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El martillo de Pillán
El martillo de Pillán
El martillo de Pillán
Libro electrónico286 páginas4 horas

El martillo de Pillán

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Antes de la llegada de los huincas, hubo un guerrero mapuche llamado Lientaro que luchaba con el objeto de alcanzar una muerte heroica. Ahora bien, su motivación distaba del arrogante deseo de trascendencia de un Aquiles; lo que Lientaro quería era acceder al cielo de los héroes, pero solo porque creía que allí lo esperaba su esposa muerta.

Sin embargo, rara vez nuestros deseos coinciden con nuestro destino, y la vida de este joven héroe se prolongará lo suficiente para que deba adentrarse en una aventura que lo llevará a luchar contra ogros, monstruos acuáticos y gigantescos reptiles que pululan en lo hondo de la tierra (todas ellas criaturas de la mitología mapuche), con el fin de obtener el martillo del dios Pillán e intentar salvar, con esa mágica arma, a su querida nación del terrible ataque de una antigua divinidad y sus esbirros.

Así, el entusiasmo que se vive durante la lectura de esta obra no solo obedece a los conflictos profundamente humanos que, fantástica o no, toda literatura de calidad desarrolla; lo fundamental es que este libro nos muestra que la fantasía épica no necesariamente debe evocar mitologías foráneas, pues el folclor de nuestros pueblos originarios constituye un material más que sobrado para poder fabular epopeyas tan creativas y –sobre todo– tan conmovedoras como la presente.



Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 abr 2016
ISBN9789563380828
El martillo de Pillán

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    El martillo de Pillán - Martín Muñoz Kaiser

    Capítulo 1

    Lientaro observó a su objetivo que destacaba de entre los demás Incas por su estatura; lo superaba a él por casi cuarenta centímetros. Su cimera, ricamente trabajada en forma de Cóndor, mostraba su rango y su abolengo. Se acercó encorvado y tambaleante, como cualquiera que se arrima a la ponchera por enésima vez durante una larga celebración. Sus órdenes eran claras: matar al príncipe Cóndor, general Inca a cargo de la invasión de los territorios del sur del imperio, para detener el avance de los extranjeros en territorio picunche.

    Se irguió de repente estando a un par de pasos de su objetivo, el cual abrazaba a una doncella, hija de un apo local, que había sido entregada como presente al gran general.

    Los picunches siempre fueron cobardes; recibían a cualquier invasor con los brazos abiertos, por esto el mejor lugar para detener a los incas era aquí, antes de que alcanzaran el Itata.

    Lientaro se quitó la capucha y dio un empujón al gigante.

    —Esa muchacha es mía —dijo, arrastrando la lengua y tambaleándose medio torpe.

    —¡No veo tu nombre en ella! —exclamó Cóndor, mientras se incorporaba con semblante amenazador.

    —¡Que los dioses lo decidan! —gritó Lientaro, mirándolo con ojos de borracho y la lengua pastosa, mientras soltaba un eructo.

    El silencio que se apoderó de la fiesta luego se tornó en murmullos. Todos se preguntaban quién era aquel extraño, incluso la hermosa joven que era la supuesta causa de la disputa. Sin embargo, tanto los hombres de Cóndor que lo consideraban invencible en combate, como los locales, se entusiasmaron por el duelo.

    Las apuestas corrieron rápidamente; una muchedumbre se había ordenado en un círculo alrededor de los contrincantes cotilleando en voz baja.

    De entre la multitud, apareció la gran hacha de Cóndor, un arma tan enorme como letal. El mango medía casi dos metros, poseía una media luna de sílex afilada en la punta de unos sesenta centímetros de diámetro.

    Lientaro no se inmutó ante la sonrisa de Cóndor, quien blandió su hacha en un movimiento circular ascendente, confiando plenamente en que sus habilidades y la borrachera de su enemigo le darían una rápida victoria.

    Lientaro esquivó el golpe, rodando hacia un lado y sacando su puñal de pedernal, mientras el arma descendía ahora velozmente sobre su cabeza. El filo se enterró hasta la mitad en la arena; los espectadores exclamaron su asombro gritando animados por el combate y por el mosto que había fluido libremente durante toda la noche.

