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La escuela y la despensa: Indicadores de modernidad. España, 1900-1936
La escuela y la despensa: Indicadores de modernidad. España, 1900-1936
La escuela y la despensa: Indicadores de modernidad. España, 1900-1936
Libro electrónico474 páginas5 horas

La escuela y la despensa: Indicadores de modernidad. España, 1900-1936

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En el primer tercio del siglo XX la sociedad española asistió a un intenso proceso de cambio económico, social y cultural que culminó, en el plano político, con la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931. Un proceso acelerado a raíz de la neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial y de los efectos de la segunda industrialización. En esta obra se tratan algunas de las transformaciones que marcaron este proceso de cambio, desde la reducción del analfabetismo a la caída de la mortalidad y la elevación de la estatura media de los jóvenes reclutas, pasando por la mejora de la salud y de las infraestructuras públicas de agua, alcantarillado, gas y electricidad, prestando atención al progreso de la situación de las mujeres, tanto en sus niveles educativos como en su incorporación a los nuevos mercados laborales surgidos en la economía urbana de la España del primer tercio del siglo XX. La vida de las ciudades se estaba transformando a gran velocidad, una nueva sociedad urbana más dinámica y pujante hacía acto de presencia, cambiando pautas culturales, estilos de vida y costumbres. En los años veinte la irrupción de la modernidad de la mano de la electricidad, el teléfono, el automóvil, el cinematógrafo, la prensa, la radio, el deporte, la moda y la publicidad era un hecho incontestable en las principales avenidas de la España urbana de la época.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 oct 2019
ISBN9788490978740
La escuela y la despensa: Indicadores de modernidad. España, 1900-1936
Autor

Santiago de Miguel Salanova

Investigador del Programa de Captación de Talento de la Comunidad de Madrid en la Universidad Complutense de Madrid, ha sido profesor de Historia Contemporánea de la Universidad París IV-Sorbona, doctor en Historia por la UCM, miembro del Grupo de Investigación Complutense Espacio, Sociedad y Cultura en la edad contemporánea y ganador del premio de la Asociación de Historia Social (noviembre de 2016). Investiga sobre la historia urbana, historia social, historia del trabajo e historia de la movilización política y electoral en el Madrid de la Restauración. Entre sus publicaciones destacan Madrid, sinfonía de una metrópoli europea (Catarata, 2016), Las nuevas clases medias urbanas. Transformación y cambio social en España, 1900-1936 (Catarata, 2015); Republicanos y socialistas. El nacimiento de la acción política municipal en Madrid, 1891-1909 (Catarata, 2017) y La escuela y la despensa (Catarata, 2018).

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    La escuela y la despensa - Santiago de Miguel Salanova

    Introducción

    CAMBIO SOCIAL Y TRANSFORMACIÓN URBANA EN ESPAÑA, 1900-1936

    En el primer tercio del siglo XX la sociedad española asistió a un intenso proceso de cambio económico, social y cultural que culminó, en el plano político, con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Un proceso acelerado a raíz de la neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial y de los efectos de la segunda industrialización. Entre la Belle Époque y el estallido de la Segunda Guerra Mundial se produjo la irrupción de la sociedad de masas en Europa. La intensidad de este cambio alteró las coordenadas económicas, sociales, culturales y políticas del mundo burgués del siglo XIX. Nuevas fuerzas políticas irrumpieron como consecuencia de la progresiva implantación del sufragio universal, primero masculino y progresivamente también femenino, que alteraron la agenda social y política de las sociedades europeas del primer tercio del siglo XIX.

