Bioética y tecnologías disruptivas
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La Cuarta Revolución Industrial parece tener por objetivo reescribir tanto la materia inerte como la materia viva, lo que suscita un sinfín de interrogantes. En los próximos años la humanidad deberá tomar decisiones sobre qué investigaciones o experimentos aceptar ética y jurídicamente. Y todo en contextos para los que carecemos de antecedentes y sin más bagaje que nuestra modesta capacidad de previsión. Con la bioética como referente, el presente libro pretende contribuir al debate que, de forma colectiva e inevitable, deberemos afrontar en breve.
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Bioética y tecnologías disruptivas - Manuel Jesús López Baroni
Manuel Jesús López Baroni
Bioética
y tecnologías disruptivas
Herder
Diseño de la cubierta: Toni Cabré
Edición digital: José Toribio Barba
© 2021, Manuel Jesús López Baroni
© 2021, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-4713-6
1.ª edición digital, 2021
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
LOS BIOHACEDORES
LOS BIOCATEQUISTAS
LOS NEUROGANADEROS
LOS NEUROINTERNAUTAS
LO INDECIDIBLE
LOS JEREMÍAS
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
A mi amigo Pepe Jiménez,
por descubrirme el mundo de la física
INTRODUCCIÓN
Anu oyó sus respectivas quejas muchas veces, entonces ellos interpretaron a Aruru, la Grande: «Aruru, tú que has creado a la humanidad, crea ahora su imagen, que le sea comparable por la fogosidad de su corazón, y que rivalicen entre sí para que haya paz en Uruk». Cuando Aruru hubo oído estas palabras, concibió en su corazón una imagen de Anu. Aruru, luego, se lavó las manos, cogió un pedazo de arcilla y lo depositó en la estepa. Fue en la estepa donde ella modeló al valiente Enkidu.
POEMA DE GILGAMESH
En los próximos años deberemos tomar algunas de las decisiones más trascendentales de nuestra historia, entre otras la de fijar los límites de la modificación de la línea germinal humana. La opción que adoptemos condicionará nuestro futuro como unidad biológica, lo que a corto plazo repercutirá de forma sustancial e irreversible en nuestras formas de organización social, política, económica o familiar. También tendremos que afrontar decisiones parecidas sobre el resto de los seres vivos, básicamente hasta qué punto convertir nuestro planeta en una entidad antropomorfa y, en su extremo, computacional.
Los bioeticistas han acabado en la primera trinchera de este frente existencial por casualidad. Como ya expusimos en otro lugar, el término «bioética» fue empleado por los jesuitas de la Universidad de Georgetown para luchar contra la interrupción voluntaria del embarazo, hurtando el mérito al estadounidense Van Rensselaer Potter, que creó dicho neologismo para una finalidad completamente diferente: reflexionar sobre los efectos de la sobrepoblación en el medioambiente desde la perspectiva de un pastor protestante (López Baroni, 2006). A su vez, Potter murió sin reconocer que el alemán Fritz Jahr se le había adelantado más de cuarenta años, aunque el también pastor luterano perdió una ocasión de oro para reflexionar sobre los derechos humanos en el contexto del advenimiento del nazismo, empleando su ocurrente neologismo para preocuparse por las plantas y los animales mientras la hecatombe se cernía sobre su mundo.
Por supuesto, la ética clínica y, tras ella, la ética como disciplina, habían discurrido durante milenios antes de que surgiera el primer congreso o documento sobre bioética, fuese sobre el aborto o la eutanasia, fuese sobre el medioambiente. Por ello, solo una serie de malentendidos y casualidades explican que, para enfrentarnos a los interrogantes que vamos a analizar en este libro, la principal disciplina sea la bioética. Sin embargo, esa es la realidad.