    Cóndor miró a Lientaro con furia y asombro, había comprendido que el hombre no estaba tan borracho como le había hecho creer. Soltando un grito, levantó el hacha y la paseó a la altura de sus rodillas en un movimiento circular paralelo al piso, que Lientaro esquivó dando un salto atrás; esta vez él se abalanzó sobre Cóndor. Su hombro izquierdo se enterró en la cadera del gigante, mientras que con sus manos tiró de sus piernas, hundiendo el puñal en la parte posterior de la rodilla derecha. Cóndor sostuvo su arma con la intención de hundir la puntiaguda cacha en la espalda descubierta de Lientaro, sin embargo, este detuvo el golpe con la mano izquierda y cortó la axila derecha de su enorme atacante y saltó a un lado para retar a viva voz al gigante caído.

    —¡Ponte de pie, Inca! Lucha como soldado, ¿o eres un maldito cobarde?

    La muchedumbre gritaba excitada, los hombres de Cóndor se miraban entre sí sin saber qué hacer.

    Con un grito ensordecedor, Cóndor se puso en pie apoyándose en la pierna sana, mientras usaba su arma para sostenerse. Estaba pálido por la pérdida de sangre, sudaba frío y su vista se nublaba.

    En un último esfuerzo, levantó nuevamente su hacha para descargar un potente golpe sobre Lientaro, quien se movió rápidamente hacia adelante, esquivándolo, para luego cortar la axila izquierda y patear la rodilla sana de Cóndor, el que soltó el arma y se derrumbó con un gemido de dolor. Lientaro sostuvo la cabeza de Cóndor por detrás y, ante la estupefacta mirada de los ahora silenciosos espectadores, cortó parsimoniosamente la garganta del gran general que se desangró al instante. La multitud aulló; los pocos que apostaron por el desconocido ganaron una gran cantidad. Los hombres de Cóndor se precipitaron rabiosos al centro del círculo para levantar el cuerpo de su líder y príncipe, y matar al desconocido. La mujer que generó la disputa fue arrestada rápidamente, sin embargo, el misterioso novio local no apareció para rescatarla.

    Lientaro se había refugiado en el bosque cercano a la playa, esperando que se organizaran cuadrillas en su búsqueda. El campamento Inca era un caos.

    En la mañana, con cuarenta y un hombres menos, la avanzadilla de Inca de conquista, marchaba al norte derrotada por un solo hombre.

    Capítulo 2

    El ave, especialmente amaestrada para llevar mensajes, volvía después de entregar el informe de la muerte de Cóndor; una lana blanca atada a su pata indicaba el éxito de la misión.

    Lientaro estaba bajo una de las numerosas cascadas que se forman en el río Itata en su camino al mar. El frío del agua del deshielo que baja de la cordillera le hacía olvidar, quería olvidar, ese era su objetivo, la razón por la cual se había autoexiliado y convertido en un guardián de la frontera, en un sicario de la nación mapuche.

    Pichimanque, el pequeño tiuque mensajero, se posó en una de las ramas de mañío que bordeaban la oculta cascada, dejando ver en su pata una lana teñida de negro que le informaba que algo ocurría, una emergencia. Los nudos en la lana hechos a una distancia calculada unos de otros no dejaban lugar a dudas: estaba siendo llamado con urgencia, sin indicios de la razón.

    Cualquier ataque desde el norte sería informado por sus agentes en la frontera, además, los picunches al rendirse fácilmente le darían tiempo para notar cualquier actividad anómala al norte del Itata. La amenaza, por tanto, no venía desde el norte, y desde el sur era bastante improbable, pues las pocas tribus poderosas del sur eran demasiado pequeñas y bastante pacíficas. Desde el mar, por otro lado, jamás había venido ninguna; un ataque de las tribus hermanas del otro lado de la cordillera, era impensable, y los gigantes legendarios que viven más allá del Toltén, mucho más al sur, cruzando los campos de hielo que están al fin del mundo, a pesar de llenar su imaginación con batallas épicas, colmando los campos de batalla montados en las bestias acorazadas que eran más altas que un hombre, lanzando sus boleadoras a diestro y siniestro, moliendo a sus enemigos con garrotes tan grandes como troncos, eran una amenaza menos probable aún.

