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El lado oscuro y perverso del amor
El lado oscuro y perverso del amor
El lado oscuro y perverso del amor
Libro electrónico667 páginas24 horas

El lado oscuro y perverso del amor

Por Mausar

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Información de este libro electrónico

Celeste, una chica de pueblo con una vida de adolescente feliz y tranquila, pero que ignora los secretos y mentiras que la han rodeado desde su nacimiento.
Su cotidianidad se ve interrumpida por una tragedia, que no es sino el principio a todo el dolor y sufrimiento al que se ve sometida, gracias en parte a que se enamora de quien no debe y a la telaraña de mentiras en la que ha vivido siempre.
Una historia llena de amor, pasión, obsesión, crímenes, corrupción y narcotráfico que nos transporta al pasado de los personajes para poder entender por qué de alguna manera Celeste no debe estar con Steven, el amor de su vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 oct 2020
ISBN9788418542688
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    El lado oscuro y perverso del amor - Mausar

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Mausar

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18542-68-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    En memoria de Sarita:

    «Mi ángel de luz»

    Gracias por haber hecho de mí quien soy y seguiré siendo,

    gracias por ser tú el motivo de mi inspiración.

    Nunca hubieras estado tan orgullosa de mí, como lo he estado siempre yo de ti.

    .

    PRIMERA PARTE

    Celeste

    1

    La pérdida

    Cuando la luz de un ser querido se apaga, una parte nuestra se apaga con él, haciéndonos replantear si la vida que llevamos es realmente con la que habíamos soñado siempre, pero ¿y si supiéramos que mañana vamos a morir? ¿Estaríamos satisfechos con lo que hemos hecho hasta hoy?

    Era una tarde lluviosa de noviembre, y allí se encontraba Celeste asomada por su ventana contemplando la lluvia. El cielo estaba oscuro y hacía frío, algo que odiaba. Suspiraba deseando que parase de llover. Tenía planes para esa tarde y la lluvia lo estropearía todo. No era un día diferente a los demás, y no precisamente por la lluvia, sino por la rutina y tranquilidad que caracterizaban a su extraordinario pueblo. Tierra de montañas, suave clima, aire puro y desconexión total; ya que en aquellos tiempos no había llegado el servicio de telefonía móvil a aquel lugar y mucho menos Internet. Solo existían unos pocos teléfonos fijos en las casas donde se lo podían permitir, porque era muy costoso.

    Todo era perfecto en aquel pueblito colombiano ubicado al suroeste del país, en el departamento del Valle del Cauca, llamado El Dovio, nombre proveniente del pueblo Embera catío, que significa Montaña Grande o Montaña Sagrada. Lugar rodeado de montañas, también conocido como la Ciudad del Futuro.

    Lo que Celeste ignoraba, era que a partir de ese día nada volvería a ser como antes e irremediablemente todo cambiaría, y no precisamente para bien. Pero así estaba marcado su destino y ya no podría cambiarlo por más que lo desease.

    Miércoles 13 de noviembre del 2002.

    Querido diario:

    Esta mañana ha sido interesante, en clase de química me han exonerado de un examen sobre nomenclatura y enlaces químicos, aunque no era necesario porque la química me encanta y se me da genial, pero lo mejor de todo fue verlo de nuevo. Llevaba algunos días sin ir a clase por motivos personales y yo me pregunto ¿cuáles serán esos motivos?

    Aunque esta tarde lo sabré porque me invitó a ver el partido que juegan hoy.

    Es un poco raro todo, no pensé extrañarlo tanto estos días que no lo he visto, ¡a lo mejor es que me gusta más que un amigo! No lo sé.

    En unos días cumpliré dieciséis y la mayoría de las chicas que conozco ya han dado su primer beso, han tenido o tienen novio; incluso algunas ya no son vírgenes, pero yo no tengo prisa. Tampoco estoy esperando al chico perfecto, ni al príncipe azul, simplemente quiero algo real y no experimental, como hacen la mayoría solo por presumir de ya haberlo hecho. Además, debo centrarme en mis estudios porque pronto iré a la universidad y no quiero que nada me distraiga de mi objetivo. ¡Creo que soy un bicho raro, querido diario!

    —¡Celeste! ¿Qué haces? —pregunta su madre desde el antejardín de la casa.

    —Estoy con los deberes.

    —¡Ven, cariño! Que te buscan Robinson y Paula.

    Entonces, guarda su diario y sale rápidamente para verse con sus amigos, sus dos mejores amigos. Había estado tan concentrada en su diario que ni se enteró de que ya no llovía.

    —¡Hola, Celeste! Es hora de irnos, así que sube y vámonos.

    La chica subió a la parte trasera de la moto. Iban los tres juntos y sin casco, algo típico en el pueblo. Pasaron por la tienda de la esquina, luego siguieron hasta llegar a la iglesia Nuestra Señora del Carmen, cruzaron por el parque de los Leones y unas tres calles más arriba se encontraba el polideportivo, que era adonde se dirigían. Ubicado en la carrera 11 justo al lado de la institución educativa José María Falla, donde estudiaban.

    —¡Hemos llegado, señoritas! —afirmó Robinson.

    Allí estaban los jóvenes calentando para el partido y Celeste buscaba a Mauricio con la mirada, el chico que llevaba tras ella desde el curso anterior, pero la joven no se decidía a pesar de que el muchacho era un partidazo… según sus amigas, claro. Era de buena familia, guapo, educado, inteligente, deportista. Pero la nena de ojos color turquesa, piel blanca y cabello rubio rizado no se decidía a dar el paso.

    «¿Será verdad eso de que los chicos malos molan más?» pensaba, Celeste lo descubriría muy pronto.

    —¡Ahí viene tu chico, Celeste! —decían sus amigos con tono de burla.

    —¡Hola, Celeste! ¿Podemos hablar un momento?

    —¡Claro que sí, Mauro! A eso he venido. —Así que se apartaron de la multitud y se dirigieron cerca del vestuario.

    —Hoy has estado un poco extraño. ¿Te pasa algo? ¿Acaso es por lo que has faltado a clase estos últimos días? —pregunta la chica con mucha curiosidad.

    —¡Sí, Celeste! Es que mi padre está empeñado en que nos vayamos a vivir a la capital y hemos estado de viaje unos días con él.

    —¿Irte? —A la chica la tomó por sorpresa.

    —No estoy seguro aún, pero es la idea que tiene. Dice que sus negocios en la capital irán mucho mejor.

    —¿Pero tú te quieres marchar, Mauricio?

    —¡No, claro que no! Pero tú sabes sobre los negocios «raros» de mi familia y es por eso por lo que mi padre se quiere marchar de aquí. Dice que en Bogotá estaremos mejor.