    El desarrollo urbano, acelerado desde la segunda mitad del siglo XIX e impulsado por los intensos movimientos migratorios interiores, estuvo en la base de la creación de las metrópolis del cambio de siglo. Millones de personas desbordaron los planes de ensanche puestos en marcha en la segunda mitad del XIX. La expansión urbana agravó los problemas de hacinamiento e insalubridad de las grandes urbes europeas, particularmente en los barrios donde se concentraban unas masas pauperizadas por las infames condiciones de vida de las clases trabajadoras de la primera industrialización denunciadas por la literatura de Dickens, London, Zola o Baroja. Clases trabajadoras devenidas en clases peligrosas desde múltiples puntos de vista.

    De una parte, el azote de epidemias como el cólera, el tifus o la gripe vinculadas a la insalubridad de los barrios bajos, o las pandemias asociadas al hacinamiento y deterioradas condiciones de vida de las clases bajas urbanas, agravadas por la deficiente situación de las infraestructuras urbanas, en particular el abastecimiento de agua potable y las redes de alcantarillado y eliminación de las basuras, hicieron de la salud pública un problema de primer orden, denunciado por médicos y urbanistas, que generó una creciente alarma social que obligó a las autoridades públicas a tomar cartas en el asunto.

    Por otra parte, la creciente influencia social de sindicatos y partidos obreros y su irrupción en las instituciones —ayuntamientos y parlamentos— alteró las coordenadas de las políticas públicas, al llevar las reivindicaciones de las clases trabajadoras a las instituciones y llevar iniciativas en aras a mejorar las condiciones de vida de la población.

    Asimismo, las innovaciones de la segunda industrialización (electricidad, automóviles, industria química y farmacéutica, etc.) impulsaron el cambio urbano y facilitaron el advenimiento de una modernidad que se materializó en los nuevos estilos de vida y en la irrupción de la sociedad de consumo en los felices años veinte. Una gran transformación que alteró, hasta arrasar, el mundo de ayer de la Europa burguesa para entrar de lleno en la sociedad de masas del siglo XX.

    España no fue ajena a este proceso de cambio. La neutralidad en la Primera Guerra Mundial favoreció el cambio económico, social y cultural de la sociedad urbana. Crecimiento demográfico, intensificación de los procesos migratorios del campo a las ciudades, reducción de las tasas de analfabetismo, expansión de la segunda industrialización, transformación de los mercados laborales, terciarización, consolidación de los partidos y sindicatos de masas, elevación de los niveles de vida, primera irrupción de la sociedad de consumo, nuevos hábitos y estilos de vida fueron algunos de los indicadores de la gran transformación que, con cierto retraso respecto a otras sociedades europeas, registró España en el primer tercio del siglo XX.

    Ese proceso fue liderado por la sociedad urbana, como pone de manifiesto la evolución del porcentaje de población según el tamaño de los municipios. Mientras la población residente en municipios de menos de 10.000 habitantes pasó del 67,79% en 1900 al 51,2% de 1940, en los municipios de entre 10.001 a 50.000 habitantes pasó del 18,6 al 23,88%, mientras el 13,61% residente en municipios mayores de 50.000 habitantes en 1900 alcanzó el 24,92% en 1940. El crecimiento de la población se concentró especialmente en las ciudades de más de 50.000 habitantes (tabla 1).

    Tabla 1

    España. Distribución de la población por el tamaño de los municipios, 1900-1940 (miles de habitantes)

    La población española pasó de 18,6 millones de habitantes en 1900 a 24,8 en 1936, un crecimiento del 33,3%. La esperanza de vida ascendió de 34,8 años en 1900 a 50 años en 1930, y la estatura media de los reclutas se incrementó en 2,3 centímetros entre 1900 y 1936. Al mismo tiempo, el PIB creció entre 1900 y 1935 un 91,17%, y el PIB per cápita lo hizo en un 30,75% (tabla 2). Finalmente, la distribución de la población activa refleja la intensidad del cambio producido. La ocupación en actividades de agricultura y pesca pasó del 70% de 1900 al 52,9% de 1940, las industrias manufactureras del 9,5 al 15,15%, el comercio del 1,86% al 3,79%, y transportes y comunicaciones del 1,86 al 3,79% (tabla 3).

