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Maizales bajo la lluvia: Testimonios de los últimos gudaris y milicianos de la Guerra Civil en Euskadi
Maizales bajo la lluvia: Testimonios de los últimos gudaris y milicianos de la Guerra Civil en Euskadi
Maizales bajo la lluvia: Testimonios de los últimos gudaris y milicianos de la Guerra Civil en Euskadi
Libro electrónico664 páginas24 horas

Maizales bajo la lluvia: Testimonios de los últimos gudaris y milicianos de la Guerra Civil en Euskadi

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Euskadi, julio de 1936. Las calles son una olla a presión tras estallar la sublevación militar. Partidos políticos y sindicatos se movilizan para el combate: miles de jóvenes parten hacia el frente en defensa de las libertades. Muertes, fusilamientos, bombardeos… El inmenso torbellino de la guerra los atrapará de lleno, los cambiará para siempre. Y tras él, la venganza de los vencedores: cárceles, campos de concentración, batallones de trabajadores, Ejército franquista… Miles quedaron en el camino. Pero unos pocos siguieron la lucha, hasta nuestros días.

Los once nonagenarios que se asoman a estas páginas no solo cuentan sus vidas, sino también las de sus compañeros, sus familias, el devenir de toda una sociedad desangrada día a día. No pudieron con ellos; son los últimos testigos, los últimos combatientes de la guerra contra Franco.

Maizales bajo la lluvia es una sobrecogedora recopilación de once trayectorias de vida que rinde homenaje a todos los luchadores antifascistas que se dejaron la vida en las montañas de Euskadi, en las trincheras de Catalunya, en las prisiones de Madrid o en la más olvidada de las cunetas en pro de un futuro mejor llamado Libertad.
IdiomaEspañol
EditorialAlberdania
Fecha de lanzamiento1 ene 2011
ISBN9788498683110
Maizales bajo la lluvia: Testimonios de los últimos gudaris y milicianos de la Guerra Civil en Euskadi

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    Maizales bajo la lluvia - Aitor Urkizu

    Maizales bajo la lluvia

    MAIZALES BAJO LA LLUVIA

    En la fotografía de portada: Félix Padín (de pie, primero por la izquierda) junto a varios compañeros libertarios (Otxandio, julio de 1936)

    En la fotografía de contraportada: Paco Barreña (agachado, segundo por la izquierda) junto a varios miembros del batallón (Santa Engracia, 1937)

    © 2011, Aitor Urkizu Azuabarrena Aitor Azurki

    © De la presente edición: 2011, ALBERDANIA,SL

    Plaza Istillaga, 2, bajo C. 20304 IRUN

    Tf.: 943 63 28 14 Fax: 943 63 80 55

    alberdania@alberdania.net

    Portada: Jabier Erostarbe

    Tratamiento de fotografías interiores: José Miguel Álvarez

    Fotografías: Irene Larrinaga Fdez. de Antona, Aitor Azurki y respectivos protagonistas

    Digitalizado por Libenet, S.L.

    www.libenet.net

    ISBN edición impresa: 978-84-9868-279-3

    ISBN edición digital: 978-84-9868-311-0

    Depósito legal: SS. 426/11

    MAIZALES BAJO LA LLUVIA

    Testimonios de los últimos gudaris y milicianos

    de la Guerra Civil en Euskadi

    Aitor Urkizu Azuabarrena Aitor Azurki

    A L B E R D A N I A

    astiro

    En memoria de todas las personas que sufrieron represión, cárcel o muerte a manos de los golpistas.

    Muy especialmente a mis aitonas y amoñas María Luisa Sansinenea, María Luisa Unzueta, Joxé Azuabarrena y Raúl Urquizu, que hicieron despertar en mí –cada cual a su manera– inquietudes históricas.

    En las trincheras románticas está el gran depósito de las armas eternas. Un fusil, un millón de fusiles, pueden ser derrotados. El alma humana, no.

    Ángel Ossorio y Gallardo,

    Las trincheras románticas, La Vanguardia,

    15 de noviembre de 1936

    Sin figuras de carne y hueso que acrediten los hechos y levanten puentes de empatía, el significado único de ese acontecimiento irá perdiendo grosor e intensidad, hasta confundirse con otros tantos fenómenos históricos. No será el olvido lo que nos asediará, sino la indistinción, forma suprema y voraz de la indiferencia.

    Francesc-Marc Álvaro,

    Los últimos, La Vanguardia,

    16 de diciembre de 2009

    La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido.

    Gabriel García Márquez

    Si llegas a tiempo, aunque esté frío, dame un beso.

    Eugenio Mesón, fusilado en 1941, a su esposa Juana Doña, escrito en la nota de capilla.

    Marcos Ana,

    Dime cómo es un árbol

    PRÓLOGO

    PACO ETXEBERRIA GABILONDO

    Profesor Titular de Medicina Legal y Forense UPV/EHU

    Presidente de la Sociedad de Ciencias Aranzadi

    Hace ya muchos años, el libro de José de Arteche titulado El abrazo de los muertos pasaba entre nuestras manos de juventud provocando una inquietud en tiempos de miedos y olvidos. Necesitábamos madurez y experiencia para entender su mensaje y despertar con ello el compromiso por lo que ahora llamamos memoria histórica.

    Arteche pertenecía a la generación de quienes, habiendo participado en la guerra, tuvieron la suerte de ganarla. Con todo, lo esencial de su libro no radica en elogiar los éxitos de aquella guerra ni de hablarnos de los héroes de un lado o de otro. En realidad su libro expresa una tragedia y una gran decepción por el desastre que supuso para todos. ¿Verdaderamente Arteche había ganado la guerra?

    Y es que el título Maizales bajo la lluvia nos ha recordado algunos de los paisajes que se describen en El abrazo de los muertos como escenarios de contienda y en donde quedaron enterrados muchos gudaris y milicianos.

    Recuerdos y memoria que vuelven una y otra vez y que deben ser ordenados tal y como lo ha hecho en este libro su autor Aitor Azurki.

    Aunque los testimonios son vivencias parciales y subjetivas de quienes se jugaron la piel en la primera línea, son trozos de verdad, y por ello deben ser tenidos en cuenta con la misma fuerza que los documentos de archivo para conocer nuestro pasado. ¿Alguien puede negar la importancia de los testimonios de quienes sufrieron penalidades en los estados de excepción que vivimos al final de la dictadura? Lo importante no es la certidumbre absoluta de quienes recuerdan su pasado, sino la valoración que realizan del mismo y su significado en el presente.

    Cierto es que en los últimos años los historiadores se han desconcertado al comprobar la irrupción en el escenario de la historia contemporánea de periodistas, antropólogos sociales, cineastas, poetas, músicos, etc. que con sus aportaciones han ensanchado el conocimiento de nuestro pasado reciente, poniendo carne y hueso a cada historia.

    Para todos ellos se reclama objetividad e imparcialidad, y se nos recuerda que el mayor peligro de lo que llamamos memoria histórica es querer construir una historia del pasado desde los intereses del presente. Ya lo sabemos.

