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La desaparición de Agatha Christie: y otras historias sobre escritores misteriosos, excéntricos y heterodoxos
La desaparición de Agatha Christie: y otras historias sobre escritores misteriosos, excéntricos y heterodoxos
La desaparición de Agatha Christie: y otras historias sobre escritores misteriosos, excéntricos y heterodoxos
Libro electrónico416 páginas4 horas

La desaparición de Agatha Christie: y otras historias sobre escritores misteriosos, excéntricos y heterodoxos

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¿Imaginan a la joven Mary Shelley dando forma al monstruo de Frankenstein en las lúgubres noches del que fue conocido en todo el mundo como el año sin verano en Villa Diodati? ¿Sabían que Arthur Conan Doyle era un crédulo que creía en fantasmas, hasta el punto de que hubiera hecho avergonzarse a Sherlock Holmes, el analítico detective surgido del talento de su pluma? ¿O que el escritor japonés Yukio Mishima protagonizó en su país una intentona golpista de dramáticas consecuencias... para su propia vida? ¿Y que Guy de Maupassant recibía visitas de sí mismo? ¿Qué le ocurrió durante los once días perdidos de Agatha Christie, que provocaron una conmoción en el Reino Unido y una de las búsquedas de desaparecidos más grandes que había visto aquel país? Las respuestas a estas y otras sorprendentes preguntas sobre las biografías de algunos de los escritores más destacados de la literatura universal podemos encontrarlas en las páginas de este nuevo libro de José Luis Hernández Garvi, obra en la que las biografías de sus protagonistas cumplen el tópico de que la realidad supera la ficción.

Con la fuerza de un estilo vigoroso que nos impide abandonar la lectura, el autor de La desaparición de Agatha Christie y otras historias sobre escritores misteriosos, excéntricos y heterodoxos nos conduce por el laberinto de las complejas personalidades de novelistas retratados con una paleta rica en matices y claroscuros. Un libro imprescindible para aquellos que quieran descubrir qué se esconde, realmente, detrás de la inspiración y la génesis literaria.

Margaret Atwood dijo: "Querer conocer a un escritor porque te gustan sus libros es como querer conocer a un pato porque te gusta el paté". Este libro discrepa de la aseveración de la gran literata, pues disecciona los secretos más misteriosos, excéntricos y heterodoxos de los grandes genios de las letras universales.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento23 oct 2020
ISBN9788418578076
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    La desaparición de Agatha Christie - José Luis Hernández Garvi

    Raros y poco recomendables

    Resulta comprobable la opinión generalizada de que los escritores constituimos un gremio formado por gente un tanto bohemia y casi siempre excéntrica, grupo humano reducido y hasta cierto punto elitista, que alardea desvergonzado de un exhibicionismo sin demasiados tapujos ni ataduras morales que disfraza bajo la apariencia de los personajes de sus libros. Teniendo este axioma presente, se nos considera hombres y mujeres cuando menos raros y en ocasiones hasta poco recomendables, que despertamos filias y también fobias a partes iguales. Arrojados de esta forma a los pies de los caballos, debo confesar ante ustedes que me doy por aludido.

    Antes de continuar adelante y entrar en materia, me arriesgo a rechazar, con lo que eso actualmente supone, el uso del lenguaje inclusivo que en estos tiempos convulsos y erráticos distingue expresamente entre el género femenino y masculino al referirse a un colectivo concreto. Por tanto, a partir de ahora voy a ignorar, por razones estilísticas y de comodidad, citar «escritoras y escritores» para usar el sustantivo genérico masculino a la hora de englobar a la caterva que protagoniza los diferentes capítulos que componen este volumen. Aclarado este punto, posiblemente un anacronismo para los lectores de futuras generaciones, si es que por aquel entonces todavía hay amantes de los libros, considero oportuno reseñar los motivos que me han llevado a escribir estas páginas.

