Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Una biblioteca en el oasis
Una biblioteca en el oasis
Una biblioteca en el oasis
Libro electrónico402 páginas7 horas

Una biblioteca en el oasis

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Recogemos 60 artículos de Juan Manuel de Prada que han ido apareciendo a lo largo de estos años en la revista Magnificat.

Aprovecha una maravillosa ocasión para saborear obras literarias que han sido y son cauce de cultura y expresión de la fe, para adquirir una formación espiritual, estética e intelectual a partir de estas grandes obras literarias.

Vuelve a descubrir a diferentes autores clásicos o contemporáneos tan conocidos como Charles Dickens, Miguel de Cervantes, Fabrice Hadjadj, G.K. Chesterton…

"La idea de encargar esta sección a Juan Manuel de Prada me vino tras conocer un modo de pedagogía que utiliza las grandes obras literarias de la humanidad para formar en el pensamiento, en la lógica, en la estética, en el pensamiento para la vida…" Pablo Cervera barranco

"Ojalá, querido lector, después de visitar esta biblioteca en el oasis, te decidas a adentrarte en los libros que aquí se recomiendan. Y ojalá estos libros sean también para ti tus pájaros y tus nidos, ojalá puedas retozar entre ellos como en un santuario minúsculo en el que Dios se hace presente y renueva contigo su alianza." Juan Manuel de Prada
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento18 may 2021
ISBN9788418607042
Una biblioteca en el oasis

Relacionado con Una biblioteca en el oasis

Libros electrónicos relacionados

Nueva era y espiritualidad para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Una biblioteca en el oasis

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

2 clasificaciones1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    excelente, un autor muy brillante y con gran conocimiento, en mi humilde opinión creo que le falto incluir entre otros
    -los 4 amores de C.S.Lewis
    -mero cristianismo de C.S.Lewis
    -el progreso del peregrino de juan bunyan
    -evidencia que exige un veredicto de josh mcdowell

Vista previa del libro

Una biblioteca en el oasis - Juan Manuel de Prada

2020

1

El hombre eterno*

En alguna de sus obras, Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) se refiere a la célebre y apasionada polémica que mantuvieron, allá en el siglo XIII, santo Tomás de Aquino y Siger de Brabante. Sostenía Siger de Brabante que existían dos verdades, si no contrapuestas, al menos perfectamente deslindadas: una verdad sobre el mundo natural y otra sobre el mundo sobrenatural, de tal modo que el filósofo podía abordar el estudio de cada una de ellas por separado, dividiendo tranquilamente su cabeza en dos. Santo Tomás, por el contrario, sostenía que el estudio de las realidades naturales sería siempre insatisfactorio, incompleto y a la postre falso si no se abordaba desde una unidad de mente inspirada por las realidades ultraterrenas.

Aquella polémica la ganó santo Tomás ante el tribunal académico; pero, tristemente, Siger de Brabante la ganó ante el tribunal de la historia. La dura, lastimosa realidad es que los católicos nos desenvolvemos en el mundo como pretendía Siger de Brabante, aceptando (aun a sabiendas de que estamos falsificando nuestra fe, que desencarnada de las realidades naturales es una fe muerta, la sal que se ha vuelto sosa) un dualismo que, a la vez que establece un dique o frontera divisoria entre lo natural y lo sobrenatural, va agostando progresivamente nuestra fe. Este dualismo explica, por ejemplo, el ocaso del arte y el pensamiento católicos; y explica también fenómenos políticos tan farisaicos y estériles como la llamada democracia cristiana.

Chesterton, consciente del daño que las tesis de Siger de Brabante habían introducido en el ámbito católico, se propuso a través de su obra hacer exactamente lo contrario, convencido de que, cuando las realidades naturales son despojadas de su sentido sobrenatural, se tornan aberraciones antinaturales. Y así, toda su obra está penetrada, transida, anegada por los fundamentos de la fe, que para Chesterton es la llave que explica el mundo. Tal vez, de entre todos sus libros, el más poseído por esta unidad de mente que logra aunar las realidades naturales y sobrenaturales sea el portentoso El hombre eterno (1925), un ensayo que Chesterton publica tres años después de su definitiva conversión al catolicismo, en la época acaso más luminosa y fructífera de su trayectoria creativa. Sin rubor, podemos afirmar que El hombre eterno es el libro que más ha asentado los fundamentos de nuestra fe; y, asentándolos, los ha hecho también más anchos y abarcadores, pues nos ha enseñado que tales fundamentos son la única explicación coherente del hombre y de su lugar en el mundo.