    Algo extraño había en este mensaje que lo ponía nervioso, tal vez la idea de volver después de tantos años, tal vez la vergüenza que sentía cuando se acercaba al hogar de antaño. Ahora bien, esto era una orden y era urgente, debía acudir sin demora.

    A la mañana siguiente, Lientaro cruzaba las montañas tratando de recorrer la distancia que lo separaba de su destino. El bosque que estaba cruzando era una conocida zona de ilochefes. Debía atravesarlo rápida y sigilosamente, pues pocos habían tenido contacto con esta raza huraña y escurridiza.

    Se decía que quien visitaba la montaña no era vuelto a ver, y que solo los machis o su contraparte —los kalkus o los dugunes— conocen el idioma y pueden comunicarse con los temibles ogros de las montañas. Ellos poseen el secreto para preparar ingredientes medicinales, que los hechiceros necesitan para crear sus más poderosas pociones. Por eso hasta los brujos temen a la montaña.

    Lientaro avanzaba bastante rápido entre la vegetación virgen, guiándose por los musgos y líquenes que crecen en la base de los árboles. Su patrón de crecimiento le indicaba el recorrido del sol y por ende los puntos cardinales. Pensando solo en llegar a su destino, avanzaba apartando ramas, mientras cruzaba la ladera de la montaña para llegar al valle. De pronto, a la distancia, divisó una fogata. Aminoró la velocidad pero siguió avanzando, lentamente y en completo silencio. Haciendo uso de las destrezas aprendidas durante su prolongado exilio, se acercó al lugar y se encaramó en un árbol cercano al círculo que formaba el claro donde estaba la fogata.

    Frente a ella, se encontraba un hombre anciano de baja estatura, moreno, vestido con pieles de huemul, declamando en un idioma que no era quechua ni mapudungún, ni ninguna otra lengua que Lientaro hubiese escuchado antes. Esta vez, la curiosidad le ganó al apuro por cumplir con su misión.

    El hombre era un hechicero; de qué tipo, no lo sabía. Las ropas que portaba no denotaban filiación a ninguna tribu, solo las calabazas pintadas y llenas con elixires que pendían del cinturón de cuero, revelaban la condición del viejo.

    Lientaro había enfrentado dugunes y kalkus, incluso debió asesinar machis en el pasado, sin embargo la apariencia del ermitaño, sus ropas, su estatura pequeña, su cuerpo delgado pero nudoso, de movimientos seguros y mirada penetrante, su blanco cabello peinado y endurecido en puntas hacia atrás, era un asunto nunca visto y, lo más importante, no tenía ni las joyas ceremoniales de los machis, ni los dibujos en el rostro o brazos que ostentaban los dugunes, ni las ropas completamente negras de los generalmente muy delgados kalkus.

    Al poco tiempo, desde el interior del bosque, desde las partes más altas de la montaña, el llamado del viejo comenzó a recibir respuestas. Los gritos y gruñidos aumentaban a cada momento, hasta que unas sombras muy altas comenzaron a aparecer alrededor de la fogata sin entrar al círculo de luz.

    De un momento a otro, los sonidos cesaron. Todo quedó en un silencio expectante; el crepitar del fuego sobresalía entre los sonidos propios del bosque y dominaba la tensa atmósfera. Trató de no sudar siquiera, pues sabía que los ilochefes eran famosos por su gran olfato y aguzado oído. Decían que veían bien en la oscuridad, pero que a la luz del día su vista era pobre.

    Su curiosidad lo había metido en un aprieto. Si las leyendas eran ciertas, los ogros de las montañas no demorarían mucho en detectarlo y comenzarían a cazarlo de inmediato, y si bien tenía la seguridad de acabar con un par de ellos antes de morir, sabía que estaba en desventaja. Esta era una batalla que debía evitar a toda costa.

