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Historia de la OTAN: De la guerra fría al intervencionismo humanitario
Historia de la OTAN: De la guerra fría al intervencionismo humanitario
Historia de la OTAN: De la guerra fría al intervencionismo humanitario
Libro electrónico654 páginas13 horas

Historia de la OTAN: De la guerra fría al intervencionismo humanitario

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Dos clases de inquietudes se plantean en este libro. La primera, dilucidar hasta qué punto la OTAN transformada a principios de los noventa se diferencia, en mayor o menor medida, de la antigua OTAN, fundada cincuenta años atrás. El estudio de las diversas fases de su desarrollo es el punto de partida de un análisis histórico de su carácter y objetivos. El Nuevo concepto estratégico, aprobado en la cumbre de Washington, y la intervención militar ejecutada en Kosovo son, en parte -a juicio del autor-, recursos destinados para atraer apoyos a una organización que, en el fondo, arrastra los mismos problemas que surgieron en su fundación. La segunda inquietud deriva de la primera y alude críticamente a la justificación de las misiones de imposición y mantenimiento de la paz durante los últimos años, examinándose el intervencionismo militar humanitario protagonizado por Occidente a través de cuatro casos concretos. Se enjuicia también el discurso en el que se fundamenta la Alianza y la presunta novedad de la posguerra fría como justificación a su supervivencia tras la disolución del antiguo bloque soviético y la desaparición de su tradicional enemigo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2022
ISBN9788413525327
Historia de la OTAN: De la guerra fría al intervencionismo humanitario
Autor

Fernando Hernández Holgado

(Madrid, 1964) es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid y profesor de esta universidad desde 2015. Es autor de Miseria del militarismo. Un análisis del discurso de la guerra (Virus, 2003) y Mujeres encarceladas. La prisión de Ventas: de la República al franquismo (Marcial Pons, 2003). Coeditor con Tomás Montero del volumen colectivo Morir en Madrid. Los fusilamientos masivos del franquismo en la capital, 1939-1944 (Machado Libros, 2020), recientemente ha publicado, con Núria Ricart y Jordi Guixé, Un lugar inacabado. Espacio de Memoria, monumento Cárcel de Mujeres de Les Corts (PUV, 2022). En Catarata ha publicado Historia de la OTAN. De la guerra fría al intervencionismo humanitario (2ª edición, 2022).

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    Historia de la OTAN - Fernando Hernández Holgado

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    Fernado Hernández Holgado

    (Madrid, 1964) es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid y profesor de esta universidad desde 2015. Es autor de Miseria del militarismo. Un análisis del discurso de la guerra (Virus, 2003) y Mujeres encarceladas. La prisión de Ventas: de la República al franquismo (Marcial Pons, 2003). Recientemente ha editado con Tomás Montero el volumen colectivo Morir en Madrid. Los fusilamientos masivos del franquismo en la capital, 1939-1944 (Machado Libros, 2020).

    Fernando Hernández Holgado

    Historia de la OTAN

    DE LA GUERRA FRÍA AL

    INTERVENCIONISMO HUMANITARIO

    Diseño Colección: Gallego&pèrez-enciso

    © FERNANDO HERNÁNDEZ HOLGADO, 2000

    © los libros de la catarata, 2000

    fuencarral, 70

    tel. 91 532 05 04

    fax. 91 532 43 34

    loslibrosdelacatarata@cyan.es

    www.catarata.org

    historia de la otan

    de la guerra fría al intervencionismo humanitar

    isbne: 978-84-1352-532-7

    ISBN: 84-8319-092-3

    Depósito Legal: M-31.350-2000

    IBIC: JP

    Estos materiales han sido editados para ser distribUidos. La intención de los editores es que sean utilizados lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos

    y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.

