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El (in)olvidable verano de 1990
El (in)olvidable verano de 1990
El (in)olvidable verano de 1990
Libro electrónico218 páginas3 horas

El (in)olvidable verano de 1990

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A bordo de un tren, Alan y Ralph se hacen amigos hasta el punto de contarse unos inquietantes secretos.

ALAN es un representante reservado, frío y cínico, pero racional y resolutivo. Dice que es de Boston y que viaja en tren desde Nueva Orleans a Chicago por asuntos de negocios.

RALPH, por otro lado, es un vendedor amigable y animado, pero, a menudo, indiscreto. A diferencia de su amigo, su vida está llena de sorpresas: esconde unos sorprendentes misterios, como la muerte de sus parejas. Primero, a su novia hippie la estrangulan en una playa en los años 70; después, su mujer se cae por un acantilado varios años después. Finalmente, una mujer a la que conoció y a la que deseaba aparece muerta.

Por si fuera poco, Ralph sufre una severa amnesia que él asocia a un accidente de tráfico que ocurrió años antes. Ralph ha olvidado su verdadero nombre, que parece ser JERRY y no Ralph, y a la gente que conoce. Está desesperado por encontrar respuestas a los asesinatos de sus parejas.

Alan propone resolver los problemas de Ralph empleando el raciocinio. Ralph confía en él y se lo cuenta todo, y los dos pasan toda la noche en el tren intercambiando ideas, aunque la memoria de Ralph parece seriamente afectada. Alan cree que el asesino podría ser alguien que odie a Ralph por alguna oscura razón y respalda su argumento demostrándole algunos conocimientos de psicología.

La historia tiene un final estremecedor.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento16 abr 2021
ISBN9781071596692
El (in)olvidable verano de 1990

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    El (in)olvidable verano de 1990 - Nicola Vallera

    Capítulo 1

    Loyola Avenue, Nueva Orleans, 20 de septiembre de 1990. Ahí empieza nuestra historia. La ciudad tenía un olor tropical, y el calor era pegajoso e incómodo. Más que el comienzo del día, parecía la ausencia de la noche. Así es como mejor se muestra la ciudad; con su palpitante vida nocturna, para ser más exactos. Era casi la hora del almuerzo y de algunos puestos emanaba el tierno y singular aroma de los perritos calientes. Un tipo llamado Alan aceleraba el paso para ganar unos minutos más, puesto que su tren estaba a punto de irse. Sus pasos eran decididos, como los de alguien que sabe lo que quiere. Un grupo de afroamericanos escuchaba una canción que estaba muy a la moda, con las ventanillas del coche rigurosamente abiertas. Los peatones giraban la cabeza para echar un vistazo al estéreo rodante desde el que sonaba U can’t touch this, na, na, na, na. Todo el mundo prestaba atención, pero Alan estaba demasiado concentrado en su camino; demasiado metido en sus pensamientos.

    Unos operarios se encontraban arreglando los cables de un poste. Habían invadido una parte de la acera con su robusta y voluminosa escalera, y no les importaban nada las preocupaciones de Alan. Por lo tanto, tuvo que zigzaguear el obstáculo, como un pez que trata de esquivar un anzuelo. Los pocos coches que circulaban por allí eran casi invisibles, y el resplandor ocasional de sus parabrisas no molestaba demasiado a Alan, puesto que sus ojos estaban cómodamente cubiertos por unas modernas Ray-Ban de estilo Top-Gun compradas el día antes.

    Tras pisotear con un ruido seco la acera descolorida de hormigón duro durante unos cientos de metros, Alan luchó contra el tiempo para evitar que las puertas del tren de Amtrak se cerrasen sonoramente en su cara antes de poder subirse. ¡Qué mal sienta perder el tren por un segundo! Las crueles puertas te ponen mala cara cuando ya no puedes subirte al vagón. Sin embargo, te sonríen serenamente cuando estás dentro del vehículo.

    Finalmente, lo consiguió; inhaló el seco aire acondicionado, olió la fragancia del tejido nuevo, caminó por el largo vagón donde ya se había sentado un montón de gente y se percató de que una señora mayor que se encontraba frente a él resplandecía alegremente, como si quisiese empezar una conversación picante en cualquier momento. Pero Alan le lanzó una ligera sonrisa y se dirigió rápidamente hacia su asiento, con lo que dejó a aquella persona atrás, al igual que a la ciudad de Nueva Orleans, cuyos edificios ya estaban desvaneciéndose al otro lado de la ventanilla.

