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El pacifismo en España desde 1808 hasta el «No a la Guerra» de Iraq
El pacifismo en España desde 1808 hasta el «No a la Guerra» de Iraq
El pacifismo en España desde 1808 hasta el «No a la Guerra» de Iraq
Libro electrónico831 páginas12 horas

El pacifismo en España desde 1808 hasta el «No a la Guerra» de Iraq

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El «No a la Guerra» inundó las calles y se desplegó en los balcones. Durante el primer trimestre de 2003, las capitales de nuestro país fueron testigos de repetidas manifestaciones en contra de la invasión de Iraq por parte de Estados Unidos, con la colaboración de Reino Unido y España, y en contra de las mentiras vertidas por los gobiernos de estos países. Pero ¿cómo se fue generando el pacifismo en nuestra contemporaneidad?

Prestigiosos intelectuales de diversas disciplinas se han reunido para debatir sobre los conceptos que vertebran este libro: el anti­belicismo, el antimilitarismo y el pacifismo. El objetivo es trazar una línea de continuidad en la formación del rechazo a la violencia en nuestra historia contemporánea, teniendo en cuenta los diversos contextos sociales, políticos y culturales. Desde los desertores de la Guerra de la Independencia, pasando por los prófugos de las Carlistas, el proceso de recluta forzosa de la Guerra Civil, los objetores de conciencia, el papel del feminismo y de las mujeres contra la violencia, el «Basta ya» a ETA o el movimiento anti-OTAN, hasta la condena a la invasión de Iraq, podremos desvelar cómo hemos construido ese sentimiento que nos llevó a gritar «No a la Guerra».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2023
ISBN9788446053613
El pacifismo en España desde 1808 hasta el «No a la Guerra» de Iraq

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    El pacifismo en España desde 1808 hasta el «No a la Guerra» de Iraq - Francisco J. Leira Castiñeira

    Akal / PENSAMIENTO CRÍTICO / 117

    Francisco J. Leira Castiñeira (ed.)

    El pacifismo en España

    desde 1808 hasta el

    «No a la Guerra» de Iraq

    El «No a la Guerra» inundó las calles y se desplegó en los balcones. Durante el primer trimestre de 2003, las capitales de nuestro país fueron testigos de repetidas manifestaciones en contra de la invasión de Iraq por parte de Estados Unidos, con la colaboración de Reino Unido y España, y en contra de las mentiras vertidas por los gobiernos de estos países. Pero ¿cómo se fue generando el pacifismo en nuestra contemporaneidad?

    Prestigiosos intelectuales de diversas disciplinas se han reunido para debatir sobre los conceptos que vertebran este libro: el anti­belicismo, el antimilitarismo y el pacifismo. El objetivo es trazar una línea de continuidad en la formación del rechazo a la violencia en nuestra historia contemporánea, teniendo en cuenta los diversos contextos sociales, políticos y culturales. Desde los desertores de la Guerra de la Independencia, pasando por los prófugos de las Carlistas, el proceso de recluta forzosa de la Guerra Civil, los objetores de conciencia, el papel del feminismo y de las mujeres contra la violencia, el «Basta ya» a ETA o el movimiento anti-OTAN, hasta la condena a la invasión de Iraq, podremos desvelar cómo hemos construido ese sentimiento que nos llevó a gritar «No a la Guerra».

    Francisco J. Leira Castiñeira (editor) es doctor en Historia por la Universidade de Santiago de Compostela. Mereció el Premio Miguel Artola 2019, prestigioso galardón que convoca anualmente la Asociación de Historia Contemporánea y el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales del Ministerio de Pre­siden­cia del Estado español. También realizó la licenciatura en Historia, un máster en Historia Contemporánea, ambos en la Universidade de Santiago de Compostela, y un máster en Ciencias Documentales en la Universidade da Coruña. Ha sido visiting fellow en el University College Dublin – Centre of War Studies.

    También ha recibido el Premio en Ciencias Sociales Juana de Vega, así como una mención honorífica en el concurso de ensayo George Watt de la ALBA-VALB de Nueva York, ambos en 2012. En 2021 obtuvo un accésit en el Premio Javier Tusell de la Asociación de Historiadores del Presente. Su libro, editado junto a Miguel Cabo, A Xustiza pola man. Violencia e conflictividade na Galicia contemporánea (2021), fue nominado en los Premios de la Crítica del Libro Gallego. Es autor de Soldados de Franco. Recluta­mien­to forzoso, experiencia de guerra y des­mo­vilización militar (2020),que va a ser traducido al gallego y al inglés. En Ediciones Akal contamos con su Los Nadies de la Gue­rra de España (2022).

    Diseño interior y cubierta: RAG

    Motivo de cubierta: David Ouro

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    © de los autores, 2023

    © Ediciones Akal, S. A., 2023

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 9788446053613

    Logo_ministerio_con texto_para_digitalizacionLogo_plan_de_recuperacion_para_digitalizacion

    Índice de contenido

    «ENEMIGO DE LA GUERRA Y SU REVERSO, LA MEDALLA»

    CAPÍTULO I. Estrategias de oposición en la Guerra de la Independencia (1808-1814)

    CAPÍTULO II. Honorine Suchet, ejemplo de mediación en tiempos de ocupación (1809-1813)

    CAPÍTULO III. «¡Abajo las quintas!». Protestas contra el modelo de reemplazo decimonónico

    CAPÍTULO IV. Ni con la reina ni con los pretendientes: desertores, prófugos e indultados (1833-1850)

    CAPÍTULO V. La (im)posible expresión del antimilitarismo en el teatro durante el reinado de Isabel II

    CAPÍTULO VI. Mujeres europeas y construcción de la paz (1850-1939)

    CAPÍTULO VII. Género y pacifismo en las experiencias de Carmen de Burgos y Sofía Casanova

    CAPÍTULO VIII. El antimilitarismo en España desde la Restauración hasta la Segunda República

    CAPÍTULO IX. Feministas contra la guerra en el primer tercio del siglo XX

    CAPÍTULO X. Del antimilitarismo a la beligerancia en la literatura española de la primera mitad del siglo XX: Ramón J. Sender y Arturo Barea

    CAPÍTULO XI. LA PARADOJA DEL MILITARISMO ANTIMILITARISTA DEL SEPARATISMO CATALÁN (1909-1939)

    CAPÍTULO XII. Antibelicistas en las trincheras de la Guerra Civil

    CAPÍTULO XIII. El pacifismo de los españoles bajo el franquismo

    CAPÍTULO XIV. El pacifismo republicano y la «guerra contra la guerra»

    CAPÍTULO XV. La evolución del discurso pacifista de la Agrupación de Mujeres Antifascistas desde la Guerra Civil al contexto de la Guerra Fría

    CAPÍTULO XVI. Las mujeres de los presos políticos del franquismo: movilizadas por el antifascismo

    CAPÍTULO XVII. Objeción de conciencia, no-violencia y antimilitarismo: del franquismo al referéndum de la OTAN

    CAPÍTULO XVIII. El movimiento de insumisión y el fin del servicio militar obligatorio en España (1987-2002)

    CAPÍTULO XIX. Mujeres y movilizaciones por la paz, feminismo y pacifismo desde la segunda mitad del siglo XX

    CAPÍTULO XX. Feminismo y pacifismo en la Segunda Guerra Fría. El movimiento de mujeres por la paz en España

    CAPÍTULO XXI. En el patio de mi casa, no. Guerra Fría, neutralidad e internacionalismo en el movimiento anti-OTAN y por la paz (1979-1986)

    CAPÍTULO XXII. Punto de inflexión. El asesinato de Miguel Ángel Blanco

    CAPÍTULO XXIII. La movilización en Madrid (1983-2004): del «OTAN no» al «No a la guerra» de Iraq

    CAPÍTULO XXIV. Del «OTAN no» al «No a la guerra» de Iraq. Las mil aristas de la opinión pública

    El sonido del consenso y el sentimiento pacifista en la España reciente

    SOBRE LOS AUTORES Y LAS AUTORAS

    Tristes guerras

    si no es amor la empresa. Tristes. Tristes.