    Me preguntó cuáles eran las causas o motivos que generalmente conducían a un país a guerrear con otro. Le contesté que eran innumerables y que iba a mencionarle solamente algunas de las más importantes. Unas veces, la ambición de príncipes que nunca creen tener bastantes tierras y gentes sobre que mandar; otras, la corrupción de ministros que comprometen a su señor en una guerra para ahogar o desviar el clamor de sus súbditos contra su mala administración. La diferencia de opiniones ha costado muchos miles de vidas. Por ejemplo, si la carne era pan o el pan carne; si el jugo de cierto grano era sangre o vino; si silbar era un vicio o una virtud; si era mejor besar un poste o arrojarlo al fuego; qué color era mejor para una chaqueta, si negro, blanco, rojo o gris, y si debía ser larga o corta, ancha o estrecha, sucia o limpia, con otras muchas cosas más. Y no ha habido guerras tan sangrientas y furiosas, ni que se prolongasen tanto tiempo, como las ocasionadas por las diferencias de opinión, en particular si era sobre cosas indiferentes. A veces, la contienda entre dos príncipes es para decidir cuál de ellos despojará a un tercero de sus dominios, sobre los cuales ninguno de los dos exhibe derecho ninguno. A veces, un príncipe riñe con otro por miedo de que el otro riña con él. A veces se entra en una guerra porque el enemigo es demasiado fuerte, y a veces porque es demasiado débil (...). Si un príncipe envía fuerzas a una nación donde las gentes son pobres e ignorantes, puede legítimamente matar a la mitad de ellas y esclavizar a las restantes para civilizarlas y redimirlas de su bárbaro sistema de vida.

    Jonathan Swift Viajes de Gulliver

    José Manuel López Blanco, in memoriam

    Presentación.Veinte años después

    El mundo después del 11 de septiembre de 2001

    Pocos títulos más apropiados que este de la novela de Dumas padre, secuela de Los tres mosqueteros, para el prefacio de un libro editado en el año 2000. En realidad, me quedo corto: han sido casi veintidós. La distancia que separaba la etapa primera de la guerra de los Treinta Años y su final, con el comienzo de la guerra de la Fronda, era ciertamente grande. Pero la que media entre el año 2000 y el momento en que redacto estas líneas —a escasos días de la segunda cumbre atlántica de Madrid— se convierte en abismal a la luz de los acontecimientos ocurridos entre tanto.

    Creo que en este aspecto todo el mundo, tanto defensores como detractores de la OTAN, estarán seguramente de acuerdo. No por casualidad, asomados al mirador del tiempo transcurrido, nos topamos con un acontecimiento histórico esencial, casi un parteaguas secular: los atentados del 11-S de 2001 y la reacción armada de los Estados Unidos, apoyada en mayor o menor medida por sus aliados. Esta reacción fue la invasión y ocupación de Afganistán (2001-2021) y de Irak (2003-2011). En ambas campañas militares, Estados Unidos y sus aliados contaron con la colaboración de la OTAN a través de sendas misiones de apoyo, insólitas, por cierto, para una organización que había nacido en 1949 estrictamente ceñida al ámbito euroatlántico. Fue en 2001, además, cuando la OTAN activó por primera vez el artículo V del Tratado fundacional del Atlántico Norte, de asistencia mutua en el caso de ataque sufrido por uno de sus socios¹: otro indicio de que se había entrado en una nueva era.

    Organizaciones independientes como Cost of War Project han calculado el número de víctimas mortales de estas guerras en cerca de un millón². Hablamos de guerras directamente provocadas por Occidente y sus aliados que, encabalgadas con otros conflictos tanto o más sangrientos de raíz fundamentalmente interna, pero no exentos de intervención extranjera —las guerras civiles de Siria y Yemen, por ejemplo— han desencadenado gigantescos movimientos de población del Sur al Norte, huyendo de las guerras, de las hambrunas, de la pobreza. Los tradicionales y más bien rígidos conceptos de migrante y refugiado se han confundido en las figuras de asiáticos y africanos que continúan arribando hoy día a las costas europeas —los que no mueren en el camino— en proporciones cada vez mayores. Según datos de ACNUR, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, casi seis millones de personas, la mitad de ellos niños, se vieron obligadas a abandonar Siria a lo largo de la última década, refugiados en su mayor parte en otros países del Sur, como Turquía, Líbano, Jordania, Irak o Egipto³.

    Tras el breve y vacilante ínterin de la llamada Posguerra Fría (1991-2001), el parteaguas del 11-S inauguró, por tanto, una nueva era caracterizada por el repunte del gasto en armamento y un militarismo rampante. Un militarismo entendido en su sentido más amplio, y traducido en términos mentales o culturales, como marco fundamental de pensamiento o manera de mirar el mundo. Me refiero aquí a aquella lógica binaria del amigo/enemigo, del nosotros contra ellos o del conmigo o contra mí que proclamó George Bush Jr. en vísperas de la invasión de Irak de 2003 y que en su momento me ocupé de comentar en este libro y en algún otro⁴. Un nuevo término histórico —en realidad pura ideología— fue acuñado para balizar esta nueva etapa: War on Terror, guerra contra el terror, un relato o marco cultural de lo más apropiado para impulsar tanto el aumento de los presupuestos militares como el recorte generalizado de libertades cívicas, al amparo del manido debate entre libertad y seguridad. Para autores como Ramón Fernández Durán, en un sistema-mundo capitalista dominado cada vez más por el capitalismo financiero, el 11-S marcó el paso de una breve etapa de globalización feliz a otra de guerra permanente⁵.

