Mi maestro: Un hijo con capacidades diferentes
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Como Tomás, el más audaz y como tantos niños, niñas, jóvenes, adultos, que sin duda, vienen con sus propios desafíos humanos, pero que también llegan para levantar huracanes que lo desordenen todo, sacándonos de nuestras zonas cuidadas de confort, nuestros desfiladeros y quebradas, que llegan a transformar nuestras comunidades con el lenguaje mágico y misterioso de los afectos, la emocionalidad, la sensibilidad, la no razón, el retorno al corazón; que llegan para abrir puertas y ventanas por las que entre la vida a pata pelada, chascona, olorosa, peligrosa; que llegan para hacer explotar nuevos big bangs en nuestras mentes y, así, podamos parir mundos amorosos...
¡Con qué coraje, Mario de Chile, gozador a ultranza, te expones y afirmas ante todos tu naturaleza!
“Me atrevo a que todos ustedes me vean tal cual soy. No me oculto”.
Recorrí este libro, transitando nuevamente mi propio viaje por el misterio y el milagro que ha traído y significado Tomás para mí. Mario papá, me tomó de la mano, para volver a dar las gracias por el regalo que es y ha sido, recibir a uno de los muchos extranjeros que vienen de la nación de los guerreros de la luz. Pocos tenemos el honor de albergarlos en nuestro regazo, trémulos de emoción ante el vendaval de sabiduría que traen entre las manos.
Malucha Pinto
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Mi maestro - Mario Livingstone
PRÓLOGO
En un gran bosque mecido por el viento, vive una población olorosa de árboles.
Todos respiran el mismo aire, se encuentran, se separan.
Todos nacen, todos mueren.
Sin embargo cada uno es diferente al otro, tan diferente que asombra.
Si faltara uno solo, otro sería el bosque, otra la vida.
A ningún árbol se le ocurriría decir que su hermano es discapacitado, feo, negro, homosexual o judío. A ningún árbol se le ocurriría decir que su hermano es palestino, que está enfermo de SIDA, que tiene un nudo más o uno menos o que su vida va ser corta. Simplemente son árboles.
Y si faltara uno sólo, no existiría el milagro que se llama bosque mecido por el viento.
MARIO
Un gesto poético para la humanidad.
Como Tomás, el más audaz y como tantos niños, niñas, jóvenes, adultos, que, sin duda, vienen con sus propios desafíos humanos, pero que, también, llegan para levantar huracanes que lo desordenen todo sacándonos de nuestras zonas cuidadas de confort, nuestros desfiladeros y quebradas,
que llegan a transformar nuestras comunidades con el lenguaje mágico y misterioso de los afectos, la emocionalidad, la sensibilidad, la no-razón, el retorno al corazón,
que llegan para abrir puertas y ventanas por las que entre la vida a pata pelada, chascona, olorosa, peligrosa,
que llegan para hacer explotar nuevos big bangs en nuestras mentes y, así, podamos parir mundos amorosos…
¡Con qué coraje, Mario de Chile, gozador a ultranza, te expones y afirmas ante todos tu naturaleza!
Me atrevo a que todos Uds. me vean tal cual soy. No me oculto.
En medio de la gente eres una bomba de tiempo que echa por tierra nuestros afanes, nuestra compuesta alegría. Echas por tierra nuestros peinados inmaculados, nuestro paso uniformado, nuestro miedo a ser, sentir, errar. Pones en evidencia nuestra desesperación por ocultar nuestras diferencias. En medio de todos eres un espejo feroz de nuestra precariedad escondida. Aquí estás para recordarnos que no somos dioses, para recordarnos y mostrarnos, en un acto dignidad nunca vista, tu humanidad sin afeites, sin disfraces.
Marito
, cómo te dice tu papá, eres todo valentía, un héroe de la batalla más dura, la batalla del guerrero por ser él mismo.
Nosotros, los comunes y corrientes, pasamos la vida entera en ese empeño. La mayor parte, morimos en el intento sin siquiera saber que nuestro espíritu daba esa batalla del espíritu.