El hombre eterno no es, sin embargo, un libro de teología, como su título parece sugerir. Tampoco es exactamente un tratado de filosofía de la historia, ni un ensayo antropológico, ni una refutación del darwinismo. Siendo todas estas cosas a la vez (y acariciadas todas ellas por el peculiarísimo estilo chestertoniano, tan paradójico y elegantemente sinuoso), El hombre eterno es una mirada de águila, panorámica y penetrante, sobre el ser humano y su amistad con el Creador, que para hacerse todavía más firme fue sellada a través de la Encarnación. Es un libro pasmoso, burbujeante de ideas felices, de pasajes inspiradísimos, donde la profundidad del pensamiento y las delicadezas de la expresión se funden en una amalgama difícilmente repetible.

El hombre eterno no existiría, sin embargo, si unos años antes Herbert George Wells (el célebre autor de novelas tan populares como El hombre invisible o La máquina del tiempo) no hubiese entregado a las imprentas Esquema de la Historia, un voluminoso ensayo hoy olvidado que, sin embargo, en su momento alcanzó un éxito instantáneo. En Esquema de la Historia, Wells se propuso demostrar petulantemente que el ser humano es el resultado aleatorio de la evolución; que Jesucristo no fue sino un hombre superior, al modo de Mahoma o Buda, un rabino cuyas enseñanzas luego degenerarían en religión, manipuladas por sacerdotes con ansias de poder; y, en fin, que las religiones (todas en general, pero muy específicamente la católica) son una montaña de paparruchas, incapaces de afrontar los retos del hombre moderno.

Soliviantado por la lectura del mamotreto de Wells (y el enfado se transparenta en algunos pasajes de El hombre eterno), Chesterton escribe este libro gozoso, incendiado de belleza, en el que nos propone su propio bosquejo de la historia, ridiculizando las erudiciones de hormiga con que Wells pretendía legitimar sus hipótesis (erudiciones que, en gran medida, los avances científicos han probado falsas, o tornado obsoletas) y lanzando un par de tesis centrales: el hombre no es fruto de la evolución, sino de la acción creadora divina; y el hombre llamado Cristo era en verdad el Hijo de Dios.

La primera parte se inicia con una refutación de los sofismas del darwinismo llena de originalidad y fuerza persuasiva. Para Chesterton, el hombre no es producto de una evolución, sino de una revolución, de un puro milagro; e importa un ardite que ese milagro haya sido instantáneo o que haya durado miles de años (pues, como Chesterton afirma en algún pasaje de su libro, que Circe transformara en cerdos a los compañeros de Ulises de forma fulminante o que su metamorfosis fuese progresiva no resta conmoción al portento).

Para demostrarnos que la aparición del hombre es fruto de un milagro, Chesterton nos introduce en las cavernas; y nos pide que fijemos la mirada en las pinturas que nuestros antepasados dejaron sobre las paredes. Esas pinturas rupestres no fueron realizadas por monos que estaban evolucionando hacia un estadio superior, sino por hombres exactamente iguales que nosotros, pues el hombre es el único ser de la creación que puede ser a un mismo tiempo creador y criatura. Las hipótesis evolucionistas envuelven esta verdad desnuda en una madeja abstrusa, todo lo verosímil o desquiciada que se quiera; pero tales hipótesis nunca podrán negar que hubo un día en que un ser nuevo se puso a pintar en una cueva; un ser que, siendo muy cercano morfológicamente a un chimpancé o a un gorila, era a la vez el ser más diverso del chimpancé y el gorila, porque hacía algo que el chimpancé y el gorila nunca podrán hacer, por mucho que evolucionen, que es pintar. El arte es el rasgo exclusivo de la personalidad humana, el modo en que Dios distinguió al hombre con su predilección; y el arte, que es efusión de un alma en la que ha sido infundido el sentido de la belleza, jamás podrá ser explicado por la evolución de la materia.