    Frente a quienes niegan el valor del recuerdo y la memoria, surgen opiniones como la de Manfred Osten que, en su libro La memoria robada, nos explica el deber de memoria como algo actual y vigente en las sociedades modernas que construyen su presente y piensan en el futuro afianzando valores de convivencia democráticos con base en el conocimiento de la verdad y en la experiencia de las tragedias colectivas. Verdad, justicia y reparación que reclaman los perdedores de aquella guerra que además fueron maltratados por una cruel dictadura y por la propia historia.

    Así es, en los libros de historia también existen cunetas. Es decir, espacios vacíos o en blanco que ahora se van rellenando de contenido, al igual que descubrimos las fosas en el terreno que pisamos.

    Por razones seguramente parecidas, tan solo hace diez años iniciamos el estudio serio y riguroso de la tragedia que vivieron nuestros padres en una guerra civil espantosa y no menos dictadura franquista posterior. Y al hacerlo, nos encontramos a nosotros mismos tal y como le ha ocurrido a Aitor Azurki, que lo describe en su epílogo. De este modo todos hemos descubierto que la memoria histórica no es una cuestión lejana ni del pasado. Es actual y está vigente.

    Sin saberlo, nos introdujimos en nuestra propia historia contando con la colaboración de miles de familias que nos han abierto sus puertas y su corazón. Es difícil explicar lo que significa que una persona de edad relate sus vivencias rodeado por sus recuerdos y algunos elementos de prueba de aquella época, como fotografías, papeles envejecidos y hasta objetos traídos de la prisión que se conservan como única herencia de valor incalculable. El contenido humano de esta experiencia está muy por encima de cualquiera de las críticas que se han hecho desde la distancia y el desconocimiento. Por eso no nos afectan.

    Las manos de muchos gudaris temblaban al mostrarles la hebilla del cinturón con el escudo del Gobierno Vasco de 1937 que encontramos en uno de los cuerpos exhumados en las fosas de Intxorta. Todavía tenían lágrimas para llorar como niños por sus compañeros que dejaron la vida en muchos maizales bajo la lluvia. No hay escritor que pueda expresar ese momento tan especial en donde una historia personal en el ámbito de lo privado pasa a la esfera pública después de tantos años de silencio obligado. Lo obligatorio ahora es dar a conocer esa historia.

    La misma hebilla, en las manos del lehendakari en la sede del Gobierno Vasco, adquiría también todo su significado, y lo simbólico se ponía por encima de cualquier análisis racional que pudiéramos hacer del caso. Así, la fotografía de la hebilla con su escudo pasaba al imaginario colectivo a través de los medios de comunicación. En un instante el símbolo se incrustaba en nuestro cerebro para siempre.

    Y es que los seres humanos guardamos mejor en nuestra memoria aquellas cuestiones que fijamos mediante sentimientos y emociones. Así lo expresan quienes en este libro son entrevistados, que rompen su silencio porque hay gente que ha sabido preguntarles desde una posición objetiva.

    Aquel ixo que durante años nos decían en casa se explica ante el pánico que tenían nuestros mayores por el horror de las vivencias en aquella guerra. Pero ahora son otros tiempos y entre todos estamos logrando romper el silencio y dar valor a cada uno de los recuerdos y memorias de gentes sencillas cuyos relatos no se encuentran en los grandes libros de historia escrita para los héroes. Los testimonios y los protagonistas de aquella tragedia que aparecen en este libro representan la conciencia ética de la generación que lo perdió todo por unos ideales legítimos a los que debemos un respeto.

    Parece como si los lápices que encontramos en las fosas junto a las víctimas, representando con ello una gran frustración, hubieran vuelto a cumplir su misión en cada uno de los testimonios de este libro. Los mismos lápices que emplearon los gudaris y milicianos para expresar sus ideas y sentimientos.

    MAPA GENERAL

    17 de julio de 1936. Comienzo de la guerra [1+2].

    4 de octubre de 1936. Frente estabilizado en Eibar/Elgeta [3].

    19 de junio de 1937. Última ofensiva golpista [4].

    CONTEXTO

    Datos cronológicos

    Inicio de la Guerra Civil:

    17/07/1936: Estalla la sublevación militar.

    22/07/1936: Bombardeo sobre Otxandio.

    05/09/1936: Caída de Irun.

    13/09/1936: Caída de Donostia-San Sebastián.

    Guerra de posiciones:

    07/10/1936: Constitución del primer Gobierno Vasco.

    30/11/1936: Comienzo de la batalla de Villarreal.

    La ofensiva final franquista:

    31/03/1937: Bombardeo de Durango.

    26/04/1937: Bombardeo de Gernika.

    19/06/1937: Caída de Bilbao y fin de la guerra en Euskadi.

    Continuación de la guerra en el Norte:

    24/08/1937: ‘Pacto de Santoña’.

    26/08/1937: Caída de Santander.

    21/10/1937: Caída de Gijón y fin de la guerra en el Norte.

    INTRODUCCIÓN

    Son los últimos, ya no quedan casi; y los que quedan, pasan desapercibidos totalmente. Pero todavía se puede ver alguno, con su txapela, andares pausados y más de noventa años a sus espaldas, recorriendo nuestras calles. Son los que lo dieron todo y no han recibido nada. Los olvidados y enmudecidos triplemente: enmudecidos por la dictadura franquista, esquinados por la Transición y olvidados en la democracia a causa del tiempo y del silencio. Probablemente para cuando se lean estas líneas muchos de sus protagonistas habrán fallecido ya –ojalá me equivoque– y no conocerán la publicación de sus vivencias, de los avatares de la vida de sus camaradas del frente y compañeros de celdas. "Siempre he llorado la muerte de un gudari, porque con él se va un pedazo de la historia de Euskadi", lamentaba el dirigente nacionalista e historiador Luis Ruiz de Aguirre, Sancho de Beurko.

    Y, en efecto, su pena se ha repetido un sinfín de veces a lo largo de estos últimos años: muchas personas han dejado este mundo sin pena ni gloria, sin poder dar testimonio de lo vivido porque nadie se lo había pedido, porque nadie se interesaba por ello(s); pero, esta vez al menos no se han marchado olvidadas por completo: cada letra de esta obra forma ya parte de sus vidas, cada palabra conforma su pequeño trocito de recuerdo; cada frase es parte ya de una memoria colectiva que pide a los cuatro vientos no ser arrinconada ni fusilada en el paredón de los rechazados históricos. Porque, a decir verdad, a veces conviene recordar las sabias palabras de Fred Berence en Los papas del Renacimiento: Pese a ciertas teorías que se interesan por largas explicaciones, falseadas o sobrepasadas en la generación siguiente, y se burlan de la pequeña historia, esta interviene sin cesar en la grande y, frecuentemente, la determina.

