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Tránsito
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Libro electrónico386 páginas4 horas

Tránsito

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La caída de París en manos de los nazis, en 1940, presagiaba un destino funesto para el continente europeo. Ciudadanos europeos que habían buscado refugio en Francia se vieron acorralados entre las huestes de Hitler que venían del este y el gobierno de Franco, en el oeste. La única salida: surcar las impredecibles aguas del Atlántico para
IdiomaEspañol
EditorialLa Cifra
Fecha de lanzamiento10 ene 2022
ISBN9786078774142
Tránsito
Autor

Anna Seghers

NNA SEGHERS, nacida como Netty Reiling en 1900 (Mainz), estudió arte e historia cultural, historia y sinología en Heidelberg y Colonia. Publicó su primera obra en 1924. Miembro del Partido Comunista Alemán, renunció a la comunidad judía y en 1929 ingresó en la Liga de Escritores Revolucionarios Proletarios. Después de ser arrestada por la policía secreta, huyó a París en 1933 y en 1940 se dirigió a la parte desocupada de Francia. En 1941, Anna y su familia logran conseguir su visa de tránsito en Marsella y abordan el barco que los llevará a México. Ahí fundará el Club Heinrich Heine, en donde reúne a un grupo de intelectuales antifascistas, así como la revista Alemania libre. En el exilio mexicano, Seghers escribió y publicó algunas de sus obras emblemáticas, entre ellas La séptima cruz y la que el lector tiene ahora entre sus manos. En 1947 regresa a Berlín y obtiene el Premio Georg Büchner por La séptima cruz. En 1950 forma parte del Consejo Mundial por la Paz. De 1952 a 1978 preside la Asociación de Escritores de la RDA y en 1967 forma parte de la lista de nominados para el Premio Nobel de Literatura. Murió en Berlín del Este en 1983. Su extensa obra, compuesta sobre todo de novelas y cuentos, la coloca entre las autoras alemanas más importantes de todos los tiempos y su combativa trayectoria intelectual es un modelo imperecedero de congruencia ideológica y altísimos valores estéticos.

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    Tránsito - Anna Seghers

    La bisabuela Anna

    Me llamo Netty Radvanyi, soy francesa y vivo en México.

    Muchas veces, cuando alguien me conoce por primera vez, me pregunta por el origen de mi nombre. Es un nombre poco común y cargado de historia. A veces cuento la historia corta y a veces la historia larga.

    La historia corta es que tengo el mismo nombre y el mismo apellido que mi bisabuela. La historia más larga es que mi bisabuela era una escritora alemana más conocida por su nombre de pluma, por su seudónimo: Anna Seghers. Netty no es un nombre común en Alemania, en realidad es un diminutivo. Cuando ella nació, en 1900, sus padres eran francófilos y querían darle un nombre francés, pero por la proximidad con la guerra de 1870 entre Francia y Alemania, no les fue autorizado. Entonces escogieron Netty, que es diminutivo de Jeannette o Annette. Radvanyi es un apellido húngaro, que ella recibió de su marido Laszlo. En realidad ese apellido tampoco era el original de mi familia, que era judía. En aquella época había un numerus closus en las universidades (es decir, que sólo un numero muy restringido de judíos tenían derecho a estudiar), por esto fue necesario cambiar de apellido, y escogieron el nombre de un legendario bosque encantado, muy famoso en Hungría.

    Hoy tengo 42 años, la edad a la cual mi bisabuela llegó a México (en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial) con su marido y sus hijos Pierre y Ruth después de un largo periplo.

    Debido al origen de mi familia, era poco probable que yo naciera en Francia, que viviera en México o que tuviera una hija franco-mexicana, pero a veces la vida da vueltas inesperadas; a veces pienso que estoy simplemente siguiendo los pasos de la abuela Netty.

    Anna Seghers tuvo una vida atormentada y activa, digna de cualquiera de sus novelas. Creció como hija única en la familia Reiling, una familia tradicional judía de anticuarios bien integrados a la comunidad de Magunza, Alemania, desde varias generaciones atrás. Estudió Historia del Arte en la Facultad de Heidelberg. Allí conoció a su futuro marido Laszlo Radvanyi, un economista y filósofo húngaro que había huido de su país después de un fallido golpe de estado. Empezó a involucrarse en actividades políticas, siguiendo de cerca los intentos revolucionarios más o menos felices de Europa, y participando en la creación del partido comunista local, al cual se adhirió muy temprano y donde adquirió ideales a los cuales fue fiel hasta la muerte.