* * *
Por otra parte, resulta curioso analizar cómo el campo del conocimiento de la bioética se ha ampliado progresivamente. Las primeras confrontaciones sobre el aborto o la eutanasia acabaron absorbiendo los requisitos para la investigación con seres humanos (Tuskegee, por ejemplo) y la misma ética clínica. La reproducción artificial incorporó nuevas temáticas que afectaban no solo al concepto de familia, sino también a la posibilidad de investigar con los preembriones e incluso extraer células madre, que podían servir tanto para conseguir células como individuos. La distinción entre clonación terapéutica y reproductiva es deudora de estas investigaciones.
Al mismo tiempo, aunque independiente a la bioética, en los años setenta la biotecnología alumbró nuevos problemas. La posibilidad de insertar parte de la dotación genética de unos seres vivos en otros (virus y bacterias) generó gran alarma entre los investigadores (Berg y la moratoria de Asilomar) (Alonso, 2014; Jackson et al., 1972); en ese sentido, tanto los logros como los interrogantes no habían hecho sino comenzar. Con el tiempo, las técnicas de edición genómica de los seres vivos se fueron refinando hasta desembocar en CRIPSR, una técnica que permite activar o desactivar genes, así como transferirlos de unas especies a otras, con una facilidad nunca antes lograda. Si en la década de 1990 la bioética absorbió a la biotecnología por las implicaciones medioambientales, desde hace unos cinco años las preocupaciones, sin abandonar aquellas, han crecido exponencialmente. Recién hemos descubierto que se puede modificar la línea germinal humana con relativa sencillez, lo que abre un abanico de posibilidades, desde la curación definitiva de determinadas enfermedades hasta la potencial emergencia de una nueva especie humana, que entrelaza las investigaciones biomédicas y biotecnológicas con los debates tradicionales acerca de la naturaleza humana.
También de forma paralela a la bioética, aunque con una trayectoria propia y genuina, la inteligencia artificial (IA) ha acelerado recientemente su curso. En principio, difícilmente estaría justificado que la bioética incorporara las preocupaciones inherentes a este campo del conocimiento (el prefijo «bio» presupone que el objeto de la bioética son las entidades vivas). Sin embargo, la sospecha de que quizá algún día las inteligencias artificiales puedan alcanzar un nivel de desarrollo equiparable al de los miembros de nuestra especie explica que tanto los investigadores en este campo —ingenieros, matemáticos e informáticos— como los propios bioeticistas interactúen en estos momentos. De forma significativa, se están adaptando los principios de la bioética a la IA, e incluso una de estas recopilaciones se denomina Principios de Asilomar para la inteligencia artificial, en referencia a la moratoria que decretaron los biotecnólogos a raíz de que se introdujera ADN de un virus en una bacteria presente en todos los seres humanos. Como observamos, los propios investigadores acaban conectando las temáticas, por lejanas o dispares que puedan parecer a los profanos, de ahí que en estos momentos la IA forme parte de las materias que se estudian en bioética, no solo porque puede afectar a la biomedicina (big data), sino por la intuitiva reflexión de que estas entidades de silicio se están aproximando cada vez más a los seres vivos. Así, mientras que los biólogos sintéticos parecen haber comenzado la reescritura de la vida por los microorganismos, tratando de reproducirlos en laboratorio para ir ganando en complejidad si lo logran, los investigadores en IA tratan de hacer lo mismo, pero de arriba abajo, esto es, comenzando por la conciencia. Cabe inferir que algún día converjan o se imbriquen las entidades orgánicas y las inorgánicas (por ejemplo, una IA creada con los elementos químicos de los seres vivos) con resultados desasosegantes para cualquiera que se detenga a pensarlo.
Por si fuera poco, los neurólogos se han incorporado a los debates en bioética aportando sus turbadores experimentos, aunque sea con la mejor de las intenciones. Sin duda, la mejor forma de curar las enfermedades mentales es reproducir un cerebro humano e investigarlo in vivo. Dado que no es viable, ni técnica ni éticamente, por ahora se conforman con reproducir en laboratorio un modelo, esto es, un fragmento de cerebro humano (orgánulos cerebrales o minicerebros). Obviamente, se preguntan a partir de qué momento dichos orgánulos adquieren conciencia y comienzan a comunicarse con el exterior, ya sea de forma autónoma o conectando varios entre sí; el siguiente paso, tan inevitable como impredecible, ha consistido en transferir dichos orgánulos a determinados animales (monos y ratas), con resultados por ahora (casi) nulos, pero que nos permiten predecir el grado de inquietud que irá in crescendo a medida que estos experimentos se perfeccionen.