    El asiento de Alan se encontraba en el pasillo y, para poder observar el paisaje por la ventanilla, se cruzó con la mirada de un hombre de unos cuarenta años que llevaba una elegante chaqueta perlada con hombreras. Las estaciones pequeñas corrían como flechas al otro lado de la ventanilla, lo que impedía a los pasajeros captar sus nombres. Parecía como si el veloz tren desdeñase aquellas insignificantes paradas; como si no mereciesen que se detuviera en ellas. Aquel tren iba a lo que iba y no permitía distracción alguna; estaba decidido a dirigirse al norte y solo al norte, para dejar atrás al sur, como un niño que desprecia las verduras de su cena.

    Los asientos azulados, que no eran ni muy duros ni muy blandos, estaban distribuidos en filas de dos. Las ventanillas eran grandes y cautivadoras, y el mundo exterior estaba completamente callado; no era para menos, si la mayoría de viajeros estaban mirando a través de ellas. No obstante, las espantosas y descoloridas cortinas que se encontraban descorridas eran otra cosa; parecían advertir de que los viajes en aquel tren eran placenteros y aburridos a partes iguales. Vistas preciosas y túneles opresivos; personas fascinantes y puras molestias; gente maloliente y otra perfumada y distinguida; ya hemos llegado frente a ¿por qué demonios se para el tren?. Los trenes son tabletas de chocolate de varios sabores. Algunos son sublimes y otros, baratos; algunos van al norte; otros, al sur; otros, al este; y otros, al oeste; unos lo dan todo; y otros dudan mucho en algunas zonas y te hacen perder los nervios. En los trenes puede surgir algo inesperado, como un nuevo amor, nuevas promesas, un acuerdo de negocios, nuevas ideas, incluso un asesinato o un suicidio; por no hablar del final de una increíble pasión. ¡Los trenes son geniales! Reúnen almas, les ofrecen asientos, les llevan a sitios para que interactúen entre ellas y las agitan como solo sabe hacerlo un camarero entrenado con una coctelera los sábados por la noche. Si todavía no has viajado en tren, ¡hazlo! Todo el mundo se merece una experiencia así, sin ataduras.

    El cerúleo y relativamente amplio pasillo parecía más mullido que una alfombra de lana a la vista, aunque tal vez no tanto al pisarlo. El ambiente con olor a palomitas parecía amigable a primera vista. Montones de pasajeros sonriendo y de ojos amables se dirigían hacia Alan desde cada esquina. El brillante techo sintético, mezclado con la radiación externa, hacía que el mundo interno del vagón pareciese paradisíaco o, tal vez, aquella sensación se debía meramente al refrescante, ansiado y encantador impacto del aire acondicionado sobre los cuerpos candentes que provenían del mundo exterior. Y, por raro que parezca, los reposabrazos, duros y ennegrecidos, con forma de cubo, no eran nada incómodos. Alan colocó los codos en ellos y se sujetó la cabeza con la palma de las manos. El suave balanceo generado por el deslizamiento del vehículo sobre la vía, sumado al silencio del vagón, dio ganas a Alan de cerrar los ojos. Sus labios se extendieron todo lo posible, lo que dio lugar a una extraña sonrisa de placer de la que apenas era consciente. El breve objetivo de aquel hombre podía cumplirse subiendo a aquel tren. Qué curioso lo relativo que es todo: para alguien perdido en el desierto, un vaso de agua y un techo pueden serlo todo. Así, quien es asquerosamente rico y lo tiene todo, da por hecho que tendrá sus necesidades básicas cubiertas y, quien no, ve un delicioso trozo de tarta como un objetivo imposible. Pero Alan, no. Aquel pasajero parecía satisfecho simplemente de estar allí. Al menos, su sonrisa así lo demostraba.

    ===

    Nueva Orleans ya había quedado atrás y una amplia extensión de agua se tambaleaba en el exterior, bajo un magnífico y radiante firmamento. Aquel líquido parecía tan profundo y verdeazulado, como una tela de terciopelo, que a cualquiera le darían ganas de acariciarlo estirando su mano gigante —cuestión de perspectiva— a través del cristal. Cualquier podría haberlo hecho fácilmente con ayuda del imparable impulso del tren; las nubes apenas se reflejaban en la superficie rizada de aquel mitad lago, mitad espejo. Aquello es lo que se veía fuera del tren con olor a las galletas de los viajeros que iba desde Nueva Orleans hasta Chicago el 20 de septiembre de 1990.

    En cuanto Alan se despertó de su exquisita siesta, el ruido de su alrededor cambió como por arte de magia. La voz de una pareja mayor de la fila de atrás se estaba expandiendo por la parte delantera del vagón.

    —Claro, querido, les llamé el miércoles.

    —¿Te refieres a Michael y a Harriet? ¿Los hijos de Brianna?