    A la hora de modelar el perfil personal y literario de los escritores, críticos y lectores suelen hacer uso de una larga lista de adjetivos, en algunos casos sin reparar en su naturaleza despectiva o hiriente. Teniendo en cuenta esto último, se nos encasilla como reprimidos acomplejados que ahogan su frustración en el alcohol o en las drogas, sustancias que usamos desaforadamente en busca de un talento del que carecemos sobrios; somos vistos como misántropos huraños que odiamos el mundo que nos rodea; nos consideran hedonistas lúbricos con distintos tipos y grados de perversión; ejercemos de agitadores políticos de diferente signo que buscan reconocimiento a sus ideas, o de intelectuales engreídos a los que una vanidad insatisfecha y sin límites les lleva a despreciar a todos aquellos que no están a su altura, lectores incluidos. Este cóctel de ingredientes corrosivos se adereza con unas gotas de trauma, a poder ser infantil, para que la mezcla tenga un gusto atormentado.

    Ante la evidencia de estos argumentos no se puede negar que en todo o en parte son verdad, pero hay que reconocer que también están presentes, en mayor o menor medida, en la población de a pie que no le ha dado por escribir libros. Sin embargo, en el caso de los literatos su trascendencia va más allá hasta adquirir la categoría de hiperbólicos elementos esenciales que definen un estilo particular y sin los cuales, ya sea en conjunto o por separado, no se está capacitado para enfrentarse al reto de la creación literaria. No sé quién fue el primero ni cómo ni cuándo se han moldeado estos clichés, pero al margen de las opiniones preconcebidas por parte de los lectores o de aquellos que dicen que entienden de esto, lo cierto es que a lo largo de la historia de la literatura algunos colegas se han esmerado, dejándose llevar por determinado grado de esnobismo o azotados por los vaivenes del destino, en ofrecer de sí mismos una imagen muy alejada del tipo de vida que podemos entender como convencional.

    Sin abandonar esta línea, se ha difundido el convencimiento, mayoritariamente aceptado, de que la genialidad está reñida con la rutina. De ahí que este oficio singular de la escritura esté rodeado de un aura que podría calificarse irónicamente de literaria, incluso cinematográfica, que lo mantiene en un plano alejado de la realidad cotidiana y le concede una naturaleza misteriosa, casi hermética, que se retroalimenta de un culto mitómano. Este concepto, llevado a un extremo, puede provocar confusión en aquellos lectores que quieren conocer más de los autores que admiran, sin que puedan distinguir qué aspectos de la personalidad del escritor corresponden a la realidad y cuáles son estereotipos de procedencia externa que obedecen a intereses más o menos espurios. De la misma forma, se nos identifica con los rasgos que definen a los protagonistas de nuestras propias obras sin tener en cuenta la intervención de la imaginación o la experiencia vital acumulada, recursos efectivos de los que hacemos uso en el ejercicio de nuestras facultades literarias.

    A la luz de esta percepción distorsionada, aquellos autores que no cumplen con estas expectativas o contradicen la impostada personalidad turbulenta que se nos atribuye con una existencia anodina, ni siquiera tendrán derecho a aspirar a la genialidad. En esta cuestión controvertida se dejan a un lado aquellos aspectos que tengan que ver con el talento, el esfuerzo creativo o la pasión si están contaminados por las rutinas de la vida cotidiana.

    Llegados a este punto, mi experiencia me concede el derecho a discrepar llevando la contraria a todos aquellos que tienen idealizado, hasta extremos que poco o nada tienen que ver con la realidad, el oficio de escritor. Para defender mi argumento, y verter un jarro de agua fría sobre la inocencia de los más ingenuos, me van a permitir que recurra al testimonio de dos ilustres colegas que gracias a su talento alcanzaron en vida el prestigio y la gloria que les abrió el camino a la posteridad. En una entrevista, Gabriel García Márquez declaró que se oponía al «mito romántico de que el escritor debe pasar hambre, debe estar jodido para producir». En la misma línea, Umberto Eco afirmó que «la genialidad es un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento transpiración». Estas opiniones, muy respetables por venir de donde vienen y que suscribo plenamente, reflejan la verdadera naturaleza que se esconde detrás del trabajo de un autor cuando asume el reto de escribir un libro, tarea silenciosa y solitaria que en la mayoría de las ocasiones no tiene por tanto nada de glamurosa. De ellas también se deduce que se trata de una ardua labor por la que debemos ser justamente recompensados, aunque algunos no lo consideren así por visualizarnos todo el día sentados frente a la pantalla del ordenador, que ha sustituido al escritorio o la máquina de escribir de antaño. Al fin y al cabo, aunque los escritores profesionales vivamos de nuestra imaginación —otros dirán que del aire— también comemos y pagamos facturas.