    Esto es lo que es: una recopilación de testimonios, historias menudas de gente corriente. Ya lo escribió antes que muchos de nosotros Luis María Retolaza para la obra Diálogos de guerra. Euskadi 1936, de Carlos Blasco Olaetxea: El libro que prologo ni habla de grandes líderes ni son grandes líderes quienes hablan. Solo hombres que compartieron, con muchos otros, una esperanza y un anhelo de libertad. Son hombres que cuentas sus vivencias, que nunca se atribuyen un protagonismo y que siempre recuerdan a otros… […]. Tampoco nos cuentan historias gloriosas ni adoptan un aire apologético. Cuando resaltan actos de heroísmo nunca describen actos de heroísmo militar, de arrojo para conquistar un objetivo… sino de humanidad y solidaridad.

    Esto es lo que es: un ejercicio para extraer desde lo más hondo y olvidado de la memoria aquellos matices, aquellos detalles y sentimientos que puedan arrojar algo más de luz a las oscuras páginas de nuestra historia. Estos diminutos aspectos, estos colores, atmósferas, temperaturas, climas, denominados por el escritor Ryszard Capuscinski como imponderabilia, nos ayudan a comprender con mayor amplitud el complejo universo que se esconde tras los sucesos históricos. Naturalmente, nadie es objetivo, pero aquí tampoco se pretende. Y menos en este caso concreto, pues esta no pretende ser una lección teórico-histórica sobre la Guerra Civil. Nada de eso.

    Los testimonios aquí recogidos son lo que son: vivencias parciales y subjetivas de quienes se jugaron la piel en la primera línea y fueron castigados con destierros y años de tratos inhumanos en prisiones; pasajes de los sin voz que han permanecido durante más de setenta años en la sombra; los verdaderos protagonistas enmudecidos. Retener lo que desaparece inexorablemente, recordar lo vivido, hacer hablar a los que nunca hablaron pero sí actuaron, a los que no producen discursos ni documentos importantes pero son los que a menudo soportan el peso de los acontecimientos históricos es una de las principales tareas de la disciplina, apuntaba con acierto el historiador Juan Carlos Jiménez de Aberásturi en Protagonistas de la historia vasca: Sebastián Zapirain. Nosotros, por tanto, hemos querido acercarnos a los que resultaron los más esquinados, a aquella juventud antibelicista que fue la carne de cañón del frente, los sin nombre que sufrieron represión y muerte tanto en cárceles como en batallones de castigo, los brazos y piernas de la resistencia bélica antifranquista.

    Esto es lo que es: un trabajo lleno de huecos, imperfecciones y vacíos en tanto en cuanto ha sido narrado de viva voz por sus protagonistas directos, aferrados siempre única y exclusivamente a sus recuerdos. Vistas las marcadas huellas clavadas a sangre y fuego en nuestros testigos, se han pretendido plasmar las narraciones tal y como surgían, con la naturalidad y la espontaneidad que le caracteriza a la conversación oral y haciendo hincapié en la esencia de los relatos, procurando no dar un excesivo tono literario que pudiera diluirlos.

    Se trata de once relatos personales de diferentes tendencias políticas que a menudo se entrecruzan entre sí, con personajes históricos que aparecen y desaparecen saltando de una narración a otra, así como las mismas situaciones vistas desde diferentes lugares y distintos prismas. Son, en definitiva, los portavoces involuntarios de una época: en torno a cada una de ellos gira un mundo, un ambiente ideológico, unas personas ya desaparecidas que reviven cada vez que son mencionadas, como si se levantaran y regresaran orgullosas del oscuro agujero del olvido para simplemente decir aquí estoy o me ocurrió a mí. Y recordar a estos seres humanos es obligarlos a afrontar un destino imperecedero, un futuro que ya no esperaban, que ya no los esperaba. De esta forma, los retiramos al menos por un instante de su oscuro letargo, de su forzoso encierro, de su adiós involuntario. De vez en cuando, también es obligarlos a vivir.

    Admite el que estas líneas escribe que al principio de esta pequeña-gran empresa, cuando únicamente era solo una simple idea, veía a los veteranos combatientes totalmente idealizados, algo así como héroes o mártires de la libertad. Pero, a medida que nos hemos ido acercando a ellos, a sus familias, a sus sufrimientos, a sus años robados a desgarro, uno se da cuenta de que son, simplemente, personas corrientes a las que les tocó vivir unos trágicos momentos de nuestra historia y optaron por empuñar las armas para defender las libertades. Hemos podido comprobar que no piden mucho, únicamente que se valore su esfuerzo, se cuente su punto de vista y se recuerde a los múltiples compañeros que quedaron en el camino.

    Por si esto fuera poco, amén de ser valientes por lo que hicieron –porque hay que serlo para enfrentarse y no desentenderse–, también lo son por lo que no hicieron: creerse más que el resto y alardear por bailar con la muerte en más de una ocasión. Pero no. Son bastante más humildes de lo que por las circunstancias que les tocó vivir deberían ser. Prueba de ello, los recibimientos de brazos abiertos que nos han dispensado, dándonos todo sin pedir nada a cambio. Todos y cada uno de ellos, en la medida de sus posibilidades, nos han su abierto su baúl de la memoria para contarnos sus más gratos recuerdos, sus más trágicas evocaciones. Dicen que no somos nadie para mitificar a nadie; son las frases, las palabras mismas que corren a mares por delante de nuestros ojos las que muestran, demuestran. Aferrados a sus trincheras de la mente, con los recuerdos como única arma, estos supervivientes resisten disparando palabras desde el último frente que les queda: el de su memoria.

    Aitor Azurki

    Donostia-San Sebastián, marzo de 2010

    MARCELO USABIAGA JÁUREGUI

    Ordizia, 30 de octubre de 1916. Fusilero del Batallón Rosa Luxemburgo (PC), delegado de las JSU en el Frente Popular y teniente de una batería antiaérea republicana

    ¡Quieres creer que cuando se salía del penal de Portaceli al juicio, todos los que iban a ser juzgados pensábamos más que en la pena capital en la chuleta o en la comida que nos iban a dar! Porque se decía que las mujeres de Valencia al juzgado solían llevar comida a los que iban a juzgarlos y les daban de regalo un bocadillo. ¡Pensábamos más en el bocadillo que en lo que nos iban a pedir! ¡Además convencidísimo! Porque pasábamos tanta hambre allí que decías: Bueno…. Estabas convencido de que te iban a fusilar.

    Durante más de dos décadas no conoció más mundo que el que albergaban las gruesas paredes de las prisiones franquistas. Ahora, a sus más de noventa años, irradia felicidad y ganas de vivir por los cuatro costados, como si quisiera recuperar el tiempo que le fue arrebatado en la más de media docena de cárceles que pisó. Se dice pronto: veintiún años entre rejas por luchar en pro de la democracia y la libertad. Hombre de mediana estatura y porte fuerte, Marcelo muestra una vitalidad sin par. Así es él. Posee una voz grave y fuerte, como la de los rudos trabajadores de antaño curtidos en mil huelgas y horas de trabajo; en su tono de voz se aprecia un cierto acento catalán, aunque obviamente no lo es. Peculiaridades de cada persona.