    —¡Claro! ¿A quiénes si no?

    Cuando Alan se levantó y se dirigió al cuarto de baño agarrándose a un asidero negro, metálico y frío que había en la pared, pudo mirar de reojo a aquella parlanchina pareja que se sentaba detrás de su asiento. Eran simplemente dos ancianos rechonchos, tan normales como otros millones de viajeros de la generación de la II Guerra Mundial; supervivientes de una era beligerante que no volvería; viejas historias para personas de otra época; aquello era en lo que creía el mundo de 1990. ¡El mundo ha cambiado!, clamaba un anuncio de televisión que instaba a la gente a comprar la nueva y popular Game Boy a los niños. Ya no había sitio para las viejas generaciones. Ah, sí, las viejas generaciones. Alan apartó rápidamente la mirada al darse cuenta de que el anciano que llevaba unas gafas de culo de vaso se había percatado de su presencia y, probablemente, pretendía empezar una aburrida conversación con él. Afortunadamente, al volver del baño, Alan vio que el hombre ya estaba dormitando, sujetando su cayado, mientras que su corpulenta y tranquila mujer se había sumido en la lectura de un libro llamado Las herejías de los dinosaurios.

    ZUUUM. Un veloz tren rozó ruidosamente el vagón, con lo que asustó a casi todo el mundo. Es increíble cómo pone los pelos de punta imaginar una colisión entre dos trenes en marcha. El golpe es inimaginable; el estrépito tras el choque y el subsiguiente fin del mundo... bueno, mejor no pensar en ello.

    Al hombre con rasgos de Oriente Medio que estaba sentado en la fila de enfrente casi le dio un infarto con aquel barullo y se despertó sudando. Su cara parecía la de un personaje aterrado del Juicio final de Michelangelo, que se encuentra en la Capilla Sixtina de Roma. Su compañero, al contrario, se limitó a girar la cabeza hacia el otro lado, antes de volver a concentrarse en la lectura de su periódico; por su cara, se diría que había pasado la noche sin dormir en Bourbon Street.

    De repente, el hombre que se encontraba junto a Alan giró su torso hacia él y le dijo, sonriendo:

    —¿Adónde vas?

    Alan arrugó tanto su nariz larga y plana que cualquiera hubiera pensado que no le había gustado la pregunta o que le habían dado unos repentinos picores.

    —A Chicago —contestó, sin rastro de emoción. Después, tras percatarse de que el hombre parecía estar esperando que le preguntara lo mismo, dijo—: ¿Y usted?

    —¡Yo también! —respondió, divertido, el hombre de barbilla afilada, que debía de tener unos cuarenta años. Antes de que Alan pudiese mirar para otro lado, añadió—: Soy Ralph, por cierto.

    —Alan, encantado de conocerle.

    —Encantado de conocerte, Alan. Soy de Oak Lawn, trabajo en una fábrica como responsable de ventas... —dijo Ralph, esperando a la revelación de su nuevo conocido—. La verdad es que no soy de la Ciudad de los Vientos, Chicago. Soy de Subdury, Massachusetts, a las afueras de Boston... ¿Has estado en Boston alguna vez? —añadió, al sentirse algo incómodo por la ridícula forma en que su compañero de fila asentía y le miraba, con los ojos muy abiertos—. ¡Qué coincidencia! Viví en Boston, y de allí vengo ahora mismo. Aunque prefiero Chicago y su impresionante pizza gruesa, sus perritos calientes con mucho relleno, sus exclusivas palomitas Garrett y su carne italiana metafísica —pregonó alegremente Ralph, con los ojos cerrados, como si estuviera disfrutando de una obra maestra musical.

    Alan miró de reojo a Ralph, con los labios apretados, y dijo:

    —Qué rodeo más raro has dado para ir de Boston a Chicago, Ralph.

    Ralph rió, divertido —una risita tonta, en realidad, mientras mantenía una ceja levantada sobre sus ojos entrecerrados—, como si Alan hubiera contado el chiste del siglo, y le respondió:

    —Tenía cosas que hacer en Nueva Orleans, pero, primero, fui a Boston... de hecho, también paré en Nueva York y en Washington D. C. Ha sido una vuelta muy larga.

    —¡Vaya! Debes de tener una vida muy interesante, Ralph —dijo Alan, fingiendo interés, obviamente.

    —Sí que lo es, Alan. Pero, dime, ¿qué te llevó primero a Nueva Orleans y ahora a Chicago?

    —Vendo cosas, Ralph.

    —¿Qué cosas?

    —Cámaras, reproductores de cintas de vídeo; ya sabes, esos lujos indispensables.

