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LA ¿MALDICIÓN? DEL SUPERHÉROE

Desde la fundación en 1934 de la National Allied Publications (antecedente de lo que hoy es DC Comics), pocos vislumbraron que más de 80 años después, aquellas historietas herederas del pulp y de las tiras cómicas publicadas en la sección de pasatiempos de los periódicos, saltarían del papel para convertirse en el fenómeno que son el día de hoy.

La fascinación popular con los superhéroes da para muchos ensayos, pero el particular impulso que la industria cinematográfica le ha dado es mucho más sencillo: arrastre popular es igual a dinero. Y el dinero –hasta nuevo avistamiento cristiano– sigue siendo nuestro dios. Así que el brote neurótico e imparable de productos derivados de ese universo de fantasía, moraleja y acción se explica fácilmente como una maquinaria aparentemente infinita de hacer dinero.

Pero hay aristas de ese fenómeno menos alegres que no necesariamente tienen que ver con la calidad de dichos productos o la saturación del mercado y es que, a partir de su posicionamiento en el gusto masivo, puede llevarse entre las piernas el prestigio ganado o la carrera incipiente de muchos de los actores involucrados en tales proyectos.

El caso de Christopher Reeve (1952-2004) es paradigmático por muchas razones, pero sobra decir que la carrera del neoyorquino previa o posterior a sus cuatro encarnaciones de (entre 1978 y 1987) es prácticamente desconocida a pesar de haber trabajado con directores de la talla de Peter Bogdanovich y James Ivory, terminando –después del accidente que lo dejó parapléjico en 1995– como activista y actor eventual en televisión casi siempre en referencia a su estatus de superhéroe enblema, cerrando su carrera con un después de uno de, la popular teleserie de Warner donde Tom Welling interpretaba la versión adolescente de Clark Kent. Dicha leyenda decía: “Él nos hizo creer que un hombre podía volar”.

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