    —Pues, no sé qué decirte, la verdad. —Aquella noticia la entristeció.

    —Muchas veces he pensado que, a causa de los negocios de mi padre, tú nunca has aceptado salir conmigo.

    —No, no es eso.

    —¿O sea que no te gusto?

    —Tampoco es eso.

    —Entonces, ¿dime por qué? —En ese momento suena el silbato.

    —¡Vamos, chicos! ¡Es hora de empezar el juego! —exclama el entrenador.

    —Necesito que me respondas.

    —¡Lo haré! En cuanto termines de jugar te prometo que hablaremos, yo también tengo que decirte algo. —Le da un beso en la mejilla. El chico sonríe, le acaricia el rostro y después de devolverle el beso, le susurra al oído:

    —Eres sin duda la chica de mis sueños. Ya sabes que me encantas y que no importa lo que pase entre los dos, tú siempre serás esa chica. —Y se fue corriendo al terreno de juego mientras que Celeste se quedó con una tormenta de emociones que no podía explicar, aún sentía el dedo rozando su mejilla.

    —¡Eh, Celeste! Ven a ver el partido —gritó su amiga Paula.

    Paula y Robinson eran sus amigos desde infantil y ya solo les quedaban unos meses para graduarse de bachiller. Paula, una chica extrovertida, pícara, alegre y muy bonita. Huérfana de padre, por lo cual era un poco rebelde y caprichosa. Desde los catorce años estaba enamorada del que ahora era su novio, Robert, el mejor amigo de Mauricio. Por eso Paula insistía tanto en que Celeste se decidiera de una vez a ser la novia del amigo de su novio. Serían el cuarteto fantástico, decía ella.

    Robinson en cambio era un chico serio, amable, educado y de familia acomodada. Quería a Celeste como a una hermana.

    Sonaron el silbato y los aplausos. El equipo del colegio ganaba por dos goles al visitante que aún no marcaba gol. Celeste se encontraba allí solo de cuerpo, pues su alma se quedó detenida justo en el momento en que Mauricio le dijo aquello que quebrantó las leyes físicas y detuvo el tiempo.

    «¿Y ahora qué hago? ¿Y si se marcha?» pensaba. «Justo ahora que he descubierto que me gusta más de lo que quería admitir».

    —¡Vaya suerte la mía! —pensó en voz alta, pero entre los gritos y aplausos nadie la escuchó—. Tengo que decirle que me gusta, no importa si se tiene que ir. ¡Ya qué más da! Solo deseo que a donde quiera que vaya esté bien, sabiendo cómo son los negocios de su padre; si insiste en irse es por algo y finalmente lo conseguirá —pensó.

    Se acabó la primera parte del partido y ella siguió dándole mil vueltas a la cabeza, confundida y triste a la vez porque no quiere que Mauricio se aleje de ella.

    —¡Celeste! —La saca de sus pensamientos su amigo—. ¿Qué haremos cuando termine el partido? Recuerda que tengo que llevarte a tu casa, si no tu padre ya sabes cómo se pone.

    —Sí, Robinson, no te preocupes; en cuanto termine el partido resolveré un asunto pendiente con Mauro y nos vamos.

    —¡Perfecto!

    El tiempo transcurría lentamente, estaban en el último minuto y Mauricio marcó un gol, celebrando, dirigió la mirada a la tribuna buscando el lugar donde se encontraba Celeste. Al cruzar con su mirada, le lanzó un beso, dedicándole el tanto que marcaba para su equipo. Entonces sonó el silbato indicando que por fin terminó el partido, la espera había acabado.

    El público empieza a salir del recinto celebrando el triunfo del equipo del colegio que jugaba la final de un campeonato interregional con otro equipo de una vereda de la zona, Playa Rica. Al final solo quedaban unos cuantos jugadores y unos pocos espectadores que rápidamente se fueron esfumando.

    Celeste, Paula, Robinson, Robert y Mauricio serían los últimos en salir porque tenían que encargarse de dejar todo en orden y cerrar el coliseo. Después de unos veinte minutos:

    —Ya todo está limpio y en su sitio, así que ya nos podemos ir —dice Paula.

    —Yo iré a comprar algo de comer que hace hambre. ¿Vamos, Paula? —Celeste estaba nerviosa y quería prepararse para el paso que quería dar con el chico.

    —¡Sí, vamos! Y Robinson que saque la moto. ¡Ya volvemos, chicos!

    Celeste y Paula se fueron a comprar. Robinson se fue a la parte trasera del coliseo a sacar su moto mientras que Robert y Mauricio cerraban las puertas.

    Al cabo de un par de minutos las chicas estaban viendo qué comprar, cuando de repente escucharon una especie de estallidos consecutivos similares a los de los petardos; pero aquello no era pirotecnia. Celeste sintió cómo se le helaba la sangre, algo raro estaba sucediendo y no le respondían las piernas por los nervios, estaba bloqueada. Paula tiró un paquete de patatas que tenía en la mano y salió corriendo a ver qué sucedía, sin imaginar siquiera el horror que estaba por ver. Celeste por fin pudo reaccionar y salió corriendo detrás de Paula que se dirigía a las puertas del coliseo.

    Estaban a una calle y mientras corrían se cruzaron con un par de desconocidos que iban en una moto RX 115 (motocicleta que normalmente usan los sicarios para ejecutar sus matanzas por encargo). Celeste cruzó la mirada con ellos y vio cómo el chico que iba en la parte trasera empuñaba lo que parecía un arma. Fueron un par de segundos en los que confirmó que algo malo había pasado.

    Al llegar se encontraron con el escenario más horroroso que podría presenciar una persona y aún peor, un adolescente.

    Robert estaba tirado en el suelo boca abajo y Paula se abalanzó sobre él gritando, horrorizada.

    —¡Ayuda, por favor! Hay que llevarlo al hospital —gritaba a la gente que empezaba a acercarse. Le habían disparado en dos ocasiones, una bala le había alcanzado la cabeza y la otra había sido por la espalda.

    Al lado estaba Mauricio cubierto de sangre, y esta empezaba a derramarse por la calle. El chico tenía dos impactos de bala en el pecho. Celeste se postró a su lado, él aún continuaba con vida. Tocó el rostro de Celeste intentando balbucear algo con sus últimas fuerzas, pero cerró los ojos y dejó caer su mano.

    —¡Mauricio, despierta! ¡Abre los ojos por favor! ¡Mírame! —Al ver que Mauricio no respondía, Celeste puso la cabeza sobre su pecho intentando escuchar los latidos de su corazón, pero no sintió nada. Intentaba mantener la calma porque así era ella, no permitía que las situaciones la controlaran; ella siempre controlaba la situación.