    Una vez puestas las cartas boca arriba, la literatura refleja el brillo de sus luces y también sucumbe bajo el peso de sus sombras, virtudes y defectos íntimamente ligados que deben ser valorados en conjunto para adquirir una imagen fiel del conjunto. Otra cosa bien distinta es todo lo que rodea el mundo editorial, sometido a los designios derivados de las querencias, compromisos e intereses económicos de unas cenizas aventadas por la hoguera de las vanidades. También debemos tener presente que, como ocurre siempre con todo aquello que tiene que ver con la fama y el éxito, el lado oscuro tiende a imponerse debido a la fascinación morbosa que genera no solo en los mitómanos, en este caso también en aquellos que nunca han leído un libro. Esta circunstancia puede traducirse en un mayor interés por parte del público, entendido de forma abstracta, fama que puede redundar en las cifras de ventas. Porque, si todavía no se han dado cuenta —o no han querido abrir bien los ojos— me van a permitir que les aclare que al fin y al cabo esto de escribir libros también es una industria y un negocio.

    Tirando de este hilo, a lo largo de la historia de la literatura podemos encontrar destacados autores, con mayores o menores habilidades a la hora de transcribir negro sobre blanco, que han puesto un gran interés en cultivar determinada imagen de cara a la galería, fachadas misteriosas, excéntricas y heterodoxas a las que han dedicado concentrados esfuerzos de los que finalmente obtuvieron ambiciosos réditos de diferente naturaleza. Unos se presentaron como almas atormentadas, otros fueron de tipos duros, algunos forjaron personalidades insufribles, incluso con rasgos patológicos, o languidecieron de presunta melancolía. Situados en esos extremos, todo se sacrificaba en una apuesta arriesgada, fingida o no, por llamar la atención de posibles seguidores y fidelizar a una cohorte de lectores con la intención de despertar en todos ellos un interés en el que siempre ha resultado difícil distinguir dónde estaba la frontera que separaba los gustos literarios del culto a la personalidad del creador.

    La cuestión se podía resumir en que lo primordial en estos casos ha sido diferenciarse del resto, ser original a toda costa, aunque en el intento algunos autores han caído en la tentación de tomar el camino fácil de confundir ingenio con ofensa, recurso tan viejo como la historia del mundo. Muchos fracasaron, y siguen fracasando, en sus desesperados intentos. Como consecuencia de sus actos y abrumados por su propia pedantería, algunos de los más capaces iniciaron un declive prematuro después de brillar con su opera prima. La minoría que despertó gran admiración al conseguir recrear su personalidad dentro de su propio mundo vio su farsa recompensada. Por el camino quedó una larga lista de escritores que ofrecieron una patética estampa que nunca será recordada.

    Dentro de esta amplia categoría, hubo también otros autores que por el contrario no tuvieron que hacer nada para que la trascendencia de su figura destacase y prevaleciera incluso por encima del legado de su obra. Son aquellos que además de contar con un talento innato que los hizo geniales tuvieron una predisposición funesta hacia la vida que no fue forzada y los convirtió en malditos. Me refiero a lo que los anglosajones definen como misfits, aquellos «inadaptados» que por razones personales o sociales plasmaron su atormentada existencia en sus mejores obras. Los más desafortunados padecieron sus vicios y enfermedades, o ambos a la vez, en una caída libre que los condujo a los infiernos de la depravación o el sufrimiento en un final prematuro. En la galería de retratos de escritores un tanto estrafalarios que a partir de ahora vamos a recorrer juntos, son estos los más delirantes pero también los más sinceros, al mostrarse tal y como eran, sin ambigüedades ni disfraces.

    En un tercer grupo, hubo otros autores que bajo la apariencia de una vida ordenada y anodinamente burguesa ocultaron secretos que hubieran escandalizado, o al menos sorprendido por impensables, a la sociedad de su época. Así, lograron mantener una doble vida que con el tiempo terminó saliendo a la luz para revelar facetas, gustos o intereses sorprendentes, incluso poco respetables. En su momento, posiblemente nadie hubiera pensado que eran capaces de albergar esas aficiones. De haberse hecho públicas lo más probable es que hubieran sido esgrimidas para dictar la condena del ostracismo o, quién sabe, puede que por el contrario hubieran servido para multiplicar la venta de sus libros.