    Nos hemos citamos con él para realizar un pequeño reportaje acerca de los maquis de los años cuarenta en Euskadi, con el fin de emitirlo después en el noticiario nocturno de Euskal Telebista. Nos acercamos hasta su casa en Hernani; es el 1 de marzo de 2007. Tocamos el timbre del portal: Buenos días. ¿Marcelo?. ¡Al aparato!, contesta enérgicamente. Para cuando subimos, nuestro hombre aguarda con la puerta entreabierta, tras la que nos recibe con la mano tendida. Hola, ¿es usted Marcelo Usabiaga?. Sí, soy yo. Pasamos al salón. Sus grandes y arrugadas manos son la viva prueba de los terribles momentos vividos, bien en la Guerra Civil, y bien después en las prisiones. Las mueve constantemente para acompañar y darle fuerza al relato, como queriendo transportarnos tiempos atrás, a esos años oscuros e inhóspitos del siglo XX.

    A decir verdad, conforme vamos hablando con él nuestro grado de incredulidad aumenta, pues no llegamos a comprender cómo una persona puede tener tan privilegiada memoria hasta el punto de acordarse día a día de los avatares sufridos, de los nombres y apellidos de las decenas de personas que se han cruzado en su vida, de los centenares de sucesos ocurridos en su casi centenaria trayectoria. Espera aquí. Enseguida te traigo las fotos. Se levanta del sofá y corre cual quinceañero hacia su cuarto sin pensárselo dos veces. No en vano, su afición por la bicicleta lo ha mantenido siempre en forma y, aún hoy, sigue utilizándola todos los días. Es, además, de toda la vida militante del Partido Comunista de España.

    Otra de las particularidades que presenta es su fina oratoria, capaz de atrapar hasta al más incrédulo de los oyentes. Usabiaga sabe transmitir a la perfección las emociones de sus recuerdos, las conversaciones con los protagonistas de aquellos episodios que acontecieron en extremas circunstancias. De entre todos ellos, nunca desaparecerá de su mente la imagen de su hermano sentado en un desmonte. La última vez que lo vio.

    Por todo ello, su trayectoria personal no podría ser catalogada como normal: la muerte la ha sentido muy próxima en demasiadas ocasiones, casi la ha palpado, como si fuera su molesta compañera en el largo viaje de la vida: ha visto con sus propios ojos cómo se llevaban, gritando el nombre y apellido de una forma seca y fría, a compañeros de celda al pelotón de fusilamiento. Ha combatido, además, en diferentes frentes y ha huido varias veces de las garras de los golpistas. Nada más arrancar la conversación, nos percatamos: el hombre que tenemos enfrente es pura historia viva.

    Juventud activa

    Sus padres –de convicciones republicanas– no tenían dinero como para pagar los estudios a sus hijos, por lo que Marcelo tuvo que ganar una beca con su propio sudor y comenzar así a estudiar perito mercantil en el Instituto de Irun, localidad donde residía. Recuerda perfectamente cómo tras proclamarse la II República, el pueblo de Irun se movilizó muchísimo. La gente iba –yo con mis padres– en manifestación por el puente Internacional a recibir a los españoles que estaban refugiados y que iban viniendo.

    Marcelo Usabiaga (a la izquierda) junto a su hermano Bernardo (de pie en el centro) y dos compañeros en la sede de la FUE de la villa fronteriza (Irun, 1935).

    En 1933, después de finalizar la formación de perito, dio un paso más y se animó a estudiar para profesor mercantil en la capital guipuzcoana. En esa época ya me había metido en la efervescencia política de entonces, subraya. De hecho, el joven Marcelo ya era miembro de la FUE[1] y, posteriormente, cuando contaba con diecisiete años ingresó en la Juventud Comunista. Así es como comenzó su militancia política. Su primera tarea consistió en guiar a los mineros asturianos que huían de la represión desde San Sebastián a Irun tras la fallida Revolución de 1934. Sin embargo, en una ocasión fue arrestado y trasladado a la prisión de Oviedo: lo golpearon durante días hasta que finalmente fue puesto en libertad y pudo retornar a casa. Para los dieciocho años, ya estaba muy curtido en la lucha.

    ESTALLA LA CONTIENDA

    Los primeros preparativos

    ¡Oye, en Madrid hay una sublevación! ¿Qué?

    El año 1936 fue para Marcelo clave en su vida, ya que en aquella época era uno de los militantes más activos del Partido Comunista en Gipuzkoa: tomó parte en infinidad de reuniones clandestinas y ostentaba el cargo de secretario del Sindicato de Oficios Varios de la UGT, amén de realizar otra clase de tareas, tales como construir artesana y secretamente multicopistas manuales con la ayuda de su padre. Justamente el día 17 de julio, nuestro protagonista se hallaba sumido en una labor un tanto curiosa:

    El alzamiento me cogió en San Sebastián, ofreciendo a la UGT en la calle 31 de Agosto multicopistas a trescientas pesetas, cuando en el comercio estaban a ochocientas. Allí me dijeron: ¡Oye, en Madrid hay una sublevación!. ¿Qué? Esto sería a las tres de la tarde. ¡Joder! Cogí rápidamente el tren hasta Irun, fui directamente al local del Partido y allí no sabían nada. Estaban un poco pendientes, porque había una tensión muy grande. Nos reunimos la Juventud Comunista: al frente de estas estaban Cándido Pujol[2], el secretario de organización Agapito Domínguez[3]… ¡Oye, que se han sublevado! ¿Qué? ¡Me cago en la puta! Esto es de los requetés. Seguramente ahora vendrán aquí.

    De lo primero que se acordó el entorno de Usabiaga fue de los tradicionalistas navarros porque, encontrándose el pueblo de Bera a unos doce kilómetros de Irun, los guipuzcoanos solían acudir frecuentemente a bailar con las chicas de la localidad. Así es como tenían conocimiento de lo que ocurría en el territorio limítrofe. Y en tal situación de rebelión golpista, sin dudarlo ni un instante, las fuerzas de izquierda comenzaron a organizarse:

    Se montó –no digo que fuéramos nosotros– en el Círculo Republicano de Irun, en la plaza del Ensanche, una especie de Comité de Guerra que lo habrían formado los partidos. Nos llamaron allí. Enseguida vimos organizar y nosotros por nuestra parte formamos grupos de amistades de la FUE, de la Juventud Comunista y con las Juventudes Socialistas, que teníamos relación con ellos. Lo primero que hicimos fue asaltar una ferretería de Irun, venta de escopetas y demás: cogimos una docena de escopetas, cada uno sacó de sus padres o de donde fuera las escopetas que tenía y se formó una especie de pequeña unidad para irnos a Navarra. Y entonces nos dicen: Oye, ¿sabéis que hay un camión blindado?. ¿Eh? Sí, sí. Hay un camión que se ha blindado, le han puesto unas chapas y vamos a ir con eso a Navarra. El camión vino a la plaza del Ensanche y montamos en él ocho, nueve o diez. De ellos cuatro o cinco chicos de la Juventud Comunista. Y salimos hacia Bera. Esa fue la primera acción.