    Tabla 2

    España. PIB a precios constantes a precios de mercado (millones de pesetas de 1995) y PIB per cápita (miles de pesetas de 1995)

    Tabla 3

    España. Población activa, 1900-1940

    Distintos y variados indicadores reflejan el creciente dinamismo de la sociedad urbana durante el primer tercio del siglo XX, en particular desde la Gran Guerra hasta el estallido de la Guerra Civil, a pesar de la persistencia de las debilidades de la Hacienda Pública y de una estructura económica todavía dominada por el textil catalán, la minería y la metalurgia vasca y asturiana, la producción cerealística del interior peninsular y la agricultura mediterránea del levante, aunque con importantes innovaciones vinculadas a la irrupción de la industria de la segunda industrialización y a la expansión de un cada vez más potente y moderno sector servicios, relacionado con la irrupción de la nueva sociedad de masas. A lo largo de las páginas que siguen se tratan algunas de las transformaciones que marcaron este proceso de cambio, desde la reducción del analfabetismo a la caída de la mortalidad y la elevación de la estatura media de los jóvenes reclutas, pasando por la mejora de la salud, de las infraestructuras públicas (agua, alcantarillado, gas y electricidad) y de la situación de las mujeres urbanas, tanto en sus niveles educativos como por su incorporación a los nuevos mercados laborales surgidos en la economía urbana de la España del primer tercio del siglo XX.

    El crecimiento económico, la aceleración de la expansión de la sociedad urbana, los avances de las organizaciones obreras y su creciente implantación en los principales centros urbanos del país (fenómeno ratificado por el ingreso del PSOE en el Parlamento en 1910), la difusión del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza entre sectores destacados de las clases medias urbanas, la prensa y determinados círculos reformistas de la clase política de la Restauración fueron factores que favorecieron el rápido avance de la modernización económica y social del país. Este desarrollo fue más significativo que en el sistema político, atravesado por la crisis del modelo turnista de partidos y por el difícil encaje de la democracia de masas, donde las grandes ciudades actuaron de impulsoras de la modernidad. Los avances sanitarios y las conquistas laborales de los trabajadores mejoraron sustancialmente las condiciones de vida de una parte significativa de la población, con diferencias notables según el nivel de desarrollo regional.

    La mejora de las condiciones de vida se tradujo en la reducción de las tasas de mortalidad infantil y adulta, hasta entonces más deudoras de la pobreza y la insalubridad que de ciclos epidémicos y enfermedades infectocontagiosas. En este cambio desempeñó un papel de primer orden la creciente actividad de los poderes públicos, especialmente municipales, para sanear las ciudades y desarrollar una infraestructura sanitaria que mejoró las condiciones de salubridad de la población urbana. Se crearon nuevas instituciones como el Instituto de Pueri­­cultura, se fundaron nuevos hospitales, se rehabilitaron los existentes, se desarrolló una infraestructura sanitaria municipal alrededor de las Casas de Socorro y los laboratorios municipales que dieron lugar a la creación de cientos de nuevos puestos de trabajo en el sector sanitario —médicos, veterinarios…— y miles de puestos auxiliares —enfermeras, matronas, practicantes…—, estos últimos con un marcado componente femenino, que contribuyó a modificar los mercados laborales urbanos, engrosando las filas de los trabajadores cualificados y las nuevas clases medias urbanas.

    El desarrollo del nuevo sector servicios y de las actividades de gestión, administración y comercialización de una economía cada vez más compleja amplió la demanda de trabajadores de cuello blanco y empleados (ingenieros, economistas, abogados, técnicos, escribientes, contables, secretarios, taquígrafos y demás oficinistas). La creciente complejidad de las actividades del estado y la sociedad del primer tercio del siglo XX expandió los mercados laborales a nuevos segmentos de la población femenina, con el desempeño de nuevos trabajos como maestras, secretarias, mecanógrafas, taquígrafas, telefonistas. Este proceso fue decisivo para la aparición de nuevas generaciones de mujeres urbanas cuyos estilos de vida, mayores niveles educativos y ansias de autonomía e independencia chocaban con los roles tradicionales asignados a la mujer burguesa como ángel del hogar.