    Tristes armas

    si no son palabras. Tristes. Tristes.

    Tristes hombres

    si no mueren de amores. Tristes. Tristes.

    Miguel Hernández,

    «Tristes guerras».

    «ENEMIGO DE LA GUERRA

    Y SU REVERSO, LA MEDALLA»

    Antimilitarismo, antibelicismo y pacifismo

    en la contemporaneidad española

    Francisco J. Leira Castiñeira

    «How many deaths will it take ‘till he knows

    that too many people have died?

    The answer, my friend, is blowing in the wind».

    Bob Dylan, Blowin’ in the wind (1963)

    Los versos de Luis Eduardo Aute que intitulan esta introducción, procedentes de su canción La belleza, representan el leitmotiv que se encuentra detrás de este libro. Además de la crítica a los individuos que abandonaron sus ideales de izquierda en plena descomposición del bloque soviético, en busca del mero crecimiento personal, tras ella subyace una crítica a la sociedad capitalista. Sin embargo, también es una crítica a los conflictos armados y a cómo las grandes potencias los justificaron a lo largo de la historia.

    La Caída del Muro de Berlín provocó que intelectuales liberales, como Francis Fukuyama, defendiesen el «fin de la Historia», que implicaría la victoria del liberalismo y la caída del comunismo, y, con ella, el final de la lucha de clases, la conflictividad social o la violencia política. No obstante, después de un periodo de guerras mundiales, guerras civiles, la emancipación colonial, la Guerra de Corea o la de Vietnam, la realidad que vino tras 1990 lejos estuvo de lo que auguraban interesadamente aquellos intelectuales.

    No se instauró un periodo de paz y concordia, sino que estallaron más conflictos en todo el mundo, basados en intereses económicos, geoestratégicos o geopolíticos, palabras muy de moda en la triste actualidad que nos asola en pleno 2022. La Guerra de los Balcanes, la de Sierra Leona, la del Congo, la de Mali, la de Siria, las dos Guerras del Golfo, la de Yemen, la de Afganistán y el conflicto producido por los asentamientos ilegales de Israel en Palestina son solo ejemplos de que el «final», que muchos vaticinaban desde una postura occidentalista, estaba lejos de producirse. Aunque cambió el armamento y las estrategias bélicas, no obstante, poco o nada se vieron modificadas sus consecuencias: la destrucción, el miedo, la violencia y la muerte de civiles inocentes. A pesar de ellas, los múltiples, espurios y, en ocasiones, ocultos intereses siguen prevaleciendo frente a sus horribles resultados.

    Tristemente, la guerra tiene en la cultura un férreo aliado. En cada conflicto armado se asienta una nebulosa de mentiras y contrapropaganda en la que algunos medios de comunicación son cómplices. Además, la literatura y el cine, especialmente el americano de Hollywood, han creado una idea edulcorada de la experiencia bélica. Raramente se ve reflejado el miedo, la incertidumbre o la muerte. El temor y el trauma, sea individual o social, tampoco queda reflejado en el cine bélico, con alguna excepción. Hubo, y sigue habiendo, pequeños espacios para la contracultura y la resistencia en los que afloró la oposición a la violencia, en todas sus formas, como se muestra en este volumen. En todas las guerras hubo una oposición social que derivó en diferentes formas de acción política, desde la «resistencia cotidiana», como la explicada por James C. Scott, hasta una más activa o activista, que evolucionó a medida que pasaba el tiempo. Bajo todas estas formas de oposición, de alguna manera subyacía la pregunta que Bob Dylan cantó en su célebre Blowin’ in the wind: ¿cuántas muertes tiene que haber para que se detenga la violencia?

    De manera paralela, frente al dominio que los Estados­nación tenían que ejercer a través de una violencia represiva e instituida para controlar sus revueltas internas o ataques externos, se pasó a una acción colectiva cada vez más organizada, que supuso desde la huida de jóvenes de la movilización militar orquestada por los Estados hasta las grandes movilizaciones en contra de invasiones como la de Iraq. Precisamente, se cumplen veinte años de la invasión estadounidense, junto con la colaboración del Reino Unido y España, de aquel país, basada en mentiras como la existencia de «armas de destrucción masiva» o el vínculo que tenía el país con el líder terrorista de Al Qaeda –responsable del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001–, Osama Bin Laden. La timorata –y en ocasiones contradictoria– intervención que tuvieron organismos como la Organización de Naciones Unidas (ONU) o la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) en la invasión fue un aviso de las terribles consecuencias sociales y geopolíticas que el tiempo, con su paso, mostró –la OTAN no realizó «labores humanitarias» hasta el 2014, mientras que Estados Unidos continuó en el país hasta 2021–.

    El cúmulo de mentiras, de decisiones a espaldas de la ciudadanía, de imágenes violentas y de muertes de civiles inocentes sacudió la conciencia de muchos ciudadanos de Occidente, que salieron a la calle a protestar por la guerra. En España el grito de «No a la Guerra» se popularizó entre la opinión pública y en las protestas en las calles. Este proceso comenzó desde el inicio de la invasión, pero fue masivo en febrero de 2003, cuando se organizaron las principales protestas en todas las calles de España –así como de otros países occidentales–. El 15 de febrero de 2003 tuvo lugar una serie de protestas coordinadas a nivel internacional, que en el caso de Madrid conclu­yó con la lectura de un manifiesto por parte de Pedro Almodóvar y Leonor Watling que fue similar al leído en otras partes del mundo. Debe enorgullecernos haber participado en la que es considerada la mayor movilización a nivel mundial de la historia y que esta fuese en defensa de la paz.

    Aprovechando el veinte aniversario de las históricas y ejemplares manifestaciones, y del espíritu en pro de la paz, varios estudiosos, procedentes de diversas ramas de conocimiento –historia, estudios culturales, sociología, estudios de género y ciencias políticas– y de diversas generaciones, nos hemos decidido a publicar este volumen colectivo para entender lo que estuvo detrás de aquella pulsión, de aquel rechazo a «la guerra y su reverso, la medalla».

    Obviamente, cada proceso histórico tiene sus características políticas, sociales y culturales, que deben tenerse siempre en cuenta. Más, si cabe, al tratarse del estudio, como indica el título, de la formación de una conciencia no­violenta (lo que entendemos, desde una perspectiva amplia, como pacifismo) desde la Guerra de la Independencia a la invasión de Iraq. Posiblemente, sea uno de los proyectos más ambiciosos sobre la evolución de la acción colectiva y opinión pública de la «no­violencia» que hay en Europa. En este caso, se trazará una evolución a lo largo de la contemporaneidad española, sin obviar los contextos internacionales y estatales.

    Todos los movimientos sociales se van alimentando con el paso del tiempo. Cada generación, con base en un aprendizaje producto del conocimiento de lo que ocurrió en el pasado, adopta nuevas formas de acción colectiva según su contexto histórico. Por eso, la contextualización es fundamental para no caer en apriorismos presentistas que pueden derivar en la equiparación del pacifismo de principios de siglo con el que estalló con la Guerra de Vietnam o con el que surgió en 2003. Por eso, resulta fundamental este volumen, porque no solo y por primera vez se ponen en duda muchos de los lugares comunes sobre los conflictos armados que hubo en España, sino que trata de averiguar esa posible continuidad de rechazo a la violencia que ha defendido una parte de la sociedad española, pero que es compartido con lo que ocurrió –y ocurre– en otras latitudes.

