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La participación infantil en las actividades productivas de México
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La participación infantil en las actividades productivas de México

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El objetivo de este libro es contribuir al conocimiento sobre la desigualdad de la participación infantil en las actividades productivas (PIAP) de México en el periodo transcurrido entre 1994 y 2004, en que se produce la crisis de 1995, la más aguda que ha vivido el país en la segunda mitad del siglo XX y una de las más graves de toda la centuria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2020
ISBN9786076283219
La participación infantil en las actividades productivas de México

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    La participación infantil en las actividades productivas de México - María Jesús Pérez García

    (2015).

    1

    EL PROBLEMA SOCIAL DE LA DESIGUALDAD INFANTIL EN LAS ACTIVIDADES PRODUCTIVAS

    Este capítulo está dedicado a la reflexión sobre algunas cuestiones que es necesario tener en cuenta antes de mostrar los resultados, y que articulamos en torno a los siguientes temas: la desigualdad infantil en la participación económica como un problema social; el significado de la actividad productiva; los enfoques teóricos, las unidades de análisis y los marcos interpretativos; y los ejes analíticos para el estudio de la desigualdad infantil en el desempeño de las actividades productivas.

    LA CONTEXTUALIZACIÓN SOCIOHISTÓRICA DEL PROBLEMA SOCIAL¹

    Analizar la desigualdad en la participación de los niños y las niñas en las actividades productivas de México implica conocer las expresiones de un problema social de larga data, si bien nuestra mirada está puesta en la historia reciente del país, específicamente en las explicaciones sobre las respuestas de los hogares frente a las crisis económicas que ha vivido México, sobre todo desde principios de la década de 1980. En este primer apartado se presentan los rasgos más sobresalientes de los modelos que han caracterizado la conducción económica de México, aunque no es propósito describir a detalle cada uno de estos modelos, sus orígenes o las razones que llevaron a su sustitución. Se trata de ofrecer un panorama muy general que permita valorar la relevancia del estudio realizado en el contexto de la crisis de 1995.

    Desde una perspectiva muy amplia, los años 1933 y 1981 acotan un extenso intervalo de crecimiento ininterrumpido de la economía nacional, a diferencia del primer tercio del siglo XX y de sus últimas dos décadas.² Numerosos factores facilitaron que, al término de los años de la Revolución Mexicana, y tras la Gran Depresión que afectó la economía mundial a finales de la década de 1920, se produjera un giro en el modelo de crecimiento de la economía de México que llevó a sustituir el eje de la exportación de productos primarios por la actividad industrial como motor de la economía. Entre algunos de esos factores cabe mencionar, sin duda, el debilitamiento del comercio nacional por la crisis internacional del sistema capitalista de 1929, y los desplazamientos del capital y de mano de obra de las zonas rurales a los núcleos urbanos del país. En la segunda mitad de la década de 1930 el gobierno de Lázaro Cárdenas impulsó significativamente este cambio de modelo al realizar una gran inversión en infraestructura e insumos para la industria. Pocos años después, el final de la Segunda Guerra Mundial contribuyó también a generar un contexto de oportunidades para la reorganización y expansión interna de la economía de México, que supo aprovechar la demanda de insumos y bienes que requerían los países de Europa para la reconstrucción de sus sistemas productivos tras el conflicto bélico.

    A lo largo de la tercera década del siglo XX se fueron produciendo numerosas y notorias transformaciones en la conducción de la economía de México, que en pocos años pasó de ser un modelo de crecimiento hacia fuera, a un modelo de crecimiento hacia dentro. A mediados de la década de 1940 México adoptaba la estrategia de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), un patrón de acumulación centrado en el mercado interno que marcó a otros muchos países de América Latina. El modelo ISI, que representó una reorganización radical del modo de conducir la economía, se caracterizaba por la amplia intervención del Estado con el propósito general de impulsar y proteger la actividad industrial nacional, concebida como la base para el crecimiento del país.