    Una chica muy madura para su edad, pero esta situación se salía de control. Empezó a llorar y el pánico se apoderó de ella. Lo abrazaba y le acariciaba el rostro, le pedía perdón por no haberle hecho caso antes. Se sentía culpable.

    Pasaron unos pocos minutos hasta que llegó la Policía y algunas personas con sus coches quienes se acercaron para ayudar a trasladar a las víctimas al hospital. Uno de los policías que había llegado al lugar de los hechos, se acercó para comprobar los signos vitales de los chicos y tuvieron que arrancarle a Robert de los brazos a Paula para poder comprobar si aún vivía. Le tocó el cuello esperando sentir el pulso, miró a su superior y le hizo un gesto con la cabeza indicando que no; luego se acercó rápidamente a Mauricio e hizo lo mismo, pero la respuesta fue la misma, un gesto de negación.

    —¡Lo siento mucho! No hay nada que hacer por ellos. ¡Están muertos!

    ¡Están muertos! Palabras que desgarraron el corazón de Celeste.

    Paula estaba con un ataque de nervios y no era para menos. Acababan de asesinar a su novio de apenas diecisiete años, prácticamente delante de sus ojos. Lloraba desesperadamente abrazando el cuerpo sin vida de Robert y Celeste seguía sentada al lado de Mauricio mirándolo fijamente, era una escena dolorosa e inexplicable.

    Las lágrimas se apoderaron de sus ojos y sentía un dolor en la garganta de querer gritar y no poder hacerlo. Su dolor era tan grande que no tenía fuerzas para expresarlo; pero de repente Celeste reaccionó y empezó a gritar:

    —¡Robinson! ¿Dónde está Robinson? ¡Robinson! —Se levantó del suelo mirando a todos lados intentando encontrar a su amigo entre la multitud que se había agolpado a curiosear.

    —¡Aquí detrás hay alguien más! —exclamó un policía. La chica se imaginó lo peor y salió corriendo para ver.

    Ahí, sentado en el suelo, estaba su amigo. La moto tirada a un lado y él totalmente paralizado. Había presenciado todo lo sucedido y se escondió allí detrás para escapar de las balas.

    —¿Estás bien? ¿Estás herido? —El chico no articulaba palabra.

    Celeste, hecha un manojo de nervios, pudo respirar mejor al ver que Robinson estaba ileso. Al acercarse notó que temblaba y lloraba, lo abrazó fuertemente tratando de darle consuelo.

    Reinaba la confusión, el caos, el dolor, la tristeza, la impotencia de ver lo que había sucedido en aquel lugar que se caracterizaba por su tranquilidad y armonía. Aquello horrorizaría a la población entera que no estaba acostumbrada a tales desgracias.

    —Necesito que me digan qué sucedió. O si vieron quién lo hizo —les preguntaba el capitán de la policía a los chicos. Ellos, aunque quisieran responder no podían, ese nudo que sentían en la garganta solo les permitía llorar.

    —Es hora de hacer el levantamiento de los cuerpos. —El capitán intentaba apartar a la gente—. Hay que enviarlos a Roldanillo para que medicina legal se encargue de las autopsias. Así que por favor apártense para poder hacer nuestro trabajo —les decía el jefe de policía con el corazón en un puño ya que conocía a los chicos desde hacía varios años.

    En los ocho años que llevaba trabajando en aquel pueblito, no había visto tal atrocidad como la que estaba viendo en esos momentos. Aquello era una mala señal, algo turbio estaba sucediendo. Esos jóvenes eran buenos chicos, deportistas y estudiantes sobresalientes, así que lo sucedido no tenía otra explicación más que un ajuste de cuentas debido a los rumores de supuestos negocios ilícitos a los que pertenecían los padres de ambos chicos.

    Hacía ya varios años que se rumoreaba que los patriarcas de las dos familias tenían tratos con un conocido narcotraficante apodado El Conde de Texas. Pero no eran más que conjeturas sin fundamento, ya que no había pruebas de aquello. Lo que estaba pasando en ese momento podría haber sido orquestado por cualquier otra familia enemiga de El Conde que en su recorrido delictivo se había hecho una larga lista de enemigos.

    Había aparecido de la nada cinco años atrás y estaba arruinando los negocios de la competencia. Estaba robando a sus clientes, proveedores y finalmente haciéndose con el negocio. De esta forma se estaba apoderando, poco a poco, de todo el territorio en donde el negocio de la droga era próspero, motivo por el cual llevaba unos cuantos enemigos a la cola.

    Como era de suponerse, esto no gustaba para nada al resto de delincuentes que estaba haciendo a un lado. Sus estrategias eran muy elaboradas, hacía informaciones anónimas a la policía de los lugares donde casualmente se encontraban negociando los de la competencia. Así, la policía hacía el trabajo sucio y él se quedaba con el negocio. Sus enemigos estaban tratando de darle caza, matando a sus socios y sus familias, sin embargo, lo más misterioso de aquel hombre era que muy pocas personas tenían tratos personalmente con él. Muchos de sus socios no lo conocían, pues las negociaciones las realizaba su segundo al mando, un hombre llamado Oscar Casillas alias El Diablo. El Conde de Texas era difícil de cazar porque se cubría muy bien las espaldas y sabía esconder muy bien su verdadera identidad. Se decía que era un capo de la droga norteamericano, pero la verdad, es que la policía no lo sabía. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Su nombre? ¿Su aspecto? No sabían nada concreto sobre él, ni sobre su mano derecha, aunque era quien llevaba a cabo las negociaciones, también era un hombre muy escurridizo. Así que tenían al departamento de antidroga de cabeza.

    Una agente de la DEA, Katherine Hunter, pidió ser asignada a esa investigación. Tenía la clara sospecha de saber quién era en realidad aquel famoso narco tan escurridizo. Años atrás había trabajado en un caso en el estado de Texas, EE. UU. donde dieron captura a un conocido capo de la droga, George Holley alias El Texano, quien tras entrar en prisión dejó el negocio en manos de su más fiel escolta, conocido como El Colombiano. Este hombre pasó de ser un simple guardaespaldas, a ocupar el lugar de jefe. Logró con éxito sacar el negocio a flote con el mismo modus operandi que el misterioso Conde de Texas. Hunter y su equipo habían intentado atraparlo, pero se les escapó y casualmente ocurrió el mismo año en el que se registraron operaciones en Colombia del supuesto nuevo capo. Así pues, le habían seguido la pista hasta Centroamérica, en Honduras, en donde había logrado entrar portando documentos falsos. Lo lograron identificar por medio de las cámaras de seguridad del aeropuerto, pero rápidamente le perdieron la pista de nuevo.