    Llegados a este punto, debo confesar que, como lector y escritor, desde siempre he albergado debilidad por la obra de los autores incluidos dentro de la categoría que da título a este libro, hasta el punto de llegar a identificarme con sus sentimientos, aunque ahora creo que no es el momento de entrar en detalles que puedan afectar a mi integridad como poeta y escritor de ficción. Sus obras generaron en mí, a lo largo de décadas de lecturas excitadas, una conmoción que dejó de ser adolescente hace mucho tiempo mientras me marcaban con una profunda huella que ha influido poderosamente en mi vocación literaria.

    Tampoco voy a negar que sus turbadoras biografías posiblemente hayan tenido mucho que ver a la hora de generarme ese inusitado interés. Lo que resulta indudable es que mi admiración y fascinación hacia su obra y las circunstancias personales que rodearon su faceta creativa son los motivos que han inspirado la redacción de este libro que ahora presento ante ustedes, páginas en las que, aun dejándome arrastrar por mi amor apasionado y nada platónico por todo lo que tiene que ver con la literatura, he intentado evitar que pudieran ofrecer una imagen sesgada de sus protagonistas. En ese mismo sentido, he pretendido ser veraz al presentar los aspectos más íntimos que rodean la dedicación, física e intelectual, a la que se entrega el escritor profesional, trabajo bastante más esforzado, y menos retribuido, de lo que aparece en los bucólicos telefilmes alemanes que emiten las cadenas de televisión en las sobremesas del fin de semana, películas idóneas para echar una cabezadita en el sillón.

    Espero que sean indulgentes conmigo si al leer este libro descubren facetas desagradables de sus escritores favoritos que les hagan tambalearse o incluso caer del altar al que la crítica, y también ustedes mismos, los habían elevado. Desde luego no era esa mi intención, pero tengan en cuenta que al conocer la naturaleza humana que se escondía bajo su imagen pública y notoria puede que se vuelvan más atractivos para ustedes y los tengan a partir de ahora en mayor estima y consideración. Si este argumento no les vale para consolar su decepción, recuerden que nadie es perfecto y que todos guardamos secretos.

    A la hora de justificar ciertas ausencias en estas páginas no me queda más remedio que recurrir al tópico manido: ni son todos los que están, ni están todos los que son. Muchos de ustedes echarán de menos algunos nombres y puede que otros les resulten prescindibles. En mi descargo debo decir que me he dejado llevar por un criterio muy personal, subjetivo de pleno derecho, que deseaba compartir con mis lectores. Por lo demás, a los adjetivos que acompañan al título de este volumen les pueden añadir los que ustedes quieran. Estoy convencido de que acertarán.

    De la misma forma, confío en no haber ofendido a algunos de mis colegas al revelar en estas páginas ciertos secretos que rodean nuestra amada profesión y exponer algunas de las trampas que empleamos para llamar la atención. Al fin y al cabo los escritores somos humanos, quizá demasiado si ustedes me permiten, aunque a algunos su desorbitado ego les impida admitirlo. A los que se den por aludidos les advierto que no pienso hacer acto de contrición, parapetado en la seguridad que me ofrece vivir en nuestros días. Digo esto porque si este libro hubiera sido publicado en tiempos decimonónicos estoy seguro de que algún escritor rival, irritado por el contenido de estas páginas, me hubiera retado en un duelo, recurso indudablemente literario. Aunque quizá no debería sentirme tan confiado ante la actual amenaza de las devastadoras redes sociales.

    Después de esta exposición de motivos, poco más me queda por añadir. Espero que mi invitación a acompañarme en este recorrido les haya parecido lo suficientemente interesante como para arriesgarse y seguir adelante. Si ha sido así, les dejo a solas con lo que tienen que contarnos estos escritores misteriosos, excéntricos y heterodoxos en sus páginas malditas. Lean, disfruten y sigan amando la literatura como hasta ahora.