    Pero bastante se ha escrito sobre todo esto recientemente, con ocasión del décimo aniversario de los famosos atentados de Nueva York y Washington. Solamente reseñaré aquí una cosa. Acontecimiento y estructura se relacionan íntimamente en este periodo post-11 de septiembre de 2001 a la hora de singularizarlo como una era o fase histórica nueva respecto a la breve etapa anterior de la Posguerra Fría. Porque, al margen del acontecimiento puntual, de resonancia inmensa, son las tendencias de largo alcance las que individualizan dicho periodo todavía en curso. Lo vemos, por ejemplo, en las cifras de desplazados de guerra a nivel mundial: el año 2011, por ejemplo, inauguró una acusada tendencia alcista que rozó los 90 millones en 2021, más del doble de la cifra registrada en 1991, año señero del final de la Guerra Fría por la disolución del Pacto de Varsovia⁶. Otra tendencia de largo alcance es la representada por el gasto militar mundial que, en 2021, superó por primera vez los dos billones de dólares. El repunte, tras el valle de los años noventa, arrancó significativamente a partir de 2001 para alcanzar sendos picos en 2010 y 2020: lejos de menguar por las oleadas pandémicas, el actual conflicto ucraniano lo ha disparado y lo disparará aún más⁷. Conviene, por cierto, destacar que el lema de la guerra contra el terror no ha sido en absoluto exclusivo de Estados Unidos y sus aliados. Como bien han explicado autores como Carlos Taibo, el pujante discurso nacional-imperialista de Vladímir Putin, recién llegado al poder en 2000, se estrenó con la feroz represión del independentismo checheno bajo la bandera de la lucha contra el terrorismo global y la amenaza islamista⁸.

    La OTAN del nuevo siglo

    Pero vayamos a la OTAN. Este libro dejó, allá por el 2000, a la Organización del Tratado del Atlántico Norte recién acabada de salir de una difícil tesitura: la de mantenerse en un mundo que, en la última década del siglo, había dejado —con bastante brusquedad, sorprendiendo a tirios y troyanos— de ser bipolar, dicotómico. Por utilizar una imagen profusamente utilizada por sus responsables, Roma se había quedado sin su Cartago.

    En este texto tuve ocasión de rastrear los a menudo desesperados intentos de los defensores de la Alianza por encontrar —con mayores o menores dosis de mixtificación— un nuevo enemigo en cuyo espejo pudiera mirarse como personaje necesario a finales del pasado siglo. Las nuevas amenazas que surgieron en cumbres, proclamas y conceptos estratégicos fueron múltiples, al calor de la popular tesis de Huntington sobre el choque de civilizaciones⁹. Abundaron, en esta galería de enemigos, desde los nacionalismos exacerbados —un clásico— hasta el islam más estereotipado y agresivo, este último en una suerte de profecía que se autocumpliría precisamente con los atentados del 11-S. Pero a lo largo de los noventa fue, sin embargo, el discurso del intervencionismo militar humanitario exhibido por distintas instancias y en diferentes conflictos —Somalia, Kosovo, Albania, Ruanda, los Balcanes— el más recurrido a la hora de justificar las operaciones armadas de Occidente durante aquellos años de Posguerra Fría. El intervencionismo humanitario se convirtió por entonces en la nueva causa justa que legitimó moralmente toda clase de intervenciones armadas, emboscando de paso intereses diversos.

    Por lo que se refiere a la OTAN, a lo largo de los noventa la organización atlántica se mostró particularmente empeñada en seguir justificando su existencia, tras la repentina desaparición del secular enemigo contra el que oficialmente se había creado. Ese objetivo vino a realizarlo de dos maneras: apostando por su ampliación hacia el Este en el marco de un discurso colaborador y defendiendo al mismo tiempo su derecho a intervenir militarmente fuera de zona —esto es, fuera del territorio de los países socios—, amparada precisamente en la coartada del intervencionismo humanitario. En este libro tuve ocasión de glosar su pacifista retórica explicitada en iniciativas de colaboración con los países del antiguo bloque del Este a través de una sucesión de organismos —Consejo de Cooperación del Atlántico Norte en 1991, Asociación para la Paz en 1993 y Consejo de Asociación Euroatlántico en 1997—, que en realidad escondían intereses bastante más pragmáticos. Uno de estos intereses no era otro que el desmantelamiento de la industria militar de los territorios del antiguo bloque soviético —bajo el loable lema de la reconversión de la industria militar en civil—, paso previo para su rearme con material occidental.