    La vida de las ciudades se estaba transformando a gran velocidad. Una nueva sociedad urbana más dinámica y pujante hacía acto de presencia, cambiando pautas culturales, estilos de vida y costumbres. En los años veinte la irrupción de la modernidad de la mano de la electricidad, el teléfono, el automóvil, el cinematógrafo, la prensa, la radio, el deporte, la moda y la publicidad era un hecho incontestable en las principales avenidas de la España urbana. Los cambios tecnológicos, económicos y sociales transformaron la vida cotidiana. La aparición de nuevas actividades y empleos hizo crecer el número de empleados en los núcleos urbanos, otro tanto sucedió con la aparición de los nuevos comercios que poblaron con sus escaparates los centros de las ciudades y con los primeros grandes almacenes. Las calles comenzaron a llenarse de centros de esparcimiento y ocio, como los cafés, los teatros, los cines o los pabellones deportivos. Se multiplicó la movilidad gracias a los nuevos medios de transporte público (tranvías, autobuses y metro), se iluminaron las principales avenidas, calles y viviendas con la extensión de las redes eléctricas y los nuevos aparatos tecnológicos hicieron más llevadera la vida doméstica. Agua corriente, calefacción, bombillas, teléfonos, radios, máquinas de coser y todo un sin fin de nuevos productos comenzaron a llenar las residencias de los sectores urbanos acomodados. Esta gran transformación encontró eco en los barrios bajos de las grandes urbes del país, donde jornaleros, sirvientas, lavanderas, modistillas, dependientes de comercio vieron crecer la presencia en sus calles a los trabajadores cualificados de los nuevos sectores de la economía vinculados a la segunda industrialización y a la expansión del sector servicios.

    La realidad social, económica y cultural de la España urbana se estaba transformando más rápidamente de lo que sus propios protagonistas podían intuir y el sistema político de la Restauración estaba dispuesto a aceptar. Si este último daba claras muestras de incapacidad a la hora de adaptarse a las transformaciones de la sociedad de masas, no sucedía lo mismo respecto a los cambios que se estaban produciendo en las calles de las principales ciudades del país abanderadas de una modernidad cada vez más cosmopolita. La proclamación de la Segunda República y el proyecto reformista que encarnaba trató de ser la respuesta en el plano político a la bancarrota del sistema político de la Restauración, y en los planos económico, social y cultural a la intensificación del ritmo de cambio que estaba protagonizando la España urbana del primer tercio del siglo XX, donde los grandes núcleos urbanos con Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Málaga y Bilbao actuaron como estandartes de una modernidad arrolladora.

    Esta obra, en la que participan reconocidos especialistas en cada uno de los campos que abordan, analiza este proceso de cambio a través de diversos indicadores que reflejan con nitidez los avances de la modernidad en la España urbana de los años veinte y treinta. Un trabajo que se incardina en un amplio proyecto de investigación que ha contado con la financiación del Plan Nacional de I+D+I y que ha encontrado acogida en los libros de la Catarata, merced a la generosidad de Javier Sénen y la competencia editorial de Arantza Chivite, a quienes queremos agradecer sinceramente su respuesta cuando en 2015 les planteamos este proyecto, traducido en la publicación de los libros Las nuevas clases medias urbanas. Transformación y cambio social en España, 1900-1936 (2015), La sociedad urbana en España, 1900-1936. Redes impulsoras de la modernidad (2017), La ciudad moderna. Sociedad y cultura en España, 1900-1936 (2018) o La sociedad urbana en el Madrid contemporáneo (2018). Obras, todas ellas, que junto con la aquí presentada han contribuido a renovar la visión de la sociedad urbana en la España del primer tercio del siglo XX y a reevaluar la intensidad y alcance de la gran transformación protagonizada por la sociedad de la épo­­ca y bruscamente interrumpida por el estallido de la guerra civil y su desenlace con la dictadura franquista.