    —Mmm... interesante. Debes de ganar bastante dinero con eso.

    —No me puedo quejar.

    —Compré una cámara de vídeo en la Quinta Avenida de Nueva York hace unos meses. Todavía tengo la factura. Échale un vistazo. ¿Qué te parece? ¿No es una ganga?

    Alan apretó los labios, preocupado, y contestó:

    —Pues, sinceramente, no lo es. A ese precio, podrías haber comprado algo mejor.

    —¿En serio?

    —¡En serio!

    —Lo sabía. De hecho, olía a quemado, pero a veces actúo impulsivamente. ¡Pff, qué tonto fui al no ver que era un timo!

    De repente, el anciano de atrás pasó junto a los dos hombres y preguntó dónde estaba el cuarto de baño. La preocupación se reflejaba en sus ojos, como si la falta de aquella ansiada información fuese una cuestión de vida o muerte. El pobre hombre miraba hacia todos lados, excepto al objeto de su deseo. Ralph y Alan contestaron a la vez, señalando la puerta del baño, unos metros más adelante y, cuando lograron retomar su conversación, parecía que fuesen viejos amigos que no se veían desde hacía años.

    ===

    El recorrido se silenció durante unos segundos, durante los cuales las ruedas firmes que habían oprimido de manera regular las vías de metal se amortiguaron misteriosamente. Unos cuantos pasajeros se dieron cuenta y se preguntaron si se debía a la inclinación del vehículo hacia el lado derecho porque iba a tomar una curva o al error de algún vehículo inesperado, que hubiera provocado una inevitable catástrofe; a otros viajeros ni siquiera les importó y siguieron hablando de sus cosas. De nuevo, la dicotomía del tren entre el mundo real, hecho de metal, gravedad, inercia y posibles desgracias, contrastaba bruscamente con la atmósfera alegre de la cabina, gracias a la falsa percepción de los viajeros de que estaban sanos y salvos en ella. La señora rechoncha de pelo granate y mejillas sonrosadas de atrás —aprovechando la ausencia temporal de su marido— había comenzado una conversación vívida y chillona conversación con una anciana pareja de afroamericanos educados y alegres que estaban sentados en la fila paralela, al otro lado del pasillo. Aquella imagen recordaba a una reunión a la hora del té en una residencia de ancianos normal y corriente; tres ancianos adorables y sonrientes hablando sobre su pasado, un mundo antiguo y seguro, gente amable, mejores políticos, canciones excelentes, películas exquisitas y mucha diversión, pero también había muchos arrepentimientos y melancolía en el aire.

    Mientras los amigables ancianos soltaban risitas, ruidosos como gallinas, Ralph y Alan estaban ocupados intercambiando información útil —buenos bares y restaurantes, discotecas de ambiente erótico y tiendas baratas— sobre Nueva Orleans, Boston y Chicago. Ignoraban al resto de aquel microcosmos, hecho de asientos forrados de color azul marino, burdeos y plateado; personas amigables pero desconocidas; y un enorme pero cambiante paisaje al otro lado de las ventanillas.

    —¡Sí! Donde vivo, la gente es bastante arrogante, Ralph. Siempre he sentido su frío clasismo, desde que era estudiante. Probablemente sea así en todas partes, pero se notaba especialmente en el barrio en el que nací... Bueno, ¡mejor olvidémoslo!

    Siguió un momento de silencio, como si Alan acabase de mencionar la muerte de alguien, más que la mentalidad despreciable de un grupo social específico.

    El tren ya había reducido la marcha y paró en Hammond, donde algunos pasajeros más sustituyeron a los que se iban. Unas cuantas caras sonrientes caminaban a paso de tortuga entre el tren y el edificio. Una mujer de aspecto verdoso apareció con prisas arrastrando su maleta, como si estuviera escapando de un peligro inminente. Después, se sucedieron unos instantes de pura paz y las ruedas volvieron a sacudirse, anunciando que se acercaban al norte.

    La llanura volvió a convertirse en la única protagonista; la marcha se retomó; el motor volvió a trabajar a toda máquina y rugió, tan poderoso como antes; y, mientras aumentaba la curiosidad de las dos parejas de los asientos traseros por conocerse entre ellos, Ralph le preguntó a Alan:

    —Parece como si no hubieras disfrutado de tu vida en Boston, Alan... —y continuó mirándole con su irritante sonrisita; una mezcla de curiosidad, intrusión, burla y exceso de entusiasmo; atribuibles, sobre todo, a su aparente personalidad extrovertida.

    —¡Qué va! Al contrario, Ralph. Lo que pasa es que los malos recuerdos tienden a pesarte en los hombres como

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