    Netty empezó a publicar a muy temprana edad con el seudónimo de Seghers (apellido de un pintor Holandés). Al inicio no usó su nombre, seguramente para no atraer la atención sobre su sexo, dado que ser una autora en esta época no era tan común.

    Su primer libro importante fue La revuelta de los pescadores de Santa Bárbara, que tuvo bastante éxito y ganó el Kleist en 1928, un premio importante para los jóvenes escritores en esta época. Esta obra fue adaptada al cine en la Unión Soviética por el famoso dramaturgo de la época Erwin Piscator en 1934.

    Después de terminar la universidad, Anna y Laszlo se instalaron en Berlín, donde tuvieron dos hijos: mi abuelo Pierre, nacido en 1926, y Ruth, en 1928.

    Dadas su notoriedad y sus actividades políticas (más que por su origen judío, ya que no era practicante), cuando el Partido Nacional Socialista llegó al poder en 1933, sus libros fueron prohibidos y quemados por los nazis en los autodafes. Entonces la pareja tuvo que huir a Francia, donde se instalaron cerca de París, junto a muchos otros exiliados políticos alemanes. Allí pudieron seguir con sus actividades literarias y políticas.

    En los años 30 Anna Seghers viajó a España con el propósito de apoyar a los antifranquistas y participó en varios congresos internacionales de escritores y mujeres comunistas. Más adelante, cuando los franceses firmaron el armisticio con los nazis en 1940, la pareja tuvo que vivir en la ilegalidad hasta que Laszlo fue arrestado por la policía francesa y llevado a un campo de concentración en el sur de Francia, junto a otros refugiados políticos españoles y de Europa del Este. Entonces Anna Seghers salió de París, a pie, con sus hijos, para alcanzar a su marido después de un largo y peligroso viaje. Al llegar se dedicó a buscar apoyos, dinero y sobre todo una visa de tránsito que les permitiera escapar de Europa. Miles de refugiados buscaban lo mismo en ese entonces. Finalmente, después de mucha paciencia y tozudez, lo logró, sobre todo gracias al apoyo del cónsul de México en Francia, Gilberto Bosques. Otros no fueron tan afortunados, como por ejemplo su compatriota el escritor Walter Benjamin. Fue en este contexto que escribió su novela Transit, ubicada en Marseille, un puerto del mar Mediterráneo muy bello, soleado y cosmopolita que también puede ser âpre y triste cuando sopla el fuerte viento de la Tramontane.

    Transit es una de sus obras maestras. La escribió en caliente en el barco transatlántico que la alejaba de su continente natal y del horror del fascismo con la inspiración de su reciente experiencia, por eso logró describir tan bien el ambiente de esa ciudad única. Además, gracias a su imaginación y su creatividad, le aportó una dimensión ficcional a través de una historia de amor imposible.

    Su primera intención era llegar a Estados Unidos, y casi lo lograron. De hecho llegaron hasta Elis Island, pero con el pretexto de un problema en los ojos de su hija no les permitieron entrar, de modo que tuvieron que seguir su periplo hasta el puerto de Veracruz, en México, a donde llegaron algunos meses más tarde.

    En México los recibieron muy bien, a ellos y a muchos otros refugiados políticos. A pesar de las dificultades financieras, la familia se adaptó bastante bien a su nuevo refugio. Anna inscribió a sus hijos en el recientemente abierto Liceo Francés, dado que habían hecho la mayor parte de su escolaridad en Francia. Laszlo, que había tomado el nombre alemán de Johann-Lorenz Schmidt, empezó a dar clases de economía e historia marxista en la Universidad Obrera de México y luego en la UNAM.

    En cuanto a Anna, logró publicar su novela Transit, en inglés primero, luego en español en 1944 y, finalmente, en alemán en 1948. Entonces comenzó a escribir su segunda obra maestra sobre los campos de exterminio: La séptima cruz. En esa época también funda el club antifascista Heinrich-Heine y la revista Alemania libre (en alemán).

    Durante su estancia en México (que duró 5 años), tuvo un accidente grave: fue atropellada por un automóvil en Avenida Reforma y quedó varios días en coma. Felizmente se recuperó y durante su convalecencia escribió la novela corta La excursión de las muchachas muertas, una de sus obras más sensibles y autobiográficas. Poco después de que terminó la guerra, en 1947, regresó a Alemania del Este y se estableció en Berlín, en donde todavía puede visitarse su departamento-museo en el barrio de Adlershof.