    El Estado intervenía en la economía de manera directa como inversor, e indirecta mediante medidas de política económica. Créditos a bajo precio y otorgamiento de subsidios a la inversión, imposición de aranceles y aplicación de permisos previos a las importaciones eran algunas de las medidas orientadas a suprimir la competencia exterior en pos de la protección del desarrollo del sistema productivo industrial. Los años transcurridos entre 1958, aproximadamente, y el decenio siguiente, fueron de aplicación exitosa de esta estrategia. Conocida como la etapa del desarrollo estabilizador, o milagro mexicano, durante ese lapso la economía de México se caracterizó por su dinamismo y estabilidad: crecían el PIB, la inversión, el ahorro interno y los salarios reales, mientras la inflación se mantenía controlada. Los beneficios reportados durante el periodo del desarrollo estabilizador fueron acompañados por una fuerte intervención del gobierno, que asumió la dirección del curso de la economía y el control del proceso de industrialización a fin de lograr varios objetivos generales: elevar el ingreso nacional, aumentar el nivel de vida de la población (sobre todo de campesinos, obreros y grupos de las clases medias) y avanzar en la senda de la industrialización atendiendo al equilibrio regional y a la diversificación de la estructura productiva.

    Durante la década de 1960 el desempeño económico e industrial fue bueno para el país, pero hacia el final del decenio el modelo de industrialización por sustitución de importaciones mostraba limitaciones y había perdido dinamismo. El transcurso de los siguientes años agudizó el agotamiento del modelo y la estrategia terminó al final de la década de 1970. Para comprender estos cambios es necesario tener en cuenta dos hechos: el importante papel que desempeñó el sector agropecuario en el sostenimiento de este modelo y el carácter progresivo del proceso de industrialización basado en sustitución de importaciones. El sector primario proporcionaba al mercado interno bienes de consumo a precios bajos (lo que contribuía a la estabilidad del ingreso de los grupos campesinos), era fuente de divisas procedentes de las exportaciones agropecuarias y contribuía también al financiamiento del sector industrial gracias a los excedentes económicos que colocaba en el mercado financiero (superiores a los apoyos recibidos por dicho sector).

    Por otra parte, la industrialización de México era un proceso gradual que se iba dando en etapas, y cada una de éstas correspondía con una fase de sustitución de importaciones de determinado tipo de productos. Durante los años de 1950 a 1960 los apoyos se destinaban a crear una planta industrial productora de bienes de consumo de baja sofisticación que permitían satisfacer la demanda interna de ropa, zapatos o ciertos electrodomésticos (como planchas o radios), por ejemplo. Posteriormente vendría una etapa de producción de manufacturas de mayor complejidad (lavadoras, refrigeradores, televisores, motores, autos, autopartes…) para continuar, hacia finales de 1960 y principios de 1970, con un cambio cualitativo que llevara a la producción de bienes de capital —herramientas, fábricas e inmuebles con fines similares, maquinaria, y en general todo lo que constituía la base de la explotación industrial.

    Pero en torno a la segunda mitad de la década de 1970 las exportaciones eran insuficientes para cubrir los requerimientos de importación que seguía demandando la planta industrial en desarrollo. El sector agropecuario había sufrido un proceso de descapitalización y falta de inversión para mejorar su productividad (lo que se reflejó en una caída de la producción y de exportación de estos productos), y el proteccionismo a la planta industrial nacional, que había eliminado toda competencia, estaba dando como resultado productos nacionales de elevados precios y baja calidad. Pese a la política económica proteccionista, la demanda de importaciones rebasaba la capacidad exportadora de México, que necesitaba mantener volúmenes crecientes de importación de insumos industriales y bienes de capital, al tiempo que veía disminuir sus exportaciones. Fueron años donde el ritmo de crecimiento económico disminuyó, creció el saldo negativo en la balanza comercial y dio inicio una etapa de alta inflación.

    Para contrarrestar la desaceleración económica,³ durante la década de 1970 el gobierno adoptó el modelo de desarrollo compartido, donde el sector público era el eje de la economía nacional. Los ingresos procedentes de la exportación de hidrocarburos financiarían las inversiones en infraestructura industrial, el desarrollo de áreas consideradas estratégicas (como el acero, la petroquímica y la electricidad) y la construcción de plantas de bienes de capital, y serían complementados con la participación del sector privado en la inversión, gracias a la aplicación de programas de fomento, de estímulos fiscales y de subsidios.