Recorrí este libro, transitando, nuevamente, mi propio viaje por el misterio y el milagro que ha traído y significado Tomás para mí. Mario papá, me tomó de la mano, para volver a dar las gracias por el regalo que es y ha sido, recibir a uno de los muchos extranjeros que vienen de la nación de los guerreros de la luz. Pocos tenemos el honor de albergarlos en nuestro regazo, trémulos de emoción ante el vendaval de sabiduría que traen entre las manos.
Gracias Mario por cada una de las hojas de este texto y por el esfuerzo, muy de sociólogo, de comprender y transformar en lenguaje la experiencia. ¡Ejercicio fundamental!…Y por supuesto, gracias Marito
, por tu chinez, por vivir en el presente, aquí y ahora, por la práctica natural del desapego, por tu humildad, por tu risa magnífica con la boca toda y por tu SÍNDROME DE UP.
Malucha Pinto
Introducción
Tengo la gran fortuna de tener un maestro viviendo conmigo. Es Mario, el primero de nuestros cinco hijos, hoy de cuarenta y cinco años, con síndrome de Down, que para todos los efectos debiera ser síndrome de Up
.
Lo llamo maestro
no porque esté activamente preocupado de enseñarme, sino porque es una persona de quien diariamente aprendo lo más difícil de cualquier existencia: vivir con mayor paz.
Lo anterior no significa, para nada, haberlo logrado; pero sí haber despertado a la tremenda oportunidad de convivir, dentro de mi familia, con alguien diferente y superior a mí en muchos aspectos.
Él me sorprende día a día con su simpleza, honestidad, alegría, capacidad para relacionarse y superarse; con sus bromas y una memoria afectiva impresionante con una capacidad enorme de sacar lo mejor de quienes lo rodeamos.
Mi vida con él ha sido un constante aprendizaje, muchas veces doloroso, a veces desesperanzador; su existencia siempre me ha interpelado y obligado a enfrentar situaciones nuevas, imprevistas. Ha sacado lo mejor y lo peor de mí, me ha ayudado a superar algunas de mis debilidades; me hace vivir intensamente.
Hace algún tiempo, empecé a escribir acerca de cómo él me había remecido, a recordar situaciones, emociones, vivencias. Fue un trabajo personal y para ordenar ideas. A poco andar leí acerca de una pareja de jóvenes italianos, un matrimonio; ella, embarazada de mellizos, uno de los cuales tenía síndrome de Down, había decidido abortar al niño diferente. En esa ocasión escribí una carta al diario expresando mi opinión sobre su decisión. Me di cuenta de que era insuficiente para remover la conciencia de muchos y esa impotencia me empujó a dar a conocer mis vivencias, como padre de un niño Down, y para padres, familiares y amigos con hijos con habilidades diferentes. Me di cuenta de que podía ser útil a personas con discapacidades de diferentes tipos; es decir, a todos los seres humanos.
Así fue como me convencí de que mi maestro estaría feliz si compartía con otros mi proceso de aprendizaje y no solo con la familia y amigos cercanos que han sido y son grandes compañeros de ruta. Mario, mi hijo mayor, ha sido mi maestro y espero estar siendo un buen aprendiz. Aquí, en este libro, comparto algunas de mis vivencias, doy cuenta de las muchas preguntas que me he formulado y de las respuestas tentativas a las que he ido llegando.
He estructurado este relato comenzando por nuestros primeros años con él: la alegría y angustia de su nacimiento; el miedo y la ansiedad frente a lo desconocido que era en aquella época (1972) criar un niño Down; la ignorancia y el aprendizaje de enfrentar este camino; la incertidumbre y la pasión por lo que nos esperaba y también el temor por su futuro cuando no estemos.
En una segunda parte he ido incorporando diferentes interrogantes que la existencia de Marito me han ido despertando y las respuestas que me he ido dando.