    La agente Hunter estaba segura de que había continuado su viaje por tierra hasta llegar a su país de origen, también creía que se trataba del mismo hombre, que El Conde era quien años atrás se le había escapado. No informó a nadie sobre aquella sospecha que tenía. No podía hacerlo si quería seguir en el caso, ya que los motivos que la inspiraban para trabajar en él no eran profesionales, sino personales. Se había jurado encontrarlo y capturarlo costara lo que le costara. Tenía una obsesión enfermiza por lograrlo.

    Estaban subiendo los cuerpos a la camioneta de la policía, ya era de noche y los curiosos no paraban de llegar al lugar. Celeste, Robinson y Paula seguían allí, totalmente rotos de dolor.

    —¡Los llevaremos a sus casas! —les dijo un policía.

    En ese momento llegó Amanda, la madre de Paula, sin saber bien qué sucedía. Solo sabía que se había producido un tiroteo en la salida del coliseo y que habían algunos muertos. Por supuesto, el temor se apoderó de ella porque sabía que Paula se encontraba allí; pero respiró aliviada al llegar y verla al lado de sus amigos. Los padres de Robinson, Wilson y Martha; y los de Celeste, Fernando y Patricia, también se acercaron al lugar. Al igual que Amanda habían oído decir lo mismo y el miedo los invadió de solo pensar en que algo malo les hubiera podido suceder a sus hijos.

    Los abrazaron y dieron gracias a Dios de que estuvieran bien, pero los chicos solo podían llorar.

    —¡Los mataron! —afirmó Celeste con la mirada clavada en la camioneta donde se los llevaban.

    —¿A quiénes, cariño? —preguntó su madre.

    —A Robert y a Mauricio.

    —¡Oh por Dios! ¡Lo siento mucho, mi niña! Es terrible. ¿Pero qué ha sucedido? ¿Cómo es posible que haya pasado esto?

    —No lo sé, madre, solo vi a dos desconocidos marcharse en una moto.

    La camioneta se marchó, la gente empezó a irse del lugar y los vecinos de la casa del frente empezaron a limpiar la sangre que corría calle abajo enrojeciendo el agua hasta caer por el alcantarillado. Una imagen que marcaría a los chicos para siempre.

    Diez de la noche en la montaña, entre Balcanes y el Balsal, aproximadamente a cuarenta y un kilómetros de El Dovio.

    La noche se tornaba iluminada por la luna llena y el viento sacudía las ramas de los árboles, tan fuerte como en una tormenta. Era una montaña muy boscosa y de difícil acceso cerca de los límites con el Chocó. Entre aquellos árboles, un grupo de ocho hombres vestidos con ropa oscura, el rostro cubierto con pasamontañas y armados con fusiles M16, se preparaban para emboscar un campamento en el que se encontraban seis hombres encargados de elaborar la cocaína y cuidar la fábrica de droga que pertenecía a Ricardo Grajales y a su socio y gran amigo, Antonio Quintana. Hombres influyentes en el pueblo y de muy buena posición económica gracias a sus negocios ilegales, de los cuales muchos tenían conocimiento, pero que mejor optaban por la ley del silencio para seguir viviendo, aquello era un secreto a voces por todos lados. El hombre que dirigía la operación les hizo gestos a los demás para iniciar el ataque. Rodearon la zona sigilosamente y se dividieron en parejas para entrar en las cuatro tiendas de campaña que había. Casualmente, aquella noche los dos jefes de aquella fábrica de cocaína y el escolta de uno de ellos se encontraban presentes. Aunque de casual no tenía nada, ya que había sido un plan orquestado desde dentro y muy conveniente para quien armó aquella operación, que tenía como fin acabar con los socios, y de esta manera poder hacerse con el poder absoluto del territorio y la mercancía. ¡Se escuchan disparos!

    Han atacado las primeras tres tiendas asesinando a sangre fría a quienes se encontraban en ellas. Cayeron abatidos los seis trabajadores que estaban descansando. Los habían tomado por sorpresa y no tuvieron escapatoria.

    —¡Ya están todos muertos, Cirujano! —dice uno de los atacantes entrando en la última tienda donde se suponía que debían estar los jefes y el hombre encargado de la seguridad de estos.

    —¡Maldita sea! Ricardo y Antonio no están aquí. ¿Dónde se habrán metido? Tenemos que encontrarlos.

    No muy lejos de ahí, el escolta de Quintana, Carlos alias Gatillo, quien llevaba aquel sobrenombre porque era muy bueno con las armas de fuego, se encontraba vigilando la zona. Al escuchar los disparos inmediatamente avisó por radio a su jefe que se encontraba cazando tortolitas con su amigo. Se les había vuelto una costumbre cazar en las noches mientras estuvieran en la montaña, lo hacían a la vieja usanza, con caucheras y piedras.

    —¡Nos atacan! ¡Nos atacan! —avisaba a su jefe mientras corría montaña abajo hacia donde se encontraba, pero Antonio estaba entretenido y había dejado el walky-talky alejado de donde cazaba; así que no escuchó la voz de alerta.

    Cirujano y sus hombres empezaron a buscar por los alrededores, la orden era clara, ¡matarlos a todos!

    —Nos separaremos para cubrir más terreno, yo iré montaña abajo con Castro —su compañero— y ustedes vayan en diferentes direcciones —les ordenó Cirujano—, ya saben qué hacer. Nos vemos en el punto de partida.

    —¡Jefe! ¡jefe! —exclamaba Carlos.

    —¿Cuál es el escándalo, Gatillo? Nos vas a espantar los pájaros.

    —¡Nos vienen a matar! Les he avisado por radio y pensé que ya no estaban aquí.

    —¿Cómo que vienen a matarnos? ¿Y cómo carajos dieron con nuestra ubicación? Se supone que está bien protegida. ¿O será que alguno de los cocaleros nos vendió?

    —No lo creo, jefe, esos chicos son de mi entera confianza; pero esto es muy raro. Aunque por lo pronto hay que salir de aquí rápidamente.

    —¿Y qué esperamos? Tenemos que irnos de aquí inmediatamente —dijo Antonio.

    —Vienen cerca y debemos ser sigilosos. Yo los guiaré para salir de la montaña.

    Gatillo conocía muy bien la zona, ya que había pasado media vida en aquellas montañas trabajando como cocalero y era de una vereda aledaña llamada Lituania.

    —Tenemos que cruzar la montaña caminando porque no podemos regresar por los caballos en donde los dejamos —les advertía el chico—, ¡es peligroso!

    Se dispusieron a adentrarse en la montaña. Por suerte, eran hombres de campo y aquello no iba a ser un problema. Estaban acostumbrados a muchas situaciones inimaginables para cualquier ciudadano normal y corriente. La vida que llevaban suponía un riesgo constante.