    La dedicación de recursos a estos propósitos ocasionó un notable aumento del gasto público, y las diversas caídas del precio del petróleo entre mediados de 1981 y 1982 derivaron en una desestabilización del presupuesto federal (que se nutría en gran medida de los recursos procedentes de la venta de crudo), que a su vez se vio igualmente sacudido por la disminución de los precios de ciertas materias primas de exportación en el mercado mundial (como la plata, la carne, el algodón y el café), por lo que la entrada de divisas se vio seriamente mermada. Simultáneamente se produjo un incremento en el valor de los productos elaborados de importación, que influyó de manera negativa en la balanza comercial de México. La decisión de continuar impulsando la planta productiva nacional desde el sector público implicaba mantener una política económica donde los gastos superaban a los ingresos. El problema de la deuda externa fue creciendo a medida que avanzaba la década de 1970 y daba paso a la siguiente, hasta el punto de que en el informe del Banco de México de 1988 puede leerse lo siguiente (Banco de México, 1989: 33): El manejo de la política económica durante el sexenio 1983-1988 estuvo condicionado en buena medida por una severa restricción del financiamiento externo.

    México inició la década de 1980 con una de las varias crisis que se sucederían a lo largo de ese decenio, conocido también como la década perdida. En 1982 estalla la primera de ellas, poniendo de manifiesto las consecuencias de una política económica que había llevado a un elevado nivel de déficit fiscal, al sobreendeudamiento externo y a varios años de creciente inflación y devaluaciones de la moneda nacional. La caída en el precio del petróleo que se produjo entre 1981 y 1982 contribuyó a agudizar la crisis, dada la disminución que supuso para la entrada de divisas procedentes de la venta de crudo. Entre 1985 y 1987 emerge una segunda recesión asociada también a los desequilibrios macroeconómicos del país; crisis que nuevamente es muy cercana a otro descenso en el precio internacional del petróleo.

    En suma, durante esta década la inflación, la deuda externa y la devaluación del peso frente al dólar fueron problemas centrales en la economía de México.⁴ La canasta básica alimentaria se encareció (sobre todo entre 1982 y 1986), el salario mínimo continuó su tendencia descendente (iniciada desde mediados de la década anterior), aumentaron la mortalidad infantil y preescolar (especialmente como consecuencia de las deficiencias nutricionales que afectaron con severidad, aunque no de manera exclusiva, a niños y niñas), se elevó la incidencia del abandono escolar (en mayor medida en las áreas rurales), crecieron la desigualdad en el ingreso y el empleo en los servicios (donde se concentran las actividades informales), disminuyó el empleo industrial y la presencia de asalariados en la fuerza de trabajo de las ciudades, y se ensanchó el grupo de los trabajadores por cuenta propia y sin retribución.

    Para combatir esta situación, el gobierno federal adoptó una serie de medidas (algunas de ellas en respuesta a los requerimientos realizados desde organismos prestamistas como el Fondo Monetario Internacional) que tuvieron consecuencias negativas, como la reducción del gasto público, la supresión de los subsidios a ciertos alimentos básicos, la eliminación del control de precios, la apertura de la economía a la inversión extranjera y el permiso a la libre transferencia de las ganancias fuera del país.⁵ Así, por ejemplo, en 1984 se eliminaron los subsidios a la tortilla, y poco a poco fueron suprimiéndose también las ayudas al frijol, al aceite comestible, al pan y al huevo, todos ellos productos básicos en la dieta de los mexicanos. Sin embargo, en 1986 la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo) puso en marcha el Programa Maíz-Tortilla, que operó hasta finales de 1990 mediante el uso de los tortibonos. Poco antes de finalizar la década, en 1988, se anunció el Programa Nacional de Solidaridad, y ya en 1991 la Conasupo comenzó a distribuir una tarjeta entre las familias de menos recursos de las áreas urbanas con el propósito de apoyarlas en la recepción de un kilogramo diario de tortillas sin costo alguno.

    La década de 1980, y específicamente la crisis de 1982, supuso un punto de inflexión en la forma de conducción de la economía de México, que a partir de entonces dio cabida a una serie de medidas que representaron la adopción de un nuevo modelo de acumulación sustancialmente distinto al mantenido durante décadas. Un modelo que daba un giro radical a la política económica centrada en el mercado interno, para hacer de la apertura comercial, la desregulación, la reducción del sector público y las privatizaciones algunos de sus principales rasgos definitorios. En 1986, el ingreso de México al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) era señal inequívoca de que se había modificado la concepción del modelo de acumulación que debía seguir el país y el papel que en él debía desempeñar el Estado. La nueva propuesta de conducción económica nacional implicaba todo tipo de reformas tendentes a la apertura y a la desregulación de la actividad económica: reducción de aranceles y de permisos de exportación, cambios en la legislación vigente para favorecer el ingreso de las inversiones extranjeras, disminución en el número de empresas públicas…, en suma, achicamiento del Estado. La década de 1980, y con ella las crisis recurrentes que la caracterizaron, parecieron detonar la transición del proteccionismo de la estrategia ISI a la apertura y desregulación de un modelo abocado al exterior.

