Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Una familia feliz. Guía práctica para padres
Una familia feliz. Guía práctica para padres
Una familia feliz. Guía práctica para padres
Libro electrónico303 páginas3 horas

Una familia feliz. Guía práctica para padres

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Anna Karenina, la inmortal novela de Leon Tolstoi comienza con estas palabras: “Todas las familias felices se parecen; mientras que cada familia infeliz lo es a su manera”. Aunque cada familia es un mundo, el escritor ruso tiene razón: hay muchas formas de ser desgraciados, pero una sola de ser felices. ¿Qué tienen en común las familias felices? ¿Cuál es su secreto?

Una familia feliz: guía práctica padres no pretende aleccionar sobre el mejor modo de educar a nuestros hijos, al contrario, invita a que sean los propios padres los que reflexionen sobre el camino a seguir para alcanzar ese secreto que nos lleve a ser una familia feliz. Para lograrlo Pilar Guembe y Carlos Goñi plantean situaciones, escenarios reales, sucesos acaecidos en nuestro entorno más cercano, reflejo de la familia actual, a través de diversos temas: la escuela, la alimentación, la tecnología, la psicología, la cultura, el arte, la política, la publicidad, la innovación, la música, la filosofía, el deporte, el cine, la literatura, Internet, el consumismo, la violencia, la sexualidad, el ocio, las redes sociales, las leyes, la moda…

La felicidad, aunque pueda parecernos algo extraordinario y difícil de alcanzar, es en realidad una consecuencia lógica, natural. Una familia es feliz si todos sus miembros lo son. En familia, los verbos han de conjugarse en primera persona del plural. Ahí radica el secreto que desgrana este libro: en ser padres ilusionados con la capacidad de incorporar el gran potencial de nuestros hijos en la resolución de los problemas u obstáculos que surjan en el camino.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788415943297
Una familia feliz. Guía práctica para padres

Lee más de Carlos

Relacionado con Una familia feliz. Guía práctica para padres

Libros electrónicos relacionados

Relaciones para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Una familia feliz. Guía práctica para padres

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Una familia feliz. Guía práctica para padres - Carlos

    Paula

    Presentación

    [FAMILIAS FELICES]

    Anna Karenina, la inmortal novela de Leon Tolstoi comienza con estas palabras: Todas las familias felices se parecen; mientras que cada familia infeliz lo es a su manera. Aunque cada familia es un mundo, el escritor ruso tiene razón: hay muchas formas de ser desgraciados, pero una sola de ser felices.

    ¿Qué tienen en común las familias felices? ¿Cuál es su secreto? Como no podía ser de otra manera, no se trata de algo extraordinario, sino de algo, podríamos decir, natural. Todas las familias felices se parecen en lo que entienden por felicidad y en la forma de serlo.

    En la familia, la felicidad se entiende como el resultado de la felicidad de todos sus miembros. Eso hace que haya una preocupación de todos por cada uno y de cada uno por todos. Esta preocupación mutua genera una dinámica de estar por los demás, que es lo que nos hace ser felices, pues, como decía el comediógrafo francés Édouard Pailleron, tenemos solamente la felicidad que hemos dado. En la familia todos dan felicidad a todos, también los que la reciben, pues hacen, por el mero hecho de serlo, felices a los demás.

    El marido que se preocupa porque su mujer sea feliz, la madre que se desvive por el bienestar de su hijo, la hija que procura no preocupar a sus padres, el hermano mayor que se obliga a jugar con su hermano pequeño… reciben lo que dan multiplicado. De modo que, si echamos cuentas, la felicidad resultante es el producto de lo que se da.

    Por otra parte, las familias felices no lo son porque estén exentas de dificultades o problemas, sino porque los afrontan y los superan de una manera cooperativa. Las familias tienen que trabajar en equipo; esa es la forma, la única forma de trabajar para un bien común que es el perfeccionamiento de todos. No puede ir cada cual por su lado, sino que se deben unir esfuerzos para que cada uno logre sus objetivos. En la familia los verbos se conjugan en primera persona del plural.