    Tras formar un grupo de unos veinticinco hombres, con el arrojo que daba el hecho de poseer un vehículo blindado, se dirigieron hacia dicha población con el fin de averiguar la atmósfera que reinaba por aquellos lares y, sobre todo, para comprobar si la Guardia Civil de la localidad se había sublevado. La caravana marchaba veloz, entre algún que otro alarido o bocinazo mezclado con el traqueteo de los vehículos. A algunos voluntarios se los apreciaba eufóricos; otros fumaban y conversaban expectantes; los menos, callados, sumidos en sus pensamientos, intuyendo tal vez que el conflicto realmente no sería un paseo triunfal como creía la mayoría. A su paso, el paisaje presentaba un aspecto usual: caseríos en aparente tranquilidad, animales pastando apaciblemente, verdes maizales en crecimiento, las gentes en sus quehaceres diarios…

    En contraposición al campo, el fantasma del levantamiento armado planeaba ya sobre los núcleos urbanos; Irun no era la excepción. En muchas de las poblaciones de Gipuzkoa y Bizkaia se repetían las mismas estampas: 18 de julio. Tiemblan las calles de Tolosa al paso de una larga caravana de camiones desvencijados, llenos a tope de gentes imberbes, armados, cerrados los puños y desgañitándose las gargantas con gritos de vivas o mueras. Pero, ¿quién es esta gente y adónde va? Piden armas, pero, ¿para qué y contra quién? Solo la radio podía darnos la respuesta y la respuesta fue bien clara. ¡Se han sublevado los militares en contra de la República! Entonces cambian los gritos: ‘¡Armas, armas!’ En mi pueblo, aparte de doscientas o trescientas escopetas de caza no había más fusiles que los de la Guardia Civil, cuyas guarniciones destacadas en Guipúzcoa fueron, en los primeros días del movimiento, leales a la República. Hubo incluso quien dio la vida por ella, escribió en sus memorias el histórico delegado del Gobierno Vasco en el exilio Germán M. de Iñurrategui[4].

    Fíjate las ideas que teníamos de la guerra que el camión se blindó con chapas a los costados, ¡y no le pusieron arriba! Como una especie de comitiva llegamos a Bera, con unos cuantos coches y delante el camión; fueron a hablar con la Guardia Civil. Mientras tanto, nosotros con el blindado en la carretera. El cuartel estaba arriba, y al rato volvieron: Oye, que no están sublevados. Están con nosotros. ¡Vale, pues venga! Y alguien dijo: Yo me voy para atrás, porque vienen los requetés de Etxalar y son muchos. No hay nada que hacer. En ese momento, como medida de precaución, el camión blindado y los coches retrocedieron, entre los que estaba el famoso coronel de carabineros Ortega[5]; conocidísimo republicano de Irun a quien el 18 de julio le hicieron teniente o capitán y oficialmente era el jefe de la defensa de Irun.

    Descubiertas monte a través

    Finalmente, como medida preventiva, el convoy de voluntarios optó por situarse en el lado más próximo a la villa fronteriza del puente de Endarlatsa, con el objetivo de bloquear el paso a las columnas sublevadas navarras.

    Hicimos una especie de trincheras o parapetos al lado amontonando todo lo que había, porque pensábamos que los requetés vendrían de Etxalar, por la carretera. Entonces a alguien se le ocurrió que el puente había que volarlo, porque de repente: ¡Oye cuidado, que se va a volar el puente!. ¡Bueno, bueno! Yo no estuve allí mismo, pero el caso es que se voló, afortunadamente, porque luego Irun se pudo defender tanto tiempo, hasta septiembre, porque no pudieron pasar.

    Efectivamente, al alcanzar Endarlatsa los insurgentes se toparon con el primero de los impedimentos: los carabineros de Lesaka y Bera se habían posicionado a favor de la República y, lo que era aún peor, el puente había sido dinamitado. El paso estaba cortado.

    Que luego nos enteramos: en la caravana que fue a Bera, entre los que íbamos había un tal Sirio Trubia. Era un minero asturiano que llevaba años viviendo en Irun, porque en el pueblo había unas minas en Minazuri. Y este era uno de los técnicos en voladuras. Por lo visto mandó traer dinamita y dicen que fue él quien mandó hacer aquí un agujero, aquí otro, aquí otro…; y el puente se voló. Pasamos un día allí.

    La comitiva izquierdista, satisfecha por echar abajo el viaducto que conectaba ambos lados del río Bidasoa, se replegó hacia Irun triunfante, pero con la mente puesta en las labores de resistencia, que no habían hecho más que comenzar.

    ¿Luego en Irun ya qué hicimos? Formar pequeñas cuadrillas de ocho o nueve y recorrer todos los montes de los alrededores. Porque la idea que teníamos nosotros de la guerra era que nos iban a atacar desde Navarra. Claro, para entonces ya sabíamos que el cuartel de Loiola, en San Sebastián, estaba sublevado, que estaba resistiendo, que no se entregaba… Claro, pero nosotros estábamos allí en el pueblo… ¡Que venían de Navarra los requetés! Ya ellos habían avanzado hasta Endarlatsa y al no poder pasar el puente, lo que hicieron fue dejarlo, cruzar el río e irse hacia los montes. Y nosotros que sabíamos eso, ¡pues a recorrer los montes con las escopetas! ¡A hostigarlos! Ya llegaron algunos fusiles de algún armamento, llegaron también pistolas ametralladoras hechas en Gernika; máuseres.

    Irun y Donostia eran objetivos prioritarios para los insurrectos por su condición de frontera con Francia: debían cortar sus comunicaciones con el exterior. En esas primeras jornadas, además, no se podía hablar de frentes estables ni de encarnizados enfrentamientos. Las posiciones no estaban definidas. Por ello, tanto las actividades organizativas como las defensivas en los partidos políticos y sindicatos leales eran incesantes, frenéticas, improvisadas. Así fue, por ejemplo, la primera de las acciones en la cual participó este entrevistado:

    El cuartel de la Guardia Civil de Irun no se sublevó, y me acuerdo que nos dijeron: ¡Están en Oiartzun!. Nos acercamos a la zona de las peñas de Arkale treinta o cuarenta jóvenes de Irun en varios camiones. Llegamos y ya había varios allí: ¿Quién es usted?. ¿Yo? Guardia Civil. Ah, vale, vale… Iban vestidos como nosotros, de paisano. Había un grupo allí porque el enemigo había pasado por Endarlatsa y quería enlazar con el sublevado cuartel de Loiola en San Sebastián: querían llegar, pero no podían. Veíamos Oiartzun tomado por los requetés; habían llegado ya; desde la peña de Arkale los dominábamos a mil quinientos o dos mil metros al camino que iban. Y allí les disparábamos, a todo bicho viviente, ¡pum! Tiro. Estuvimos un día, porque estaba muy lejos Oiartzun; no era una buena posición, había que acercarse más y no nos atrevimos: te cogen los de abajo y te acribillan.