Probablemente la interacción entre la edición genómica y la computación acabe mezclando el material orgánico que vertebra a los seres vivos (el ADN por ejemplo) con el material inorgánico que sirve de soporte a las IA (el silicio). La nanotecnología, la manipulación de la materia a escala atómica o molecular, coadyuvará en este proceso de convergencia, lo que explica que la bioética haya acabado incorporando las denominadas tecnologías disruptivas (biotecnología, biología sintética, nanotecnología, IA y neurotecnologías) como objeto de estudio. El interrogante de fondo es si estamos ante una cuarta revolución industrial o, por el contrario, ante un hiato en la historia de la humanidad que puede transformar estructural e irreversiblemente todo lo que hemos conocido.
Nadie pudo predecir este salto tecnológico. Las películas de ciencia ficción de la década de 1990 sonrojan por su cándida inocencia; qué decir de quienes protagonizaron la primera, la segunda o incluso la tercera revolución industrial. Por desgracia, ni el derecho cuenta con la flexibilidad adecuada, ni quienes reflexionan sobre política terminan de comprender las implicaciones de la intervención en el genoma de los seres vivos, comenzando por nuestra propia especie, o de la posible creación de novedosas formas de vida, conscientes o no, inteligentes o no, pero en cualquier caso inexistentes en la naturaleza.
El resultado es que la bioética como disciplina y los comités de ética, no ya en centros sanitarios, sino en unidades de investigación en IA o nanotecnología, pasando por los de biotecnología y biología sintética, se están enfrentando a una avalancha de situaciones potencialmente disruptivas, sin antecedentes conocidos y con drásticos efectos sobre la civilización humana.
Esto explicaría que la ética, cultivada durante siglos en centros académicos, pero sobrepasada a efectos prácticos por el empuje de los juristas, los politólogos o los economistas, más apegados a la realidad cotidiana, se haya situado en el primer nivel de reflexión, condicionando incluso a las otras disciplinas y que, por otro lado, quienes barruntan sobre las implicaciones éticas o morales de la tecnociencia contemporánea ya no sean solo filósofos, teólogos o humanistas, sino científicos de primer nivel que poco a poco están tomando conciencia del calado de lo que tienen entre las manos.
* * *
Por último, quienes lideran la competición por nuestra mejora genética alegan que no solo se mejorarán nuestras capacidades intelectivas o cognitivas, sino también las morales, como si estas fuesen algo cuantificable, mensurable o expandible. La pregunta que inevitablemente nos produce desasosiego es cómo abordar la «mejora moral» de nuestra propia especie si ni siquiera podemos concretar qué cosa es la conciencia, la inteligencia o la mente humana, Además, qué papel desempeñará la religiosidad en un contexto moral supuestamente perfeccionado también es una cuestión de difícil abordaje.
Por ello resulta razonable que estos interrogantes nos compelan a cuestionarnos si esta misma virtud, el razonamiento moral, existe o ha existido en otros seres vivos, aunque solo sea para tratar de prever qué puede suceder si este proceso de sustitución de la aleatoriedad de la naturaleza se acrecienta; o a discurrir acerca de cuál es el grado de imbricación entre la biología y la moral, la religión y la moral, o la libertad individual y la cultura que nos moldea la mente, pero, sobre todo, hasta qué punto podemos retocar el mecano genético que nos vertebra sin causar una verdadera hecatombe.
Además, una de las principales características de la tecnología contemporánea es que posibilita la emergencia de entidades cuasimorales o protomorales en las que nadie había recalado hasta fechas muy recientes: los animales que coexisten con nosotros, los que (hipotéticamente) están por venir; las especies homínidas ya extintas; entidades biológicas de naturaleza incierta, como los orgánulos cerebrales humanos, que a su vez pueden ser autónomos o trasplantarse a un animal, imbricándose con este con resultados inciertos; por último, la (no menos hipotética) IA.