A continuación, tras probar de un modo tan magistral y hermoso la misteriosa singularidad del hombre, pasa Chesterton a demostrar que el hombre fue religioso desde que fue creado. Y que su fe religiosa no fue, como se pretende, un amasijo de mitologías nacidas del miedo ante los elementos naturales, sino una convicción profunda que, a falta de una ciencia divina, se hubo de expresar desordenada y poéticamente a través de fábulas mitológicas. Con el tiempo, tales fábulas llegarían a nublar la convicción profunda originaria, multiplicándose hasta hacerse asfixiantes; o incluso infectándose, anegándose de demonios que el hombre confundió con dioses. Y así el hombre llegó a extraviar su innato sentido religioso, haciendo necesaria la irrupción de Dios mismo en la historia.

En la segunda parte de El hombre eterno, Chesterton nos ofrece en primer lugar una visión nueva de la Navidad: adorar a Dios significaba hasta el nacimiento de Cristo elevar los ojos hacia un cielo cuajado de estrellas que nos sobrecogía con su inmensidad; a partir de la Navidad, adorar a Dios significa volver los ojos al suelo, incluso acostumbrarlos a la oscuridad de una cueva, para reparar en la fragilidad de un niño que gimotea entre las pajas. Las manos que habían modelado las estrellas se convierten, de súbito, en unas manecitas diminutas que apenas logran atrapar una guedeja del cabello de María; la grandeza infinita de Dios se torna fragilidad de un niño recién nacido que se amamanta a los pechos de su Madre, que desde ese momento se convierte en la mediación más infalible para llegar a Él. Pero el nacimiento de Cristo, que fue celebrado lo mismo por los sencillos pastores que por los sabios de Oriente, fue también celebrado a su particular manera por Herodes. Y es que Cristo, nos enseña Chesterton, no fue un pacifista que vino a traer el Paraíso a la Tierra, al modo de un comunista o liberal cualquiera, sino un guerrero que quiso que nuestra vida fuese milicia: porque cada vez que ganamos la batalla diaria contra el demonio estamos mostrando la gloria de Dios; y cada vez que flaqueamos en el combate estamos brindando a Dios la posibilidad de acoger nuestra debilidad, de sanarla amorosamente hasta devolvernos otra vez las fuerzas.

En su etopeya de Cristo, Chesterton glosa jocosamente todas las pretensiones modernistas de negar su divinidad, a costa de exaltar su humanidad y, a continuación, observa que no ha habido ningún gran hombre en la historia que se haya proclamado Hijo de Dios. Tamaña enormidad no la haría un gran hombre, sino sólo un orate al estilo de Calígula; pero si antes los modernistas han convenido que Cristo no era un orate, sino un gran hombre incapaz de mentir ni de alardear groseramente, entonces… es que sin duda era el Hijo de Dios. Las delicadezas del pensamiento chestertoniano alcanzan en El hombre eterno su expresión más acendrada y polifónica. No es El hombre eterno tan sólo una obra maestra de la literatura, no es tan sólo una expresión privilegiada del pensamiento católico; es la gracia divina hecha escritura, transmutada en frases gozosas, clarividentes, irradiadoras de esperanza. Si la fe católica, a lo largo de la historia, ha estado muchas veces asediada, arrinconada y casi muerta, para después emerger otra vez de sus cenizas, es porque cuenta con un Dios que sabe cómo salir del sepulcro.

