Hannah Arendt: Libertad política y totalitarismo
Por Fina Birulés
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De sólida formación filosófica y con una prometedora carrera académica, el "shock de la realidad", el incendio del Reichstag en 1933, la obligó a exiliarse a París y a repensar la especificidad y el sentido de la política. Como se sabe, sus reflexiones parten de la constatación de que los hechos del totalitarismo dejaron una situación en la que se tenía que levantar acta de la heterogeneidad de las viejas herramientas conceptuales y la experiencia política del siglo XX. De ahí que asumiera el reto de "pensar sin barandillas".
Este libro propone una lectura contemporánea de algunas reflexiones en torno al totalitarismo y a la libertad política.
Fina Birulés
Fina Birulés (Girona, 1956) va ser professora de Filosofia Contemporània a la Universitat de Barcelona entre el 1979 i el 2020. Desenvolupa la seva recerca en el marc del Seminari Filosofia i Gènere-ADHUC, que va cofundar l'any 1990. És autora d’articles i assaigs sobre subjectivitat, política i memòria, teoria feminista, i producció filosòfica femenina, amb especial atenció al pensament de Hannah Arendt.
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Hannah Arendt - Fina Birulés
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Índice
Si te atacan como judío, ¿te debes defender como judío?
Laura Llevadot
Introducción
En las entretelas de vida y pensamiento
El totalitarismo, un fenómeno sin precedentes
Aislamiento y soledad
Epílogo
Breve biografía de Hannah Arendt
Aclaraciones
Bibliografía
Si te atacan como judío,
¿te debes defender como judío?
Laura Llevadot
En uno de los últimos filmes de Kaurismaki, El otro lado de la esperanza (2017), asistimos a un diálogo entre dos refugiados que pasan sus días en un centro de detención de inmigrantes en Helsinki esperando que les llegue la resolución de su ciudadanía. Uno de ellos le dice al otro: «Aquí no hago feliz a nadie». La simplicidad del enunciado nos golpea como un espejo, nos devuelve de golpe a la estupidez y el egoísmo de la posición en la que estamos aquéllos que no hemos tenido que abandonar nuestra casa. El inmigrante no dice que en este espacio de la espera infinita no se realiza, no tiene objetivos, no trabaja ni prospera —como diríamos quienes permanecemos en el lugar de donde somos—, sólo nos dice que no hace feliz, que en Siria, por lo menos, tenía una mujer, unos hijos, unos amigos, a quienes intentaba hacer felices, y que ahí no hay nada, hay la nada de la espera sin esperanza. Quizá se debería haber sido alguna vez inmigrante para saber qué se siente cuando se está pendiente de ser aceptado sólo para vivir, cuando no se habla la lengua de quienes decidirán sobre tu derecho a sobrevivir sin tan siquiera poder hacer feliz a nadie, cuando se está desprovisto de todo derecho, de toda protección legal, y ésta se anhela como una gracia que depende de una maquinaria institucional, económica y legal totalmente arbitraria. Unos obtendrán el derecho de ciudadanía, otros no. Tanto en un caso como en el otro, la vida ya detenida no tiene fuerzas para hacer feliz. Esto es aquello que borramos cada vez que reducimos la cuestión de la inmigración a un problema de cifras y cuotas: la experiencia de la fragilidad que el cine y la filosofía, a veces, se empecinan en poner de manifiesto.
De esta fragilidad humillante que acompaña siempre al apátrida, al refugiado, al inmigrante, habla también Arendt en sus Escritos judíos, y es por eso que hoy, más que nunca, es preciso leerla. En su escritura, que brota de la experiencia y de una inteligencia que se rebela contra su uso meramente teórico, una escritura que quiere hacerse cargo de lo vivido, que quiere comprender —tal y como Fina Birulés, lectora excepcional de esta pensadora alemana y judía, nos hace ver—, se ilumina nuestra condición vulnerable. La singularidad hebrea siempre ha conocido esta fragilidad constitutiva. A diferencia de otros apátridas que se han visto presionados por la guerra o la pobreza a abandonar sus casas, los judíos nunca han tenido una. Paul Celan nos lo recuerda en su Diálogo en la montaña: «pues el judío, ya sabes, no tiene nada que le pertenezca verdaderamente, que no sea fiado, prestado y no devuelto». No sólo la ausencia de tierra sino también de lengua, obligados siempre a hablar la lengua del otro y a preservar el hebreo en el ámbito de lo sagrado, aquéllos que «hablan con Dios en una lengua diferente a la que emplean con su hermano», como decía Rosenzweig, conocen bien esta condición vulnerable.