    — I —

    Inspirados por fantasmas

    Las historias de fantasmas han inspirado a los narradores desde el principio de los tiempos. La imaginación se ha servido de nuestros miedos para tejer relatos que nos han infundido el terror desde hace miles de años al dar forma a unas pesadillas en las que los espectros nos visitaban desde el inframundo para recordarnos nuestra condición de mortales. Los orígenes de este género literario, primero oral y posteriormente escrito, se remontan a las cavernas, donde nuestros antepasados prehistóricos escuchaban atemorizados, y en torno a la seguridad que proporcionaba el fuego, la voz gutural del chamán describiendo cómo los espíritus en forma de criaturas insondables surgían de las sombras para visitarle durante sus trances.

    Los autores de la Antigüedad clásica también relataron sus encuentros con aparecidos y dieron credibilidad a la trascendencia de los mensajes que nos transmitían desde el otro mundo, sin aclarar si los fantasmas habían superado el juicio de Osiris o completado la travesía de la laguna Estigia. En tiempos más recientes, toda una generación de autores que bebieron de las fuentes del Romanticismo dio forma a lo que con el tiempo se ha venido en denominar narrativa gótica, género sombrío pero fascinante en la recreación de imágenes y personajes que sentó las bases de la moderna literatura de terror. En nuestros días, aquellos miedos atávicos se han reinterpretado, aunque en realidad siguen siendo los mismos. Para que parezcan originales, fantasmas y demás criaturas del averno se han revestido de un envoltorio más atractivo, acorde con los tiempos que vivimos.

    Para los más incrédulos, parece claro que las historias de aparecidos son fruto de la imaginación desbordada de algunos autores. En el caso de los creyentes, los fantasmas son tan reales como los vivos y proporcionan materia suficiente para dar forma a las historias de terror. En este sentido, los escritores que han cultivado el género se han servido de los supuestos fantasmas que otros afirman haber visto para introducirlos como personajes de sus obras. Dejándose llevar por experiencias propias o ajenas, los narradores más crédulos han llegado a creer en su existencia, circunstancia que ha ejercido una gran influencia en parte o en la totalidad de su obra. Veamos algunos ejemplos. No tengan miedo.

    — Uno —

    La realidad paralela y gótica de E.T.A. Hoffmann

    Antes de entrar en materia con el protagonista de las líneas que van a leer a continuación, me siento obligado a reconocer ante ustedes que a la hora de retratar la vida de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, su desdoblada y atribulada personalidad, reflejada en el brillante talento multidisciplinar que encarnó, me planteó el problema de determinar en qué capítulo del libro que ahora mismo sostienen entre sus manos debía situar al personaje. Considerado por la crítica como uno de los más destacados representantes del Romanticismo de inspiración fantasmagórica, Hoffmann fue inventor de su propia vida, como señala la filóloga Carmen Bravo-Villasante, en el sentido de que se sirvió de lo ilusorio y lo real, de la fantasía que emanaba de su imaginación y lo que había de tenebroso en su existencia cotidiana para recrear en sus cuentos una atmósfera enigmática.

    Al tener en cuenta todos estos elementos, en un principio le había reservado un capítulo en el epígrafe dedicado a los escritores víctimas del lado oscuro, donde parecía encajar como un guante debido a su temperamento, esculpido y vapuleado por el destino. Sin embargo, al adentrarme en su biografía el peso de los aspectos relacionados con los fenómenos de naturaleza sobrenatural hicieron que me decidiera por reservarle el honor de que abriera este apartado dedicado a los autores inspirados por entidades procedentes del más allá, interpretados como proyecciones de nuestra instrospección. Cuando conozcan su historia creo que estarán de acuerdo conmigo.

    En este cuadro, E.T.A. Hoffmann se autorretrató sobre un fondo oscuro, reflejo tenebroso de su propia vida.

    Ernst Theodor Amadeus Hoffmann nació en la ciudad de Königsberg, la capital de lo que entonces era Prusia Oriental, el 24 de enero de 1776. Su verdadero nombre completo —el que aparece en la partida de nacimiento— fue el de Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann, que años después él mismo cambiaría por el que ha pasado a la historia de la literatura, al sustituir «Wilhelm» por «Amadeus», una especie de seudónimo artístico adoptado en honor a su admirado Wolfgang Amadeus Mozart.