    La entrada de México al GATT se produjo en medio de una de las etapas más severas de la crisis (el bienio 1985-1987), con la renegociación constante de la deuda externa y la gran caída de la Bolsa de Valores en 1987 (que siguió al crack bursátil de Nueva York, del mismo año). A partir de este momento hubo una aceleración en el proceso de apertura comercial de México, que se puso de manifiesto en la eliminación de los permisos de importación y en la caída del promedio de los aranceles en relación con la producción nacional, y hacia 1988 la economía mexicana mostró signos de recuperación —con excepción de la agricultura, cuya producción y precios sólo mejoraron una vez iniciado el decenio siguiente—. Desde finales de la década de 1980 la política económica nacional ha dado prioridad a la estabilidad macroeconómica, y el control de la inflación se ha convertido en un objetivo preferente. Se espera que las exportaciones dinamicen la actividad económica nacional y que la economía mexicana se integre en el concierto internacional.

    La última década del siglo pasado comenzó con una leve recesión (1992-1993) que coincidió en el tiempo con la preparación de la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) entre México, Canadá y Estados Unidos, y que desde cierto punto de vista ha sido asociada con la incertidumbre que rodeó este proceso: elevado déficit público, disminución de las importaciones y contracción de la inversión privada (Heath, 2013). Desde su firma en 1994, el TLCAN se convirtió en el mecanismo de integración de la economía mexicana en la mundial, y sin duda en un hito del nuevo modelo de acumulación iniciado desde mediados de la década anterior. Su entrada en vigor y las modificaciones asociadas a ella (jurídicas y de política económica) han facilitado el ingreso de inversiones foráneas y profundizado el camino hacia la apertura y desregulación de la economía nacional.

    Pero poco después de la firma del tratado que representaba la profundización del nuevo modelo emergió la crisis financiera de 1995, la más aguda de las vividas en el país desde los derrumbes que acompañaron a la Revolución Mexicana y a la Gran Depresión de Estados Unidos. Los abundantes estudios sobre su origen coinciden al señalar que fueron muchos y diversos los factores que la desencadenaron, algunos de ellos novedosos si se compara esta crisis con antecedentes cercanos. Durante los años de transición entre ambos decenios (1989-1993) se había producido un elevado crecimiento de las reservas internacionales y de la exportación de bienes y servicios, al tiempo que la deuda pública externa y el déficit fiscal habían disminuido. Asimismo las tasas del mercado financiero interno favorecían el endeudamiento privado, tanto del empresariado como de la población en general.

    Las medidas de política económica adoptadas a lo largo de 1994 y acontecimientos tan marcados como los homicidios del candidato a la Presidencia de la República en las elecciones federales de ese año y del secretario general del Partido Revolucionario Institucional, y el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, contribuyeron a generar un ambiente de inestabilidad política y social que tuvo repercusiones en la economía nacional. Durante 1994 el gasto del gobierno en obra pública —coincidiendo con el último año del sexenio de Salinas de Gortari— creció de manera significativa, lo que repercutió en un aumento del déficit hasta niveles históricos. En ese momento, al persistente problema de la deuda externa pública se añadía un elemento novedoso que empeoraba notablemente la situación: la reducción de los plazos de vencimiento de la deuda obligaba a su liquidación en poco tiempo. Novedoso porque en contraste con épocas pasadas, cuando la mayor parte de la deuda externa del país había sido negociada a mediano y largo plazos, los adeudos contraídos entre 1990 y 1994 lo fueron a corto plazo, lo que ocasionó serios problemas para su reestructuración, máxime ante el problema de liquidez que enfrentaba el gobierno mexicano.