    Para empezar, es conveniente diferenciar tres términos que están presentes en el libro: el antimilitarismo, el antibelicismo y el pacifismo. No son lo mismo, del mismo modo que tampoco son ideas que se mantuvieran estancas, sino que se adaptaron a cada periodo. Son conceptos en constante evolución y que mudan en función de los cambiantes aspectos culturales y políticos que afectan a la sociedad. El antimilitarismo lo podemos definir como el rechazo al estamento militar en la esfera público-política. Esto no quiere decir que los movimientos antimilitaristas sean pacifistas, aunque todo pacifismo sí que es antimilitarista. Se puede observar en algunas ideologías de principios de siglo XX. Por ejemplo, el comunismo y el anarquismo eran profundamente antimilitaristas, rechazaban la presencia del ejército en la vida política española, pero algunos sectores usaron la violencia o montaron grupos paramilitares. En el contexto de la Guerra Civil española de 1936, los anarquistas se opusieron a la creación de un ejército que defendiese la legalidad republicana ante el golpe de Estado; sin embargo, sus milicias armadas fueron fundamentales para defender territorios como Cataluña frente a los ataques de los sublevados. Se puede observar en el capítulo escrito por David Martínez y Josep Pich sobre un sector del catalanismo de principios de siglo XX que, siendo antimilitarista, no era pacifista ni antibelicista.

    Con el paso de los años, especialmente tras la muerte del dictador Francisco Franco y en plena desmembración del bloque soviético, se produjo una desmilitarización de los poderes públicos. Sin embargo, el antimilitarismo volvió con fuerza como consecuencia de la entrada de España en la OTAN. Algunos sectores lo vieron como una injerencia de un país extranjero y como una vuelta a la militarización de la que tanto había costado librase tras la muerte del dictador y que tuvo su corolario en el fallido intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Las pulsiones antimilitaristas evolucionaron con la defensa del pacifismo como lucha política.

    El pacifismo se puede definir como un rechazo frontal a cualquier tipo de violencia. Surge en la contemporaneidad y se fue extendiendo entre una gran parte de la sociedad que pedía una desmilitarización de la política. A lo largo de la historia hubo varios hitos que impulsaron el cambio de las pulsiones y reclamaciones pacifistas de algunas organizaciones en la formación de un movimiento de masas que varias ideologías adoptaron, especialmente en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, junto con el ecologismo y el altermundismo[1]. Las guerras mundiales, especialmente, constituyen uno de esos hitos, con el impacto en la opinión pública y en la intelectualidad de la guerra de trincheras, del Holocausto o las bom­ bas nucleares lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Asimismo, destaca la Guerra de Vietnam, que fue la primera «retransmitida» casi al instante por televisión y la prensa, aterradoras imágenes que se convirtieron en un icono de la lucha por la paz. No se debe olvidar lo que supuso el Mayo del 68 francés, la intervención soviética en Praga o la lucha de «las madres de la plaza de Mayo de 1979» en contra de la dictadura de Jorge Rafael Videla en Argentina. Finalmente, además de todos aquellos sucesos nacionales –como puede ser en España las manifestaciones contra el terrorismo de ETA, la objeción de conciencia o el 23F–, el atentado terrorista contra las Torres Gemelas de 2001 y la posterior invasión de Iraq despertó una conciencia social que, al unísono, se posicionó en favor de la «no­violencia».

    Finalmente, el otro concepto empleado en el presente libro es el del antibelicismo. Está profundamente ligado a los anteriores, pero en este caso se quiere vincular más a la experiencia bélica de quienes sufrieron la guerra en primera persona. Después de la Primera Guerra Mundial surgió un movimiento cultural antibelicista, en el que destacaron escritores como el alemán Erich Maria Remarque, el francés Gabriel Chevallier o el inglés Robert Graves. La música, el cine y la literatura que surgieron como protesta contra la Guerra de Vietnam quizá hayan sido los que mayor protagonismo han tenido. La crítica principal se hacía desde el sufrimiento que habían vivido los protagonistas de las distintas guerras, por lo que la crítica se centraba en el sufrimiento, el dolor y la idea de no repetición de aquello que padecieron. De este modo, la cultura antibelicista está profundamente vinculada al ideal pacífico de la defensa de la «noviolencia». Sin embargo, a lo largo del libro se vinculará más a la oposición que mostraron desde la experiencia muchos intelectuales y personas anónimas.

    Es conveniente señalar que, obviamente, los conceptos antimilitarismo, antibelicismo y pacifismo son distintos según el contexto histórico. También, a medida que avanzaban las décadas de la contemporaneidad, el pacifismo se convirtió en un movimiento social organizado que pasó a integrarse dentro de otros y defendido por distintos partidos políticos. Las ideologías totalitarias utilizaron el término de «paz», al igual que el de «democracia», para sus intereses políticos y legitimadores de poder. Sin embargo, la «paz» que prome­ tían esos regímenes o ideologías poco o nada tienen que ver con el que aquí se va a utilizar –un caso paradigmático fue el español con sus «25 años de paz», que lejos estuvieron de ser «no­violentos»–. Por lo tanto, y teniendo en cuenta este aspecto, solo se va a hacer referencia a aquellos que tienen que ver principalmente con las pulsiones no­violentas.

    Tras esta primera aclaración conceptual, toca explicar el objetivo del libro. A causa de la mirada en retrospectiva de aquellas multitudinarias manifestaciones en contra de la invasión de Iraq y su grito de «No a la Guerra», nos preguntamos si se puede encontrar un hilo conductor que explique el surgimiento de ese sentir pacifista. La pregunta que se formula el presente libro no tiene una única respuesta, sino varias, debido a la dificultad metodológica que ello entraña. Por eso, solo desde distintas voces, generaciones, metodologías y a través del ambicioso análisis de más de dos siglos –el XIX, el XX y los primeros años del XXI–, lo que se ha pretendido es poner una primera piedra que sirva para construir futuras interpretaciones.

    Por este motivo, como libro coral que es, se plantea como lugar de encuentro y debate. Lo que aquí se presenta es la base por la que pueden transitar estudios interdisciplinares y que analicen este fenómeno desde una perspectiva larga. Para ello se han recopilado los resultados de más de veinte investigaciones realizadas desde diversas disciplinas. El lector que se acerque al libro será quien tenga que sacar sus propias conclusiones.

    Que quede claro que no es un objetivo menor el querer establecer un lugar de encuentro, desde distintas perspectivas y metodologías del análisis de la evolución y las diversas formas que tuvo el antimilitarismo, antibelicismo y pacifismo en España. Sin embargo, más ambiciosa resulta la parte social que está detrás de este libro y del motivo que nos ha juntado a diversos autores, de distintas generaciones, temáticas, ramas de conocimiento y pensamiento: reivindicar el «espejismo» de la defensa del pacifismo sin fisuras, sin peros, de la noviolencia, como mejor arma sociopolítica. Por lo menos, desacralizar la guerra y mostrarla sin la óptica interesada de la propaganda. No es cobardía o traición la de aquellos que se opusieron a la movilización bélica y violenta, la de los que defendieron el pacifismo en las calles o en la literatura. Los escritores mencionados, así como otros muchos que aparecen citados a lo largo del presente volumen, fueron acusados de traidores por lo que escribieron, publicaron o se atrevieron a decir en voz alta.