    Si en el mundo de la empresa se ha hecho imprescindible trabajar en equipo, en nuestra casa resulta fundamental, porque esa manera de funcionar es esencial a la familia. Las diferencias con la empresa saltan a la vista. Allí, el grupo se forma para conseguir unos objetivos extrínsecos al propio grupo; aquí, en cambio, está ya formado y no se puede prescindir de nadie, además todos son los beneficiarios. Allí, la colaboración finaliza con la consecución de los resultados; aquí, la cooperación no termina nunca. Allí, los empleados son seleccionados por sus habilidades; aquí, todos participan según sus posibilidades, pues la familia es el único ámbito donde a una persona se la quiere, no por lo que hace, sino por lo que es.

    Su estilo propio es el trabajo cooperativo en el que cada cual desempeña un papel determinado según su edad, su forma de ser y sus circunstancias. La felicidad mutua exige una relación interpersonal en la que todos sus integrantes salen beneficiados. El liderazgo, por supuesto, lo han de desempeñar los padres, pero no de forma despótica, sino tolerante y comprensiva, gestionando de manera ecuánime las responsabilidades y dando juego a todos los miembros.

    El trabajo cooperativo en la familia no puede resumirse en una mera división de las tareas domésticas, algo por otra parte necesario, porque conviene que todos colaboren en la felicidad de todos, para la cual resulta imprescindible establecer vínculos personales, vínculos, sobre todo, afectivos, como los que sólo se pueden forjar entre los integrantes de una familia.

    En la familia, todos cuentan porque nadie es más que nadie en el proyecto de llegar a ser alguien.

    En eso se parecen todas las familias felices.

    I. Clases para padres

    [Un proyecto de vida]

    1. Clases para padres

    Los hijos no nacen educados. Éste es el deber y el gran reto de los padres. En sentido profundo, padres no son los que engendran, sino los que educan, los que no solamente dan la vida, sino que la cuidan para que llegue a su plenitud. Una tarea tan inmensa como apasionante.

    Pero si los hijos no nacen educados, los padres tampoco están preparados para ejercer como tales. El incisivo Quino le hace decir a Mafalda una gran verdad: «Padres e hijos reciben el título el mismo día, pero ninguno de ellos ha asistido a un curso para ejercer su profesión».

    A ningún padre, a ninguna madre se le exige una instrucción especial, unos estudios básicos o un máster específico para desempeñar su función. Con un poco de experiencia vivida, sentido común, una buena dosis de dedicación y mucho mucho cariño se va saliendo con más o menos éxito. Nuestros hijos son la responsabilidad más grande que tenemos, nuestra empresa más importante; sin embargo, nadie nos ha enseñado a ser padres.

    De eso se ha dado cuenta el Gobierno británico, quien distribuirá en farmacias vales de 100 libras (unos 124 euros) a padres con hijos menores de cinco años para que los puedan canjear por hasta diez clases de dos horas de duración sobre aspectos relativos a la educación de los hijos¹. Estas clases de paternidad enseñarán a los padres a gestionar la disciplina, la dieta, las buenas maneras, el acoso, a resolver conflictos y también a leer cuentos a los niños y a prepararlos adecuadamente para ir al colegio.

    Los disturbios juveniles sucedidos en varias ciudades inglesas el verano de 2011 siguen pesando en las conciencias de los británicos y parece que uno de los detonantes fue la indisciplina que se vive en las familias. Actualmente, los tribunales pueden imponer «clases de paternidad» a padres considerados irresponsables, de ahí que lo que suene a «educación de los padres» está mal vista, como si aprender a educar implicara no ser buen padre o buena madre. Con este sistema de vales, el Gobierno pretende que las «clases para padres» se conviertan en algo «tan normal y agradable como ir a clases de cocina o de bailes de salón» y que los padres se impliquen más en la educación de sus hijos.

    Porque, para educar debemos formarnos. En el fondo, no nos lo pide el gobierno ni nos lo exigen los tribunales, sino nuestros hijos. Ellos necesitan unos padres que los quieran, los protejan, los cuiden, pero también que les exijan, que los eduquen. No quieren que deleguemos esa responsabilidad en la escuela o en el ambiente, sino que nos tomemos en serio nuestra labor. Nos piden que nos llenemos para que les podamos dar más, que leamos libros sobre educación, que asistamos a cursos de formación, que acudamos a las tutorías, que hablemos de ellos. No quieren padres blandos, pasivos, conformistas, pesimistas; sino exigentes, activos, con ganas de aprender y optimistas, dispuestos antes a equivocarse que a renunciar a su obligación.