    La bisabuela fue muy activa como presidenta de la Unión de Escritores de la RDA de 1952 a 1978, y como miembro del Consejo Mundial para la Paz. Murió en Berlín en 1983. Está enterrada junto a su marido en el cementerio Dorotheenstädtischer Friedhof, cerca de la casa de su gran amigo Bertolt Brecht. La primera vez que me paré frente a su tumba tuve una sensación extraña. ¿Qué tan seguido puede estar una frente a una lápida sobre la cual está escrito su propio nombre?

    Esta historia es parte de mí. Me nutre y me persigue. Fue ella, su impronta, quien me trajo a México hace algunos años. Motivada por las historias que me contaba mi familia, siempre quise conocer este país; conocer esta cultura tan original y fascinante. Esperé hasta 2015 para que la vida me diera la oportunidad de venir por primera vez.

    Mi primer viaje fue bastante turístico, aunque desde entonces ya tenía en mente un proyecto de documental sobre Anna Seghers y su exilio en tierras mexicanas.

    Llegué. Me enamoré rápidamente del país... y de un mexicano. Hoy en día, 6 años después, sigo sin concretar la película, pero vivo en México y tengo una hija franco-mexicana.

    Después de varios años de perseverancia he logrado convocar, en un proyecto conjunto, al Instituto Francés de América Latina y al Goehte Institut-Mexiko, para organizar una serie de actividades culturales sobre la obra y la figura de Anna Seghers. Este esfuerzo ha coincidido con el de la reedición de las obras escritas durante el exilio mexicano de Anna Seghers, la primera de las cuales el lector tiene entre sus manos; este esfuerzo editorial ha sido instigado por la traductora Claudia Cabrera y cobijado por dos editoriales mexicanas: La Cifra y Elefanta. De tal suerte, instituciones culturales, artistas, editores y traductores nos reunimos para rendir un homenaje merecido a una mujer fuera de lo común y reponer el foco tanto sobre su obra como sobre su lucha contra el fascismo, que infelizmente está lejos de desaparecer.

    NETTY RADVANYI

    Nota de la traductora

    Las obras del exilio mexicano

    de Anna Seghers

    Se calcula que entre 1500 y 2000 autores de habla alemana se vieron forzados a marchar al exilio durante la dictadura nacionalsocialista en Alemania,¹ que se inició oficialmente en 1933, cuando Hitler fue nombrado canciller del Reich. Se marcharon lo mismo a países europeos —como Suiza, Suecia, Países Bajos, Francia, Inglaterra—, que a países americanos —México, Estados Unidos, Brasil, Argentina, República Dominicana— o a China y Palestina. Entre esos exiliados se contaban también muchas mujeres escritoras; desgraciadamente, en México no se conoce casi a ninguna.² Algunas de ellas, como Anna Seghers, Lenka Reinerova, Steffie Spyra, Alice Rühle-Gerstel y Brigitte Alexander, llegaron a nuestro país gracias al apoyo otorgado por el gobierno mexicano a través del cónsul en Marsella, Gilberto Bosques.

    Anna Seghers es, quizá, la autora más importante de entre todos los exiliados germanoparlantes que arribaron a México, y la que gozó de mayor reconocimiento al regresar a Alemania, en su caso, a la República Democrática Alemana, donde fue una alta funcionaria cultural y siguió escribiendo y publicando hasta su muerte. Por desgracia, sus obras son inencontrables en este país. Ni siquiera se pueden comprar en línea, difícilmente en librerías de viejo, están agotadas pese a que editoriales españolas publicaron traducciones nuevas hace poco más o menos diez años. Por eso, la presente serie de libros, cuyo primer volumen es Tránsito, tiene por objetivo darle voz a Seghers, en concreto, a las obras que escribió durante su exilio mexicano.

    Tránsito es una novela sobre la experiencia desesperada de conseguir una visa para salir de Marsella y escapar de los nazis, a la vez que un homenaje literario a Gilberto Bosques.

    La traducción de este libro se me presentó, en un primer momento, como engañosamente fácil. Su estructura gramatical aparenta ser sencilla, pero como Anna Seghers elige de manera muy cuidadosa cada una de sus palabras y el ritmo de su prosa, hay que estar muy atenta para hacer lo mismo en español y reproducir la compleja sencillez de sus oraciones, así como su atmósfera sombría y fantasmal.