    El alto déficit de la cuenta corriente había llevado al gobierno de Salinas de Gortari a emitir los llamados tesobonos, instrumentos o mecanismos que aseguraban el pago de la deuda en dólares, a corto plazo. Pero la emisión de estos tesobonos, y las medidas de política económica adoptadas en los meses siguientes, no generaron la confianza suficiente que requería el país. A la conmoción por los recientes acontecimientos (los magnicidios y la rebelión del EZLN) se añadía la alarma que provocaba entre los inversores el comportamiento de algunos indicadores macroeconómicos, como el sostenimiento del creciente déficit y el elevado gasto gubernamental. Los tesobonos adquiridos por inversionistas nacionales y extranjeros fueron puestos a la venta y el Banco de México decidió comprar deuda mexicana para contribuir al mantenimiento de la base monetaria y evitar el alza de las tasas de interés, lo que motivó la salida masiva de capitales y el derrumbe de las reservas internacionales. El anuncio de la inminente devaluación del peso agudizó la fuga de las inversiones por parte del capital extranjero, lo que a su vez agravó los efectos de dicha devaluación. La crisis monetaria, el problema del vencimiento a corto plazo de la deuda y la situación política tuvieron efectos conjuntos que derivaron en el estallido de la crisis en diciembre de 1994.

    El año 1995 comenzó con el establecimiento del sistema de libre flotación del peso, que lejos del control del gobierno vio cómo su valor se reducía, provocando la multiplicación de los montos de las deudas contraídas en dólares. La naturaleza de la crisis llevó a que afectara tanto a las finanzas del gobierno federal como a las del sector privado: los empresarios y particulares que habían contratado préstamos en la banca comercial y tenían deudas en dólares, o quienes habían adquirido suministros de Estados Unidos, se endeudaron seriamente ante la devaluación del peso y los préstamos pendientes con tasas de interés variable difícilmente abonables. Además, tras la nacionalización de la banca en 1982, y su reprivatización entre 1990 y 1992 (con la consiguiente reforma constitucional y la desincorporación del sector en banca de desarrollo y banca múltiple), la crisis de 1995 llevó a la quiebra a varias entidades bancarias, cuyo posterior rescate, no exento de conflicto, se produjo mediante el Fondo bancario de protección al ahorro (Fobaproa).

    Varios factores, algunos ya mencionados, ayudan a comprender la particularidad y relevancia de la crisis de 1995. Uno de ellos es su caracterización como una de las más profundas que ha vivido el país desde principios del siglo XX. Se considera que esta recesión, junto a la de 2009, condujeron a niveles inferiores a todo punto mínimo anterior. Pero a diferencia de esta última, que fue seguida por una fase de recuperación más o menos rápida, la crisis de 1995 se hizo más extensa en el tiempo. Al respecto el INEGI, con base en el indicador coincidente anualizado, señala también la crisis de 1995 como una de las más agudas de México, equiparándola en este sentido con la de 1982-1983.⁶ Sin embargo, la crisis de 1995, frente a la de principios de la década previa, estalla en un momento en que la economía seguía en proceso de transición hacia un modelo abocado al exterior y todavía se encontraban en vías de aplicación algunas de las reformas adoptadas. De hecho, la firma del TLCAN (en enero de 1994) habría de llevar a profundizar la liberalización comercial del país y a consolidar el cambio de modelo económico. No en vano, una vez suscrito el tratado éste se convirtió en el evento más importante en la nueva estrategia económica.

    Otro factor que confiere especificidad a la crisis de 1995 es la magnitud del rescate diseñado para la economía mexicana. El elevado volumen de la deuda contraída y las condiciones perentorias para su abono generaron un problema de liquidez en las arcas nacionales que casi de forma inmediata trasladó su impacto al plano internacional. El Tesoro del gobierno estadounidense encabezó y coordinó la operación de un rescate financiero que incluía la participación de bancos centrales, organismos prestamistas (como el Fondo Monetario Internacional) y la banca privada de Canadá, Japón, Estados Unidos y países de Europa. El rescate resultante fue el más grande de la historia para un solo país, realizado hasta ese momento.

    El tercer factor para valorar la naturaleza y el alcance de la crisis, especialmente en el ámbito interno, puede hallarse en algunas decisiones de política económica y social tomadas por el gobierno federal. Una de estas decisiones fue la intervención de las autoridades financieras nacionales tras la crisis bancaria de 1995, con el fin de fortalecer a las entidades bancarias mediante la adopción de medidas como la fijación de requisitos de capitalización y provisión para hacer frente a créditos vencidos, la previsión de esquemas de asignación de recursos públicos para el salvamento de dichas instituciones y el apoyo a los deudores, o la creación del Buró de Crédito.⁷ En el ámbito de la política social, el impacto y la gravedad de la crisis de 1995 pueden ser ponderados a partir del debate que emergió: instrumentar mecanismos para combatir el crecimiento de la población en condición de pobreza y el agravamiento de los que ya estaban en esta situación (ambas cosas muy previsibles ante el nuevo contexto de deterioro de las condiciones de vida), o diseñar un enfoque de más largo plazo.