    2. Aprender de los hijos

    Antes se decía que los niños venían al mundo con un pan bajo el brazo. Tener un hijo era una bendición, un buen presagio. En una sociedad eminentemente rural, significaba una boca más que alimentar, pero también dos manos para trabajar. El nuevo miembro aportaba a la familia un futuro más prometedor, un mejor porvenir, un impulso optimista.

    En la actualidad ya no ocurre lo mismo. Han cambiado mucho las cosas: la sociedad se ha modernizado, la economía ya no pivota sobre la familia y la familia ha adoptado multitud de formas diferentes. Ni el «cheque bebé» ni la desgravación de la renta por descendiente a cargo del declarante son comparables con ese pan simbólico que los niños traían antaño bajo el brazo. No obstante, sigue habiendo padres e hijos y quizá más conscientes que nunca de que lo son.

    Tener un hijo siempre ha sido algo excepcional. Claro que entra dentro de la normalidad biológica; sin embargo, todo hijo que viene al mundo aporta una novedad radical, sobre todo, para sus padres. Su presencia, incluso sólo su posibilidad, provoca una pequeña revolución en nuestras vidas. A partir de ahora todo va a cambiar, sobre todo, nosotros. Ya no seremos fulanito o fulanita, sino los padres de fulanito o fulanita. Contaremos, para todos los efectos, como padre y madre.

    Nosotros creemos que los niños siguen viniendo al mundo con un pan bajo el brazo. Pero lo que traen en ese pan no es bonanza económica, sino algo mucho más importante: un hijo nos hace ser mejores, nos hace plantearnos nuestra forma de vida, nuestros hábitos, nuestros principios. Nos obliga a mejorar porque queremos darle lo mejor de nosotros mismos, porque queremos que se sienta orgulloso de sus padres. Queremos llenarnos al máximo para darle más. ¡Qué mejor pan que el que nos hace esforzarnos por ser mejores personas!

    Ser padres implica aceptar ese regalo y, como consecuencia, ponerse a la altura de las circunstancias. El pan que cada hijo trae bajo el brazo nos exige ser mejores, nos hace esforzarnos por ser merecedores del título que recibimos cuando damos la vida. Si a alguien, ser padre, ser madre, no le hace mejor es porque no ha sabido aprovechar ese regalo que trae cada hijo. Y, en cierto modo, lo está defraudando.

    Lo primero que nos enseña un hijo es a dar. Esa es la primera gran lección que recibimos como padres: dar sin esperar recibir y desear poder dar más. La maternidad, la paternidad nos hace felices justamente porque aceptamos que sólo nos queda lo que damos y eso lo aprendemos gracias a nuestros hijos.

    No hay experiencia comparable a la de ser madre o padre. Sin duda, porque en ella salimos infinitamente enriquecidos. Cada hijo nos trae el mismo mensaje: «A partir de ahora todo va a ser al revés: aprende el que enseña, recibe el que da, queda lleno el que se vacía».

    El poeta inglés George Herbert decía que «un padre vale por cien maestros»; nosotros pensamos que la frase también se puede aplicar a los hijos. Ellos son pequeños maestros que nos enseñan cosas grandes: optimismo, ilusión, imaginación, humor, alegría, confianza, serenidad, perdón, amor, constancia, empatía, amistad, curiosidad, rebeldía. Si no fuera por ellos, probablemente no hubiéramos aprendido a mantenernos siempre jóvenes, a aceptar la frustración y el dolor, a adaptarnos a lo imprevisible, a trabajar en equipo, a ejercer la autoridad, a pactar, a valorar los pequeños detalles, a gestionar el tiempo, a reajustar las preferencias, a ser prescindibles.

    Si educar consiste en sacar del otro su mejor yo, los hijos nos educan más que cien maestros. Gracias a ellos somos, o intentamos ser, mejores personas².

    3. ¿Nos molestan los niños?