    Contó catorce en total. Uno de ellos, el más alto, se acercó a la fogata y enfrentó al viejo; el sonido de su voz, sonó como un trueno. El ser medía unos dos metros y medio, su piel, verde pálido, contrastaba con unos ojos muy almendrados completamente negros; en ellos no se distinguían pupilas, su pelo era blanco y largo, enmarcado por dos grandes y puntiagudas orejas que se elevaban unos quince centímetros sobre la mollera.

    El ilochefe que parecía ser el líder comenzó a hablar en un idioma gutural. Su cara tenía una expresión dura y desconfiada, y el viejo le respondía mirando al monstruo a los ojos, sin señal de temor alguna.

    Comenzó entonces un diálogo ininteligible para Lientaro, que se prolongó por unos veinte minutos. El hechicero lanzó unos odres con licor de maíz hacia el ogro, luego extrajo unas pieles de chinchilla bien curtidas, unas diez en total, las cuales lanzó junto con los odres. Otro ogro de menor tamaño se acercó y revisó la calidad de la mercadería expuesta, e hizo un gesto afirmativo a su jefe con la cabeza; este le dio órdenes en su idioma, que el otro se apresuró a cumplir. Al instante, aparecieron calabazas pintadas de colores, amarradas a un cinto de cuero que fueron depositadas al lado opuesto de la fogata.

    Sorpresivamente, el tono del ilochefe se tornó violento, y apuntó al lugar donde se escondía Lientaro. Sin pensarlo, el guerrero apretó el puñal con su mano derecha y comenzó a observar su entorno. En ese momento, escuchó su nombre gritado por el viejo. —¡Lientaro, baja de esa rama! ¡Ven aquí, muchacho!

    El interpelado movió su cabeza sorprendido, pero alerta, pensando que podría tratarse de algún truco. Sin embargo, con una rápida mirada se dio cuenta de que estaba rodeado; no tenía opción, debía seguir el juego del viejo. Bajó del árbol y se paró a su lado, enfrentando al enorme ogro.

    —Llegas justo a tiempo Lientaro —dijo el viejo entre dientes mirando al frente—. Te estábamos esperando, ahora relájate y déjame hablar —le cerró un ojo y agregó—. Te sacaré de esta.

    Lientaro acató las órdenes; asombrado como estaba, no podía hacer otra cosa. Luego de unos minutos de charla, el viejo hizo una reverencia y golpeó a Lientaro con el codo, para que hiciera lo mismo.

    Otro ilochefe se acercó con una macana. El arma, sin embargo, era completamente de metal, no estaba hecha de piedra, hueso o madera como las que manufacturaban los artesanos de su pueblo.

    —Esa, Lientaro, es una macana muy especial, y tendrás que luchar con aquel ogro para conseguirla. Quien toque el suelo con la espalda primero será el perdedor y se irá a casa magullado y con las manos vacías. El combate no es a muerte, recuérdalo, si lo matas estaremos en problemas.

    —Pero, pero —balbuceó Lientaro—, ¿por qué yo?

    —Porque tú eres el elegido, el que Negenechen ha provisto, para conseguirla, vamos, tú puedes —dijo el pequeño hechicero esbozando una sonrisa y palmeando su espalda.

    Lientaro se enderezó y avanzó hacia el ilochefe.

    —Con esa misma macana te las voy a dar, maldito viejo enano y embustero —le gritó por sobre el hombro. El viejo soltó una risita burlona.

    El ogro tenía el pelo blanco tomado en una trenza; superaba a Lientaro por lo menos en ochenta centímetros y sus brazos eran anchos y nudosos como troncos. Miró a Lientaro despectivamente y enterró la macana en el suelo, apretó los puños y aulló como un lobo a la luna llena mientras se golpeaba el pecho. Luego flectó las piernas y comenzó a rodear la macana mirándolo a los ojos desafiante.