Pero los escritos de Hannah Arendt no se limitan a constatar lo que los judíos han sabido desde antiguo y que el nazismo no hizo más que extremar hasta su forma más aberrante, la de la solución final. Su lucidez consiste en mostrar que no es la condición vulnerable la que genera esta violencia, sino la forma misma del Estado nación. Pese a que muchos judíos, como ella misma, supieron convertirse en asimilados alemanes hasta olvidar su origen apátrida, el Estado se acabaría encargando de mostrar de la manera más cruel y brutal que nunca estás suficientemente asimilado o, como diríamos hoy, integrado. Las naturalizaciones de ayer pueden pasar a ser mañana reversibles, los derechos de ciudadanía, y con ellos la protección legal que creemos natural e inalterable, pueden derrumbarse en cualquier momento. Basta con un cambio de gobierno o con el ascenso desde las urnas de una u otra ideología. Arendt constata en sus escritos que no hay ni una sola nación europea que no haya desposeído alguna vez a parte de sus ciudadanos de su ciudadanía. El Estado nación se reserva siempre el derecho de expulsar de su seno aquello que antes ha codiciado. Es lo que Agamben, a quien hemos dedicado también uno de los libros de esta colección (Valls Boix, 2018), desarrolló en su crítica a la soberanía. Al cinismo de la Realpolitik que reduce a mera problemática cuantitativa la cuestión de la inmigración, Arendt opone la voluntad de comprender, de hacer comprender que la ciudadanía, vinculada a la estructura misma del Estado nación, es la espada de Damocles que voltea perennemente la fragilidad de los ciudadanos y la provoca, que es mediante el derecho a la ciudadanía que el miedo se instala en nuestros cuerpos, y que un cuerpo asediado por el miedo nunca podrá hacer feliz a nadie.
Fue su condición de judía exiliada, por haber podido escapar del infierno de la Shoá, la que despertó a Arendt del sueño de la asimilación. Expulsaron a los judíos de Alemania por el hecho de ser judíos, como hoy expulsamos a los inmigrantes por el solo hecho de serlo. El judaísmo le sirvió a Arendt para entender la condición de fragilidad universal de todo exiliado, y sin embargo nos dice —tal y como recuerda Fina Birulés en este texto sereno y preciso— que «si te atacan como judío, te debes defender como judío». Es en este punto que quisiera introducir una interrogación y señalar tal vez otra deriva posible. Si te atacan como mujer, ¿debes defenderte como mujer? Si te atacan como negro, ¿es como negro que te debes defender? Si te expulsan como inmigrante, o te insultan como lesbiana, gay o trans, ¿es como tal que tienes que defenderte? En un hermoso texto de la psicoanalista Estela Paskvan, que analiza la novela de Soazig Aaron, El no de Klara, se nos ofrece un contraejemplo. Después de haber pasado por la deportación y por el campo de concentración, Klara reniega de su condición de judía: «¿Por qué debería yo responder de mis ancestros hasta la centésima generación; y qué tiene de especial la religión judía? Esas viejas lunas son tan interesantes como cualquier otra mitología, ni más ni menos. Si quieres que te diga lo que pienso en el fondo, Hitler dio a los judíos un empujón para que sigan siendo judíos o vuelvan a serlo, y regresar al seno del judaísmo es guardar fidelidad a ese cabo lamentable».¹ Del mismo modo que se niega a reconocerse como judía porque es ésta la identidad que le ha asignado el enemigo, Klara no volverá a hablar nunca más la lengua alemana ni a llevar el cabello largo. Las largas melenas de las chicas monas le recordarán para siempre aquella joven alemana rubia y espléndida, una nazi cabrona, que la vigiló en el Lager. Pese a ser su lengua materna, ya no hablará nunca más alemán por miedo a que un día esta lengua le ladre en la cara. Todo lo contrario de la posición afirmativa de Arendt que, como Birulés rememora en este