Esto diversifica la cuestión moral en dos interrogantes: a) si estas entidades, biológicas o no, son susceptibles de ser calificadas de agentes morales, esto es, entes autónomos dotados de conciencia y libre albedrío capaces de interactuar entre ellas y/o con nosotros; b) cómo relacionarnos moralmente con ellos, tanto si los creamos ab initio (caso de la biología sintética, de los orgánulos cerebrales o de la IA), como si modificamos sustancial o adjetivamente su dotación genética (organismos modificados genéticamente o transgénicos).
* * *
Pues bien, el objeto de este libro es analizar una serie de problemas, inexistentes hasta hace bien poco, que potencialmente pueden quebrar nuestra historia en dos, y con ello tratar de contribuir al proceso de toma de decisiones que, de forma colectiva e inevitable, deberemos afrontar en breve.
El primer capítulo, «Los biohacedores», intenta predecir qué puede sucederle a la especie humana si introducimos modificaciones en su línea germinal. Para ello, estableceremos analogías con el único suceso histórico que más se asemeja a nuestro momento actual: la desaparición de los neandertales. Ello nos permitirá afrontar numerosos interrogantes que distan de estar resueltos, como qué es realmente una especie, cómo el Homo sapiens sapiens divergió del resto de homínidos y cómo, cuándo y dónde adquirimos nuestro actual grado de conciencia e inteligencia. La respuesta que podamos hallar será extrapolable a nuestros días para enfrentarnos a esta turbadora pregunta: ¿puede la ingeniería genética mejorar cognitivamente a los seres humanos hasta el punto de que se fragmente nuestra especie y aparezca otra cuya relación con nosotros sea la misma que mantuvimos en su día con los neandertales? Huelga recordar qué les sucedió a nuestros primos más cercanos.
El segundo capítulo, «Los catequistas», estudia a quienes promueven que este proceso de modificación de nuestra especie debe ir acompañado de un incremento significativo de nuestro sentido de la moralidad. La cuestión dista de ser un debate académico, ya que la posibilidad real e inminente de introducir modificaciones en nuestro genoma sin tener un conocimiento certero de qué correlación existe entre nuestro comportamiento social y nuestra dotación genética plantea numerosos interrogantes acerca de qué rasgos potenciar. Hasta ahora, nuestro moldeamiento moral se ha resuelto con la educación o el adoctrinamiento, recomenzando con cada nuevo individuo que se alumbrase porque dichas intervenciones culturales no son hereditarias; pero en el momento en que sea viable introducir alteraciones en el genoma, transmisibles a la descendencia, deberemos preguntarnos qué rasgos condicionan nuestra personalidad, desde la violencia hasta el altruismo, pasando por la espiritualidad o el racionalismo, con el objetivo de potenciarlos o eliminarlos de nuestro acervo genético.
El tercer capítulo, «Los neuroganaderos», desgrana las implicaciones de mejorar cognitivamente a los animales. En efecto, siempre hemos presupuesto un hiato sustancial e infranqueable entre el reino animal y nuestra especie, pero los experimentos con orgánulos cerebrales humanos pueden superar dicha barrera. La pregunta, inquietante como pocas, consiste en plantearse a partir de qué momento un animal con neuronas humanas puede no solo mejorarse cognitivamente, sino acercarse a nuestra propia capacidad de razonamiento.
El cuarto capítulo, «Los neurointernautas», presta atención a los experimentos contemporáneos con las neurotecnologías. La cuestión de fondo es en qué medida el cerebro humano puede disociarse de su cuerpo de referencia, no ya por la posibilidad de transferir su información a otro tipo de soporte, sino por la viabilidad técnica de conectarse entre sí (directamente, con interfaces, o a través de internet). A pesar de la sensación de surrealismo que nos pueda embargar al afrontar estas preguntas, no debemos subestimar los recientes avances en este campo. Los propios especialistas nos advierten de los riesgos de la disociación del yo, de la potencial emergencia de nuevas capacidades por la interconexión entre cerebros y de los inevitables riesgos de manipulación y control de la personalidad de los seres humanos.