    Esta obra no habría sido posible sin la financiación del proyecto de investigación La sociedad urbana en la España del primer tercio del Siglo XX. Madrid y Bilbao, vanguardias de la modernidad, HAR2015-65134-C2-1-P, del Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia, Subprograma Estatal de Generación del Conocimiento, MINECO (Ministerio de Economía y Competitividad)/Unión Europea, FEDER.

    Luis Enrique Otero Carvajal

    y

    Santiago de Miguel Salanova

    Universidad Complutense de Madrid

    CAPÍTULO 1

    LA EDUCACIÓN EN ESPAÑA, LA APUESTA POR LA MODERNIDAD. REDUCCIÓN DEL ANALFABETISMO Y PARTICIPACIÓN DE LAS MUJERES EN EL SISTEMA EDUCATIVO, 1900-1936

    LUIS ENRIQUE OTERO CARVAJAL

    A lo largo del siglo XIX la educación en España se enfrentó a dos grandes obs­­táculos: la férrea oposición de los sectores ultramontanos del catolicismo español a su reforma y la escasez de recursos. Ambos factores dificultaron extraordinariamente los proyectos de renovación del sistema educativo y la introducción de la ciencia moderna. El proyecto liberal terminó por imponerse en su versión moderada tras el fin de la primera guerra carlista, con el fin de restablecer las relaciones entre la Iglesia católica y el liberalismo, dañadas por el proceso desamortizador, que el Gobierno moderado de Narváez firmó con el Vaticano el Concordato de 1851, que estableció en su primer artículo a la religión católica como la única de la nación española, y en el segundo otorgó el control y sometimiento de la educación en todos sus niveles a la doctrina de la misma religión católica, para lo que no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aun en las escuelas públicas.

    La ley de instrucción pública de 1857 —conocida como ley Moyano, por Claudio Moyano Samaniego, ministro de Fomento que la promulgó— organizó el sistema educativo bajo los presupuestos del liberalismo moderado, cuya estructura organizada en tres niveles —primaria, secundaria y superior— se mantuvo en vigor, sin grandes modificaciones, hasta la promulgación de la ley general de educación en 1970. Ante la penuria presupuestaria del Estado, la ley hizo descansar sobre los municipios la responsabilidad de la enseñanza primaria, en las diputaciones provinciales la segunda enseñanza —bachillerato— y las Escuelas Normales de maestros y maestras —una por capital de provincia y una central en Madrid— y en el Estado la enseñanza superior —universidades y escuelas profesionales superiores—; asimismo fijaba la enseñanza primaria obligatoria de los 6 a los 9 años, y su gratuidad en las escuelas públicas. Las dificultades presupuestarias de los municipios dificultaron durante el siglo XIX la generalización de la enseñanza primaria, uno de los factores determinantes de la altas tasas de analfabetismo existentes a la altura de 1900. Además, permitía la apertura de centros de primera y segunda enseñanza a las congregaciones religiosas, y encomendaba a las autoridades civiles y académicas velar por garantizar el control de los obispos sobre la pureza de la doctrina de la Fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud.

    La educación fue uno de los pilares sobre los que giró el enfrentamiento entre modernos y tradicionalistas. Se contraponían dos concepciones sobre las consecuencias de la modernidad y sus implicaciones políticas, sociales, culturales, científicas y morales en la sociedad española. Enfrentamiento que se materializó en las llamadas dos cuestiones universitarias, protagonizadas por el ministro de Fomento, Manuel Orovio, que se saldaron con la expulsión de la Universidad de los catedráticos reformistas partidarios de la ciencia moderna, de la separación de la Iglesia y el Estado y la no intervención de la jerarquía eclesiástica en la enseñanza.