    Mientras caminaban podían oír como sus verdugos se acercaban.

    —Hay que darse prisa, porque si nos encuentran antes de perdernos entre la selva, nos podemos dar por muertos —susurraba Gatillo.

    Comenzaron a correr y Cirujano escuchaba ramas rompiéndose mientras se acercaba más, sabía que estaban cerca.

    —Castro, están entrando en la espesa montaña. ¡Dispara! —Empezaron a disparar, aunque debido a la oscuridad no podían acertar. Aun así, siguieron haciéndolo al azar.

    Ellos continuaban corriendo, golpeándose entre las ramas y la maleza; ya todo daba igual, seguían o morían. Delante iba Gatillo, le seguía su jefe Antonio Quintana y por último Ricardo Grajales. Era una lucha por sobrevivir y la adrenalina se apoderó de ellos ayudándolos a salir de aquel apuro y con gran esfuerzo lograron alejarse sintiendo cómo los disparos de Cirujano y Castro los rozaban.

    —¡Maldita sea! Se nos escapan. Se han adentrado demasiado en la selva y sí seguimos nos perderemos, tendremos que volver al punto de encuentro con los demás y de ahí seguir buscándolos por carretera. Y más nos vale encontrarlos antes de que lleguen a El Dovio, porque si logran llegar vivos al pueblo ya no podremos hacer nada. ¡Vamos, Castro! No tendrán más opción que salir al camino en cualquier momento y ahí los estaremos esperando, si es que no se pierden en la montaña y mueren en ella.

    —Los hemos logrado despistar, jefe —decía el escolta—, seguro creen que nos iremos por carretera porque por el monte es peligroso y más aún en la noche. Es muy fácil perderse en esta montaña, pero lo que ignoran es que estas tierras las conozco de cabo a rabo hasta con los ojos cerrados y perdernos no es una opción.

    —Lo sé, Gatillo, por eso te contraté, por eso eres mi mejor hombre —decía Antonio mientras le daba una palmada en la espalda—. Ahora sí, muchacho, sácanos de aquí, ¿hacia dónde vamos ahora?

    —Nos quedan muchas horas de camino, empecemos de una vez a ver si con suerte llegamos al amanecer a la finca de un amigo. Él nos ayudará a llegar hasta el pueblo porque solos no lo lograremos, seguro nos estarán dando caza por toda la zona, así que tendremos que ser inteligentes y más listos que ellos.

    —Confío en ti chico, así que vamos adonde nos digas.

    Doce de la noche jueves 14 de noviembre de 2002. El Dovio.

    La luna llena se podía observar muy cerca desde la ventana de Celeste. Se notaba cómo salía de entre las montañas, iluminando aquella noche fría y trágica. La joven salió de darse un largo baño. Se había manchado con la sangre de Mauricio mientras había estado a su lado. Se puso de pie frente a la ventana envuelta en una toalla y apretó contra su pecho aquella ropa ensangrentada.

    —¿Es tan hermosa la luna, verdad? —Su madre estaba sentada en la cama mirándola con tristeza.

    —Sí, hija. Es preciosa.

    —Recuerdo una noche en la que Mauricio y yo contemplamos la luna llena desde la torre de la iglesia. Nos quedamos después de misa a ayudar a mi tío José a cerrarla. Era tan bueno, mamá, tan dulce y amable.

    —Lo sé hija, era un buen chico.

    —No entiendo por qué lo mataron, no se lo merecía. Seguramente todo es culpa de su padre por sus negocios sucios.

    —Hija, es mejor dejar ese tema a la policía y no mencionar nada sobre los negocios de ese señor.

    —Es mejor hacerse el ciego y el sordo, ¿verdad? —le preguntó a su madre.

    —No, hija, no es eso. Solo que no quiero que te metas en esos temas porque pueden llegar a ser peligrosos.

    —Lo son, mamá, sino mira cómo terminó Mauricio solo por ser su hijo.

    —Es mejor que descanses, hija, mañana será un día muy pesado. Me quedaré aquí contigo hasta que te duermas. —Tomó a la chica de la mano para que se pusiese el pijama y después la ayudó a meterse en la cama.

    Era una noche interminable para Celeste, solo pensaba en todos los momentos bonitos que vivió con Mauricio, su amigo, ya que nunca habían llegado a nada más que no fuera una linda amistad y en aquel momento no sabía si eso era bueno o malo. Era una chica de aquellas que quiere ayudar a todo el mundo, muy buena y sencilla a pesar de ser tan popular debido a su físico. No pasaba nunca desapercibida, era una excelente estudiante, y un ejemplo a seguir. Esa noche lloró tanto que no supo más de sí, y el sueño llegó en la madrugada mientras su madre a su lado la contemplaba.

    Seis de la mañana aproximadamente a treintaiún kilómetros de El Dovio, en la vereda de Lituania.

    Era una mañana fría. Llovía, la niebla cubría las montañas y el ambiente se volvía húmedo. Los tres hombres ya estaban cerca de la finca adonde se dirigían para pedir ayuda y regresar al pueblo donde estarían seguros. Llevaban toda la noche caminando por el monte en difíciles condiciones, subiendo y bajando montañas. Estaban agotados, heridos, con sed y hambre.

    —¡Hemos llegado, jefe! —exclamó Gatillo rompiendo el silencio.

    —¡Por fin, Carlos! Qué infierno el que hemos pasado, esperemos poder salir bien librados de esta y que por lo menos valga la pena la tortura de anoche.

    Desde la reja de la entrada vieron cómo un hombre envuelto en una ruana blanca salía a recibirlos, era un hombre mayor, de cara lánguida y piel morena.

    —¿Qué pasó, Carlitos? ¿Cómo? ¿Tú por aquí?

    —Señor Víctor, espero esté bien. Venimos a ver si nos puede prestar ayuda para poder llegar al pueblo. Estamos en aprietos.

    —Me lo imagino. Desde anoche han estado pasando camionetas por aquí en busca de tres hombres y viendo lo visto me imagino que se trata de ustedes. La noticia se regó como la pólvora, tanto movimiento por esta zona es inusual. Pero pasen y vemos qué se puede hacer, chico.

    —¡Muchas gracias, señor! Y espero que me disculpe por las molestias, aunque tengo que pedirle otro favor —le dijo Carlos mientras lo apartaba de los otros dos hombres—, es que no supimos qué sucedió con los hombres que estaban trabajando en el campamento. Así que cuando ya hayamos salido de aquí y estemos a salvo, por favor envíen a algún arriero que ya haya estado antes allí llevando víveres, y asegúrese de que averigüe qué sucedió con los demás.

    —No te preocupes, Carlitos, yo me encargaré de eso y de verdad espero que aquellos pobres hombres hayan tenido tanta suerte como ustedes.