    La última vez

    Marcelo recuerda con enorme tristeza los últimos instantes en que vio a su hermano Bernardo Usabiaga, de tan solo diecisiete años, vivo. Una patrulla de hombres bajaba del monte, entre ellos nuestro narrador. Su hermano, en cambio, aguardaba con su gente la orden de subir para las posiciones situadas en el alto de Pikoketa:

    Cuando iba yo al convento del Pilar –de monjas– rehabilitado como cuartel de las milicias, no recuerdo si fue el día 20 de julio o el 25, me encontré sentado en un desmonte de una carreterita a mi hermano con un grupo de gente, siete, ocho o nueve, sin armas, y le pregunté mientras pasaba de largo: ¿Qué hacéis aquí?. Vamos a subir a Pikoketa ahora. Uy…, pensé. ¿Qué tal lo demás? Ah, pues muy bien. ¡Vale, hasta luego! ¡Hasta luego! La última vez que le vi…

    Sorpresivo ataque

    Será una acción suicida.

    Es un precioso y luminoso día de invierno, el 10 de marzo de 2007, con el sol calentando nuestras cabezas, cuando llegamos a las majestuosas cumbres de Peñas de Aia, al pico de Erlaitz en concreto. Nuestra finalidad no es otra que visitar in situ los lugares más significativos de las vivencias de nuestro protagonista. En lo alto de una loma se distinguen unas ruinas que antaño fueron un cuartel de Carabineros; De la primera guerra carlista, subraya él, que no duda en explicarnos con todo lujo de detalles los pormenores de la operación suicida en la cual se embarcó.

    Hicimos otra acción en este antiguo cuartel de Carabineros aisladísimo en el monte, ya ves que son ruinas, pero que domina todo aquello. Fue una acción curiosa, porque hacia últimos de julio nos escogió Manolo Cristóbal Errandonea[6], que prácticamente era el que mandaba porque conocía todos los montes por ser contrabandista, además de secretario general del Partido Comunista y taxista. Nos llamó a diez escogidos y nos dijo: ¡A por Erlaitz! ¡Que lo han cogido!. ¡Oye, pero cómo vamos a ir con solo diez hombres! Será una acción suicida –dijo él–. Porque si no cogemos Erlaitz, el enemigo desde aquí entra cuesta abajo a Irun y lo toma. Claro, nosotros pensando que había cientos de soldados ya en Erlaitz. Los cogeremos por sorpresa. Y por sorpresa fue: dormimos en el caserío Arrizurta, pasamos toda la noche y antes del amanecer nos levantaron: Vamos. Todos andando, dijo Cristóbal. Nos dieron fusiles y pistolas y, paso a paso, rastreando el camino ya vimos las casas y nos agazapamos muy cerca. No oíamos nada. Qué raro… Cuidado, si oís campanillas no os fiéis, porque son requetés, que se las ponen para que creamos que son corderos. Al amanecer, atacamos a punta de bayoneta: Ahora, vamos a atacar a la vez, cuando diga yo ‘adelante’, corriendo a por ellos, dijo. ¡Adelante! Salimos corriendo, entramos en la casa de cabeza, ¡y no había nadie afortunadamente! Unos platos y cubiertos en una mesa y nada más. Nos quedamos todos sorprendidos. En una esquina había uno. Lo vi yo: Oye mira, hay uno tumbado allí. Fuimos donde él y estaba muerto… Estaba boca abajo, le dimos la vuelta y tenía clavada una bayoneta en el pecho. Buaaaah. Una cosa…

    Usabiaga pone cara de asco al recordar la estampa del cadáver. Pero sin ningún tipo de pausa, prosigue.

    Todo de sangre aquello. Y le miré la cara y: ¡Jodé! ¡Si es el hijo del Alemán!. Un chaval de diecisiete o dieciocho años, hijo de un sillero de Irun. ¡Estaba allí muerto! ¡Oye, aquí hay otro! Vimos otro muerto por ahí, otro por allí… Además a bayonetazos… Nosotros impresionados. ¡Cuatro muertos! A los demás no los conocí, ¡además, ni me acerqué yo ya! Los requetés habían asaltado el fuerte y habían matado a los que pillaron. Eran milicianos del pueblo…

    Nerviosos ante el inesperado descubrimiento de los cadáveres, los diez atacantes se mostraban tensos, entrando y saliendo del cuartel, sin apenas saber cómo obrar y con el miedo metido en el cuerpo.

    Entré a la casa otra vez y había una línea telefónica, porque en ese momento había un telefonista al otro lado hablando con Cristóbal por teléfono. Y este le estaba diciendo: ¡Jodé, que soy yo, Manolo! ¡No me oís o qué!. Le dirían algo por teléfono y él decía: ¡Jodé, que soy yo! ¿No me conoces por la voz o qué? ¡Bueno, pues ya está bien! ¡Mandad refuerzos enseguida que esto está en nuestras manos!. Claro, él no daba muchas explicaciones porque era el jefe allí, ¡y nosotros unos chavales! No habían cortado la línea telefónica y en Irun pensaban que era el enemigo, ¡no se creían que lo habíamos conquistado! Estuvimos todo el día y al atardecer: Bueno, ¡para el pueblo!; ya subieron refuerzos y nosotros bajamos a descansar. En el camino, mi amigo Agapito Domínguez dijo: Yo me voy a Pikoketa. ¡No me jodas, tú!, le dije. No; voy a ir porque está Mercedes. Mercedes era una miliciana que era su medio novia. Bueno, bueno, pues vete para allí.

    Cuando llegamos al pueblo, al entrar en el Casino de Irun para comer, de repente a uno de los diez se le cayó la pistola, se le disparó y el tiro me entró por el tobillo. Aún tengo la marca. Fue una herida superficial: pegó en el tendón, no le hizo nada pero me desmayé. Me llevaron a la Cruz Roja, estuve ingresado y me curó una monja. Claro, yo ya no intervine más en batallas. Hecha la primera cura, y viendo ya que no era grave, me dolía mucho, pero bueno; le dije: Oye, que yo no voy a estar aquí parado. Bueno, pues vete. Y la monja me dio permiso para salir.

    LOS SUCESOS DE PIKOKETA

    Tras visitar Erlaitz, nos encaminamos a un recóndito lugar muy especial para nuestro protagonista; un sitio donde hace más de siete décadas acaeció uno de los sucesos que más le han marcado en su vida sin que él estuviera presente. Se trata de los fusilamientos en el alto de Pikoketa. Nos acercamos hasta la zona. Un caserío, grande, renovado, se alza frente a nosotros. Por aquí. Lo seguimos. Cruzamos unas vallas de trozos de madera y espinos; nos adentramos en un arbolado sito en una pequeña pendiente. Ante nosotros, un discreto monolito recuerda lo sucedido. El lugar es tranquilo, no se oye nada, apenas el canto de algún pajarillo. Con esa apacible tranquilidad, a primera vista jamás perturbada, nos resulta difícil imaginar cómo lustros atrás tal lugar se transformó en el mismo infierno para un puñado de jóvenes.