    Los organismos de colaboración euroatlántica citados fueron el vestíbulo de entrada de los países del llamado grupo de Visegrado —Polonia, República Checa y Hungría—, los tres por entonces decididamente pro-estadounidenses y atlantistas. En 1997, durante la primera cumbre de Madrid, la OTAN ya aprobó la solicitud de ingreso de estos tres países, los primeros de la clase de la Asociación para la Paz. Un par de años antes, la OTAN había dado un fundamental paso adelante al intervenir militarmente por primera vez en su historia —escudada en el discurso humanitario y con la aquiescencia de la ONU— con el bombardeo de posiciones serbobosnias durante la última guerra balcánica, acción que precipitaría a la postre la paz de Dayton de 1995.

    Esta nueva actitud intervencionista experimentó una nueva vuelta de tuerca con el bombardeo aéreo de la OTAN en la primavera de 1999 contra la entonces menguada República Federal de Yugoslavia, esta vez sin autorización expresa del Consejo de Naciones Unidas, bombardeo que puso fin al conflicto de Kosovo y detuvo, ciertamente, el proceso de limpieza étnica de la población albanokosovar impulsado por Slobodan Milosevic. Pocas semanas después, el nuevo concepto estratégico aprobado en la cumbre atlántica de Bruselas de abril de 1999, la del cincuenta aniversario de la firma del tratado, supuso la entronización del principio intervencionista por razones humanitarias en el marco del abordaje de problemas de seguridad de lo más amplios, en una interpretación absolutamente laxa del artículo V. No está de más recordar el malestar que por entonces dicho discurso y práctica intervencionistas provocaron en la Federación Rusa, malestar que se vería ampliado con la profundización del proceso de ampliación atlántica al Este durante los años siguientes.

    Y es que la ampliación no se detuvo con Polonia, República Checa y Hungría¹⁰, sino que prosiguió en el siglo siguiente, marcado ya por los atentados del 11-S y sus consecuencias: la OTAN activó de manera efectiva su artículo V para colaborar en la invasión y ocupación estadounidense de Afganistán, comienzo de lo que sería la campaña militar más larga y cara de su historia. La más o menos difusa amenaza de los riesgos de los actos de terrorismo, recogida en el Concepto Estratégico de la cumbre de Bruselas de 1999, se había transformado tres años después en el enemigo por antonomasia de Occidente: el terrorismo global.

    La ampliación atlántica, decíamos, continuó con los nuevos ingresos de 2004: los países bálticos, Bulgaria, Eslovenia, Eslovaquia y Rumanía, con lo que las fuerzas de la OTAN se asomaron por primera vez al mar Negro y se plantaron en la frontera septentrional rusa. Nuevos ingresos, aunque de menor enjundia, fueron los de Albania y Croacia (2009) y, por último, el de Macedonia del Norte (2020). Sería necesario un nuevo libro que explicase los efectos de esta continua dinámica de sucesivas ampliaciones sobre el rearme de los nuevos miembros y el consiguiente estímulo del gasto militar europeo y mundial, con las empresas estadounidenses y europeas a la cabeza, bajo el doble principio de evitar duplicaciones de recursos y asegurar la estandarización del armamento OTAN. Era esta última una cuestión muy antigua, la del armamento convencional homologado, que ya empezó a cobrar nuevo vigor en los años setenta del siglo pasado, cuando los altos responsables atlánticos comenzaron a prestarle una mayor atención.

    Las nuevas incorporaciones, al margen de su evidente valor político y estratégico, debían rentabilizarse en el aspecto económico: de ahí la crónica reclamación de los voceros de la OTAN de que cada país socio gastase como mínimo el 3% de su PIB en armamento. Justificar esta exigencia, sin embargo, podía resultar bastante difícil, sobre todo en medio de coyunturas económicas tan poco favorables, como la crisis del 2008 o del 2014. De lo desesperada que ha sido siempre para la OTAN la búsqueda de amenazas globales que justificaran este gasto dan idea ocurrencias tan peregrinas como la de incluir entre ellas la contaminación del aire, cosa que ya se había hecho en 1976¹¹ y que el secretario Stoltenberg repitió en 2021¹². A este autor, sin embargo, le cuesta creer cómo se puede combatir el cambio climático gastando más en armamento: paradojas del pensamiento militar. Todo argumento vale con tal de empujar el negocio de las armas.