Al observarlo, en su convivencia con nosotros y con otros, me he dado cuenta de que él no solo es diferente porque tiene una trisomía veintiuno, sus rasgos más achinados, la nariz más chata y ancha o porque tiene una línea que cruza su mano horizontalmente; sino por la forma en que vive el amor, la sinceridad, la autenticidad, el miedo, la culpa, el aquí y ahora, sus memorias, el respeto, la rabia, la envidia, la pasión, la rutina, la confianza. Eso es lo que lo hace diferente y me ha permitido ir, paso a paso, aprendiendo.
A19A18A17NACE EL PRIMOGÉNITO
Nos habíamos casado un año antes de su nacimiento. Cecilia, de diecinueve años, estudiante de Educación de Párvulos en la Universidad de Chile; yo, de veinticuatro, titulado de sociólogo, trabajando en Ceplan (Centro de Estudios de Planificación Nacional) en la Universidad Católica como docente e investigador.
Nos casamos después de tres años de pololeo, al más casto y puro estilo de aquellos tiempos. Quería salir luego de mi casa, ser independiente y tener mi vida. Teníamos la tremenda ilusión de formar familia, de tener hijos sanos e inteligentes, de construir un núcleo afectivo de convivencia en el amor.
Cecilia es la segunda de siete hermanos (entre los que hay cinco mujeres); es educadora de párvulos y consultora. Viene de una familia tradicional chilena de clase alta; padre agricultor, madre dueña de casa, que no les gustaba para nada que su hija pololeara con un sociólogo y, además, futbolista.
Soy el mayor de cinco hermanos, de padres separados. Futbolista, sociólogo y ejecutivo de empresas. Mi madre, dueña de casa, de una familia tradicional, trabajó llevando niños al colegio, tuvo una pareja estable luego de su separación y emigró a Estados Unidos hace cuarenta años. Mi padre, hombre de clase media, ignaciano, químico, trabajador esforzado, vuelto a casar, católico, dirigente deportivo y muy querido en su ambiente.
Mario nació en marzo, producto de nuestro encuentro amoroso en un mes de julio de 1971, recién aprendiendo a experimentar sensaciones, placeres, sintonías y gozos a pesar de los mutuos pudores. Queríamos vivir un tiempo, solos, sin hijos. Estábamos en plena juventud, con toda la fuerza de una vida por delante, bailábamos, caminábamos, íbamos a casa de amigos; teníamos una vida normal y llena de ilusiones.
Cecilia a los dos meses de casados dejó sus anticonceptivos y de inmediato quedamos esperando a nuestro primer hijo. El embarazo fue fantástico, Cecilia se cuidó muchísimo, engordó lo justo y necesario, se sentía alegre, con energía. Por mi parte, estaba lleno de fuerza, de ilusión, de sueños con el hijo que estaba por venir.
Ella estaba terminando sus estudios en la Universidad de Chile. Iba a dejarla diariamente en mi citroneta antes de ir a trabajar en Ceplan o a entrenar al estadio Independencia como futbolista profesional de la UC.
El día del parto Cecilia estaba en nuestra casa nueva de ladrillo y paneles, de setenta metros cuadrados, situada en el barrio alto, en la periferia de Santiago, hacia la cordillera, comprada con los ahorros que tendríamos en el futuro y lista para ser habitada cuando regresamos de nuestra luna de miel, justo un año antes. El patio de tierra ya era un jardín, la pieza del futuro hijo tenía su cuna. Poco a poco habíamos ido adornándola, al principio con muebles de palos quemados
, regalos de matrimonio, típico en aquella época; ahora con adornos, flores, cortinas, alfombras. Era nuestro nido preparado para la llegada de nuestro primogénito.
El día de su nacimiento, almorcé en casa; mi madre estaba de visita, le había pedido que acompañara a Cecilia porque la guagua estaba por llegar. Almorzamos, era un lindo día de sol. Volví a la oficina; pedí a mi madre que se quedara. Cecilia quizás quiso estar sola y se desembarazó de ella rápidamente.
Cerca de las cuatro de la tarde, recibí su llamada; con voz angustiada me pedía que fuera a buscarla. Dejé todo botado, con un me voy a la clínica
salí corriendo, agarré mi fiel citrola y aceleré por las calles de Santiago