Ese Dios es amor y lo conocemos amándolo; pero es también un Dios que nos pide que nos esforcemos en estudiar la llave que nos brinda, con la que podremos entender el mundo entero. Si san Atanasio –nos explica Chesterton– no nos hubiese enseñado que el Hijo es co-eterno, al igual que el Padre, afirmar que «Dios es Amor» no tendría sentido; pues Dios no habría tenido a quien amar. La Trinidad es la escuela en la que Dios pudo probar su Amor desde el principio; y este libro imperecedero es la mejor llave para adentrarnos en el amor y en el misterio de Dios, sin olvidar nunca –como escribe Chesterton en un pasaje sublime– que «somos cristianos y católicos no porque adoremos una llave, sino porque hemos atravesado la puerta y hemos sentido el viento, el soplo de la trompeta de la libertad sobre la tierra de los vivos».

Y, cuando acabamos de leer El hombre eterno, ese viento ya nunca deja de soplar.

* GILBERT KEITH CHESTERTON, El hombre eterno (Cristiandad, Madrid, 2008), 356 págs.

2

Silencio*

Shusaku Endo (1923-1996) ha sido uno de los más grandes escritores japoneses del siglo XX; y también uno de los más «excéntricos» y desgarrados escritores católicos, pues aunque fue autor muy influido por la literatura europea –y en especial por la francesa–, toda su obra se desarrolló y está ambientada en aquella «ciénaga del Japón» donde el cristianismo nunca llegó a prender del todo, pese a los esfuerzos evangelizadores de san Francisco Javier y de todos los misioneros que lo secundaron, en parte por las particularidades panteístas propias de la espiritualidad oriental, en parte por las persecuciones crudelísimas que las autoridades niponas decretaron contra los conversos a la fe de Cristo.

En diversas obras, Endo reflexionó sobre la difícil tensión que el Evangelio y las tradiciones espirituales propias del Extremo Oriente han mantenido a lo largo de los siglos; y no se ha recatado de exponer, en su más íntima crudeza, los tormentos padecidos en épocas pretéritas por los cristianos en su país, así como las dificultades a las que un católico se enfrenta en el Japón contemporáneo. Tal vez esta fuese la razón por la que Endo fue privado del premio Nobel, en beneficio de Kanzaburo Oé, más dócil a las modas y a la corrección política; pero ya nos decía el gran Leonardo Castellani que Dios quiso castigar al inventor de la dinamita asociando su nombre al de los más horrendos escritores de nuestro tiempo.

Son varias las novelas de Shusaku Endo en las que asoman sus preocupaciones religiosas; y en algunas, incluso, tales preocupaciones se enseñorean de la trama hasta convertirse en su asunto principal. Así ocurre, por ejemplo, con la estremecedora Silencio (1966), que por lo común suele considerarse la obra maestra de Endo, ganadora en su día del premio Tanizaki, pero a la vez causante de una espinosa polémica en el Japón, donde nunca hasta entonces se había tratado de un modo tan descarnado la brutal persecución sufrida por los cristianos nipones desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, con hitos tan dramáticos como la expulsión de todos los misioneros (1614) o la llamada Rebelión Shimabara (1637-1638), que tras ser salvajemente sofocada daría lugar al «período Sakoku», en el que el culto cristiano fue por completo prohibido.

Sobre este desgarrador telón de fondo traza Endo la peripecia de Silencio, que recrea libremente la historia del jesuita portugués Cristóbal Ferreira (1580-1650), quien llegaría a ser provincial en el Japón durante la época de persecución más sangrienta y a sufrir terribles torturas, antes de apostatar y adoptar el nombre de Sawano Chuan. La figura de Ferreira (una suerte de nuevo Judas que, no contento con renegar de su fe, participó posteriormente en juicios contra otros misioneros) se convierte –a imitación del Kurtz de Joseph Conrad– en el corazón tenebroso de la novela de Endo, en la que se narra la expedición de tres jóvenes jesuitas que viajan desde Macao al Japón, dispuestos a conocer la verdad sobre su compañero y antiguo superior. De los tres sólo sobrevivirá a la postre uno, Sebastián Rodrigues, protagonista de la novela.