    Ernst, como le llamaban familiarmente, era el hijo pequeño del matrimonio formado por el abogado Christoph Ludwig Hoffmann y su prima hermana Lovisa Albertina Doerffer. Teniendo presente este rasgo de consanguinidad hay que señalar que pudo ser determinante en la aparición de ciertos desajustes psicológicos que el escritor padeció a lo largo de su vida, sin olvidar las circunstancias familiares que forjaron su personalidad. La pareja tuvo otros dos hijos varones: Johann Ludwig, el mayor de los hermanos, y Carl Wilhelm Philipp, que murió siendo muy niño.

    Volviendo a los orígenes de Ernst, sus padres se separaron en 1778. Su hermano Johann Ludwig se quedó con el padre y los dos se mudaron a la ciudad de Insterburg, la actual Chernyakhovsk rusa. Ernst permaneció en el hogar familiar junto a su madre, una mujer de carácter inestable y depresivo. En la casa convivieron con Lovisa Sophia Doerffer, la abuela materna que se había quedado viuda, sus tías solteronas Johanna Sophia y Charlotte Wilhelmine, y su tío Otto Wilhelm, un antiguo funcionario judicial, tipo pedante que tampoco se había casado y que vivía con los escasos ingresos de una pensión de incapacidad mientras presumía de hombre importante.

    En aquella casa de atmósfera opresiva era la abuela la que llevaba las riendas domésticas, imponiendo su carácter autoritario sobre los demás. La apatía vital de Lovisa Albertina le impidió cuidar de su hijo y fue su hermana Johanna Sofía la que se encargó de velar por el pequeño. Con el tiempo, la madre se desentendió completamente de Ernst, que creció en un oscuro y deprimente ambiente familiar, el menos adecuado para el bienestar de un niño. De la misma forma, Ernst fue perdiendo el contacto con su padre y su hermano mayor, ausencias que en principio lamentó profundamente. Sin embargo, la separación familiar y el paso del tiempo los acabó convirtiendo en extraños para él. Los únicos momentos divertidos que el joven Ernst vivió en aquel hogar fueron las burlas a escondidas dirigidas hacia su ridículo tío Otto.

    Para completar el escenario del cuadro tenebroso de esos años de la infancia de Ernst, en la misma casa vivió durante un tiempo el poeta y sacerdote Friedrich Ludwig Zacharias Werner, famoso predicador que heredó de su madre, una fanática religiosa, su naturaleza sensible y un temperamento desequilibrado. Werner tampoco era precisamente la alegría de la huerta, ni un ejemplo de tolerancia y distensión, por lo que su presencia tampoco ejerció una influencia positiva sobre nuestro protagonista, que poco a poco modeló un carácter taciturno.

    A partir de 1782, el joven Ernst asistió a la escuela del castillo de Königsberg, donde entabló amistad con Theodor Gottlieb von Hippel, el Joven, sobrino del destacado Theodor Gottlieb Hippel, el Viejo, escritor satírico amigo de Immanuel Kant, destacado político defensor de las ideas de la Ilustración y alcalde de la capital de Prusia Oriental. A pesar de pertenecer a diferentes clases sociales la amistad entre ambos duró toda la vida. En las aulas Ernst destacó en el estudio de los clásicos y mostró una especial sensibilidad hacia todas las materias que tenían que ver con el arte, sobre todo la escritura y el dibujo. También tuvo la oportunidad de perfeccionar su técnica al piano y se formó como organista. En esos años trascendentales del tránsito de la pubertad a la juventud también leyó las obras de autores como Schiller, Goethe, Swift o Rousseau, libros que le inspiraron para escribir una novela incompleta y perdida titulada Der Geheimnisvolle (El misterioso). Pero los múltiples talentos artísticos que empezaban a aflorar en el joven no tenían la oportunidad de desarrollarse dentro del provincianismo aislado de la sociedad en la que vivía, muy distante de las nuevas corrientes artísticas que habían prendido la mecha de un renacer cultural en Alemania.

    Tras finalizar su etapa escolar, en 1792 Hoffmann se matriculó en la Universidad Albertus junto a su amigo Hippel para cursar estudios de Derecho y seguir la tradición de su padre, que a pesar de ser un músico aficionado que tocaba la viola en casa nunca tuvo en cuenta la precoz sensibilidad que su hijo menor había mostrado hacia la música y la pintura. Allí aprendió del profesor Daniel Christoph Reidenitz, discípulo de Kant y eminente jurista, que inculcó los principios del derecho a un alumno aplicado pero sin demasiado entusiasmo por estudiar una carrera que no le gustaba. Hoffmann siguió mostrando un mayor interés por las artes que por las leyes y en consecuencia dedicó gran parte de su tiempo libre a escribir, componer partituras y pintar, apasionados pasatiempos que compaginó con un brillante expediente académico. Sin embargo, no se ha conservado ninguna de las obras literarias y musicales de ese periodo de su vida.