    Por otro lado, el tema tratado en Tránsito es de una actualidad dolorosa. La necesidad de exiliarse, de buscar refugio en otro país para escapar al terror de brutales regímenes totalitarios, es una amarga realidad para muchos. Ahora los caminos y los destinos son otros, pero el drama de millones de personas desplazadas sigue siendo el mismo, y es igualmente desgarrador.³ Antes, la gente huía de Europa cruzando el Mediterráneo, ahora miles de refugiados que han emigrado de países africanos mueren ahogados en sus aguas y Europa es el destino. Antes, no obtener en Francia una visa para algún país en América podía significar una condena de muerte, pues el peligro de caer en manos de los nazis era inminente y real. Ahora, no obtener el permiso de residencia en algún país europeo pone a los refugiados, por fuerza ilegales, en riesgo de caer en manos de traficantes de drogas y otros criminales, lo cual también puede ser sinónimo de una muerte segura o, por lo menos, de un destino precario y lleno de vicisitudes. La odisea de los miles de refugiados alemanes y españoles a través de Francia en las décadas de 1930 y 1940, para salir por vía marítima del continente europeo, podría compararse con la de los centroamericanos que hoy cruzan México para llegar a Estados Unidos y que, en su éxodo, se ahogan en los ríos o mueren de sed en los desiertos. Y, por desgracia, hoy México no cuenta con una figura luminosa como la del cónsul Gilberto Bosques, quien arriesgó cuanto le fue posible para salvar a miles de comunistas y judíos perseguidos por los regímenes fascistas.

    Sin embargo, a pesar de todos los viejos horrores que describe y de los nuevos que evoca, Tránsito sigue siendo, al mismo tiempo, una hermosa pieza de literatura universal. Traducirla fue un reto igualmente hermoso, que me cimbró a muchos niveles.

    A esta nueva traducción de Tránsito⁴ le seguirán las demás obras del exilio mexicano de Seghers: La séptima cruz,⁵ La excursión de las niñas muertas⁶ y sus relatos mexicanos: Crisanta, El verdadero azul y El regreso del pueblo perdido. Éstos últimos nunca han sido vertidos al español.

    Se podría pensar que en el caso de los libros ya traducidos de Seghers bastaría con hacer una reedición, y no una retraducción. Sin embargo, tengo razones muy concretas para querer traducirlos de nuevo.

    Me entusiasma mucho la idea de hacer la primera traducción de estas obras al español de México. Si bien las traducciones castellanas son de gran calidad, me parece congruente e importante que estos libros, escritos y, en algunos casos, publicados en México o que tratan temas mexicanos, puedan ser recuperados para los lectores de nuestro país en su propia variante lingüística.

    Por otro lado, me gusta ser una mujer traduciendo a otra mujer. Lo dijo Virginia Woolf en su obra capital Una habitación propia: Pero este poder creador [femenino] difiere mucho del poder creador del hombre.⁷ Yo hablaría, también, de una sensibilidad diferente. Me hace feliz traducir la obra de esta escritora comunista, antifascista y activista social y política.

    Además, como ya se mencionó arriba, dada la coyuntura política que estamos viviendo —millones de refugiados y un repunte de la extrema derecha en todo el mundo—, los temas del exilio y la represión son rabiosamente actuales. Por eso, estos libros cobran una nueva vigencia. A ella responden el presente esfuerzo editorial y esta traducción actualizada, estrechamente ligada a la biografía de su autora.

    Por otra parte, esta serie sobre las obras del exilio mexicano de Anna Seghers también quiere conmemorar el aniversario de la publicación en México de La séptima cruz, el octagésimo, en 2022, que simboliza para nosotros el estrecho vínculo de Anna Seghers con nuestro país.