    El camino elegido fue adoptar un enfoque integral que atendía al ciclo de vida de las personas y privilegiaba la inversión en la formación de capacidades a largo plazo, mediante el diseño y la aplicación de programas articulados en torno a tres pilares: mejorar el capital humano de la población en condición de pobreza (mediante el programa Progresa), mejorar sus oportunidades de obtención de ingresos (Programa de Empleo Temporal, otorgamiento de créditos y desarrollo rural y similares), y mejorar la infraestructura física de las regiones pobres (gracias a la operación de proyectos de construcción de viviendas y carreteras, electrificación y administración del agua, entre otros).

    El programa Progresa (creado como programa de educación, salud y alimentación) se centró desde el inicio en el otorgamiento de transferencias condicionadas, en el supuesto de que los subsidios a la demanda de servicios básicos, como la salud y la educación, eran un medio de contribuir al crecimiento de México a largo plazo, dado que propiciaban el fomento gradual y de una fuerza laboral más saludable y mejor educada que, a futuro, recibiría rendimientos elevados. La naturaleza de los objetivos del programa y las características de la población a la que iba dirigido convirtieron a una parte de los niños y las niñas de México (los que estaban en condición de pobreza, residentes en zonas de alta marginación) en un grupo de atención casi prioritaria, pues si bien los criterios de elegibilidad eran aplicados en primera instancia a las localidades y a los hogares, las transferencias distribuidas estaban asociadas en gran medida, aunque no de forma exclusiva, a la presencia de niños y niñas en el hogar. Parecía entonces que en la nueva estrategia de combate a la pobreza la población infantil adquiría mayor visibilidad.

    EL PROBLEMA DE LA DESIGUALDAD INFANTIL EN LAS ACTIVIDADES PRODUCTIVAS EN EL CONTEXTO DE LA CRISIS DE 1995: ENFOQUES TEÓRICOS Y PREGUNTAS DE INVESTIGACIÓN

    Los múltiples problemas sociales que surgieron como consecuencia de las crisis vividas por México durante las últimas décadas del siglo pasado formaron parte central de la agenda de la investigación social, facilitando, por decirlo de algún modo, la realización de estudios en torno al impacto de las crisis en las condiciones de vida de la población y las respuestas desarrolladas por los hogares. La crisis de 1982 y las subsiguientes políticas de ajuste, estabilización y cambio estructural aplicadas por el gobierno federal condujeron a una disminución de las oportunidades laborales para los trabajadores asalariados, a una drástica caída en sus salarios reales y, en suma, a la reducción generalizada de las condiciones de vida de la población. Los valores observados en los indicadores macroeconómicos durante la década de 1980 pusieron de manifiesto un notable proceso de contracción económica que, junto con el avance hacia la concentración de los recursos en pocas manos, condujeron a un deterioro de las condiciones de vida y a una disminución de los niveles de bienestar, sobre todo entre los grupos que contaban con menos recursos.

    Se observaba también que los costos de las crisis y de las políticas de ajuste no tenían consecuencias de igual intensidad en todos los sectores sociales, y aun en un mismo estrato había repercusiones diferentes en función de variables como la edad y el sexo. Fueron los grupos de ingresos medios, que abarcaban una parte del sector urbano pobre y de sectores medios rurales y urbanos, quienes absorbieron las repercusiones negativas del ajuste, dado que para este grupo de población el salario constituía su principal fuente de ingreso (Lustig, 2002: 130 y ss). En relación con las diferencias a partir del sexo, muchas de las mujeres adultas que carecían de empleo iniciaron la búsqueda y el desempeño de una ocupación, motivadas por la necesidad de contribuir al ingreso del hogar.⁸ Teniendo en cuenta la edad, los ancianos y los niños y niñas, específicamente los que residían en hogares de estratos socioeconómicos desfavorecidos, padecieron de manera más aguda los efectos de la pérdida de poder adquisitivo de sus hogares.⁹

    Este panorama, que en muchos casos fue común a varios países de América Latina, motivó la elaboración de investigaciones cuyo objetivo general era explicar las consecuencias de las reiteradas crisis, resaltando de manera especial las respuestas de las personas ante la pérdida de sus niveles de bienestar, que acusaban las caídas de los salarios reales.¹⁰ En este contexto de agudas transformaciones socioeconómicas, en el que las repetidas y profundas crisis tuvieron notables repercusiones sobre la organización de los hogares, se fue generando un cúmulo de investigaciones orientadas a comprender las actividades productivas y reproductivas que realizaban las unidades domésticas (especialmente de las zonas marginales) para satisfacer sus necesidades. En otras palabras, se trataba de conocer los comportamientos que llevaban a cabo las personas para compensar la caída del salario real y la consiguiente disminución en su poder adquisitivo.¹¹