    Veinte años creciendo

    En cualquier caso, el resultado de esta dinámica de crecimiento desplegada durante cerca de dos décadas fue doble: nuevas bases atlánticas situadas cada vez más cerca del territorio ruso y procesos de rearme de las nuevas incorporaciones, en beneficio de las industrias occidentales implicadas. Una dinámica típicamente capitalista de esta clase, alimentada únicamente por la búsqueda de beneficio de unas cuantas empresas y países, por fuerza tenía que generar consecuencias complejas entre los vecinos del otro lado, y una de ellas fue la creciente y continua sensación de amenaza percibida por la Federación Rusa. No olvidemos, además, que los territorios de los nuevos socios empezaron a llenarse de bases OTAN —Polonia, Lituania, Rumanía, República Checa—, algunas con funciones logísticas para las operaciones en curso en Asia —Afganistán, Irak— en las que colaboraba asimismo la Alianza, mientras que otras pasaron a albergar las nuevas instalaciones del Escudo Antimisiles (ABM) desarrollado por el Gobierno de Bush Jr. a partir del año 2000 y adoptado por la OTAN en 2010.

    Una sensación de amenaza de esta clase, al margen de su justificación o no, esto es, de su carácter más o menos real o inventado, siempre resulta susceptible de ser utilizada en su provecho por el gobernante de turno. Eso es lo que parece haber hecho Vladímir Putin en el actual conflicto con Ucrania, sobre todo desde que el Gobierno de este país se planteó el ingreso en la OTAN en 2010, en claro incumplimiento del original compromiso de la Administración Bush padre con Gorbachov —ahora fariseicamente negado como fake new— de respetar el estatus de Ucrania como país neutral tras el final de la Guerra Fría. Evidentemente, lo sucedido con la revuelta del Maidán de 2013 y el conflicto político-militar con la región oriental de Donbás a partir de 2014 no hizo sino complicar las cosas, pero ese es tema para un analista más sesudo que el que firma estas líneas. Lo que sí me gustaría resaltar aquí es una verdad de perogrullo, demostrada una vez más a la luz del aumento del gasto militar y del rearme de las dos últimas décadas: a más armas, más posibilidad de conflictos violentos. Si vis pacem, para pacem, non bellum. El actual conflicto ucraniano constituye, en buena parte, la cosecha de lo sembrado. En este sentido, se encarama —y se explica en último término— sobre una espiral de expansionismo político-militar y de rearme absolutamente irresponsable en la no previsión de sus consecuencias, prolongada cerca de dos décadas, al menos por el lado occidental.

    Por lo demás, no es posible dejar de ver en esta actitud tan ciega de los responsables de la OTAN hacia las consecuencias de su propia escalada expansivo-militar una clara semejanza con la irresponsabilidad que ha desplegado históricamente y sigue desplegando el actual sistema-mundo capitalista en su vertiente más neoliberal, en tanto que depredador de los recursos del planeta según un modelo de crecimiento continuo hiperconsumista. Sin profundizar en esta tesis, sí me gustaría apuntar la similitud de sus respectivas lógicas basadas en un desarrollo y crecimiento continuo de miras cortas —el beneficio económico o el negocio inmediato— que se traduce, a efectos reales, en destrucción: de personas en tanto víctimas de los conflictos militares y del medio ambiente o de nuestro ecosistema en su conjunto.

    Los países de la OTAN encabezados por Estados Unidos seguirán impulsando la fabricación y el comercio de armamento movidos únicamente por el beneficio de sus empresas proveedoras, mientras que los conflictos producidos y la destrucción ocasionada generarán aún más demanda. Es lo que estamos viendo con la guerra de Ucrania y la afluencia de armamento a la zona: las armas y las guerras se retroalimentan, con el resultado de un nivel de destrucción —humana y medioambiental— cada vez mayor. En cuanto al sistema-mundo capitalista en sí, avanza hacia el colapso engañado por el falso mantra que desde hace años se viene cantando a sí mismo sobre la sostenibilidad medioambiental y la lucha contra el cambio climático y, por lo que se refiere a Europa, la guerra en Ucrania lo está poniendo en evidencia.