    En silencio, nuestro luchador nos señala con el dedo, de entre la hilera de nombres que figura en la piedra esculpida, uno: Bernardo Usabiaga Jaúregui. Su hermano. ¿Cómo terminó allí? ¿Por qué? Este es el relato de los hechos: El caserío de Pikoketa, que contaba con una ametralladora, era la posición más avanzada de los republicanos que permitía vigilar y hostigar al enemigo con relativa facilidad. Cuando los milicianos destacados en ese lugar se disponían a desayunar en aquella mañana del 11 de agosto, se encontraron que desde la niebla que atenazaba el lugar, surgieron varias ráfagas de metralleta que presagiaban el asalto de las tropas fascistas[7]. Allí mismo fue sorprendido Bernardo Usabiaga, así como su amigo Agapito Domínguez, junto a otros siete jóvenes de entre dieciséis y veinticinco años y cuatro carabineros gubernamentales. Todos los capturados fueron fusilados en el acto contra las paredes del caserío sin juicio previo.

    Marcelo Usabiaga muestra al autor el monolito de Pikoketa. Al fondo se aprecia el caserío donde fueron fusilados los apresados. (Peñas de Aia, 2007) [Fotografía: Irene Larrinaga Fdez. de Antona.]

    No supimos ni nombres ni detalles hasta mucho tiempo después: Oye, que han cogido a los de Pikoketa, dicen que los han fusilado…, pero era un rumor; aún nos quedaba un poco la esperanza de que aparecieran, como todo era tan movido… Más tarde se supo: según las referencias de dos de los fugados, Patxi Arocena y Alejandro Colina –este último estuvo escondido en un matorral todo el día y vio cómo fusilaron al resto–, los requetés asaltaron la posición y los milicianos se refugiaron en el caserío. A todos los que se metieron los cogieron. En grupo, frente al muro de la casa, les dispararon un montón de balas. Directamente. Hemos localizado diecisiete cuerpos. No se sabe si había más o menos, porque ten en cuenta que en aquellos días nadie sabía ni cuántas eran exactamente las tropas ni quiénes los milicianos; había gente de Asturias, de San Sebastián…

    Mientras lo explica, ininterrumpidamente mira el monolito; sin perderlo de vista, mueve los brazos al son de sus palabras. Después del relato, pese a los vivos colores de las flores depositadas por sus seres queridos, de pronto observamos el bosque teñido de tintes más oscuros, dantescos, sombríos. No tenemos el cuerpo para más preguntas, por lo que al cabo de quince minutos alcanzamos otra vez el coche y arrancamos rumbo a otra ubicación.

    El próximo emplazamiento se encuentra ubicado en el mismo alto de Pikoketa, donde nuestro comunista prosigue contándonos por qué parte penetraban las tropas sublevadas, por dónde les hostigaban ellos y cómo lo hacían. Aún lo vive. Su fuerte voz nos transporta hasta los primeros días de la contienda, cuando ni siquiera existían trincheras ni una defensa organizada; pero sí mucho valor. El mismo coraje que muestra aún hoy este enérgico guía.

    Al cabo de media hora, de nuevo al vehículo, pero esta vez, monte abajo hasta el cementerio de Irun. Allí reposan los restos mortales de los jóvenes ejecutados. Pero no desde siempre, pues en 1976, tras exhumar los cuerpos, el Ayuntamiento de la localidad les cedió un pequeño mausoleo. Desde entonces, año tras año el primer domingo de noviembre se celebra un pequeño acto de recuerdo y homenaje.

    Nada más llegar al panteón, nuestro protagonista se acerca a la placa; la toca, la acaricia; siente las rugosidades, las hendiduras como suyas. Mira, aquí están, susurra con los ojos puestos en los nombres. Son sus seres queridos, sus compañeros de lucha, a los que no olvida ni abandona.

    Defensa a vida o muerte

    El desafortunado accidente de la bala perdida lo obligó a pasar una larga temporada sin dedicarse a las labores de acción en primera línea. Pero su alma revolucionaria le impedía permanecer con los brazos cruzados y, como miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas en el Frente Popular[8], se hizo cargo de la oficina de Transporte, sita en el Casino de Irun, justamente en el mismo lugar donde fue herido. Regresaba por tanto al mismo punto, pero esta vez para desempeñar diferente trabajo, aunque las labores administrativas no eran lo suyo. Además, no soportaba permanecer tanto tiempo inactivo mientras veía cómo sus compañeros se dejaban la piel en el frente. Y a la primera ocasión que se le presentó, no lo dudó:

    Estando herido tuve que ir a una acción que fue la siguiente: nos llaman a Irun, a la Comandancia Militar al Ayuntamiento, al Comité de Guerra exactamente; y claro yo estaba que no podía andar, tenía un coche con mi chófer, con Martín Hojas, un miembro de las JSU o de la Juventud Comunista. Eran las siete u ocho de la tarde cuando me lleva al Ayuntamiento, a una reunión, y allí estaba el teniente de las tropas de la Guardia de Asalto, Margarida[9], jefe de la defensa de Irun en esos momentos. Allí estaba también Cristóbal… Total, que reparten los frentes a cada responsable de cada partido del Frente Popular. Dicen: A usted, Usabiaga, le ha tocado Puntza. A usted del Partido Socialista le ha tocado Saroia; a usted del Partido Comunista le ha tocado Pagogaña…. En fin, cada uno de los frentes. Bueno, ¿y de qué se trata?; porque yo no sabía nada, llegué allí… Y me acuerdo que dijo Margarida: La situación de Irun es desesperada. –Serían los días últimos de agosto.– Si ustedes no lo defienden, no lo defiende nadie. Y si queremos defender Irun, hay que ir para que no se abandone, porque el abandono de cualquier posición es perder Irun. Así que usted a Puntza. Y no vuelve aquí vivo sin decir que Puntza está seguro, ¿eh? Y si no, muere usted como es debido defendiéndolo. Textualmente. Y así a cada uno. Joder, qué huevos aquí, la hostia… Hombre, yo sabía que estaba mal la cosa, pero vamos, comentarios; pero en una reunión de ese tipo, que un militar te diga que vas allí, dejas tu vida y no vengas aquí, ¡joder! Bueno, bueno… Y salí para Puntza con Hojas.

    A la velocidad del rayo se dirigieron hacia la posición de Puntza, que se encontraba en las afueras de Irun, junto al río Bidasoa y dirección a Bera. Se trataba exactamente del último punto del barrio de Behobia, una curva que se tomaba antes de alcanzar el puente de Endarlatsa; a su izquierda, un antiguo cuartel de Carabineros. Los dos hombres llegaron al lugar sin conocer la situación reinante:

    Eran las ocho o nueve de la noche. Yo no sabía quién mandaba ni nada. Pregunto: ¿El jefe de aquí?. Me miran todos. Me encuentro con el responsable; un señor, ¡que no sé ni quién era! Qué pasa, ¿cómo está esto? Pues jodido; mal. Nos han atacado ya tres o cuatro veces; no sé qué vamos a hacer… Venimos de parte del Frente Popular, del Comité de Guerra. Vengo de parte de Margarida. Nos ha dicho que defendamos esto, y aquí estoy a tu disposición. Pídemelo y lo que pueda hacer lo haré, pero no puedo marcharme al Comité de Guerra sin la absoluta seguridad de que esto está defendido y de que no se ha entregado. Si se entrega tengo que quedarme aquí y morir con las botas puestas.