    En 1795 aprobó el primer examen que le abrió el camino a la carrera judicial y le permitió ocupar el puesto de secretario en el Tribunal Superior de Königsberg. Mientras cumplía con sus obligaciones de funcionario, Hoffmann siguió componiendo, escribiendo y perfeccionando su talento como virtuoso organista. Declarado admirador de Mozart y Bach, en esos años de juventud sus pasos parecían más encaminados hacia la música que a la literatura. Mientras tanto, en el plano personal su madre falleció en 1796 y su padre un año más tarde, pérdidas familiares que apenas le conmovieron. Por el contrario, guardó un vago buen recuerdo de sus tías, especialmente de Charlotte, la más joven, a quien siempre llamó Tante Füßchen, «Tía Piececitos», a pesar de que ella murió cuando él apenas contaba 3 años.

    Es también en esa época cuando Hoffmann empezó a dar clases particulares de música. Una de sus alumnas fue Dora Hatt, una mujer casada con cinco hijos y nueve años mayor que él. En las cartas intercambiadas con Hippel le declaró a su amigo que se había enamorado perdidamente de Dora. Su antiguo compañero de la universidad le desaconsejó iniciar una relación junto a esa mujer, por más que ella hubiera confesado a Ernst los problemas por los que atravesaba su matrimonio. Después del nacimiento del sexto hijo de Dora, Hoffmann se mostró decidido a declarar su amor por ella y enfrentarse abiertamente al marido. Tras el incidente, que supuso un escándalo para la sociedad provinciana y puritana de Königsberg, el impetuoso joven enamorado, corruptor de mujeres casadas, fue traslado a la ciudad de Glogau, al sudoeste de la actual Polonia, donde fue acogido bajo la protección de su padrino y tío Johann Ludwig Doerffer.

    Ante el temor de que el joven Hoffmann pudiera arrojar por la borda su prometedor futuro y abandonase prematuramente su carrera como brillante abogado para emprender una vida bohemia dedicada al arte, el cambio de residencia debía servir para apartarle de las malas influencias y enderezar su camino. Durante su estancia en Glogau conoció a Wilhelmine «Minna» Doerffer, prima suya, con la que se comprometió en 1798 presionado posiblemente por su tío. A finales de la primavera de ese mismo año, Hoffmann aprobó con la calificación de «excelente» el segundo examen que le capacitaba para ejercer de abogado. La nota obtenida le permitió elegir destino y optó por solicitar plaza en el Tribunal de Apelaciones de Berlín, a donde se había mudado su padrino acompañado por Minna. De esta forma, el entonces aspirante a jurista emprendió el primer gran viaje de su vida.

    En el verano de 1798 hizo un recorrido por las conocidas como Montañas Gigantes en el macizo de Bohemia, donde quedó muy impresionado por los majestuosos paisajes que ofrecía la naturaleza en esa región de Centroeuropa. En Dresde, tuvo la ocasión de contemplar las obras maestras de la Galería de Pinturas de los Maestros Antiguos, pinacoteca reunida en el palacio Zwinger por los Electores de Sajonia Augusto II y su hijo Augusto III en la primera mitad del siglo xviii, compuesta por lienzos de pintores renacentistas, de la escuela holandesa y artistas del Barroco. Acostumbrado hasta entonces a una vida sin alicientes que cumplieran sus expectativas, estas visitas impresionaron a Hoffmann, que ante la contemplación de tanta belleza debió experimentar algo parecido a lo que años después sintió el escritor francés Stendhal cuando quedó profundamente conmovido al entrar en la basílica de la Santa Croce en Florencia, dando nombre a la enfermedad psicosomática conocida como Síndrome de Stendhal, descrita como una reacción romántica ante el goce artístico. Fue posiblemente en ese verano cuando Hoffmann decidió ser artista, aunque de momento se sintiera presionado por una responsabilidad que le obligaba a cumplir con las etapas de un destino profesional que él no había elegido.