    Sirva un ejemplo al respecto: ¿no es una ironía que, movidos por su toma de posición en la guerra de Ucrania, dos de los países teóricamente más sensibilizados con la defensa del medio ambiente hayan empezado a dar pasos agigantados hacia atrás, perdiendo de esta manera todo el terreno ganado hace años? La reciente decisión del Gobierno noruego de aumentar sus exportaciones de gas-petróleo a Europa, para compensar el progresivo cierre de los gaseoductos rusos al continente, le ha obligado a acelerar de manera importante el ritmo de extracciones y prospecciones de sus yacimientos. La perspectiva es un aumento enorme de los ingresos, dada la tendencia alcista del precio, pero que paraliza y amenaza al mismo tiempo su proyecto de transición energética en forma de sobreexplotación de yacimientos existentes y deterioro de nuevos fondos marinos. Riqueza a cambio de suicidio medioambiental. Un sapo parecido se ha tenido que tragar la coalición gobernante alemana, particularmente el Partido de los Verdes, con la vuelta al carbón, el combustible más contaminante, en respuesta a los cortes del suministro de gas ruso. En esta fase de guerra permanente del capitalismo financiero global que decía Fernández Durán, la carrera hacia el colapso se acelera.

    Un nuevo (¿viejo?) enemigo

    Si durante años la OTAN tuvo problemas para inventarse enemigos y causas justas que justificaran su intervención y, por tanto, su existencia, lo sucedido en Ucrania la está resarciendo de sus antiguos esfuerzos al facilitarle un villano de libro. Después de haber sido sostenido durante años en buena medida por Occidente, Putin ha pasado a encarnar el perfil mezclado de un nuevo Hitler —con las forzadas comparaciones con la fallida política de apaciguamiento europea en 1938 frente al régimen nazi—, heredero a la vez del antiguo enemigo comunista estaliniano. Como resultado, y de manera paradójica, la OTAN está ahora mismo de enhorabuena: al tiempo que esconde el bulto al negarse a imponer una zona de exclusión aérea en Ucrania, por el fundamentado temor de provocar una escalada militar y quizá nuclear sin precedentes, está consiguiendo la unanimidad de sus socios a la hora de aumentar el gasto militar de cada uno de ellos, empezando por la poderosa Alemania. A eso se le llama nadar y guardar la ropa. Las hiperbólicas razones morales en favor del rearme de Ucrania que entonan los valedores de la guerra tienen un límite: el que pone en riesgo a sus propios países, a su propia gente, a sus propios negocios. Llaman a la pelea al pueblo ucraniano, jalean su resistencia desesperada y lo arman —¿a cambio de qué?, ¿cuándo y cómo se cobrarán la factura?—, lo que equivale a pelear por cuerpo interpuesto.

    Más allá de argumentos presuntamente morales que pretenden llamar a una acción inmediata, a saber, el envío acelerado de armas al Estado ucraniano por parte de los países de la OTAN, ¿no deberíamos detenernos un momento y preguntarnos por los intereses puestos en juego? Miremos en todo caso la historia de la Alianza desde 1949 en busca de alguna actuación concreta movida por algún principio de moralidad. No creo que encontremos ninguna, al menos en este libro. Los argumentos morales de esta clase cumplen su función en el terreno de la propaganda, cuando se trata de movilizar oportunamente voluntades u opiniones públicas en favor de decisiones como la de enviar armas a un país en conflicto o convencer a la ciudadanía propia de la necesidad de aumentar el gasto militar. Ese es el momento de las presuntas causas justas como la que nos llueve ahora con ocasión del conflicto ucraniano.

    Nada más simplón que una causa justa, como un cromo de Historia arrancado de su álbum, es decir, de la compleja cadena de acontecimientos que lo explica. Como una palabra mágica que, una vez pronunciada, da carta blanca a la violencia y al terror y se desentiende de toda consecuencia que no sea la destrucción del otro. ¿Acaso cada episodio de guerra y de violencia masiva no ha buscado y conseguido su causa justa? El bombardeo aliado de la ciudad alemana de Dresde de febrero de 1945, una ciudad carente de infraestructura industrial de guerra, con cerca de 40.000 muertos, civiles en su inmensa mayoría, fue posible gracias a una causa justa, a saber, la guerra contra el régimen nazi. El principal responsable de las 600.000 víctimas civiles de los bombardeos aéreos sobre Alemania, el mariscal Bomber Harris, héroe condecorado —en 1953— de la Royal Air Force británica, representó, en palabras de W. G. Sebald, el principio más íntimo de toda guerra, es decir, la aniquilación más completa posible del enemigo, con todas sus propiedades, su historia y su entorno natural¹³. El principio de la guerra —el mal— al servicio de un bien.