    La defensa del darwinismo, por Augusto González Linares y Laureano Cal­­derón, catedráticos de la Universidad de Santiago, fue el detonante de la segunda cuestión universitaria, tras la restauración de la dinastía borbónica; ambos fueron expedientados y separados de sus cátedras el 12 de abril 1875. El movimiento de solidaridad llevó a Francisco Giner de los Ríos a la cárcel; Emilio Castelar, Laureano Figueroa y Eugenio Montero Ríos, entre otros, renunciaron a sus cátedras. Tras ser puesto en libertad, Giner de los Ríos fundó en Madrid la Institución Libre de Enseñanza el 10 de marzo de 1876.

    En paralelo al debate entre darwinistas y antidarwinistas se desarrolló la llamada polémica de la ciencia, iniciada en 1876. Los ultramontanos afirmaron la indisoluble unión entre catolicismo y patria sobre la base de una visión providencialista de la historia de España. Era un programa ideológico que destilaba una abierta hostilidad hacia el Estado liberal, cuyas políticas concebían como el mayor enemigo de la subordinación del Estado a la Iglesia. Antimodernidad, antilustración y contrarrevolución fueron los fundamentos sobre los que se construyó el pensamiento del neocatolicismo. Lo español, en todos los órdenes de la cultura, de la sociedad y de la política, fue asociado de manera indisoluble con el catolicismo; todo lo demás era anticatolicismo y, en consecuencia, antiespañol.

    La trascendencia de la Institución Libre de Enseñanza rebasó los límites de su actividad educativa, al convertirse en depositaria de la defensa de la libertad de cátedra, del Estado laico y de la neutralidad religiosa en la enseñanza. Salmerón denunció la funesta y hasta impía alianza del altar y el trono. Los institucionistas se convirtieron en los abanderados de la necesidad de proceder a una profunda reforma del sistema educativo.

    El ambiente intelectual de finales de siglo quedó caracterizado por la llamada literatura regeneracionista, en la que un abigarrado conjunto de polemistas no se cansaron de denunciar los males del país. El diagnóstico era claro y contundente, España agonizaba. La crisis del 98 cargó de argumentos a institucionistas y regeneracionistas sobre los males de la patria, causa y efecto del anquilosamiento de sus estructuras políticas, atrapadas en la espesa red del caciquismo; económicas, en las que el proteccionismo actuaba de rémora para el despegue definitivo del proceso industrializador; sociales, donde una extremada polarización quedaba al descubierto en la preeminencia de las redes clientelares del caciquismo y la exclusión social de amplias capas de la sociedad; y, en fin, culturales, fruto de las altas tasas de analfabetismo y de las permanentes dificultades presupuestarias de una Universidad que trataba de incorporarse a la senda de la modernidad.

    Esta desesperanzadora situación ganó para las corrientes reformistas a una parte importante de los sectores ilustrados del cambio de siglo, alineados en torno a un amplio a la vez que vago proyecto reformista, que encontró sus principales adalides en la Institución Libre de Enseñanza y el reformismo social de la¹ Comisión de Reformas Sociales. La mejora y reforma de la educación fue una de las preocupaciones de institucionistas, reformadores sociales, regeneracionistas, liberales, socialistas y anarquistas de la España del primer tercio del siglo XX. Salvar la brecha que separaba a España de las más dinámicas naciones europeas pasaba por renovar el sistema educativo del país, sus estructuras, métodos, objetivos y contenidos. Segismundo Moret y otros miembros del partido liberal como Amalio Gimeno, Santiago Alba y Ál­­varo de Figueroa, conde de Romanones, se alinearon con las tesis de la Ins­­titución Libre de Enseñanza. A ellos se unieron desde las filas del republi­­canismo viejos miembros de ella como Nicolás Salmerón o Gumersindo de Azcárate.