    —Eso espero yo también, son buenas personas.

    Aquel buen hombre les dio de comer, de beber, les curó las heridas y les prestó ropa porque la que llevaban estaba destrozada y sucia después de haber caminado durante horas por la montaña.

    Diez de la mañana, El Dovio.

    Por las calles del pueblo se sentía la consternación de los habitantes. Nadie podía imaginarse que ese suceso solo era el principio de una larga guerra que se cobraría muchas vidas inocentes… y otras no tanto.

    Celeste se preparaba para salir de casa, quería saber dónde tenían a sus amigos. Según comentaban por las calles del pueblo, (allí se aplicaba ese refrán que dice: «pueblo chico, infierno grande») esa tarde llegarían con los cuerpos para ser velados. Cuando se disponía a salir escuchó cómo aparcaba una moto fuera de su casa, miró por la ventana de su habitación y vio que era la madre de Paula. Salió deprisa para abrir la puerta.

    —¡Buen día, señora Amanda! ¿Qué se le ofrece?

    —Hola, Celeste. ¿Será posible que pudieras venir conmigo al hospital? Es que Paula anoche se sintió mal y la dejaron ingresada en observación. Dice que quiere verte.

    —¡Claro que sí, señora! ¿Pero qué le pasó?

    —Eso es lo que quiero saber. Ella dice que se tomó «por equivocación» unos tranquilizantes que estaban en el botiquín; pero no sé qué pensar, ha estado muy mal por la muerte de Robert y temo que se trate de otra cosa. ¿Entiendes?

    —No lo creo, Paula nunca haría algo así, ni siquiera en un momento como este.

    El hospital estaba cerca, a unas cuatro calles de casa de Celeste. No tardaron mucho en llegar. Al entrar, Celeste se sentía observada, la gente murmuraba en voz baja. Ella siguió su camino hasta llegar a la habitación de Paula.

    —Te dejaré a solas con ella para que hablen cómodamente.

    —¡Gracias, señora!

    La puerta estaba abierta. Olía a alcohol, desinfectante, cloro, guantes de látex, medicamentos. Aquel olor característico e inconfundible de una mezcla de sustancias que da como resultado ese inconfundible olor a hospital. Paula estaba acostada en la cama con la mirada puesta en la ventana. Tenía un aspecto demacrado, con ojeras, pálida, los labios secos y blanquecinos.

    —¡Hola, Paula! Vaya facha que llevas hoy. —La chica hizo una mueca fingiendo una sonrisa.

    —Perdona mi aspecto, pero no he estado de ánimo.

    —Lo sé, todos estamos sufriendo, pero hay que continuar. Es lo que hubiera querido Robert para ti y lo sabes. Ahora dime, ¿qué pasó anoche?

    —No lo recuerdo muy bien, había llorado tanto que simplemente quería dormir y no pensar más; así que fui por los tranquilizantes de mi madre y tomé algunas pastillas. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté aquí.

    —¡Vaya por Dios! Pues sí que dormiste, sí. —Pasaron un rato en silencio—. Oye, Paula, ¿recuerdas aquella noche que fuimos a ver las estrellas desde lo alto de la Montañuela y hablamos de nuestros sueños? Robert dijo que su deseo era terminar el bachiller, estudiar una carrera como piloto de avión y casarse contigo. Que tú serías azafata y le acompañarías en todos sus viajes. —Las dos chicas sonrieron.

    —Sí, claro que lo recuerdo.

    —Pues quédate con esa imagen de él y honra su memoria siendo fuerte.

    —Es lo que más deseo, poder ser fuerte, pero cuesta muchísimo. —Celeste la abrazó y así estuvieron un buen rato.

    —¿Y tú como estas, amiga?

    —Intentando ser fuerte, aunque cueste. Los voy a extrañar mucho y aún nos queda lo más difícil, acompañarlos en su velorio y entierro. Esta noche los traen de vuelta para el pueblo, así que tenemos que estar preparadas. —A ambas se les escapaban las lágrimas—. Me pasaré por casa de Robinson a ver qué tal está hoy —dijo Celeste intentando recuperarse.

    —¡Vale! dale un beso de mi parte.

    —Claro. En la tarde me pasaré de nuevo por aquí para ver si te dan el alta.

    Celeste salió del hospital. Se dirigió a casa de su amigo que vivía a la vuelta de la esquina de su casa. Seguía lloviendo y el día estaba triste. No habría caminado demasiado cuando sintió acercarse un vehículo. La muchacha miró a un lado y vio un Toyota Land Cruiser 4x4 negro. Un coche que llamaba mucho la atención. Conducía un chico que ya había visto antes por el pueblo y en sitios que ella acostumbraba a frecuentar, pero no sabía quién era.

    Era pelirrojo, blanco, ojos marrones, entre veinte y veinticinco años, con muy buena presencia.

    —¡Hola, Celeste!

    —¡Hola! —respondió sorprendida—, perdona. ¿Te conozco?

    —No, pero eso puede cambiar ahora mismo, me llamo Jonathan Casillas. Mis amigos me dicen Cirujano (lo llamaban así, porque de niño soñaba con ser un gran médico cirujano. Pero el destino cambió por completo el rumbo de su futuro) y soy el escolta de un hombre muy conocido en el pueblo, se llama Diego Echavarría. ¿Sabes quién es?

    —Sí, aquí todos lo conocen; pero yo nunca he tratado con él, aunque es el padrino de mi mejor amigo.

    —Sí, de Robinson.

    —Exactamente, de él. ¿Lo conoces?

    —Sí, lo he visto varias veces cuando ha visitado a mi jefe. Si quieres te puedo llevar a donde tengas que ir.

    —¡No, muchas gracias! Prefiero caminar, pero eres muy amable. —La chica siguió su camino y el joven la seguía a la par en la camioneta.

    —¿Te da miedo que te lleve porque no me conoces?

    —Puede que sea uno de los motivos, pero la verdad es que quiero estar sola. Sin ánimo de ofenderte claro.

    —Para nada linda, lo entiendo. De todos modos, ha sido un placer conocerte y ya nos veremos.

    —Seguro que sí, si trabajas en el pueblo fijo nos cruzáremos alguna vez.

    —Eso no lo dudes. —El chico sonrío y aceleró la camioneta.

    En unos pocos minutos la chica llegó a casa de Robinson, la puerta estaba abierta como de costumbre, en el pueblo nadie la cerraba a no ser que salieran de viaje o cayera la noche. Se disponía a tocar la puerta cuando vio que su amigo venía por el pasillo para recibirla.

    —¡Hola, Celeste! Qué bueno que hayas venido, pensaba ir ahora mismo a buscarte. Ya me enteré de lo que sucedió con Paula. ¿Cómo se encuentra?