    Más allá de la esfera de la propaganda, el terreno preferido de toda causa justa, hay que preguntarse por el porqué. Un ejemplo más. Las bombas atómicas lanzadas en agosto de 1945 sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki, acción defendida en su momento por aquellos que se habían colocado en el lado correcto de la Historia, una expresión que ha vuelto a escucharse mucho en estos días¹⁴, ¿acaso no se explican mejor por el mensaje que pretendió lanzar Estados Unidos al mundo, y muy especialmente a la URSS, en un momento en que la guerra ya estaba ganada? ¿Es acaso posible hablar de causas justas en una guerra, una vez iniciada la espiral de la destrucción? En mi opinión, la única calificación moral que merece la guerra es la de injusta, en sí y por sí. La justicia no tiene nada que hacer en ello, como tampoco tiene que ver nada con la producción de armas que la hacen posible.

    Pero este prefacio corre el riesgo de convertirse en otro libro. Me gustan los vestigios. En el vestigio uno o una puede deducir lo que fue, pero también lo que pudo ser a la luz de lo que al final llegó a ser. Tres planos temporales en uno: un pasado, un futuro hipotético que no llegó a ser y un presente existente. Este libro, contemplado veinte años después, es un vestigio que nos habla de un mundo pasado, el de la Guerra Fría y el del periodo siguiente, una Posguerra Fría que nació a un horizonte de posibilidades que terminaron malográndose. Limitado fundamentalmente a la OTAN, explica los denodados esfuerzos de una organización militar ahormada según los parámetros de la Guerra Fría por seguir existiendo y empujando al alza el gasto militar, una vez desaparecido su tradicional enemigo, aferrada a una lógica binaria, de buenos y malos, de lados correctos e incorrectos de la Historia. Explica también, de alguna manera, la importancia de los discursos propagandísticos, de las causas justas como el intervencionismo militar humanitario, cuando no hay nada de humanitario en lo militar.

    El mundo del siglo XXI empezó como un lugar bastante más inhóspito que el que asistió al final de la Guerra Fría. Que se lo pregunten a la población civil afgana, iraquí, siria o del África subsahariana que busca refugio —si no perece antes— en las costas y fronteras europeas. Ahí están los datos resumidos sintéticamente en este texto sobre las dos últimas décadas: más guerras, más víctimas civiles, más desplazados de guerra, más migrantes-refugiados. Y más gasto militar, con una OTAN mayor y más fuerte, tanto uno como otra reforzados en este mismo momento por la actual guerra de Ucrania. A la luz del panorama actual, veinte años después de la publicación de este libro que ahora es vestigio, uno no puede evitar preguntarse si en el futuro nos quedará algún vestigio que analizar. Pero no nos pongamos distópicos. La palabra latina vestigio, vestigium, con la que originalmente se designaba la huella dejada por la planta de un pie, procede de vestigare —seguir una pista, rastrear— origen de nuestro verbo investigar. Ya el término nos da la pista a seguir: ante la avasalladora propaganda de todo tiempo de guerra, con sus discursos cerrados de causas justas y lados correctos de la Historia, detengámonos por un momento a rastrear los vestigios, a ver qué encontramos al final.

    Notas

    1 https://www.nato.int/cps/en/natohq/official_texts_17120.htm?selectedLocale=es

    2 https://theintercept.com/2021/09/01/war-on-terror-deaths-cost/

    3 https://eacnur.org/es/refugiados-sirios

    4 Miseria del militarismo: un análisis del discurso de la guerra (Virus, 2001). Disponible en: https://www.viruseditorial.net/paginas/pdf.php?pdf=miseria-del-militarismo.pdf

    5 Capitalismo (financiero) global y guerra permanente: el dólar, Wall Street y la guerra contra Irak (Virus, 2003). Disponible en: https://www.viruseditorial.net/paginas/pdf.php?pdf=capitalismo-financiero-global-y-guerra-permanente.pdf

    6 https://www.acnur.org/datos-basicos.html

    7 https://www.dw.com/es/sipri-gasto-militar-mundial-aument%C3%B3-en-2020-pese-a-la-pandemia/a-57331722

    8 Rusia en la era de Putin (Los Libros de la Catarata, 2010).

    9 The Clash of Civilizations?, Foreign Affairs, 72, 1993; El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, 1996).

    10 Vanguardia de la adulada Nueva Europa por oposición a la Vieja (Alemania y Francia), según la famosa frase de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa con Bush Jr. en enero de 2003, cuando pulsaba los apoyos europeos a la inminente invasión de Irak.