    Por último, he de confesar que a este proyecto de traducción le subyace una motivación personal. En la Marsella que nos describe Anna Seghers, en el consulado de Gilberto Bosques, se encontraban también mi tío abuelo y su esposa judía. Ambos estuvieron presos cerca de dos años en Bad Godesberg, junto con todo el cuerpo diplomático mexicano, después de que México le declarara la guerra a Alemania. Presos, sí, pero vivos. Años después de que regresaran a este país, tuvieron una hija. Con una grandeza de espíritu que todavía hoy me emociona, mi tío abuelo decidió que se formara en el Colegio Alemán: los nazis no son los alemanes, sentenció. Muchos años más tarde, mis padres me enviaron también a ese mismo colegio, a seguir las huellas de mi tía. Si esto no hubiera sido así, no sería yo traductora de alemán ni hubiera traducido las obras de Anna Seghers. Éste es mi homenaje entrañable a esa escritora brillante y a todos quienes vivieron esa época convulsa, pródiga tanto en brutalidad como en actos heroicos y solidarios, sin la cual hoy no sería quien soy.

    CLAUDIA CABRERA


    ¹ Kristina Schulz, "Die Schweiz und das literarische Exil (1933-1945), Jahrbuch für Europäische Geschichte 7, Zúrich, 2006, p. 15.

    ² Renate Wall, Lexikon deutschsprachiger Schriftstellerinnen im Exil 1933 bis 1945, Ed. Kore, Friburgo, 1995, vol. I, p. 7.

    ³ https://www.amnesty.org/es/what-we-do/refugees-asylum-seekers-and-migrants/global-refugee-crisis-statistics-and-facts/

    ⁴ La primera traducción de Transit se publicó en 1944, en la Editorial Nuevo Mundo, traducida por los exiliados españoles Angela Selke y Antonio Sánchez Barbudo, con el título de Visado de tránsito. Además, está Tránsito, con traducción de Carlos Fortea, RBA Libros, Barcelona, 2007.

    ⁵ De La séptima cruz existen varias traducciones al español de España: la primera se publicó en México en 1943, en la Editorial Nuevo Mundo, en la traducción del exiliado español Wenceslao Roces. En 1976, la traducción de Birgit Heinkel se publicó en la editorial Akal, en Madrid. Y, por último, en 1983, la de Manuel Olasagasti, en Alfaguara, misma que se reeditó en RBA Libros, en Barcelona, en 2011.

    La excursión de las muchachas muertas, traducción de María Alonso Gómez, Bruguera, Barcelona, 2007.

    ⁷ Virginia Woolf, Una habitación propia, trad. por Laura Pujol, Seix Barral, Barcelona, 2008, p. 63.

    PRIMER CAPÍTULO

    ____

    I

    Dicen que el Montreal se hundió entre Dakar y la Martinica. Que pasó sobre una mina. La compañía naviera no da informes. Quizá todo sea sólo un rumor. Comparado con el destino de otros barcos, que fueron cazados por todos los mares con su carga de refugiados y nunca recibidos en los puertos, a los que se prefirió dejar arder en altamar antes que permitirles echar anclas sólo porque los papeles de los pasajeros se habían vencido unos días antes, comparado con el destino de tales barcos, digo, el hundimiento del Montreal en tiempos de guerra equivale a una muerte natural. Si no es que todo es otra vez sólo un rumor. Si no es que el barco fue capturado o enviado de regreso a Dakar. Entonces, los pasajeros se estarían pudriendo en un campo de internamiento a orillas del Sahara. Quizá ya sean felices del otro lado del océano… ¿Todo esto le resulta indiferente? ¿Se aburre?… Yo también. Permítame invitarlo. Desgraciadamente no me alcanza para una buena cena. Pero sí para una copa de vino rosado y una rebanada de pizza. Ande, siéntese conmigo, por favor. ¿Qué prefiere mirar? ¿Cómo se hornea la pizza sobre el fuego abierto? Entonces siéntese junto a mí. ¿El Puerto Viejo? Entonces, mejor frente a mí. Así podrá ver la puesta de sol detrás del Fort Saint-Nicolas. Eso seguramente no lo aburrirá.

    La pizza es un pan extraño. Redondo y colorido, como un pastel. Se espera algo dulce y a la primera mordida se le llena a uno la boca de pimienta. Entonces, se mira la cosa esa más de cerca y se nota que no está salpicada de cerezas y pasas, sino de pimiento morrón y aceitunas. Es cuestión de acostumbrarse. Desgraciadamente, ya hasta por las pizzas están pidiendo cartillas de racionamiento para pan.