    Todos los padres hemos experimentado alguna vez un cierto apuro cuando nuestros hijos han ejercido de niños fuera de casa. En un hotel, en un avión, en un cine, una iglesia, una sala de espera, una tienda... hemos seguramente recibido miradas inquisidoras o quizá llamadas de atención porque los pequeños hacían ruido, tocaban lo que no tenían que tocar o enredaban más de la cuenta.

    Son niños, qué le vamos a hacer. No podemos esperar de ellos que se comporten como perfectos adultos, porque no lo son. Sin llegar a portarse mal (situación totalmente distinta), a muchas personas los niños les molestan por la simple razón de ser niños. «¡Que los aguanten sus padres!», suelen decir.

    Es evidente que se viaja más cómodo sin tener un menor detrás que lo toca todo, que se mueve más de la cuenta, que no deja de preguntar, que hace ruido, en fin, que molesta. Según una encuesta realizada por TripAdvisor³ a más de dos mil usuarios, un tercio de los británicos estaría dispuesto a pagar más por sus vuelos sin niños a bordo. Los niños revoltosos, cuyos padres no son capaces de controlarlos, suele ser la principal causa de frustración de los pasajeros.

    Por otra parte, en nuestro país están proliferando los hoteles y restaurantes sólo para adultos, donde los menores de 16 años tienen vetada la entrada. Un reportaje publicado en El País⁴ pone de manifiesto que «la crisis está acelerando una tendencia, minoritaria y no exenta de polémica, hacia la especialización y un servicio cada vez más personalizado para el cliente en sus salidas de ocio. Mientras para los empresarios hosteleros se trata de una forma de diversificar el negocio, para las asociaciones familiares es una oferta discriminatoria que deja de lado a los niños».

    Por supuesto que los menores maleducados pueden estropearnos la comida, el viaje, la película o la estancia, como también lo hacen los adultos maleducados, que también los hay. La responsabilidad de la mala educación de los primeros es de los padres y la de los segundos de ellos mismos, y no tenemos por qué pagar el pato los demás. Pero en el caso de niños normales, si los que tocan cosas, preguntan demasiado, enredan o sufren una rabieta, deberíamos soportar ciertos inconvenientes por bien de su propia socialización, del mismo modo como admitimos (o deberíamos admitir) las limitaciones de las personas mayores.

    En una sociedad individualista como la nuestra, los niños molestan (y quizá también los ancianos). Para cierta mentalidad muy extendida, pertenecen al ámbito de lo privado y su lugar adecuado es la casa o la escuela: los niños con los niños y lejos de los espacios reservados a los adultos. Sin embargo, no debería ser así, porque una sociedad no es un archipiélago, sino un continente en el que caben todos. La segregación de los niños por mor de la comodidad adulta es simple intolerancia.

    Los niños pueden resultar pesados, inoportunos, molestos, pero tienen derecho a vivir en sociedad. Sus padres son responsables de ellos, por supuesto, pero todos tenemos una cierta corresponsabilidad, por lo menos, la de permitir y favorecer su integración social. No nos extrañemos, si no, del vandalismo que muestran muchos jóvenes (que por ley ya no son menores) cuando irrumpen de pronto en el mundo adulto.

    4. El «papi» del asiento 16C

    Shanell Mouland es madre de una niña autista de tres años. Aunque su autismo es leve, Kate tiene dificultades para relacionarse e interactuar con el entorno, por lo que, cada vez que sale de casa, su madre vive con tensión las posibles reacciones que pueda tener su hija.

    Esas situaciones son especialmente problemáticas cuando Kate tiene que viajar en avión, algo que ocurrió hace unos días. Shanell embarcó con su pequeña con la esperanza de que las dos horas de vuelo se pasaran lo más rápidamente posible. Sabía que la niña podría ponerse impertinente o comenzar a gritar, ponerse nerviosa o llorar durante todo el viaje.

    La madre ocupó el asiento de la ventanilla para que la niña no enredara con la persianita y molestara a los viajeros, y la pequeña quedó sentada entre ella y un señor muy bien vestido, quizá un empresario o un alto cargo de una multinacional. Shanell temía que Kate importunara al pasajero, quien revisaba sus papeles como si llevara una oficina portátil, pero, para su sorpresa, el hombre no se incomodó porque la niña le tocara la americana, antes al contrario, comenzó a hablarle y entablaron una amigable conversación. Kate y el anónimo pasajero pasaron todo el viaje conversando y jugando con la tablet de ese señor al que la niña llamaba «papi».