Se ha escrito que Silencio es una obra «ambigua»; no creemos que lo sea en sentido estricto, pero se trata sin duda de una novela de extraordinaria complejidad moral y teológica, en la que Endo se atreve a zambullirse en las fosas abisales del sufrimiento más extremo, allá donde la capacidad de resistencia humana se enfrenta al silencio de Dios. No es, pues, una novela recomendada para lectores impresionables, o para quienes buscan en la lectura un entretenimiento banal o una moralina edulcorada y tranquilizadora. Hay pasajes de Silencio que nos hielan la sangre en las venas, de una fuerza y una crudeza que por momentos resultan sobrecogedoras, incluso hirientes.

Endo se sumerge sin ambages en las sentinas del Mal, se adentra –como reclamaba Flannery O’Connor al escritor católico– en un territorio que es en gran medida propiedad del Enemigo; y no se recata de mostrarnos las tribulaciones más acerbas de la fe, enfrentada a monstruos impíos, poseídos desde luego por un furibundo odium fidei, pero también dotados de una refinadísima inteligencia que convierte a sus víctimas en peleles desmadejados, a los que pueden manipular y afrentar gustosamente. Quienes hemos tenido la suerte de nacer en una época y en un lugar donde la fe católica es hostigada, arrinconada y escarnecida, pero donde aún no se ha llegado a la persecución cruenta del martirio, la lectura de Silencio puede ayudarnos a comprender el horror al que se enfrentan cotidianamente quienes han tenido que defender su fe en épocas o lugares más bárbaros, como les ocurre hoy a tantos cristianos en los parajes más diversos del atlas.

Endo, sin embargo, no se limita a exaltar a los mártires que entregan la vida en defensa de la fe; también se propone entender a quienes claudican por falta de valor, incluso a quienes, en medio de la más terrible tribulación, niegan a Cristo. Este esfuerzo de comprensión alcanza tal vez su mejor expresión en el personaje de Kichijiro, un truhán siempre borracho que ha apostatado y que, sin embargo, busca una y otra vez la compañía del padre Sebastián Rodrigues, como un perrillo sin amo. Al principio, Rodrigues toma sus quejas y lamentos como «lloriqueos de cobarde»; pero, poco a poco, empezará a mostrarse más comprensivo con la debilidad de Kichijiro: «Ya han pasado treinta años desde que comenzó la persecución y, aunque esta tierra negra del Japón estalla de gemidos cristianos y corre la sangre roja de los misioneros y se van derrumbando las torres de las iglesias, Dios continúa en silencio. He ahí el problema que se oculta en el fondo de las quejas de Kichijiro».

Este silencio de Dios se torna cada vez más doloroso para el padre Rodrigues, sobre todo cuando asiste al martirio de los campesinos que prefieren ser ejecutados antes que delatarlo: «¿Por qué sigues tú en silencio? –pregunta Rodrigues, en diálogo con Dios–. Tú tienes que saberlo. Tú sabes que ese campesino tuerto ha muerto, y que ha muerto por ti. Entonces, ¿por qué consientes que continúe la calma? […] ¿O sea que, el día que terminen matándome, el mundo va a seguir su curso como si tal cosa, exactamente lo mismo que ahora? Después de matarme, ¿cantará la cigarra y seguirá volando la mosca con el mismo aleteo soñoliento?».

A lo largo de su periplo en pos de Ferreira, el padre Rodrigues presenciará de incógnito las formas más espeluznantes de martirio, mientras el mundo exterior sigue su rutina sin inmutarse. Cuando por fin el cruel Inoue, señor de Chikugo, lo tenga a su merced, lo escarnecerá sin contemplaciones: «Usted dice que vino aquí a morir por los campesinos. Y resulta que… ¡son ellos los que mueren por usted!». Pero Rodrigues le contesta que, si esos campesinos prefieren morir antes que denunciarlo, es porque la fe en Cristo les da fuerzas. Entonces Inoue someterá a Rodrigues a la misma prueba terrible a la que antes sometió a Ferreira para quebrar su entereza: mandará colgar bocabajo a varios campesinos en un pozo, dejando que se desangren lentamente entre gemidos; y advierte a Rodrigues que tal castigo será interrumpido tan pronto como el sacerdote apostate mediante el acto del fumie, que consistía en pisar un icono de Cristo. El pasaje es en verdad angustioso, de un dolor apabullante y tenebroso; y justo entonces el padre Rodrigues cree escuchar la voz de Dios, que hasta entonces había guardado silencio: «Písame… Yo he venido al mundo para que vosotros me piséis, he cargado con la cruz para compartir vuestro dolor…».