    Me gustaría mucho saber si el Montreal de veras se hundió. ¿Qué harían todos allá, del otro lado, si es que realmente hubieran llegado? ¿Comenzar una nueva vida? ¿Ejercer una profesión? ¿Derribar las puertas de los comités? ¿Talar la selva? Sí, si en verdad existiera allá la perfecta naturaleza salvaje, que lo rejuvenece todo y a todos, entonces casi podría arrepentirme de no haberme ido también… Pues ha de saber que tuve la absoluta posibilidad de hacerlo. Tenía un boleto pagado, tenía una visa, tenía un visado de tránsito. Pero de pronto preferí quedarme.

    En el Montreal iba una pareja que alguna vez conocí fugazmente. Usted ya sabe por experiencia propia cómo son esos encuentros fugaces en las estaciones de ferrocarril, en las salas de espera de los consulados, en el Departamento de visas de la prefectura. Cuán fugaz es el bisbiseo de algunas palabras, como billetes que se pasan con premura de una mano a otra. Sólo a veces te fulmina una única exclamación, una palabra, qué sé yo, una cara. Algo que te atraviesa hasta los huesos, rápida y fugazmente. Levantas los ojos, aguzas el oído y ya te enredaste en algo. Quisiera contarlo todo, aunque sea una vez, de principio a fin. Si no temiera tanto aburrir a mi interlocutor. ¿No está usted absolutamente harto de estos emocionantes reportes? ¿No se ha hastiado de estos apasionantes relatos de peligros de muerte librados apenas, de fugas vertiginosas? Yo, por mi parte, estoy decididamente harto de ellos. Si hay algo que todavía me emociona, quizá sea el informe de un tornero acerca de cuántos metros de alambre ha hecho ya en su larga vida, con cuáles herramientas, o la redonda luz bajo la cual algunos niños hacen su tarea.

    Tenga cuidado con el vino rosado. Se bebe como se ve: como jugo de frambuesa. Lo pone a uno de lo más alegre. Cualquier carga resulta ligera. Qué fácil es decirlo todo. Pero, entonces, al levantarse, le tiemblan a uno las rodillas. Y la melancolía, una eterna melancolía lo acomete a uno… hasta el próximo vino rosado. Si tan sólo pudiera uno quedarse sentado, no volver a enredarse en nada más.

    Yo mismo antes me enredaba fácilmente en cosas de las que hoy me avergüenzo. Sólo un poco… ya pasaron. Lo que sí me provocaría una vergüenza tremenda sería aburrir a los otros. De todas maneras, quiero contarlo todo desde el principio, aunque sea una vez.

    II

    Hacia el final del invierno acabé en un campo de trabajo cerca de Rouen. Acabé usando el uniforme más desfavorecedor de todos los ejércitos de la guerra mundial: el del prestataire francés. Por las noches, como éramos extranjeros, medio prisioneros, medio soldados, dormíamos tras alambre de púas; de día, teníamos servicio laboral. Debíamos descargar barcos ingleses llenos de municiones. Nos bombardeaban de manera terrible. Los aviones alemanes volaban tan bajo que sus sombras nos rozaban. Entonces entendí por qué se dice: bajo la sombra de la muerte. Una vez me toca descargar junto con un chico, lo llamaban el pequeño Franz, su cara estaba tan cerca de la mía como ahora la de usted. Está soleado, se oye un ruido en el aire. Entonces el pequeño Franz levanta la cara. Y el avión se lanza en picada. Su cara se ennegrece por la sombra. Pum, el golpe cae junto a nosotros. Usted conoce todo eso tan bien como yo. Finalmente, todo eso se acabó. Los alemanes se acercaban. ¿De qué valieron entonces el espanto y el sufrimiento soportados? El fin del mundo estaba próximo, mañana, hoy por la noche, de inmediato. Porque algo parecido, eso creíamos todos, sería la llegada de los alemanes. En nuestro campo empezó el desconcierto. Algunos lloraban, algunos rezaban, uno que otro trató de quitarse la vida, uno que otro lo logró. Algunos decidieron poner pies en polvorosa. ¡Poner pies en polvorosa antes del Juicio Final! Pero el comandante había plantado metralletas frente al portón de nuestro campo. Le explicamos en vano que los alemanes nos iban a reventar en cuanto nos vieran, a sus compatriotas huidos de Alemania. Pero él sólo sabía cumplir las órdenes recibidas. Ahora esperaba las órdenes de lo que habría de pasar con el campo. Su propio jefe hacía mucho que se había largado, nuestra pequeña ciudad había sido evacuada, los campesinos de los pueblos vecinos ya habían huido. ¿Es que los alemanes estaban todavía a dos días de distancia, o ya a dos horas? Y eso que nuestro comandante ni siquiera era el peor, hay que ser justos con él. Para él todavía se trataba de una guerra auténtica, no comprendía la infamia, la magnitud de la traición. Al final llegamos con él a una especie de acuerdo tácito. Una metralleta se quedó frente a la puerta, porque no había habido una contraorden. Pero era de suponerse que no iba a poner mucho empeño en dispararnos cuando nos brincáramos el muro.