    Entonces avanzó sorpresivamente y los guerreros entrelazaron sus brazos probando fuerzas.

    Lientaro puso su pierna derecha entre las del ogro, metió la cadera y giró el tronco tironeando a la bestia, pero el gigante verde no perdió el equilibrio ni se movió, al contrario, sostuvo a Lientaro por el cuello con su enorme y musculoso brazo y lo elevó unos centímetros del suelo, sin esfuerzo aparente.

    El joven trató de agarrar la pierna de su enemigo para hacerle perder el balance, pero la maniobra resultó en un Lientaro proyectado por los aires. Como un gato, sin embargo, el joven se dobló en el aire y cayó con sus dos piernas y una mano tocando el suelo, miró al ilochefe que sonreía socarronamente y se lanzó al ataque. Esta vez cambió de estrategia: corrió a toda velocidad hacia su enorme enemigo y en el último momento se agachó e impactó su hombro contra la cadera del ogro, mientras con los dos brazos sostuvo firmemente las dos enormes piernas con el objetivo de hacerle perder el equilibrio. Sin embargo, y en una reacción sorprendentemente rápida para un ser de su envergadura, el ogro movió sus piernas hacia atrás e inclinó su torso hacia adelante, contrarrestando la maniobra de su adversario, y al mismo tiempo sostuvo al mapuche por la cintura, lo levantó en vilo y lo lanzó tres metros en el aire. Lientaro se estrelló de bruces contra el suelo rebotando, pero se levantó de inmediato. Esta vez furibundo le gritó al ilochefe:

    —¡Esa macana será mía! —le dijo, botando espumarajos sanguinolentos por la boca.

    El ogro se reía a mandíbula batiente mientras se sostenía el estómago con las dos manos y miraba a los demás monstruos sonrientes. El líder de los ilochefes, sin embargo, estaba serio y miraba el duelo preocupado. Para él, al parecer, esto no era ningún juego.

    Lientaro corrió en dirección a su adversario a toda velocidad, pero en el último momento, cuando el ogro ya había tomado la posición para bloquearlo, pasó por entre las piernas del gigante, se detuvo apoyando las manos en el piso, contrajo su cuerpo y luego, como un resorte, se estiró golpeando con los dos pies el trasero del sorprendido ilochefe, quien cayó de bruces en el suelo. El monstruo rodó con una mirada furiosa y se dio una media vuelta para enfrentar a su enemigo. Sin embargo, para su sorpresa, no había nadie ahí.

    De pronto, su enorme pierna se elevó violentamente para dejar pasar el cuerpo de Lientaro, que como un ariete la impactó desde atrás a la altura de la rodilla. El gigante se precipitó al piso de espaldas, moviendo los brazos en un aleteo infructuoso, su pesado cuerpo resonó al tocar el suelo. Lientaro se incorporó rápidamente y se dirigió a la macana esperando que el duelo hubiera de verdad concluido, la tomó con sus dos manos y la desenterró sorprendiéndose por lo liviano del artefacto. Al darse la vuelta, una mano verde en el cuello lo dejó sin aliento; era su enemigo, que echaba espuma por la boca y lo miraba con una mueca iracunda. Lientaro comenzó a perder el aliento, y cuando todo comenzaba a desvanecerse, escuchó un grito a la distancia, y la presión sobre su cuello cedió.

    Cayó de rodillas tosiendo y pudo ver que el enorme monstruo se internaba en el bosque malhumorado, mientras el líder de los ilochefes se acercaba hacia él.

    —Ahora sí estoy muerto —dijo en voz baja Lientaro.

