neues Journal de Gren, tomo 1, 1795, p. 113), sobre las atmósferas sensibles, creo poder extrapolarlo a mis propios experimentos. Hace ya dos años descubrí que, cuando se cercena un nervio, es posible separar los dos extremos de este en 1 5/4 líneas parisinas. El fluido G desconocido se transfiere solo si el extremo nervioso cercenado y el muslo están debidamente cubiertos. Pude incluso ver varias veces, con suma claridad, cómo se producía el estímulo cuando tocaba, con la pinza de plata, no el fragmento de nervio todavía conectado al músculo, sino el que estaba separado y provisto de una armadura de zinc. Observé claramente (en compañía de varios hombres meticulosos) cómo, en la medida en que disminuía la fuerza vital, el radio de acción sensible (el nombre de atmósfera resulta demasiado hipotético) disminuía de 5/4 de línea a ¼, y cómo, finalmente, a fin de seguir provocando el estímulo, era necesario un contacto o una nueva conexión de los extremos nerviosos. Los presuntos ostiolos de los fascículos nerviosos (dado que no están ahí) no necesitan estar frente a frente, sino que cada nervio difunde a su alrededor, cual barra magnética, un radio de acción que se puede establecer por medio de una línea puntuada de 1 hasta 5/4 de línea de distancia del nervio. Si otro nervio accede al interior de estos límites, se produce entonces, de inmediato, una contracción. Para la fisiología, que hasta ahora necesitó siempre nervios allí donde la zootomía no era capaz de encontrarlos, este experimento es importante. En mis viajes dentro y fuera de Alemania se lo he mostrado a tantas personas, lo realicé tan cuidadosamente sobre placas de cristal, que no era posible estar equivocado. A los que objetan que el nervio libera humedad y que esa humedad une los extremos cercenados de los nervios —los remienda por así decirlo (como yo mismo realmente logré remendarlos con colas peladas de ratas, jamón hervido, embriones de ratones y colmenillas a lo largo de cinco a seis pulgadas)—, les digo lo siguiente: en dos ocasiones, estando el nervio provisto de zinc y el pie de la pinza de plata aplicado a la rana envuelto en 2 a 3 líneas cúbicas de masa muscular fresca, logré producir vívidas contracciones, aproximándome ¾ de línea a la rana, en algún punto, con esa pinza. Tenía el aspecto de un fuelle, y allí no chorreaba ningún líquido, por lo menos ningún fluido del nervio que algunas personas (como en el caso del oxígeno y del nitrógeno) simplemente habrían presentado en cajas de píldoras y frascos. No voy a negar, sin embargo, que algo material pase de un extremo del nervio al otro o (como en el último experimento) de la carne en la pinza al muslo. ¿De qué otra manera podría concebirse un efecto par distance? En cambio, la suposición sobre el surgimiento de emanaciones gaseiformes refuta del todo el reparo de que la placa de cristal húmeda conduce el fluido G desconocido de nervio en nervio. El experimento con la pinza parece tener éxito solo con individuos claramente vitales. Era semejante a un acto de magia y siempre lo recuerdo con gran regocijo. La parte no envuelta de la pinza no era conductora par distance. Del mismo modo que tampoco lo eran las colmenillas ni otras sustancias inanimadas no provenientes de ningún animal. Un nervio no provocaba contracciones si estaba alejado solo ¼ de línea de la colmenilla recubierta de oro, ni siquiera si vertíamos aceite entre la colmenilla y el extremo del nervio. No necesito recordarle, apreciado B., que en todos estos asuntos decide más un ensayo exitoso que doce fallidos. Un líquido bastante común y nutricio, cuya presencia en el óxido de mercurio pretendía cuestionarse hace poco, debería recordárnoslo a cada oportunidad. Di continuidad, a lo largo de toda una hora, al experimento sobre la ausencia de efecto a distancia de la colmenilla; sin embargo, estoy dispuesto a creerle a todo el que diga que vio a la colmenilla surtir efecto en la distancia.

    El experimento galvánico se logra sin necesidad de que el metal se desplace sobre metal. He visto cómo se presenta el estímulo cuando la masa muscular I se hallaba sobre la capa de zinc del nervio (sin tocar la carne, se entiende), y se enlazaba I con el anca de rana por medio de la plata. Pero ello sucede solo en algunos animales vivos. Si no tiene lugar la contracción (y esto resulta esclarecedor en relación con la causa del estímulo con metal), debe entonces ponerse oro o plata sobre esa masa muscular I y tocarse con la pinza el oro o la plata. ¡Aparecerá entonces el estímulo incluso en las ranas más

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