    Dalton Trumbo, autor de la novela y guionista y director de la película Johnny got his gun (1971), fue tildado de traidor por su alegato en contra de la guerra al mostrar una de sus crueles consecuencias: un soldado mutilado que solo desea morir. El final de la película es esclarecedor sobre lo que les ocurrió a muchos supervivientes de las sucesivas guerras, el olvido. Precisamente, uno de los objetivos del presente libro es el de cambiar esta idea preestablecida en la sociedad. No supone una vergüenza tener miedo, es algo normal en una situación de extrema violencia. Otro objetivo es, reivindicar a aquellas personas que, desde distintas perspectivas o situaciones, decidieron ir a contracorriente de la propaganda belicista y militarista. En cierto modo podemos tomar conciencia, a través de la historia, de lo que supuso para muchos hombres y mujeres oponerse al uso de la violencia.

    Para analizar este fenómeno se ha decidido desgranar distintos aspectos desde la Guerra de la Independencia hasta el «No a la Guerra» de Iraq. Por un lado, la oposición al servicio militar a lo largo de los siglos XIX y XX. La Guerra de la Independencia se ha presentado como el levantamiento de un pueblo contra el invasor francés, idéntica propaganda que utilizarían los golpistas en 1936, esta vez contra el comunismo. Sin embargo, el análisis social muestra una realidad más porosa y compleja. Gonzalo Butrón Prida y José Saldaña, Manuel Santirso o Francisco Leira muestran cómo en diversos contextos –Guerra de la Independencia, Guerras Carlistas y Guerra Civil de 1936– la participación no fue tan voluntariosa como la defendida por la propaganda.

    Además, se demuestra cómo la experiencia de guerra fue mermando el entusiasmo que algunos podían tener en un principio –conclusiones a las que llegan Gonzalo Butrón y José Saldaña o Manuel Santirso para las del siglo XIX–. La participación como soldados termina generando un cansancio físico y psicológico que debe tenerse en cuenta y que, en muchos casos, genera un sentimiento antibelicista. Siguiendo la estela de los capítulos mencionados, los que firman Antonio Cazorla o Francisco Leira muestran cómo la sociedad no estaba dividida en «dos Españas» condenadas a enfrentarse. Esta, en líneas generales, no quiso la Guerra Civil y, tras padecerla, se contagió de un sentimiento antibelicista de carácter traumático que afectó al comportamiento sociopolítico de los españoles ante la dic­ tadura. Tanto Cazorla como Leira defienden que el franquismo fue capaz de equiparar la política parlamentaria con la guerra, y el sentimiento de no querer repetir aquella situación provocó que se aceptase una dictadura de cuarenta años.

    El antimilitarismo se puede rastrear en la oposición a las quintas y en las protestas que surgieron por unas leyes que favorecían a las clases altas. Se creó un antimilitarismo basado, en parte, en una lucha de clases sociales, ya que, durante el siglo XIX, como muestra el capítulo de Albino Feijóo, ser movilizado implicaba estar unos cuatro años en servicio activo. La acción colectiva fue evolucionando, de la huida como prófugos, en lo que Eric Hobsbawm denominó «protestas primitivas», a la formación de protestas más organizadas en contra de las quintas. La Semana Trágica de Barcelona de 1909 quizá sea la más representativa de las muchas que hubo a lo largo de los siglos XIX y primera mitad del XX, como demuestran los capítulos de Albino Feijóo y Juli Antoni Aguado.

    Por otra parte, estos dos últimos capítulos enlazan con los firmados por Carlos Ordás y Pedro Oliver sobre la objeción de conciencia que comenzó en el franquismo y se convirtió en un movimiento organizado durante la transición a la democracia. Los motivos por los que decidieron no hacer el servicio militar son múltiples, desde una oposición política al franquismo, un sentimiento antibelicista y antimilitarista, hasta otros de carácter personal. Futuras investigaciones podrían girar en torno a si existen hilos de continuidad entre los prófugos del siglo XIX y el Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC). En todas las comunidades, desde núcleos familiares a espectros más amplios, existe el recuerdo de familiares o vecinos que huyeron del servicio militar o que emigraron para no ser enviados a Marruecos o Cuba –como se observa en los capítulos de Albino Feijóo, Juli Antoni Aguado o Francisco Leira–. La ligazón que pudo unir estos dos procesos podría ser abordada teniendo en cuenta el papel de la memoria transmitida y que la comunidad, especialmente la familiar, es el primer lugar de socialización sociopolítica. Asimismo, se podrá establecer una vinculación con lo sucedido en otros países, como por ejemplo en Estados Unidos y la oposición a la Guerra de Vietnam. En cualquier caso, ambos capítulos explican a la perfección cómo desde final del franquismo se constituyó el MOC y se crearon grupos como los «mili KK» que se opusieron a la «puta mili», como la denominó el semanario satírico El Jueves.

    Los textos referidos hacen referencia más a la dimensión social que a la cultural, que es abordada por Marie Salgues –para el teatro del siglo XIX–, Javier Sánchez Zapatero –para la obra de Ramón J. Sender y Arturo Barea– y Antolín Sánchez Cuervo –sobre los filósofos del exilio–. Como se ha querido bucear en una posible continuidad en la formación de una conciencia pacífica en España, la parte cultural no podía quedar al margen. La actividad humana tiene siempre su reflejo en la producción cultural, como demuestran estos tres capítulos. Un capítulo que puede incluirse en este grupo es el de Carmen de Pedro, sobre lo que escribieron, como reporteras de guerra, Carmen de Burgos y Sofía Casanova, que al conocer las barbaries de la guerra abanderaron un antibelicismo y un feminismo militante. Conocer por dentro la sinrazón de las consecuencias de la contienda que sufrieron ambas mujeres refuerza lo expuesto en los capítulos anteriores, tanto los que analizan ese fenómeno desde una perspectiva social como desde una cultural. Carmen de Burgos, Sofía Casanova, Ramón Sender, Arturo Barea o los autores del exilio mantienen una pulsión similar a los gritos antibélicos de Im Westen nichts Neues [Sin novedad en el frente] de E. M. Remarque o The Return of the Soldier [El Regreso del soldado] de Rebecca West.

    Si a lo largo del libro está presente la vertiente social y la cultural, la más relevante es la acción colectiva. La reivindicación en contra de la guerra y contra la participación en la vida pública del ejército en España tuvo su respuesta en forma de organizaciones que defendieron un cambio en la forma de hacer política. Se ha querido destacar la que impulsaron desde una perspectiva feminista, como las que desglosan Dolores Ramos y Víctor Ortega Muñoz desde finales del siglo XIX hasta principios del XX, entre las que destacan Belén de Ságarra, Ana López de Ayala o Teresa Claramunt. Estaban influenciadas por otras organizaciones del mismo corte que se crearon en toda Europa, como las encabezadas, entre otras, por Clara Zetkin, Bertha de Suttner o Margarethe Selenka. Carmen Magallón recoge el testigo de este texto para mostrar la influencia que tuvieron estas primeras organizaciones en las creadas en el siglo XX hasta la Guerra Civil. Destaca la organización de conferencias en pro de la paz y la fundación de periódicos en un periodo convulso como fue la primera mitad del siglo XX, con dos guerras mundiales y diversas guerras civiles. Cabe destacar la explicación de las resoluciones del importante Congreso Internacional de Mujeres de La Haya de 1915, en el que las mujeres tuvieron el protagonismo de luchar por el fin de las hostilidades.