    No obstante, el enorme ser se detuvo ante el joven y lo ayudó a incorporarse, para luego hablarle en la jerigonza gutural que usaban para comunicarse. El viejo hechicero se acercó, lo sostuvo y comenzó a traducir:

    —Ha sido un combate magnifico, eres el primero que derrota a Mako en muchos años, te has ganado su macana preferida, no lo superará fácilmente. Ahora bien, este asunto es muy serio, y esta arma te ayudará en tu tarea: debes dirigirte hacia el lago Calafquén y adentrarte en sus aguas, donde encontrarás tres islas, en la base de la más pequeña existe una entrada al sistema de cavernas que usaba nuestra gente en los tiempos antiguos. Algunos de los nuestros aún moran en esas zonas, y la macana de Mako será tu salvoconducto, pues les indicará a nuestros parientes cuál es tu misión. Este sistema de cavernas te llevará a la morada de Pillán; una vez allí, deberás conseguir la Pillantoki; es la única forma de derrotar al enemigo ancestral. Debes darte prisa, el tiempo apremia, que Negenechen te acompañe.

    Dicho esto, el ilochefe se dio la media vuelta y se internó en el bosque junto a los demás.

    Capítulo 3

    Lientaro despertó adolorido, lo cual le confirmó que lo vivido la noche anterior no había sido ningún sueño.

    De la gran fogata solo quedaban los rescoldos, y la macana del ogro estaba envuelta en una manta de fina lana de llama blanca. Las botellas con elixires y pociones del hechicero estaban a dos pasos de él. El pequeño viejo debía estar cerca.

    Se incorporó y se tocó el cuello, que le dolía de sobremanera, sostuvo la ligera pero sólida macana, la cual en realidad parecía ser un mango, ya que en la base tenía un contrapeso y en la punta se estrechaba. Luego de la detenida inspección del arma, comenzó a gritar hacia la espesura.

    —¡Viejo, ven aquí, voy a cumplir mi promesa! ¡Ven aquí, no va a pasarte nada!

    En ese momento, el hechicero apareció de la espesura con un par de waches muertas al hombro.

    —Qué bien —le dijo—. Veo que por fin despertaste.

    —¡Viejo maldito! —exclamó el joven, al tiempo que levantaba la macana y la descargaba sobre el impertérrito anciano.

    El golpe, sin embargo, atravesó al hombre.

    Lientaro aún no salía de su asombro cuando el viejo salió nuevamente por otro lado del bosque y se dirigió al claro. El guerrero corrió tras él, para asestarle una andanada de puños que obtuvieron el mismo resultado del primer ataque. Por tercera vez, el mago apareció desde la espesura, sostuvo la macana por el pomo y se la lanzó, la imagen desapareció nuevamente y apareció otra más, y luego otra y otra, hasta que catorce viejos rodearon al joven y dijeron al unísono:

    —Vamos, hijo, hay que preparar estos animalejos, y tengo hambre, déjate de jugar. Además, necesitas reponerte y yo tengo las pociones que tú necesitas.

    —Tengo que irme, viejo, mi mapu me necesita, es urgente —alegó el joven girando en redondo, sin saber a cuál de los viejos hablarle o golpear.

    —Claro que es urgente, pero aporreado no le sirves a nadie. Partiremos al anochecer.

    —¿Partiremos, dijiste, tú y tus amigos verdes?

    —Debemos ir hacia el Lanin, y encontrar la Pillantoki lo más rápido posible, es nuestra única esperanza.

    Esta vez habló solo uno y los viejos comenzaron a fundirse en pares hasta que únicamente quedó el real.

    —No, viejo, yo me dirijo a Languen Mapu, algo importante ha pasado y debo estar ahí cuanto antes, tus asuntos no me interesan —recogió la macana y se la entregó al viejo—. Puedes quedarte con este pedazo de basura.

    El viejo le lanzó una calabaza pintada con símbolos extraños y le dijo:

    —Ponte este ungüento en las partes machucadas. Voy a cocinar estos y seguiremos con nuestra charla. ¿Te parece?

    —Está bien, anciano, de todas formas tengo que comer algo, pero te lo advierto: no voy a acompañarte a ningún lugar. Si ese asunto es tan importante como dices, uno de esos ilochefes debería ir contigo, no yo. El viejo había comenzado a pelar las waches, especie de rata almizclera vegetariana de gran tamaño. Mientras le sacaba las entrañas a la primera de ellas, dijo.

    —El ir y venir de los hombres no nos queda a

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