    Seguramente —pensó Shanell— aquel señor tan amable estaría muy ocupado, probablemente dispondría de ese par de horas que dura el vuelo para ultimar asuntos importantes o para descansar; sin embargo, derrochó con su hija paciencia, cariño y comprensión y le dedicó todo su tiempo, un tiempo que presumiblemente sería muy valioso.

    Cuando llegó a casa, Shanell Mouland escribió en su blog una carta de agradecimiento al anónimo pasajero titulada: Querido «papi» del asiento 16C del vuelo 1850 ⁵. En ella le expresaba su gratitud por haber sido paciente con Kate y haberla entretenido de manera natural, por haber sido amable de verdad, no por compromiso, por no haber tenido que disimular fastidio o simular que disfrutaba con ella, por haber sido sincero, algo que una niña como Kate lo percibe enseguida.

    La carta de Shanell se hizo viral en unas pocas horas, lo cual indica que el comportamiento del pasajero del asiento 16C nos resulta realmente extraordinario por excepcional: lo normal parece ser lo que acabamos de ver en la encuesta de TripAdvisor.

    Actitudes como las de este pasajero ayudan a los padres a sobrellevar momentos de verdadera angustia que se pueden presentar cuando nuestros hijos —tengan o no alguna limitación— salen de casa y «hacen de niños». El anónimo del asiento 16C comprendió que Kate no era una mal educada o una consentida, sino una niña que llama «papi» a las personas que ayudan a otras personas, a las que no viven encerradas en sí mismas, a las que no les importa viajar un poco incómodas para que una madre pueda hacerlo un poco tranquila, a las que se preocupan más por las personas que por las cosas, a las que son verdaderamente «amables», es decir, dignas de ser amadas y de recibir nuestra gratitud, a las que saben dar lo más difícil de dar: su tiempo, su comprensión, su dedicación.

    5. Una americana en París

    Pamela Druckerman es una madre americana que vive en París. Periodista de profesión, está casada con un británico y tienen tres hijos. Acaba de publicar Bringing up bébé: One American Mother Discovers the Wisdom of French Parenting (Criando a un bebé: una madre americana descubre la sabiduría de los padres franceses)⁶, un libro donde compara la educación anglosajona, especialmente la americana, con la francesa. La autora se pregunta por qué los niños franceses no tiran la comida al suelo (éste es el título que lleva el libro en la edición del Reino Unido), por qué duermen de un tirón desde los dos meses, por qué no se muestran caprichosos en la mesa, por qué no interrumpen a sus padres ni les montan una rabieta por cualquier motivo, como lo hacen los niños americanos.

    Basta observar lo que ocurre en las tres horas que dura el tramo París-Londres en el Eurostar para percibir la diferencia. Pamela ha comprobado que para distinguir la nacionalidad de un niño no hay más que ver cómo se comporta en el tren: si grita y corre por los pasillos seguro que no es francés. Lo mismo sucede en un parque o en un restaurante. Ella lo ha experimentado en repetidas ocasiones: los hijos ajenos eran más juiciosos y pacientes que los suyos. ¿Por qué?

    «Pronto me di cuenta —leemos en un avance en The Wall Street Journal⁷— de que los padres franceses habían conseguido en su vida familiar una atmósfera completamente distinta. Cuando nos visitaban familias estadounidenses, los padres pasaban una buena parte de su tiempo mediando en las peleas de sus hijos, ayudando a los más pequeños a caminar alrededor de la isla de la cocina o echados en el suelo montando piezas del Lego. Cuando venían amigos franceses, por el contrario, los adultos tomaban un café mientras los niños jugaban solos y contentos».

    Pamela Druckerman no cree que los padres franceses sean perfectos, pero sí algo diferentes a los americanos. ¿Cuál es su secreto? En primer lugar, que no son unos padres helicópteros, overparenting o hiperparenting al servicio constante de sus retoños (los cuales han establecido una auténtica kindergarchy, que podríamos traducir algo así como «infantarquía»); tampoco atienden a sus caprichos de forma inmediata, sino que consideran importante que sean independientes. En segundo lugar, saben decir «no»

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1