    En el marco de estas investigaciones de corte eminentemente sociodemográfico se afirmaba que los grupos domésticos de los sectores más desfavorecidos, ante el menoscabo de sus condiciones de vida, intensificaron su participación en el mercado laboral como una estrategia para garantizar la reproducción cotidiana, un esfuerzo al que se abocó también la llamada mano de obra secundaria. Así, las mujeres, los ancianos y la población infantil participaban de una u otra manera en actividades generadoras de bienes y servicios que pudieran contrarrestar la disminución en los niveles de vida que estaban experimentando los hogares como resultado de las frecuentes crisis vividas en México desde mediados de la década de 1970. En muchas de las investigaciones realizadas en este contexto se afirmaba, con contundencia o a modo de hipótesis, que en términos generales las respuestas de la población a la disminución de sus niveles de vida se orientaron a la creación de redes de solidaridad y de apoyo mutuo, a la sustitución de bienes de mayor calidad por otros de calidad inferior pero igualmente capaces de satisfacer las necesidades, al aumento en el número de mexicanos que emigraron a Estados Unidos en busca de mayores y mejores oportunidades de trabajo, y a la propia dinámica del mercado laboral.

    Los trabajos de investigación proporcionaron también importantes evidencias sobre la participación de la población en las actividades laborales: se constató la incorporación de un mayor número de miembros del hogar al mercado de trabajo, el incremento del número de horas trabajadas por persona y la búsqueda de empleos secundarios. En otras palabras: con el fin de incrementar el ingreso del grupo doméstico creció el número de trabajadores por hogar, se intensificaron las jornadas laborales de los que ya trabajaban, y aumentó el número de quienes buscaron desempeñar una actividad económica adicional al empleo principal. En síntesis, estas investigaciones hacen énfasis en la utilización de la fuerza de trabajo del hogar, incluidos los niños y las niñas, como una respuesta del grupo doméstico para generar ingresos en épocas de crisis.

    En general el estudio de estos comportamientos sociales se llevó a cabo desde visiones que retomaban algunas experiencias previas, como la aproximación de las estrategias de supervivencia (o estrategias objetivas de supervivencia familiar) aplicada para entender las reacciones de los hogares de Chile a fin de mantener su nivel de vida tras las medidas macroeconómicas que sucedieron al golpe militar de 1973 (Duque y Pastrana, 1973). O los planteamientos de Chayanov de principios del siglo XX, dirigidos al análisis de las actividades económicas de los grupos domésticos campesinos en la búsqueda del balance entre las necesidades que genera la unidad familiar, y el uso que ésta puede realizar de sus recursos disponibles (fuerza de trabajo, activos físicos y ahorros, entre otros). Podría afirmarse que ambas miradas se sitúan en el origen de la perspectiva que denominamos, de modo muy general, el enfoque de las estrategias de sobrevivencia.

    Tras la procelosa década perdida (1980) y el breve lapso de recuperación de la economía mexicana a principios de la siguiente, la crisis de 1995 llevó al país a una de las situaciones más difíciles desde la Revolución Mexicana. Como hemos afirmado, los indicadores macroeconómicos sufrieron un empeoramiento muy significativo y la población en general, pero especialmente los grupos más desfavorecidos, enfrentaron una pérdida notoria en sus niveles de vida. El PIB cayó de manera abrupta entre 1994 y 1995 (con una tasa de variación de –6.2%), la tasa de desocupación abierta afectó a 6.2% de la población económicamente activa (un nivel muy cercano al de 1983),¹² los ingresos reales cayeron y el empleo informal creció. A principios de 1995 unos 10 millones de personas no podían acceder con regularidad a los servicios básicos de salud y la pobreza alimentaria superaba el 20% de la población de México, con las consecuencias previsibles no sólo en la propia salud, sino también en la capacidad de aprendizaje y en las limitaciones para acceder a empleos adecuados en términos de remuneración y prestaciones, por citar sólo algunos efectos esperados.