    —Está bien dentro de lo que cabe. ¿Y tú cómo estás?

    —¡Ahí voy! La verdad sigo asustado y muy triste, pero qué más puedo hacer. Y en cuanto a Paula ¿es verdad que intentó suicidarse?

    —Pero ¿quién te ha dicho eso?

    —Lo comentan por el pueblo, ya sabes cómo son aquí y el rumor ya está en todos lados.

    —¡Qué tonterías dice la gente! ¡Eso es mentira!

    —Me alegro de que así sea porque eso sería terrible; y cambiando de tema me ha dicho mi padre que en cuanto traigan a Mauricio y a Robert los van a velar en casa de mi padrino, él es muy amigo del señor Antonio y el señor Ricardo; así que ofreció su casa.

    —¡Ah, vale! Qué casualidad, hace un momento conocí al escolta de tu padrino. Se me acercó y se presentó.

    —¡Ah sí! Se llama Jonathan, pero es algo más que un escolta. Mi padrino lo acogió desde que era un niño.

    —¿En serio? ¿Y su familia?

    —La verdad no sé bien qué pasó. He oído que tenía un hermano que de un momento a otro desapareció, entonces mi padrino lo acogió, le dio estudios y ahora lo quiere tanto o más que a su propio hijo.

    —¡Ah! ¿Tu padrino tiene hijos?

    —Sí, tiene uno, pero hace muchos años que se lo llevó del pueblo, desde que mi madrina murió. Yo lo he visto solo un par de veces cuando hemos viajado a la capital.

    —Pues no lo sabía. Bueno, lo de tu madrina sí porque me lo has contado alguna vez, pero no tenía ni idea de que el señor Diego tuviera un hijo. Me gusta mucho la forma de ser de tu padrino y lo que hizo por ese chico es un gesto muy noble.

    —Sí, él es una gran persona, incluso está misma mañana me llamó para preguntarme cómo estaba, y también quería saber si había visto algo o a alguien. Vamos, algún detalle que ayude a la investigación. Yo le conté lo que vi, a dos desconocidos en una moto. Nada más.

    —Sí, fue lo mismo que vi yo, así que de poco servirá lo que vimos. En fin, luego tengo que volver al hospital. ¿Vas a venir conmigo a ver a Paula está tarde? ¿O ya nos vemos esta noche en casa del señor Diego?

    —Paso por ti esta tarde.

    —¡De acuerdo!

    Celeste se fue a su casa, debía prepararse y avisar a sus padres de que pasaría la noche fuera, en el velorio de los chicos.

    Ya serían las cinco de la tarde cuando llegó Robinson en medio de la lluvia insistente de aquel día, a decirle que ya habían llegado con los cuerpos de los jóvenes. Una vez más era hora de revivir el dolor.

    —No hace falta que vayamos al hospital, Paula ya está en casa de mi padrino. Su madre la llevo hace un rato y dice que está muy mal —afirmó Robinson.

    —¡Pobre Paula! Entonces vamos directamente para allá —respondió Celeste con la voz entrecortada.

    La idea de ver a sus amigos en un ataúd le angustiaba, quería salir corriendo y perderse para no tener que pasar por ese trago tan amargo, tener que decir adiós para siempre a alguien que se quiere. Sabía que al dolor y al temor había que enfrentarlos porque nada se solucionaba huyendo de ellos, así que tomó una bocanada de aire y subió a la moto de su amigo.

    La suave brisa rozaba su rostro y unas minúsculas gotas de agua se posaban en él, hacía frío y la lluvia parecía estar cesando. Quería que el tiempo transcurriera muy lentamente y retrasar todo lo posible el momento en que tuviera que entrar en aquella casa y ver con sus propios ojos que todo era real. Mauricio estaba muerto. No había sido una pesadilla, las lágrimas se adueñaron de sus grandes ojos color turquesa. Iba abrazada de la cintura de Robinson y posaba la cabeza en su espalda mientras lloraba.

    2

    Un amor tormentoso

    Cuando un amor pasa a ser obsesivo, la sed de poseerlo se vuelve insaciable, hasta el punto de perder la cordura y pensar que todo lo que se hace es por amor. Incluso llegando a justificar con ese amor el daño causado.

    Celeste nunca había estado en aquella casa. Solo veía la gran verja de la entrada, que por lo general estaba cerrada cada vez que pasaba por allí. Estaba ubicada en una de las salidas del pueblo a orillas de la vía El Dovio-Roldanillo. Era una casa grande y lujosa, o por lo menos eso era lo que se podía apreciar desde afuera.

    Diego Echavarría, el dueño de aquella hermosa casa, era una figura muy importante en el pueblo, reconocido por su ayuda humanitaria en la localidad y benefactor de muchos proyectos ejecutados por la Alcaldía Municipal del pueblo. También era un hombre muy atractivo y bien conservado que no llegaba a los cuarenta años. Algunas canas brillaban entre su oscura cabellera y esto lo hacía más interesante.

    Poseía varias propiedades en el pueblo, entre las cuales se encontraba aquella casa de dos plantas, rodeada de césped y unos cuantos árboles centenarios. En la entraba había una gran verja negra que al abrirse dejaba apreciar un camino hecho de gravilla color blanco que terminaba en la casa. En el recibidor había unos sillones de fibra sintética color marrón y una mesilla, unos cuantos helechos que desprendían colgados desde el tejado y una colorida hamaca. A los lados del camino sobre el césped, solían aparcar los vehículos.

    Al paso que iban entrando, Celeste miraba curiosamente la propiedad que era preciosa. Después de pasar el porche, había una puerta doble de madera que estaba completamente abierta, en su interior un enorme salón con una decoración exquisita y moderna. En ese momento Celeste no se fijó en aquella superficialidad, lo único que veía desde la entrada eran dos ataúdes en medio de aquel maravilloso salón, lo cual le restaba belleza. Sintió que el dolor estaba tan vivo en su interior que la quemaba, eran como mil cuchillos atravesando su corazón, llegando hasta la garganta y ahogándola en sus propias lágrimas.

    Se acercó para verlos y así convencerse de una vez por todas de que los había perdido para siempre, que ya no volvería a ver a Robert de la mano de su amiga riéndose de las tontas conversaciones que a veces sostenían, ni a Mauricio mirándola con ojos de enamorado y sonriendo cada que la veía llegar al colegio. Ya no lo vería más jugando los partidos de fútbol que tanto le gustaban, ni en la biblioteca leyendo libros que solo ojeaba para estar cerca de ella. Al mirarlos la sensación fue horrorosa. Su piel inerte y sin color los hacía ver diferentes, la vida se les había escapado demasiado pronto y ya no estaban, se habían ido. En ese momento iba bajando del segundo piso el dueño de aquella increíble y lujosa propiedad. El señor Diego Echavarría que hacía acto de presencia para saludar a las personas que se encontraban en su casa acompañando a los chicos en su velorio. Al llegar a los últimos escalones vio a una chica de perfil en medio de los féretros. Se le hizo familiar así que se acercó a saludarla.