    La creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, el 28 de abril de 1900, fue un primer paso para la reforma de la educación y el impulso de la investigación científica. Antonio García Alix, primer ministro de Instrucción Pública, imbuido de los planteamientos regeneracionistas, entendía que por medio de la instrucción pública, bien dirigida y organizada, podrá adelantarse mucho en la obra regeneradora que impone el estado presente, y sobre todo el porvenir de nuestro país. En 1901, Romanones como ministro de Instrucción Pública restableció la libertad de cátedra e hizo que el Gobierno asumiera el pago de los maestros y maestras —salvo en el País Vasco y Navarra, hasta diciembre de 1912—, y reformó el plan de estudios de la enseñanza primaria vigente desde la ley Moyano —que se mantuvo en vigor hasta el estallido de la Guerra Civil—, mientras los municipios debían seguir financiando y manteniendo las escuelas. En 1915 el 70% del gasto correspondió a los ayuntamientos y el 30% al Gobierno, años antes, en 1887, el Gobierno se había hecho cargo de la financiación de los institutos de bachillerato y del pago de su profesorado. Se avanzaba así en el objetivo de asunción por parte del Estado de la responsabilidad del sistema educativo. Fue un paso adelante, pero todavía insuficiente para elevar el nivel educativo y reducir las elevadas tasas de analfabetismo, que hipotecaban el desarrollo del país. Bajo el Gobierno de Antonio Maura (1907-1909) se creó la Escuela Superior de Magisterio y se amplió la escolaridad obligatoria hasta los 12 años, frente a los 9 años establecidos por la ley Moyano en 1857.

    Romanones trató de reorganizar el bachillerato en 1901 sin éxito, salvo la conversión de la asignatura de religión en optativa, con la consiguiente protesta de los sectores tradicionalistas y la Iglesia. En 1903 Gabino Bugallal, ministro de Instrucción Pública, aprobó un nuevo plan de estudios que estableció su duración en seis años, plan que se mantuvo hasta 1926. En 1910 se aprobó el acceso de las mujeres al bachillerato oficial, al tiempo que se les abrían las puertas a la Universidad. En 1918, bajo el impulso de la Junta de Ampliación de Estudios, se creó el Instituto-Escuela en Madrid —actual Instituto Ramiro de Maeztu—, con el fin de extender al bachillerato el ideario educativo inspirado por la Institución Libre de Enseñanza. En años posteriores se abrieron los Institutos-Escuela de Barcelona, Sevilla y Valencia, con el fin de renovar progresivamente la segunda enseñanza para darle un mayor contenido práctico y profesional. Los profesores de los Institutos-Escuela, tras obtener las cátedras de bachillerato, serían los adalides de la reforma de la enseñanza secundaria.

    La dictadura de Primo de Rivera restableció el control gubernamental sobre la enseñanza, para lo que impuso el control de los manuales escolares oficiales, con el fin de restringir la libertad de cátedra reintroducida en 1901, y aprobó en agosto de 1926 la reforma del bachillerato. Esta reforma, bajo el mandato de Eduardo Callejo, ministro de Instrucción Pública, incluía la creación del bachillerato elemental y el universitario, cada uno de ellos de tres años de duración, y tres exámenes: uno de ingreso en la enseñanza media, otro al finalizar el elemental, y el tercero para obtener el título de bachiller universitario. En este último, bajo control de la Universidad, se igualaba la presencia del profesorado de los centros públicos y privados —mayoritariamente en manos de la Iglesia—, lo que provocó importantes protestas del profesorado y del estudiantado. Por otra parte, se amplió el número de institutos de bachillerato, para hacer frente a la creciente demanda, materializada en el crecimiento sostenido del número de estudiantes —varones y femeninos—. Entre 1927 y 1929 se abrieron 29 institutos (de 60 a 89).