    Como se ha dicho, la Guerra Civil de 1936 fue un importante punto de inflexión. Antonio Cazorla muestra el antibelicismo que se extendió en todas las capas de la sociedad durante la posguerra. En este sentido, los capítulos de Irene Abad y Vicenta Verdugo se centran en el papel de las mujeres durante la posguerra. El primero versa sobre cómo se organizaron, en un contexto represivo, las mujeres de los presos políticos durante el franquismo para conseguir su libertad. Posiblemente su lucha por la amnistía de sus familiares fuese el germen de las reclamaciones que surgieron en la Transición, popularizadas con el conocido lema de «Libertad, amnistía y estatuto de autonomía». Por su parte, Vicenta Verdugo estudia las organiza­ ciones antifascistas que abanderaban un discurso pacifista. En muchos casos recogían la lucha desarrollada durante la Segunda República. En concreto, la Agrupación de Mujeres Antifascistas se creó en 1935 tras la victoria de Adolf Hitler en Alemania y la extensión del fascismo por toda Europa. Tras la guerra, desde el exilio o de forma clandestina, lucharon contra la dictadura franquista y en favor de la paz en plena Guerra Fría.

    Se puede comprobar cómo, a medida que avanza la contemporaneidad, la acción colectiva es más compleja. Un ejemplo es la evolución que se percibe de las organizaciones pacifistas y feministas desde finales del siglo XIX, explicada en los capítulos mencionados, hasta las contrarias a la Guerra Fría, que describen Sandra Blasco, desde la historia, y Anabel Garrido y Marisa Revilla, desde la sociología. Dos capítulos complementarios que analizan el caso español desde una panorámica internacional. El segundo desarrolla los movimientos feministas de carácter antimilitarista; el de Sandra Blasco, en contra de la Guerra Fría. Entre las organizaciones destaca la creada en La Haya en 1915, en el congreso mencionado, la Women’s Internatio­ nal League for Peace and Freedom (WILPF) [Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad]. Además, son capítulos que se complementan con los del MOC ya que, en este caso, señalan el papel que desempeñaron las mujeres.

    De la campaña del ingreso en la OTAN se ocupan los capítulos de Giulia Quaggio, Sandra Blasco, los citados sobre el MOC, y, desde una perspectiva sociológica, Ramón Adell y Consuelo del Val. Giulia Quaggio analiza el discurso del movimiento anti-OTAN, tanto a nivel general como de algunos participantes. Es complementario al de Sandra Blasco porque explica el escenario social y cultural de aquella España que salía de una dictadura encabezada por un militar, de un golpe de Estado orquestado por un sector del ejército y que iba a entrar en una organización creada en plena Guerra Fría y de la que la sociedad desconocía las ventajas que podría tener. Se complementa con dos capítulos que muestran cómo se comportó la opinión pública y cuál fue la capacidad movilizadora de la sociedad ante el MOC, el golpe de Estado, la campaña de la entrada de la OTAN, las manifestaciones antiterroristas y, finalmente, del «No a la Guerra» de 2003. Tanto Ramón Adell, que analiza la movilización civil, como Consuelo del Val, que analiza la opinión pública a través de las encuestas del CIS, concuerdan que el 2003 fue el mayor hito del sentimiento pacifista en España. Dos capítulos que desde una perspectiva sociológica sirven para entender mejor aquel contexto y poner datos a lo que presentan los anteriores capítulos.

    No me puedo olvidar de una de las lacras que vivió la sociedad española, el terrorismo. En este caso, Gaizka F. Soldevilla e Irene Moreno analizan el impacto que tuvo el asesinato de Miguel Ángel Blanco y lo que se conoció como «Espíritu de Ermua». Fue un punto de no retorno en el que la sociedad española se libró de las ataduras del miedo al terrorismo y, en masa, salió a la calle a pedir que parase la violencia de ETA después de años de atentados y asesinatos. Posiblemente fue uno de los atentados que supusieron un mayor impacto en la conciencia social harta de tantos secuestros y muertes.

    El capítulo que cierra el libro a modo de epílogo busca realizar un análisis de los últimos acontecimientos que ocurrieron en España en la voz de diversos protagonistas que los vivieron en primera persona. Para ello, se realizaron varias entrevistas a personajes de la talla del presidente José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE), del politólogo y fundador de Podemos Juan Carlos Monedero, de los periodistas Iñaki Gabilondo y Soledad Gallego­Díaz, de políticos como Aitor Esteban (PNV) o de periodistas y políticos como Javier Cou­ so (IU). Se les preguntó por momentos concretos de la historia re­ ciente para analizar cuál ha sido su visión y contrastarlos con los estudios de ese periodo. Asimismo, el capítulo final trata de realizar una retrospectiva sobre la evolución de la pulsión pacifista en Espa­ ña, siguiendo la hipótesis expuesta en él basada en el símil del mo­ vimiento de un acordeón. Su objetivo no es otro que invitar a la investigación y el estudio sobre el tema.

    En definitiva, es un libro que tiene una mirada amplia y del que el lector debe extraer sus propias conclusiones. No se quiere defender que España sea más o menos pacífica que otros países de nuestro entorno, pero sí demostrar que no somos como el cuadro de Goya, que no estamos en un constante Duelo a garrotazos. La conflictividad, existente en nuestra historia no es menor a la de otros países, pero, lo más importante, también hubo personas que no se pusieron de perfil y, de algún modo, dijeron basta.

    Como en todos los países, la protesta y la acción colectiva que se produjeron fueron hijas de su tiempo: desde los prófugos y desertores hasta las grandes manifestaciones. Las organizaciones pacifistas hicieron que su coherente reclamación se introdujese en el debate político actual, aunque pueda haber distintos modos de entender cómo conseguir ese objetivo de la paz.

    En este libro se define la defensa de la «no­violencia», el respeto, la empatía y el talante dialogante, frente al garrotazo en la esfera política y social. Este punto de encuentro interdisciplinar puede servir de base para que otros estudien este fenómeno desde las diversas perspectivas y temáticas planteadas. Por el momento solo es un punto de partida para encontrar la Belleza de la que hablaba Luis Eduardo Aute, solo esperamos que la respuesta no siga por mucho tiempo «flotando en el viento».

    1I. Sanmartín Barros, Entre dos siglos. Globalización y pensamiento único, Madrid, Akal, 2008.

    CAPÍTULO I. Estrategias de oposición en la Guerra de la Independencia (1808-1814)

    Gonzalo Butrón Prida y José Saldaña Fernández

    El relato canónico ha inspirado, desde las primeras historias de la Guerra de la Independencia, la imagen de la respuesta espontánea y unánime dada en 1808 por los españoles a los llamamientos a la lucha contra el francés. Este relato, jalonado de héroes e hitos, resultó clave para la fijación de aquella guerra como momento fundacional de la nueva nación española, de ahí que haya lastrado con tanta fuerza el estudio de los condicionantes que envolvieron la movilización armada de 1808.

    Afortunadamente, muchos de los estudios publicados en las últimas décadas han roto con la inercia señalada[1], basada en la reiteración de la entrega sin reservas de los españoles a una sola causa, y han permitido matizar sus límites gracias a la revisión de un momento histórico muy convulso, en el que las certidumbres sociales y los referentes de orden se vieron claramente desafiados.

    Aquella visión unívoca del pasado ha cedido terreno ante propuestas interpretativas más ricas que, a partir de una lectura nueva de las fuentes, han dirigido el foco hacia el estudio tanto de la realidad cotidiana, como del universo mental de los españoles de la época. El resultado ha sido la corrección de los planteamientos dados por buenos durante casi dos siglos y la articulación de un escenario de análisis más complejo que permite entender mejor la diversidad de las respuestas de los españoles a la guerra, una diversidad que creció además conforme esta se fue alargando, los recursos agotando y la vida diaria deteriorando. Cabe aclarar que, como queda recogido en los capítulos de Albino Feijóo sobre el reclutamiento en el siglo XIX, el de Manuel Santirso sobre la Guerras Carlistas o el de Francisco Leira sobre la Guerra Civil, no fue una pulsión única y que se mantuvo, con los matices preceptivos por el contexto, a lo largo de la contemporaneidad española.