En este clímax pavoroso resuena, a modo de reverbero, la reflexión que el padre Rodrigues se había hecho unos capítulos antes, mientras reflexionaba sobre la figura de Kichijiro, quien a la postre acabaría delatándolo ante sus persecutores: «Cristo, en la Última Cena, le dijo a Judas: Sal, ve y haz lo que tengas que hacer. Ni aun ahora que soy sacerdote he podido captar bien el sentido de esas palabras. ¿Qué sentiría Cristo al lanzar a la cara del hombre que le iba a vender por treinta piezas de plata esas palabras? ¿Las diría con ira y con odio? ¿O serían más bien palabras nacidas del amor? Si eran palabras de ira, Cristo en ese momento estaba negando la salvación a este solo hombre entre todos los hombres del mundo. Judas habría recibido de lleno el ramalazo de la ira de Cristo y no se habría salvado; y el Señor habría abandonado a su suerte a un hombre caído para siempre en el pecado. Pero eso no podía ser. Cristo trató de salvar incluso a Judas. De no ser así, no tiene sentido que le hiciera uno de sus discípulos». El padre Rodrigues acabará encontrando la respuesta a este dilema en su propia vida. Nunca sabrá del todo si cedió en su resistencia a los suplicios por compasión hacia los campesinos que estaban siendo atormentados, o si lo hizo para justificar su debilidad; pero sabrá, en cambio, con certeza plena que Cristo lo sigue amando, como sin duda amó a Judas hasta el final.

El padre Rodrigues arrastrará, bajo el nombre de Okada Sanemon, una vida humillada e insulsa, una vida anónima y sin entusiasmo, en apariencia alejada de la fe. Pero, en medio de esa vida sin alicientes, podrá comprobar que Cristo no lo ha abandonado nunca: tendrá ocasión de escuchar en confesión a Kichijiro, su delator, y de perdonarle sus pecados; tendrá ocasión de rememorar muchas veces el martirio de tantos y tantos campesinos, que en su día le había parecido poco memorable; tendrá ocasión de transmitir la fe de forma clandestina a los vigilantes que se encargan de su custodia. A la postre, descubrimos con Rodrigues que «no existen fuertes y débiles, pues… ¿quién puede asegurar que los débiles hayan sufrido menos que los fuertes?». El señor de Chikugo había asegurado con petulancia al padre Rodrigues que el cristianismo jamás podría prender en la «ciénaga del Japón»; y que bastaría cortar las raíces, impidiendo la evangelización, para que los brotes y las hojas se amustiasen. Antes de expirar, en su vida de humillación y callado sufrimiento, el padre Rodrigues podrá consolarse, pues sabe que las raíces nunca podrán ser cortadas del todo: «En estos momentos soy el último sacerdote católico en este país. Cristo no se ha quedado en silencio. Aun suponiendo que Él estuviese callado, toda mi vida hasta hoy estaría hablando de Él». Judas, al fin, ha sido salvado.

* SHUSAKU ENDO, Silencio (EDHASA, Barcelona, 2009), 256 págs.

3

Señor del mundo*

En varias ocasiones el papa Francisco ha recomendado la lectura de Señor del mundo, una novela de Robert Hugh Benson (1871-1914) publicada originariamente en 1907 que Leonardo Castellani dio a conocer al lector en lengua española. Señor del mundo merecería figurar entre las más clarividentes utopías siniestras (o distopías, como suele decirse ahora) que jamás se hayan escrito, al lado de 1984 o Un mundo feliz. Sólo que, mientras las obras maestras de Aldous Huxley y George Orwell nos hablan de pesadillas ya cumplidas, la obra de Benson se está haciendo realidad ante nuestros ojos; de ahí que su valor profético sea todavía mayor.