    La Segunda República llevó a la Constitución la propuesta del programa reformista en el ámbito de la educación, en su artículo 48 establecía la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza primaria; la libertad de cátedra; el carácter laico; el reconocimiento de la enseñanza en las distintas lenguas del Estado y la enseñanza obligatoria del castellano; la igualdad de oportunidades y acceso a todos los niveles de la enseñanza a todos los españoles por su aptitud y vocación, independientemente de su renta; y (en su artículo 26) la prohibición del ejercicio de la enseñanza a las todas confesiones religiosas. El carácter laico de la enseñanza y, consecuentemente, la prohibición a las confesiones religiosas de participar en el sistema educativo fue uno de los principales motivos de confrontación con la Iglesia y el conservadurismo católico; la mayoría de los centros de enseñanza en manos de las congregaciones religiosas eludió la prohibición al transferir su titularidad a seglares. En 1933 había 3.965 escuelas católicas —frente a las 5.014 de 1908—, con 352.004 niños matriculados —130.225 niños y 221.779 niñas—, frente a los 2.397.521 alumnos matriculados en las 12.567 escuelas nacionales —1.218.669 niños y 1.178.863 ni­­ñas— (INE anuarios 1912, 1932-1933 y 1934).

    En el programa reformista del primer bienio republicano tuvo un papel destacado la política educativa del Ministerio de Instrucción Pública, a cuyo cargo estuvieron Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos; se elaboró un ambicioso programa de construcción de escuelas y se aprobó la creación de 7.000 nuevas plazas de maestros nacionales con el fin de acabar con el analfabetismo. En la segunda enseñanza el modelo a implantar era el desarrollado por los Institutos-Escuela. Marcelino Domingo suspendió el plan de 1926 y restableció el de 1903, a la espera de uno nuevo que no vio la luz. El cambio de Gobierno tras las elecciones de 1933 paralizó la reforma educativa. En 1934 se aprobó un nuevo plan de bachillerato de corte tradicional, bajo el mandato del ministro Filiberto Villalobos, con una duración de siete años, que reorganizó los institutos de secundaria en nacionales y elementales, en los que se podía completar el bachillerato, quedando para los primeros las competencias de examen de los estudiantes libres y colegiados.

    Hacia una sociedad alfabetizada

    La población española pasó de los 18,6 millones de habitantes de 1900 a los 24,8 de 1936, un crecimiento del 33,3%, y la esperanza de vida, de 34,8 años en 1900 a 50 años de 1930. La estatura media de los reclutas se incrementó en 2,3 centímetros entre 1900 y 1936; el PIB creció entre 1900 y 1935 un 91,17%; y el PIB por cápita, en un 30,75%. La distribución de la población activa refleja la intensidad del cambio producido, agricultura y pesca pasó del 70% de 1900 al 52,9% de 1940; las industrias manufactureras pasaron del 9,5 al 15,15%; el comercio, del 1,86% al 3,79%; y transportes y comunicaciones, del 1,86 al 3,79% (Carreras y Tafunell, 2005). El presupuesto lo hizo en un 310,68% entre 1910 y 1935 —de los 1.133,6 a los 4.655,4 millones de pesetas— debido a la creciente complejidad de las funciones que el Estado asumió durante el primer tercio del siglo XX. El presupuesto del Ministerio de Instrucción Pública creció a un ritmo superior entre 1910 y 1935, hasta alcanzar el 530,69%, pasando del 4,59% de su participación en el presupuesto del Estado de 1910 al 7,05% de 1935 (tabla 1). El crecimiento del presupuesto de Instrucción Pública revela la importancia otorgada por los distintos gobiernos y contribuye a explicar la reducción sostenida de las tasas de analfabetismo en hombres y mujeres durante el periodo, por el incremento y mejora de la formación y condiciones laborales de maestros y maestras y la apertura de nuevas escuelas por parte del

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