El quinto capítulo, «Lo indecidible», analiza problemas muy similares a los examinados en los anteriores capítulos, solo que en soporte inorgánico. Se trata de, básicamente, cómo programar una IA no ya para que sea respetuosa con los derechos humanos, sino también para que nos respete como especie. Esto abarca un sinfín de variables, desde la programación con sentido ético (por ejemplo, evitar los sesgos) hasta la eterna pregunta de si realmente resulta viable crear una IA con conciencia de sí misma. Si con los animales nos espantaría un aumento de su capacidad cognitiva, en el caso de las entidades de silicio careceríamos de palabras para expresar nuestra preocupación ante la emergencia de una IA que se modifique a sí misma en un proceso exponencial cuyo límite superior no podríamos imaginar. Además, la variable ideológica no debe ser desdeñada. Esto es, los valores (igualdad, libertad, dignidad, etc.) son funciones de paradigmas ideológicos (liberalismo, marxismo, conservadurismo, etc.), de ahí que programar signifique programar ideológicamente, cuestión que nadie quiere reconocer expresamente, pero que no por ello se logra que el problema desaparezca. Por último, la cuestión de la caja negra nos traslada a un escenario que nadie pudo anticipar, en concreto, cómo cohabitar con una IA incognoscible, inexplicable o inescrutable.
El sexto capítulo, «Los Jeremías», examina las narrativas más agoreras, esto es, las formuladas por quienes calculan que nuestro futuro como especie tiene un corto recorrido ¿Hasta qué punto debemos tener en cuenta estos análisis? Entre los tecnoutópicos (los transhumanistas, por ejemplo), que atisban cómo nuestro fin inmediato dará lugar a una especie de nirvana tecnobiológico pletórico de promesas espirituales y terrenales, y los tecnófobos, que pretenden devolvernos a etapas preindustriales para que aquellos no cumplan sus vaticinios, se sitúan numerosas narrativas que muestran datos realistas, preocupantes e inquietantes. A la hora de valorar sus publicaciones hemos de tener en cuenta los sesgos psicológicos humanos, esto es, nuestra innata predisposición hacia los vaticinios más optimistas, frente a nuestra temeraria minusvaloración de los riesgos. El hecho de que nunca en la historia humana nos hayamos enfrentado a un contexto tecnocientífico como el actual debe impelernos, al menos, a reflexionar. Por ese motivo, el denominado riesgo existencial, es decir, la posibilidad real de extinción de la especie humana, e incluso de la vida misma en el planeta, se ha incorporado como temática autónoma en la bioética. Si Fritz Jahr, creador del neologismo en el contexto del advenimiento del nazismo, perdió una oportunidad única para vincular nuestra disciplina a la lucha por los derechos humanos, cabe plantearse si nos sucederá a nosotros lo mismo, pero para afrontar nuestra supervivencia colectiva a medio plazo.
Noviembre de 2020
LOS BIOHACEDORES
Pero algunos traspasan esta libertad de discusión, obrando como si el origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuese ya absolutamente cierto y demostrado por los datos e indicios hasta el presente hallados y por los raciocinios en ellos fundados; […] los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán hubo en la tierra significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuando las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original.
Pío XII, Humani generis
A finales de 2018 nacieron en China dos bebés que habían sido modificadas genéticamente en un laboratorio. Desde que apareció la técnica de edición genómica CRISPR, en 2015, se auguraba que solo era cuestión de tiempo para que se empleara en seres humanos. En efecto, tres años más tarde, después de diferentes experimentos en embriones humanos que no llegaron a materializarse en un embarazo, la especie humana alumbró, por primera vez en la historia, dos niñas con modificaciones no aleatorias