Señor del mundo retrata una época en la que han triunfado el relativismo filosófico, el secularismo a ultranza y el humanitarismo sin Dios; una época en la que, en el nombre de la tolerancia, los creyentes son contemplados primero con recelo, luego con franca animadversión, ya por último perseguidos como facinerosos; una época, en fin, donde el progreso científico y la adoración del hombre han instaurado un simulacro de paraíso en la tierra, donde la eutanasia es administrada a los enfermos como una medicina benigna y la idolatría política encumbra a un gobernante que promete a los pueblos una era de bienestar infinito.

Robert Hugh Benson era hijo de Edward White Benson, arzobispo anglicano de Canterbury, y pastor anglicano él mismo. Tras la muerte de su progenitor, Benson sería recibido en el seno de la Iglesia católica en 1903, con gran escándalo de los ambientes anglicanos, y ordenado sacerdote, con especial dispensa de san Pío X, al año siguiente. El 5 de mayo de 1911, el propio Pío X lo nombraría capellán pontificio; y ambos, el Papa y su capellán, morirían con apenas dos meses de diferencia. En Señor del mundo, por cierto, Benson escribe un pasaje hermosísimo en el que describe a un ficticio papa que, sin duda, se corresponde con el Papa Sarto: «Era un hombre de avanzada edad, pero muy erguido, el que vio acomodado en el sillón. Era de mediana estatura, de complexión mediana, y con ambas manos aferraba los brazos repujados del sillón. Era su apariencia de una dignidad grande y estudiada. Sin embargo, fue la cara lo que más le llamó la atención, aunque hubo de bajar la mirada tres o cuatro veces, cuando los ojos azules del Papa se clavaron en él. Los párpados trazaban unas líneas rectas que le daban el aire de un halcón, aunque el resto del rostro se hallase en abierta contradicción con ellos. Carecía de filos. No era un rostro grueso, ni delgado, sino bellamente modelado, con un óvalo perfecto. Los labios eran finos, y tenían un deje de pasión en las comisuras; la nariz era aquilina y elegante, rematada en unas ventanas nasales finamente esculpidas. El mentón era firme, hendido, toda su cabeza denotaba una extraña juventud. Era un rostro de una gran generosidad, de gran dulzura, a caballo entre el desafío y la humildad, aunque eclesiástico en todas sus dimensiones. […] Percy hizo a su pesar un esfuerzo por resumir la impresión, pero no se le ocurrió otra cosa que la palabra sacerdote. Eso era todo, y punto. ¡Ecce sacerdos magnus!»

A partir de su ordenación sacerdotal, Benson –cuya conversión causaría una muy honda impresión en personalidades como Ronald Knox, Chesterton o Belloc– emprendería una fulgurante carrera como escritor, llegando a publicar hasta cuatro libros por año. Ninguno, sin embargo, disfrutaría de un éxito tan arrasador como este Señor del mundo, que en los círculos más pazguatos sería tachado de «pesimista»; no entendían sus críticos que Benson estaba hablando en él del mayor acontecimiento de la esperanza cristiana, aunque lo hiciera de forma descarnada, sin ocultar sus terribles prolegómenos. Y es que Señor del mundo es –como tal vez ya haya adivinado el sagaz lector– una novela sobre los tiempos parusíacos y, más concretamente, sobre el reinado del Anticristo, que impone la religión de la «fraternidad universal», un humanismo sin Dios, caracterizado por la mística de la deificación del Hombre y del Progreso. «Dios, en la medida que era posible conocerlo, era sólo el hombre –reflexiona uno de los personajes principales del libro, el diputado inglés Oliver Brand–; y la paz, no la espada que trajo Jesucristo, es la condición del progreso humano; la paz que brotaba de la comprensión, la paz que emanaba de un conocimiento claro de que el hombre lo era todo».