    Luego de dejar atrás el monolito de Pikoketa, arribamos al sitio que asignaron a Marcelo para defender, pero setenta años más tarde. En este momento nos percatamos de que todo está muy cambiado: hoy ya no queda nada de las faldas del pequeño monte donde se guarecía dicho emplazamiento republicano. Todo ha sido arrasado, lo han cortado de cuajo para colocar en su lugar un aparcamiento para camiones. Mas esto no supone ningún inconveniente para este excombatiente, que prosigue con su extensa explicación a orillas del Bidasoa. Con sus palabras todo se torna más oscuro, antiguo, más trágico; de nuevo, es como si retrocediésemos en el tiempo a aquellos trágicos instantes. Y después, ¿qué sucedió en esta posición?

    ¡Joder! Pues atacaron. Allí sí intervine en la batalla: al amanecer ellos vienen –unos pocos– desde la carretera avanzando y cuando se acercan se les hace frente desde arriba del monte con bombas de mano, metralletas y cañoncitos pequeños. ¡Había bastante armamento, eh! ¡Y claro, no podían avanzar! Era una posición desde la que se veía perfectamente la carretera. Avanzaban, retrocedían, llegaban corriendo, retrocedían otros corriendo… Y no avanzaron más. El problema era defenderlo para que no entraran a Irun. Había trincheras hechas, fosas, con sacos terreros delante, lo clásico; con agujeros, con mirilla además. Y cuando disparábamos lo hacíamos desde la mirilla y apuntando bien a la carretera, ¿eh? Para el poco conocimiento que teníamos de la guerra estaba bien fortificada: unos cuarenta hombres ya seríamos, todos con los fusiles preparados, y uno o dos cañoncitos también. Pero fue muy duro, muy duro. ¡Joder! ¡Yo venía del dispensario de la Cruz Roja! Joder, recién levantado de la cama y te meten allí a las nueve y media de la noche… Pero bueno, en fin, ¡tenía dieciocho años, oye!

    Croquis del ataque a Puntza, elaborado por Irene Larrinaga Fdez. de Antona, según explicaciones de Usabiaga.

    La mañana siguiente fue muy tensa. ¡Ten en cuenta que yo tenía la orden de no volver vivo a Irun si se retrocedía! Y estaba nervioso. ¿Si atacan y nos cogen qué hacemos?, pensaba. Recuerdo que estaba con el jefe del destacamento, y le dije: Oye, que aquí, si cae esto, tú y yo… adiós. Era un chico de unos treinta o treinta y cinco años, que decía: ¡Venga, bajad por ahí! ¡Tirad desde ahí! ¡Venga! ¡Subid por aquí! ¡Oye, no! ¡Que están parados allí! ¡Bueno, pues pegadle ahí, a ver!. Y ¡bum! Un cañonazo. Eran del siete y medio. Estábamos en cierta manera optimistas, porque tampoco veíamos una masa grande de gente en la carretera. Había ocho o nueve camiones embotellados en aquella curva, y que no avanzaban, que estaban parados… No tuvimos muertos, pero sí que hubo heridos de bala, que los retiraron enseguida.

    Lo relata con todo detalle; entretanto, camiones y automóviles a toda velocidad pasan sin cesar a nuestro lado. Hoy nos encontramos en plena carretera, entre el ruido de los motores y el olor del río que baja a morir al mar. Ayer, en cambio, el olor a pólvora y humo se había hecho dueño y señor de la atmósfera, acompañado del sonido de los tiroteos entablados esporádicamente por ambas partes. ¿Dejaría su vida algún enemigo en el intento por alcanzar Irun por la mentada carretera?

    Supongo que sí. Porque había una ametralladora que funcionaba de maravilla. Estaba disparando, ¡casi constantemente! A cualquier movimiento. Y cada vez que lo intentaron… Los soldados no podían salir a la carretera; en cuanto asomaba uno la cabeza y querían avanzar con coches, con camiones o con tanques, desde aquí se los cañoneaba y se los tiroteaba. Se quedaron parados camiones en mitad de la carretera. Yo recuerdo: Hemos pegado a uno, ¡y se ha quedado ahí!. Se veía uno que no avanzaba ni retrocedía. Veías a gente haciendo carrerillas cortas, se tiraban al suelo y no les veías más. Esta fue la primera batalla que vi al enemigo de frente. La infantería venía a las espaldas de los camiones: avanzaban y les veíamos; ¡Jodé! ¡Pues disparabas a cien metros de ellos, oye! ¡Además de arriba abajo! Y tuvimos suerte, se los contuvo. Por la tarde se calmó mucho; ya no avanzaron por aquí. Se oían tiroteos por arriba; suponíamos que atacaron hacia San Marcial. Y dos o tres camiones allí se quedaron, seguramente averiados.

    Esto sería el 1 o 2 de septiembre. Estuve todo el día siguiente y al anochecer, al igual que me habían mandado de Irun el recado de que no volviéramos vivos sin resistir, nos llamaron por teléfono del mismo mando militar diciendo: Usabiaga, que vuelva ya; para que fuéramos otra vez al Comité de Guerra. Entonces volví y allí no vi a nadie más; estaba yo solo. Me llamó uno porque no estaba Margarida personalmente, había otro que no sé quién era, y dijo: Bueno, tú eres el que viene de Puntza, ¿verdad?. Sí. Usabiaga, ¿no? Sí. Pues mira, se ha defendido bien. Felicidades. Me dio la mano. Así es que ha sido un éxito, Puntza está segura, no parece que vuelvan a atacar y se resiste en todas las posiciones, así que a aguantar más. Yo estaba con la herida en el pie y volví otra vez a la Cruz Roja. Allí otra vez me curaron y a Transportes.

    Uno o dos días más tarde las tropas alzadas consiguieron avanzar, a pesar de la tenaz resistencia de las milicias gubernamentales. Por lo visto los de Puntza se defendieron bien. Los requetés se metieron por atrás y casi los coparon, por lo que tuvieron que retroceder, pero no en plan anárquico, especifica Usabiaga. Los defensores, por tanto, poco a poco hubieron de retirarse hacia la villa fronteriza.

    Se había confirmado que habían fusilado a mi hermano y yo no había entrado en mi casa desde el 18 de julio, ¡fíjate! Y ya tuve que ir un día a calmar a mi padre: cuando se enteró de lo de su hijo se agarró un mosqueo y se fue voluntario a San Marcial, que es donde estaba la batalla más dura. Fui a casa, estuve un día con mi madre, con mi hermana –que luego murió en Francia–, mi otro hermano era un chaval… ¡Y bueno! Les calmé un poco los ánimos y volví otra vez al casino.

    Inminente caída

    Marcelo había regresado a sus labores en la oficina de Transportes. De todas formas, las

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