No es casualidad que el fundador del transhumanismo fuera un biólogo, Julian Huxley. Tampoco parece un hecho fortuito que los primeros autodenominados transhumanistas se dieran cita a principios de 1980 en la Universidad de California, donde «FM-2030», el profesor de futurología Fereidoun M. Esfandiary, impartió clases y comenzó a preguntarse por qué cabría resignarse a aceptar las limitaciones biológicas del hombre. ¿Por qué renunciar a una condición poshumana? ¿Por qué abdicar de las posibilidades de la ciencia y la tecnología? Los transhumanistas consideran un deber moral intentar trascender la imperfecta especie humana para crear seres perfectos. No solo es una aspiración del hombre, sino una obligación. Lo que sucede es que el transhumanismo parte de un postulado erróneo que invalida todo su aparataje pretendidamente doctrinal: el convencimiento (equivocado) de que la muerte es solo un «problema técnico», consecuencia indeclinable del envejecimiento celular. Y como quiera que es un contratiempo técnico, tiene una solución tecnológica. Ojalá fuera tan sencillo.
Los nuevos chamanes se pasan los días bajando los peldaños de la estructura del ADN para viajar al interior de la célula
Hemos pasado de los hechiceros, curanderos y demás sanadores que desempeñaron su oficio en las sociedades arcaicas al albur de creencias forjadas sobre el yunque de la ignorancia, al dictado de espíritus y deidades…, al biólogo molecular, hombre versado en la expresión génica, en la biología del desarrollo, la genética, la medicina regenerativa y la reprogramación celular. El nuevo chamán se pasa el día y la noche subiendo y bajando los peldaños de la estructura de ADN de doble hélice, como si estuviera reeditando el mito de Sísifo; solo que, en lugar de recurrir a la adivinación, tratando de interpretar el vuelo de las aves, las vísceras de un animal sacrificado, o cualquier señal mágico-religiosa, viaja una y otra vez al