Inevitablemente, el empeño máximo del diputado Brand es acabar con el cristianismo, que juzga la religión «más grotesca y esclavizadora», propia de «incompetentes, ancianos y disminuidos». Este empeño de Brand encontrará su aparente realización gracias al surgimiento de un senador americano llamado Julian Felsenburgh, dotado de una «extraordinaria elocuencia» y «un prestigio fuera de lo común». En su imparable y apoteósico ascenso, Felsenburgh «no había recurrido a ninguno de los métodos habituales en la política moderna. No controlaba periódicos, no vituperaba a nadie, no defendía a nadie. […] Parecía más bien que su originalidad se debiera a su pasado inmaculado y a lo magnético de su carácter. Era una personalidad pura, atractiva, como la de un niño radiante. Había tomado a la población por sorpresa, surgiendo como una visión fantástica de las negras y cenagosas aguas del socialismo americano».

Entronizado como líder global, Felsenburgh organiza una Convención de Oriente, donde pronuncia un discurso que a todos deja contentos. La prensa mundial, entregada a su elocuencia, lo celebra así: «Felsenburgh parecía conocedor de la historia, los prejuicios, las esperanzas, las expectativas de todas las innumerables sectas de Oriente. […] En no menos de nueve localidades se le saludó como el Mesías por parte de una multitud mahometana. Por último, en América, que es donde ha surgido esta figura extraordinaria, todos hablan bien de él». Oliver Brand, ante el ascenso de este nuevo Mesías, se muestra exultante: «Había caído Jehová; el soñador enloquecido de Galilea estaba ya en su tumba; había terminado el reinado de los sacerdotes. En su lugar, se enaltecía la figura extraña y tranquila de Felsenburgh, de poder indomeñable y ternura infinita… Él era el Hijo del Hombre, el Salvador del Mundo. […] Allí había alguien a quien se podía seguir con entera tranquilidad, un dios sin duda, un hombre también: dios por ser humano, y humano por ser divino».

Benson no pinta a este Anticristo llamado Felsenburgh con rasgos demoníacos grotescos, al estilo de un Nerón redivivo, sino más bien –como nos ha sido profetizado– como un aparente salvador de la humanidad, un hombre extraordinariamente seductor, de apariencia mansa y dialogante, que con discursos llenos de una retórica emotiva promete un reinado universal de la paz y logra enardecer a las multitudes, que acaban tributándole el culto reservado a los dioses. Esta paz anti-crística la logra Felsenburgh firmando una alianza con las sectas mahometanas del Oriente; después, consiguiendo el bienestar universal, mediante el control mental de las masas y la benévola administración de la eutanasia a los díscolos y los infelices; por último, unificando el mundo bajo su autoridad e implantando oficialmente la religión humanista (o, más exactamente, antropólatra) y erradicando los últimos reductos de cristianismo que se resisten a aceptar la colonización ideológica.

Por supuesto, los pocos cristianos resistentes son considerados una secta de peligrosos delincuentes; y se decreta contra ellos la persecución, que las masas cretinizadas acogen con orgiástico alborozo ciudadano, como en una auténtica fiesta de la democracia, que diría un cursi. Benson describe así la persecución decretada por Felsenburgh: «En tiempos muy lejanos, el ataque de Satán se desató por el flanco corporal, con látigos, fuego y fieras; en el siglo XVI se produjo por el flanco intelectual; en el siglo XX, por los resortes de la vida moral y espiritual. Aquel ataque, en cambio, parecía llegar por los tres flancos a la vez. Sin embargo, lo que más temor producía era la influencia patente del humanitarismo: sobrevenía, como el reino de Dios, revestido de un inmenso poder; aplastaba a los imaginativos y a los románticos; asumía, más que afirmaba, su propia verdad incontrovertible; aplastaba y sofocaba, no hería, y ganaba terreno con el estímulo del acero o de la polémica. Lograba abrirse paso casi palpablemente en las conciencias. Personas que apenas conocían su nombre ya profesaban sus dogmas; los sacerdotes lo habían absorbido, igual que absorbían a Dios en la Comunión; los niños bebían su jugo como antaño hacían con el cristianismo […]. Y, por último, llegaría a revestirse con la vestimenta de la liturgia y el sacrificio, y una vez hecho esto la causa de la Iglesia, de no mediar una intervención de Dios, habría concluido para siempre».

Y, mientras prosigue la persecución contra los cristianos resistentes, Felsenburgh ofrece a las masas cretinizadas la solución de los problemas

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1