    Con este planteamiento en perspectiva, en este capítulo exploramos los límites de una movilización que contempló una amplia serie de estrategias y vías de rechazo a la guerra y de resistencia a la lucha, desde las argucias empleadas para escapar de los alistamientos, hasta la extensión de la práctica de la deserción, todas ellas con un fuerte componente de complicidad de las comunidades que lleva a pensar en la primacía del compromiso con la defensa de lo propio y cercano más allá de la fuerza tradicionalmente reconocida a la apelación a la defensa del rey y la religión.

    GUERRA Y MOVILIZACIÓN: LA LLAMADA DE 1808

    Al comenzar la guerra estaba vigente una real ordenanza de reemplazo publicada en octubre de 1800, que había regularizado el sistema de quintas y apostado por el servicio obligatorio periódico durante ocho años, una forma de reemplazo que generó un creciente descontento y rechazo entre los españoles, especialmente en los pueblos, donde los abusos en el modo de reclutamiento resultaban más evidentes. La ordenanza fue pronto complementada, en noviembre de 1808, por una Orden de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino que, entre otras disposiciones, rebajó tanto la edad marcada como límite para entrar en el sorteo de quintas, como la talla mínima exigida a los reclutas[2]. Estas medidas excepcionales eran acordes a lo extraordinario de las circunstancias, tanto internas, pues hacía décadas que no se cernía sobre la península una amenaza militar de tanta envergadura; como externas, pues desde el inicio de la Revolución francesa se había asistido a una militarización de la sociedad europea sin precedentes en el pasado inmediato.

    LA RESPUESTA INICIAL: ENTRE EL ENTUSIASMO Y LA TIBIEZA

    En este escenario, la respuesta inicial de la población fue favorable al llamamiento a las armas. Puede hablarse incluso de una primera movilización entusiasta y masiva, pues se alistaron más reclutas de los necesarios y llegaron a faltar recursos con qué armarlos, vestirlos y alimentarlos, lo que en algunos casos llegó a restar eficacia a aquel primer impulso movilizador[3].

    Aunque la mayor parte de los alistados eran jóvenes de entre 16 y 20 años, otros sectores y grupos de población, con independencia de que tomasen o no directamente las armas, también intervinieron en distintas iniciativas impulsadas para garantizar el sostenimiento de los cuerpos recién constituidos. Por ejemplo, en Murcia, además del reclutamiento general de mozos para el ejército y de la formación de un regimiento de voluntarios honrados, se aplicó un impuesto de guerra sobre cada vecino y se rifaron joyas que habían sido donadas por la aristocracia y el clero; mientras que en las islas Baleares se estableció, en junio de 1808, una nueva contribución en función de la riqueza de los contribuyentes, a lo que habría que sumar los donativos voluntarios realizados en dinero, joyas, alimentos y ropa[4].

    Los peligros e incertidumbres iniciales, en particular en aquellas zonas que se encontraban más expuestas por la proximidad de las tropas francesas, generaron, por tanto, un clima propicio para la movilización popular, con manifestaciones concretas que iban desde el alistamiento y la conformación de nuevos cuerpos armados, hasta las aportaciones económicas para su sustento y desplazamiento. Fruto de este impulso fue, por ejemplo, la congregación de personas armadas en la frontera procedentes de distintos pueblos del suroeste español, que en junio de 1808 impidió la invasión francesa desde Portugal. Las acciones de las autoridades –tanto tradicionales como de nueva creación–, junto a las de algunos miembros de la elite local o comarcal, resultaron cruciales para el éxito de una iniciativa que no fue fácil de materializar, pues los recursos disponibles en las arcas municipales para sufragar el pertrecho y la subsistencia de los recién alistados eran escasos.

    En Gibraleón, el corregidor respondió al llamamiento de auxilio efectuado desde los pueblos fronterizos con la adopción de medidas tanto para el alistamiento general del vecindario, como para su armamento y munición, lo que le permitió enviar un importante número de conscriptos bien pertrechados y con recursos económicos suficientes para su subsistencia diaria. De igual modo, los alcaldes de Villanueva de los Castillejos se preciaban de ser de los que más esfuerzos habían destinado a guardar, con el «paisanaje armado», los principales puntos de la raya, para lo cual, al carecer de fondos propios para su mantenimiento, habían recaudado contribuciones establecidas ex profeso. Por su parte, el administrador de las minas de Riotinto, después de que sus operarios fuesen convocados para aquella expedición, había depositado un real de vellón en el «bolsillo» de cada uno de los alistados[5].

    La situación fue pronto cambiando, e incluso antes de que, en noviembre de 1808, Napoleón asumiese personalmente el mando de las tropas que combatían en España, y se fuera tomando conciencia de la superioridad del ejército invasor, la respuesta a los llamamientos a filas empezó a dejar de ser tan entusiasta y a mostrarse «bastante tibia»[6].

    En estos primeros momentos la defensa de lo propio también empezó a ocupar un lugar central en el proceso de movilización. En Cataluña, la fórmula empleada de manera principal entre mayo y julio de 1808 fue la de los somatenes, unos cuerpos que, tradicionalmente convocados en momentos de peligro, operaban próximos a sus respectivos pueblos; ahora bien, cuando a finales de junio se intentó formar un ejército compuesto por cuarenta tercios de migueletes, no todos los pueblos aportaron sus hombres con rapidez, ni llegó siquiera a reunirse el número deseado[7].

    Un comportamiento similar se observó en Galicia, donde la tradicional resistencia de la población al servicio militar, sobre todo cuando este no tenía como fin la defensa local, ayuda a explicar el fracaso del reclutamiento voluntario y el obligado recurso al alistamiento general de hombres entre 16 y 40 años. En septiembre de 1808 el ayuntamiento de La Coruña informaría a las autoridades superiores de la necesidad de hacer una nueva recluta de tropa «por la vergonzosa deserción de muchos de los remitidos al ejército de operaciones», mientras que varios meses después, cuando se tuvo que organizar una milicia de 500 hombres, no fue posible reunir a más de 90, en gran parte por la alegación de problemas de invalidez o por circunstancias asociadas al fuero[8].

    UNA GUERRA LARGA Y CRUENTA: LA RESIGNIFICACIÓN DEL COMPROMISO EN UN CONTEXTO DE NORMALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA

    Poco a poco fue resultando evidente que la guerra iba a ser larga y cruenta, dadas las dificultades de las tropas imperiales para hacerse con el control completo del territorio, la fuerte resistencia de algunas ciudades y enclaves fortificados, la llegada de fuerzas inglesas y la creciente importancia adquirida por la guerra informal desplegada por las partidas y guerrillas que se fueron formando.

    La conjunción de tantos actores y tantas formas de lucha agravó las consecuencias de la guerra. Por un lado, por la generalización de las situaciones cotidianas de miseria, escasez, hambre y enfermedad, por la subversión de valores y por la pérdida de referentes y certezas sociales y morales. Por otro lado, por el extraordinario esfuerzo económico exigido a la población en forma de contribuciones, confiscaciones, exacciones, bagajes y alojamientos, que dejó a los pueblos exhaustos, arruinados y en muchas ocasiones vacíos y abandonados[9]. La extensión de la violencia, el pillaje y las represalias, que generó entre la población un sentimiento de fuerte indefensión ante la multiplicidad de peligros y enemigos; de hecho, estos últimos resultaban a menudo difíciles de identificar, pues junto a los declarados oficialmente como tales, los franceses, se hallaban los considerados a priori como aliados, las tropas inglesas y las partidas armadas, que pese a ello también llegaron a ejercer sobre la población una presión tanto o más brutal que la francesa. Valgan como ejemplo el feroz saqueo francés de Tarragona; los excesos de los ingleses en Badajoz, que superaron con creces los de las tropas imperiales que les antecedieron; las tropelías de migueletes y somatenes en Cataluña, mayor cuanto más ricos eran los labradores y propietarios atacados; o el ejercicio de la violencia sexual en uno y otro bando[10].