    A su llegada a Berlín descubrió la intensa vida cultural de la gran ciudad y quedó deslumbrado por el ambiente renovador que se respiraba. El contacto con los círculos intelectuales confirmó en él su verdadera vocación, aunque todavía no tuviera muy claro por qué forma de expresión artística decantarse. Mientras tanto, se hizo asiduo espectador de las representaciones teatrales, asistió a conciertos y disfrutó de los cuadros de algunos de sus pintores favoritos. Al mismo tiempo, tomó clases de música con el compositor Johann Friedrich Reichardt, discípulo de Kant y amigo de Goethe y Schiller. Reichardt, que también se había formado como jurista, abandonó su carrera profesional para dedicarse por entero a su pasión, decisión que a Hoffmann le debió servir de ejemplo cuando por entonces se planteó abandonarlo todo para dedicarse a lo que de verdad le gustaba.

    A este periodo berlinés corresponden sus primeros pasos en el teatro y la música. Allí compuso un singspiel que llevaba por título Die Maske (La máscara), la primera obra musical importante que se conserva de Hoffmann. Se trata de una opereta que envió a la reina Luisa de Prusia en busca de mecenazgo y un reconocimiento del que el joven compositor carecía. La soberana respondió aconsejándole que escribiera a August Wilhelm Iffland, director del Teatro Nacional de Prusia, que le contestó cuando el 27 de marzo de 1800 Hoffmann había aprobado un tercer examen en su carrera de funcionario, de nuevo con la mayor nota, y ya se había trasladado hasta la ciudad de Posen, la actual Poznan polaca, como asesor del Tribunal Regional Superior. Antes de instalarse en su nuevo destino viajó a Dresde en compañía de su viejo amigo Hippel, para mostrarle la galería que tanto le había impresionado en su visita anterior. Cuando su vida parecía encaminarse hacia una vocación artística que luchaba por imponerse sobre las imposiciones de los demás su carácter responsable prevaleció de nuevo sobre las pasiones, aunque no tardaría mucho en dejarse llevar por un espíritu inquieto que a punto estuvo de causarle un serio disgusto.

    Además de la escritura y la música, Hoffmann siguió cultivando el dibujo y la pintura, faceta artística que nunca abandonó. Con ocasión de la celebración en Posen del baile de carnaval de 1802, se distribuyeron entre los asistentes unas divertidas caricaturas de altos cargos civiles y militares de la administración imperial que provocaron la indignación de los aludidos. Las sospechas de la autoría de los dibujos recayeron en Hoffmann y las protestas exigiendo un castigo ejemplar llegaron hasta Berlín. Sin embargo, los superiores del joven funcionario prefirieron contemporizar hasta que se calmaran los ánimos. El asunto se resolvió con un nuevo traslado de Hoffmann a Płock, localidad polaca que había sido incorporada recientemente a Prusia y que por aquel entonces apenas contaba con 3000 habitantes.

    El compromiso de Hoffmann con su prima Minna hacía tiempo que era papel mojado y fue en Posen donde conoció a Marianna «Mischa» Tekla Michalina Rorer, una bellísima joven polaca de la que se enamoró y con la que contrajo matrimonio. Antes de instalarse en Płock, Hoffmann viajó allí para buscar un alojamiento para ambos y organizar su llegada. La mudanza se completó en agosto de 1802 y la llegada al que iba a ser su propio hogar supuso para él una verdadera revolución, ya que por primera vez estaba lejos de las ataduras de su agobiante familia y era dueño de sus propias decisiones. Pero aquellos que pensaron que este cambio le iba a hacer sentar la cabeza como un burgués acomodado estaban muy confundidos.

    Si su nueva situación personal implicaba el inicio de una nueva vida, él no estaba dispuesto a someterse a las rutinas y obligaciones conyugales, comportamiento inapropiado que algunos de sus contemporáneos calificaron de disoluto y que se agravó con el consumo de alcohol, adicción con la que intentaba paliar una frustración creciente. La fidelidad matrimonial tampoco casaba demasiado con su temperamento. Hoffmann tuvo numerosas amantes, pero a pesar de las continuas infidelidades Misha permaneció a su lado sin plantearse nunca la separación.

    Después de haber conocido la dinámica atmósfera cultural de Berlín, Hoffmann se sintió

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