    —¡Buena tarde, señorita! —Celeste volvió su rostro y lo miró respondiendo al saludo.

    Diego se quedó perplejo, asombrado y muy nervioso. No lo podía creer, era idéntica a ella. Una copia totalmente perfecta de la mujer que lo había sido todo para él, su primer, único y verdadero amor. Los recuerdos le llegaban instantáneamente y un sentimiento de profunda tristeza lo invadió por completo. Aquella historia no había terminado bien.

    —¿Ana?

    —¡No, señor! Se equivoca, soy Celeste Paz Courel —la chica se presentó.

    —¡Perdona! Te he confundido —respondió Diego sin apartar la mirada de ella.

    —¡Tranquilo! No pasa nada, señor. —La mirada de aquella chica lo tenía impactado, su rostro, su cabello… toda ella era perfecta.

    —¡Pero qué bonito nombre tienes! —dijo cuando por fin pudo hablar—. Yo soy Diego Echavarría. —Se dieron la mano para presentarse formalmente.

    El hombre se estremeció al sentir su delicada mano entre la suya. Una mezcla de alegría y tristeza lo invadía.

    —Es un gusto conocerlo, señor, lástima que sea en estas circunstancias.

    —El placer es todo mío, Celeste, no te imaginas cuánto. —Ella lo miraba con asombro por sus palabras.

    —Disculpa si te incomodó lo que dije. Es que verte me trajo muchos recuerdos de alguien de mi pasado y por un momento pensé que eras ella. ¡Lo siento!

    —No se preocupe, lo entiendo. —Él no deseaba dejar de mirarla.

    Al otro lado del salón se encontraban Stella y Gloria, las madres de los jóvenes asesinados. Estaban totalmente aturdidas de dolor y sin poder dar crédito a lo que había sucedido.

    El tiempo pasaba, cada vez llegaban más personas y otras se iban. Celeste y sus dos amigos seguían allí junto a Stella y Gloria dándoles apoyo. Aunque algo muy extraño parecía estar sucediendo, los padres de los chicos no aparecían por ningún lado. Se esperaba que llegaran aquella tarde de donde quisiera que estuviesen, pero ya era de madrugada y no habían llegado. Tampoco había manera de avisarles, ya que no existía telefonía móvil en aquella zona, solo quedaba esperar a que llegasen antes del entierro de sus hijos, que se llevaría a cabo la tarde de aquel mismo día.

    Dos de la mañana, viernes 15 de noviembre, vereda Lituania.

    El señor Víctor había estado durante el día vigilando e investigando en la zona, si los verdugos de sus protegidos aún seguían por el lugar. Había oído decir a los demás campesinos que aquel grupo de hombres estaban registrando ilegalmente todos los vehículos que pasaban por allí en dirección al pueblo, así que la mejor opción que encontró aquel buen hombre para ayudar a huir a sus amigos era la de salir aquella madrugada por el monte hasta pasar el control de registro que estaban haciendo aquellos sujetos por la carretera.

    Decidieron emprender la travesía por la montaña, caminar durante horas, hasta llegar a un lugar en donde los esperaría una camioneta en la que se encaminarían a su último destino, El Dovio. Lograron pasar desapercibidos en medio de la oscuridad caminando entre los árboles y la maleza de aquella montaña.

    Era cerca del mediodía cuando llegaron a una cabaña que, a lo lejos, parecía abandonada. Al acercarse se percataron de que había un hombre subiendo bultos a una camioneta. Se trataba de quien los ayudaría a llegar a su última parada en aquella lucha por sobrevivir.

    —¡Hemos llegado! —exclama el anciano con tono de cansancio y alivio a la vez—. Hasta aquí los acompaño, señores, quedan en manos de mi hijo Mario, él se encargará de llevarlos hasta el pueblo. Espero que tengan suerte. Según me han dicho no hay más registros a partir de este punto, pero es mejor estar prevenidos. Yo les aconsejo que vayan escondidos en la parte de atrás con la carga de bultos de maíz.

    —¡Está bien! Seguiremos su consejo tan sabio y también quiero darle las gracias, señor, le debemos la vida.

    —De nada, Carlitos, para eso estamos los amigos. Me saludas a tus abuelos cuando los veas.

    —¡Claro que sí! Estarán encantados de saber de usted y mucho más cuando se enteren que me ha salvado de un buen problema. —Se dan una palmada en la espalda mutuamente y se despiden.

    Ricardo y Antonio también se despidieron agradecidos por toda la ayuda prestada.

    —Créame, señor Víctor, que toda su ayuda será bien recompensada —asegura Antonio Quintana.

    —No se preocupen por mí, caballeros, mejor pongan toda su atención en salir con bien hasta el pueblo, que aún les queda un par de horas de camino y mi hijo se está arriesgando mucho.

    —Lo sabemos señor, por eso le estamos doblemente agradecidos. —Sin más palabras Víctor se retiró y los tres hombres subieron en la parte trasera de la camioneta. Una Toyota hilux de color rojo que destinaban para transportar cargamentos de verduras, legumbres o animales. Se escondieron detrás de los bultos de maíz y se fueron platicando sobre todo lo sucedido tratando de encontrar al culpable, ya que era obvio que alguien los había traicionado. Sus verdugos sabían la localización exacta y el día en que los dos socios estarían allí, era imposible que fuese una casualidad. De lo que sí estaban seguros era de que no se trataba de la policía, ya que ese tema El Conde de Texas lo tenía controlado.

    En aquel momento solo deseaban llegar a El Dovio y reunirse con su tercer socio. Un hombre del pueblo muy poderoso del cual nadie sospecharía que estuviese metido en aquellos negocios sucios. Se trataba de Diego Echavarría, conocido en la organización como El Fantasma porque era como si no existiese dentro del negocio. El Conde de Texas lo tenía como comodín. El pueblo lo respetaba y estimaba. Siempre hacía lo posible para que los habitantes estuvieran bien, destinando cuantiosas donaciones a los colegios, al asilo de ancianos, al único hospital que existía en El Dovio, y cuando alguien requería de su ayuda siempre trataba de socorrerle; pero todo aquello era solo una fachada para desviar la atención y no levantar sospechas de sus actos delictivos.

    Por otro lado, el famoso Conde de Texas, el gran jefe de la organización era quien se encargaba por medio de El Diablo, su fiel servidor y ejecutor de los trabajos

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