    En este contexto de tristeza, desolación y normalización de la violencia se produjo una resignificación del compromiso de la población, cuya percepción de la guerra experimentó un proceso de cambio desde la respuesta favorable a las primeras llamadas de movilización hacia la generalización de las estrategias de escape y la progresiva primacía de los condicionantes locales de lucha sobre los de carácter más general, que trataban de aunar apoyos en torno a la defensa de la nación, el monarca y la religión.

    La exigencia continuada de hombres para una guerra sin fin despojó a las comunidades de brazos que eran clave para su supervivencia económica y para su equilibrio físico y moral. La demanda de reclutas era tal que los llamamientos tuvieron que ampliar el arco de edad de los sorteables, e incluso llegó un momento, como sucedió en Cataluña a partir de 1811, en el que el sorteo dejó de ser necesario porque ya no había sobrantes en las quintas[11]. Este nivel de exigencia causó una generalización de la resistencia al reclutamiento, pues las comunidades no querían perder ese componente clave de su estructura, aún más en un contexto de agotamiento que exigía la articulación de mecanismos de autodefensa que permitieran hacer frente al escenario continuado de exacciones, requisiciones y pillajes instaurado por unos contendientes que vivían generalmente sobre el terreno. Creció, por tanto, el impulso primario de subsistencia, materializado en la defensa de lo propio, en la lucha por la familia, el hogar, las propiedades, los animales y las cosechas, que importaban tanto por su trascendencia económica, como por su dimensión moral, pues como señalara Jean-Marc Lafon, la dignidad y el honor aún ocupaban un lugar privilegiado en la mentalidad española de la época[12]. El giro fue especialmente claro en el ámbito rural, en particular en los territorios en los que la población disponía de un verdadero derecho de propiedad en torno al uso de la tierra[13].

    Este impulso de autodefensa se materializó de muy diversas maneras, desde el desistimiento a la toma de las armas y la articulación de todo tipo de estrategias para evitar ir a la guerra, hasta la aceptación de la lucha y la violencia, pero en clave local, de modo que, si había que luchar, tendría que ser en los espacios y en las condiciones elegidas por los propios interesados, no en las que les vinieran impuestas desde las distintas instancias de poder desplegadas durante la guerra.

    «NO QUIERO IR A LA GUERRA»

    El rechazo a los reclutamientos no era nuevo y las estrategias de escape ya eran conocidas por las autoridades del Antiguo Régimen, como pone de manifiesto la propia real ordenanza de 1800, que a lo largo de su articulado, destinado a controlar y vigilar todo el proceso de alistamiento, exponía algunas de las prácticas empleadas antes de la guerra, como que los mozos salieran de los pueblos sin licencia en época de quintas o que directamente se ocultaran o fugaran de su domicilio cuando sabían que llegaba el momento del reemplazo; que se falseara la talla de los mozos, acto que se sabía muy expuesto «al dolor y artificio»; que se dieran por buenas certificaciones de achaques emitidas previamente por cirujanos o médicos, pues era obligado pasar el debido reconocimiento público ante los peritos convocados por la autoridad para comparecer en el juicio de excepciones; o que se ordenaran de tonsura para evitar el servicio[14].

    Con el inicio de la guerra, en un contexto extraordinario de cambio y de sacudida de valores y certezas, estas prácticas y actitudes aumentaron. En este sentido, Gemma Rubí ha definido la guerra como una contienda de deserciones y de abandonos, no solo de los soldados, sino también de la mayoría de la población que no quería arrastrar las consecuencias del conflicto[15]. Movidos por este sentimiento de escape, fueron muchos los que recurrieron a distintos medios de evasión, ya fueran legítimos –suplicatorios, enfermedades o alistamiento en unidades de defensa locales–, ya ilegítimos –como la deserción, la dispersión o la automutilación–[16].

    La oposición al alistamiento se manifestó incluso con anterioridad a la celebración de los sorteos de quintas, y llegó a traducirse en enfrentamientos populares con las autoridades y las elites locales. Así sucedió en Menorca entre finales de febrero y principios de marzo de 1810. Había corrido el rumor de que el proceso recién comenzado de elección de diputados a Cortes tenía por objeto llevar a cabo el alistamiento y armamento de los mozos, pese a la existencia de dos órdenes de 1794 y 1809 que eximían a los menorquines del servicio militar. El descontento fue tal que resultó imposible tranquilizar a los vecinos «por lo impresionados que estaban de ser arrastrados al ejército» y por estar ya irritados por las continuas exacciones y contribuciones, además de los gastos y molestias generados por la presencia de 300 prisioneros franceses en el lazareto.

    El rechazo a participar en la guerra, agravado por un evidente trasfondo de reivindicaciones políticas y económicas, provocó entonces una situación de grave desbordamiento social en Mahón, con participación masiva de los vecinos: «en un momento todo fue confusión, alboroto, tumulto, amenazas y violencia». Encabezados por labradores y artesanos, los levantados lograron atraer también a los habitantes de la campiña, que acudieron armados «y aumentaron el tumulto y la confusión» hasta el desenfreno y la violencia, incluyendo la toma de armas del regimiento provincial, el asalto y robo de las casas «de las personas que les eran más odiosas» y de la oficina de rentas, y la destrucción de papeles, libros y documentos. Hubo entonces que formar patrullas de vecinos honrados que, aunque «no pudieron contener del todo el furor de la multitud», lograron restablecer cierto orden. Sin embargo, al día siguiente se repitieron los incidentes, pues se corrió la voz de que se iba a dar orden de disparar a los alborotadores y se «forzaría a los menorquines al servicio militar». La situación desbarró de tal modo que al final el comandante de la ciudad, de acuerdo con el ayuntamiento y el párroco, llegó a pedir ayuda al almirante Collingwood, si bien este no accedió, por lo que se dispusieron patrullas y rondas de vigilancia a la espera de que el descontento fuera cediendo[17].

    LA DESNATURALIZACIÓN DE LOS JUICIOS DE EXCEPCIONES

    El estudio de los juicios de excepciones que se realizaban después del sorteo de quintas, y en los que los mozos tenían derecho a alegar toda una serie de circunstancias que podían librarles de la prestación del servicio, permite medir la fortaleza del rechazo a la participación en la guerra. En este caso la amplitud de la resistencia al alistamiento acentuó la desnaturalización que este proceso presentaba habitualmente.

    Al principio, coincidiendo con el alistamiento voluntario de muchos mozos, no se observó en los juicios una incidencia muy elevada en la exposición de motivos de exención y reclamaciones por parte de los jóvenes que acudieron al llamamiento[18]. Sin embargo, pronto subió el número de quienes presentaban alegaciones y, lo que resulta más significativo, creció también el porcentaje de eximidos resultante de los juicios, lo que apunta, por un lado, a la falta de mozos sanos disponibles conforme avanzaba la guerra, pero también, por otro lado, a una creciente extensión del fraude en esta etapa clave del proceso de reclutamiento.