    La situación se agravaba entre la población infantil: 40% de las personas en situación de pobreza extrema eran niños y niñas, en algunas comunidades la desnutrición era la tercera causa de la mortalidad infantil, más de millón y medio de niñas y niños de seis a 14 años no asistía a la escuela, y algunos de los problemas más graves de la formación escolar (abandono, reprobación y analfabetismo) alcanzaban niveles muy superiores al promedio nacional en las localidades marginadas (Levy y Rodríguez, 2009). Entre 1994 y 1996, la incidencia de la pobreza se elevó de manera alarmante: de 21.2 a 37.4% la pobreza alimentaria, de 30 a 46.9% la de capacidades y de 52.4 a 69% la de patrimonio (Coneval, 2016). A partir de 1996 el porcentaje de población en cada una de estas líneas fue disminuyendo ininterrumpidamente hasta 2006. Sin embargo fue necesario llegar al año 2002 para observar niveles de pobreza inferiores a los del año previo a la crisis de 1995.

    Las investigaciones realizadas para entender las adaptaciones de los hogares ante las recurrentes crisis de la década de 1980 se orientaron a la comprensión de las acciones de los grupos domésticos tras la nueva situación que se había configurado a partir de 1994-1995. Durante años, la existencia de una estructura ocupacional heterogénea había facilitado la incorporación de los diversos miembros del hogar al mercado laboral, cuando la caída en el nivel de vida impulsaba la búsqueda de fuentes de ingreso. El trabajo de quienes integraban la mano de obra secundaria (mujeres, jóvenes, población infantil y adultos mayores) estaba encaminado, sobre todo, a complementar las percepciones monetarias familiares cuando éstas eran insuficientes. Un desarrollo basado en la sustitución de importaciones, favorecido durante una etapa por el auge petrolero, procuraba diversas oportunidades para el desempeño de las actividades laborales de la población. Los grupos domésticos, fundamentalmente los urbanos de bajos recursos, podían tener acceso a variadas y diversas fuentes de ingreso. Esta diversidad hacía posible una cierta organización socioeconómica de los hogares sobre la cual se sustentaba la reproducción cotidiana.

    Las condiciones económicas y sociales gestadas en torno a la mitad de la década de 1980, sobre todo tras la firma del GATT y el predominio de un modelo económico abocado al exterior, condujeron a un proceso de reestructuración macroeconómica que tuvo impactos negativos en las condiciones de vida de las personas. La apertura comercial supuso la entrada de bienes competitivos, con las consiguientes repercusiones en la reducción de los salarios y en la contracción del empleo formal; el sector informal se expandió, aumentaron la inflación y la desigualdad, y la clase trabajadora continuó sufriendo pérdidas en su poder adquisitivo. Para compensar estas caídas, las familias urbanas llevaron hasta sus últimas consecuencias algunas de las acciones aplicadas previamente, intensificando otra vez la participación laboral de mujeres, jóvenes y población infantil. En la medida en que lo permitía el contexto económico, el trabajo se convirtió, quizá más que antes, en el principal recurso de quienes carecían de otros activos, como ahorros, tierras o medios de producción.

    Sin embargo, el México de los primeros años de 1990 era distinto al de la década perdida. Las repetidas crisis representaban una amenaza cada vez mayor para la reproducción cotidiana de los hogares sobre la base de las estrategias señaladas, pues los mercados laborales se habían deteriorado, los mecanismos tradicionales de apoyo y de solidaridad se habían debilitado, y las unidades domésticas acusaban un proceso de desgaste asociado con prolongados periodos de carencias y de acumulación de desventajas (González de la Rocha, s.f., 2004). La crisis de 1995 se manifestaba en una multiplicidad de espacios. El mercado laboral requería personas con una más elevada calificación, lo que generaba la exclusión laboral de quienes no poseían ciertas competencias; continuaba la tendencia a la pérdida de fuentes de ingreso regulares para las familias, tanto de origen formal como informal (para estas últimas es necesario también disponer de recursos que hagan posible una mínima inversión inicial); se agudizaba la escasez de oportunidades productivas para hombres y mujeres, principalmente para ellos, cuya incidencia en la población ocupada presentaba una tendencia descendente; y pese a que la participación laboral de las mujeres crecía, lo hacía en las ocupaciones más precarias.

    En torno a la crisis de 1995 se produjo una erosión de las condiciones socioeconómicas necesarias para la sobrevivencia de los grupos domésticos, quienes, a pesar de los esfuerzos desplegados, parecían incapaces de contrarrestar la disminución de su nivel de bienestar

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