    Entonces nosotros, algunas docenas de hombres, brincamos el muro de noche. Uno de nosotros, Heinz se llamaba, había perdido la pierna derecha en España. Cuando terminó la guerra civil había pasado mucho tiempo en campos de internamiento en el sur. Sólo dios sabe por qué confusión él, que de veras ya no servía para nada en un campo de trabajo, había venido a dar con nosotros. A Heinz sus amigos tuvieron que ayudarlo a trepar por el muro. Se alternaban para cargarlo porque era apremiante, esa noche, huir de los alemanes.

    Cada uno de nosotros tenía una razón de peso en particular para no caer en manos de los alemanes. Yo mismo había logrado escapar de un campo de concentración alemán en 1937. De noche, había cruzado a nado el Rin. Eso me había enorgullecido mucho por aproximadamente medio año. Después sobrevinieron otras cosas más nuevas para el mundo y para mí. Ahora, durante la segunda fuga —del campo francés—, pensaba en la primera fuga —del campo alemán—. El pequeño Franz y yo trotábamos juntos. Igual que la mayor parte de la gente en esos días, teníamos el infantil objetivo de cruzar el río Loira. Evitamos la carretera, corrimos por los campos. Atravesamos pueblos abandonados, donde las vacas sin ordeñar mugían muy fuerte. Buscamos algo que morder, pero ya lo habían devorado todo: desde el arbusto de grosellas espinosas hasta el cobertizo. Quisimos beber, las tuberías estaban cortadas. Ya no oíamos disparos, el tonto del pueblo, el único que no se había ido, no nos supo dar razón de nada. Entonces, los dos sentimos miedo. Ese silencio de muerte era más angustioso que los bombardeos sobre los diques. Finalmente nos topamos con la calle París. Y realmente estábamos lejos de ser los últimos. Desde los pueblos del norte se desbordaba un mudo torrente de refugiados. Carros de adrales para recoger la cosecha, altos como las casas de los campesinos, cargados hasta el tope con muebles y con las jaulas de las aves, con los niños y los ancestros, con las cabras y los terneros; camiones con un convento de monjas; una niña pequeña, en una carreta que su mamá arrastraba; automóviles en los que estaban sentadas mujeres bonitas y muy tiesas con sus abrigos de pieles que habían logrado rescatar, pero los autos eran jalados por vacas, porque ya no había gasolineras; mujeres que llevaban en brazos a sus hijos agonizantes, incluso muertos.

    En ese entonces se me ocurrió por primera vez el pensamiento, ¿de qué huyen realmente estas personas? ¿De los alemanes? Los alemanes estaban motorizados. ¿De la muerte? Seguramente también los alcanzaría en el camino. Pero ese pensamiento me sobrevino sólo por un momento y sólo al ver a los más miserables.

    El pequeño Franz se subió a lo que pudo y yo también encontré lugar en un camión. Frente a un pueblo, otro camión chocó al mío desde atrás y tuve que seguir a pie. No volví a ver al pequeño Franz.

    De nuevo, me aventuré por los campos. Llegué ante una casa de campesinos, grande, lejos de todo, habitada aún. Pedí de comer y de beber; para mi gran sorpresa, la mujer me puso un plato de sopa, vino y pan en la mesa del jardín. Al hacerlo, me contó que después de muchas discordias familiares justamente habían decidido marcharse. Ya estaba todo empacado, sólo tenían que estibarlo en el vehículo.

    Mientras comía y bebía, los aviones volaban muy bajo, zumbando. Estaba demasiado cansado como para levantar la cabeza. Oí también, bastante cerca, una breve descarga de metralleta. No me podía explicar de ninguna manera de dónde provenía, también estaba demasiado agotado como para reflexionar al respecto. Sólo pensaba que seguramente después me podría subir al camión de esta gente. Ya estaban calentando el motor. Ahora, la mujer corría, agitada, entre el camión y la casa. Se

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