    La recepción y examen de las solicitudes de excepción eran responsabilidad de los ayuntamientos, y daban lugar a la puesta en marcha de toda una serie de engranajes que, girando en torno a las influencias, los engaños y los sobornos, eximían de las armas a numerosos jóvenes útiles para el servicio militar. En otros casos, los contactos y las recomendaciones permitían, como denunciaba en abril de 1809 un capitán retirado desde San Juan del Puerto, Huelva, ser favorecidos con destinos de «seguridad» y «descanso» en la misma población, sin necesidad por tanto de acudir al frente[19].

    El favoritismo y la corrupción en los procesos de alistamiento provocarían, en no pocos lugares y ocasiones, disturbios populares y otras muestras de protestas y animadversión, sobre todo contra los abusos cometidos por las autoridades municipales.

    Así ocurrió en algunos pueblos de la Sierra de Huelva en los primeros años de la guerra. En Encinasola, donde no se pudo llevar a cabo el reclutamiento de agosto de 1808 por encontrarse ausentes muchos de los alistados, la situación se complicó a finales de aquel año, cuando el ayuntamiento tuvo que hacer frente a la doble presión de las autoridades superiores, que lo apremiaban para que enviase a todos los hombres que pudiese, incluidos los exceptuados; y de los alistados, que se negaban a salir de la villa hasta que todos, «aun los faltos de talla», les acompañasen, lo que le llevó a temer «una conmoción popular». A pesar de los esfuerzos de los capitulares, la situación se repitió en abril de 1809, cuando los vecinos fueron convocados a un nuevo sorteo. Reunidos en la plaza del pueblo para verificarlo, «se oyó una gritería» que reclamaba que «todos, todos» debían «de entrar a tirar la suerte», mientras llegaba a escucharse «alguna otra vez, Fuente Ovejuna todos a una»[20].

    Un mes antes, a apenas 20 kilómetros de distancia, los dos alcaldes de Cumbres de San Bartolomé habían reconocido sus actuaciones delictivas al presbítero de Aroche, comisionado por la Junta Central para cortar los abusos en los alistamientos de los pueblos de aquel entorno. Uno de ellos confesó tener a su hijo con una licencia falsa, y aseguró que había pagado en Sevilla la cantidad de 10.000 reales para librarlo del servicio; mientras que el otro había logrado hacerlo con sus dos hijos, en un caso por no poder «morder el cartucho», y en el otro por contraer matrimonio, si bien todavía no lo había formalizado. No es de extrañar, por tanto, que los vecinos hubieran mostrado su indignación por las exclusiones de quienes consideraban «hijos del soborno»[21].

    En Isla Cristina, un pueblo costero algo más al sur, el ayuntamiento se vio obligado a incluir en el alistamiento de noviembre de 1808 a los individuos que previamente habían sido «legítimamente exceptuados» para «evitar disensiones» que pudieran retrasar el proceso. Esta medida no logró impedir que las disputas continuaran en sorteos posteriores. Así, en el de mayo de 1809 las presiones del resto de afectados por el sorteo obligaron a incluir a cuatro vecinos que habían sido inicialmente exceptuados, incluso uno de ellos, que estaba liberado por ser el único sangrador del pueblo, sería obligado a formar parte del cupo en sustitución de un individuo del que se desconocía su paradero[22]. En abril de 1809, no muy lejos de allí, el cura de Puebla de Guzmán condenaría ante la Junta Suprema que las «justicias» o los «caciques» que manejaban aquel pueblo eran la principal causa de sus problemas, pues sus intrigas por librar a sus hijos o a los de «sus aliados y parciales» lo tenían «en la misma viva fermentación»[23]. Lo explica también Albino Feijóo en su capítulo sobre la movilización en el siglo XIX; de igual modo, resulta aclaratorio el de Manuel Santirso sobre las Guerras Carlistas.

    En general, las clases acomodadas eran las que más opciones tenían de resultar beneficiadas de los procesos de reclutamiento, ya que contaban con más recursos y contactos que poner en juego a la hora de conseguir que un hijo, familiar o allegado fuera declarado exento por el tribunal examinador. Gracias a estos amaños, en muchos pueblos eran los ricos los que en mayor medida lograban librarse de concurrir al ejército, lo que generaba el descontento y las quejas del resto de la comunidad[24]. Esto motivaba que en numerosas ocasiones las muestras de rechazo presentaran un claro componente de clase, como sucedió en Viveiro, Galicia, donde un grupo de vecinos denunció que «los poderosos y hombres de influjo» habían quedado eximidos de la formación de escuadras impulsada por el corregidor, de forma que «solo los trabajadores eran llamados a proteger la patria de los ricos, de la que estaban excluidos»[25].

    Un sentimiento de clase también recogido por R. Fraser, que resaltó cómo la mano de obra trabajadora, estuviese sirviendo o hubiese desertado del ejército, era consciente de que los grupos acomodados no solo no estaban dispuestos «a sacrificar sus riquezas ni sus hijos», sino que, al mismo tiempo, pedían a los menos pudientes «que sacrificasen su sustento y sus vidas en aras de la causa patriótica»[26].

    A estos manejos se unían las ventajas derivadas de la adopción de una medida que ya había sido aplicada por la propia Francia napoleónica, como fue la posibilidad de pagar un sustituto. La real ordenanza de 1800 no contemplaba, es más, prohibía expresamente, la sustitución o «compra de otro hombre». Pero en septiembre de 1811 las Cortes aprobaron, a propuesta de la Comisión de Guerra, la redención de un máximo del 30% de los alistados a cambio del pago de 10.000 reales, dada la necesidad de recabar fondos para pertrechar a las tropas. La medida contó con la oposición de diputados exaltados, no solo por creerla injusta, sino porque estimaban que generaría descontento y rechazo popular hacia el servicio militar, dados los agravios que la redención implicaba. Sus defensores argumentaron en cambio que la exención no era un privilegio, ya que estaba abierta a toda la población[27].

    Entre las clases menos acomodadas, que eran las que en la práctica sostenían el peso del reclutamiento, las opciones de influir sobre las comisiones de reemplazo, o de directamente sobornarlas, eran infinitamente menores. Entre los recursos a su alcance se encontraban los matrimonios y los ordenamientos. Varias cartas anónimas enviadas en febrero de 1809 desde Benamejí, Córdoba, a la Junta Suprema hacían referencia, en primer lugar, al importante aumento observado en el número de matrimonios, exponiendo que en pueblos vecinos se habían llegado a celebrar hasta 19 en un mismo día, práctica que contaba con la connivencia de los párrocos por el cobro que recibían; en segundo lugar, al incremento del número de frailes salidos de los pueblos, que se encontraban exentos como novicios; y, en tercer lugar, al asesoramiento que los cirujanos locales daban a los potenciales reclutas sobre las enfermedades que podían simular[28].

    Otros, en cambio, tuvieron que recurrir a vías más directas y dolorosas, como la amputación del dedo índice, que era esencial para el disparo. Esta práctica, que pone de manifiesto hasta dónde llegaba el rechazo a la guerra, ha sido constatada tanto por Esteban Canales, que señaló la preocupación del cirujano mayor del ejército por el extraordinario número de mozos que presentaban la amputación de aquel dedo; como por Charles Esdaile, en este caso respecto a los reclutas del ejército francés, que reproducían los mismos comportamientos que los españoles, como el matrimonio, la fuga, el motín y la automutilación[29].

    DESERTORES Y DISPERSOS

    Entre quienes no lograban evitar el alistamiento, la respuesta más extendida contra la participación en la guerra fue la deserción, una práctica muy vinculada con la dispersión, tanto, que a menudo resultaba difícil distinguir entre una y otra. Lo habitual es que, pasados unos diez días de una batalla o enfrentamiento, los

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