    11 https://elpais.com/diario/1976/10/23/sociedad/214873218_850215.html

    12 https://www.portalambiental.com.mx/cambio-climatico/20210519/la-otan-propone-que-ejercitos-analicen-impacto-del-cambio-climatico

    13 Sobre la historia natural de la destrucción (Anagrama, 2003).

    14 Sánchez avisa de que España está en el lado correcto de la Historia, Europa Press, 6 de marzo de 2022, disponible en https://www.europapress.es/nacional/noticia-sanchez-avisa-espana-lado-correcto-historia-no-falta-diplomacia-sobrado-agresion-20220306113943.html

    Prólogo.

    No deja de ser sorprendente que el objeto principal del texto que el lector tiene en sus manos —la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)— apenas haya suscitado entre nosotros, en los últimos quince años, sino un puñado de trabajos breves, de tal suerte que pocas obras de enjundia hayan llegado a nuestras librerías. Y hablo de sorpresa porque a duras penas puede ponerse en cuestión que la OTAN ha ocupado un papel central en un buen número de debates que han suscitado inequívoca atención en nuestra maltrecha opinión pública. Ahí están, para testimoniarlo, lo que entiendo son agresiones al espíritu y a la letra de la democracia —un manipulado referéndum en 1986 y un impresentable designio de arrinconar, diez años después, los compromisos contraídos al calor de aquél— que por desgracia han quedado impunes, activas e ilegales presencias del ejército español en conflictos bélicos —Serbia y Montenegro—, alicaídos debates sobre intervenciones presuntamente guiadas por motivos humanitarios y formidables imposiciones de las reglas del juego de un nuevo desorden internacional que en muchos de sus trechos recuerda poderosamente al viejo.

    Ante tantas materias que, por lógica, estaban llamadas a suscitar discusiones y estudios, lo que puede uno encontrar en los anaqueles de nuestras librerías es poca cosa. Quien decida llevar adelante la tarea de la pesquisa hallará, eso sí, alguna publicación oficial, u oficiosa, de la OTAN que, con inequívoco carácter hagiográfico, elude discutir lo principal. De manera significativa descubrirá, con una mezcla de estupor y de lamento, que tampoco en nuestra izquierda han visto la luz reflexiones que, más allá de lo coyuntural o de lo muy general, permitan profundizar en el conocimiento de lo que la OTAN ha sido en el pasado y de lo que presumiblemente es hoy. Semejante carencia debe atribuirse por igual —parece— a las inercias de una buena parte de nuestra izquierda, poco preocupada por actualizar conocimientos y reflexiones, y a la crisis innegable que el movimiento social directamente vinculado con estos menesteres —el pacifismo— arrastra desde lustros atrás.

    La aparición de este libro de Fernando Hernández parece llamada a cancelar el vigor de las afirmaciones que acabo de realizar, o a hacerlo al menos en lo que se refiere a las que identifican carencias fundamentales en la consideración de la OTAN realizada desde la izquierda resistente (y ojo que esta afirmación tiene una dimensión que trasciende lo que ocurre entre nosotros, no en vano este libro carece de parangón en la literatura que sobre estas cuestiones ha visto la luz en el occidente europeo en los diez últimos años). Por cierto que el calificativo resistente que acabo de esgrimir, aunque atinado, no se antoja suficiente para dar cuenta del lugar, especial y afortunado, desde el que se produce la reflexión de Fernando, integrante —como él gusta de recordarlo, haciendo suya una formulación de Xabier Agirre— de esa comunidad antimilitarista que está al borde del exterminio por los ejércitos humanitarios y las ONG militarizadas.

    Al lector le bastará con echar una ojeada al índice de La OTAN y el intervencionismo humanitario para tomar conocimiento de las aspiraciones y querencias del libro. En su primera parte, y por lo pronto, se examinan con detalle los perfiles presentados por la Alianza Atlántica durante los cuatro decenios que convencionalmente vinculamos con la guerra fría. En las páginas correspondientes se incluye una crítica y preciosa información sobre el nacimiento de la OTAN, los debates mantenidos entre algunas potencias europeas y los Estados Unidos, las doctrinas nucleares al uso o las dimensiones alcanzadas por el complejo militar-industrial.

    Como es lo suyo, la segunda parte de la obra se ocupa en diseccionar lo que la OTAN ha sido desde el momento —situémoslo en el año 1989— en que muchos de los rasgos de la guerra fría empezaron a desvanecerse, dejando expedito el camino a mutaciones significativas en el escenario europeo

    —entre ellas la unificación alemana y el progreso hacia la moneda única en la UE— a una guerra singularísima como la protagonizada por los EE.UU. en el golfo Pérsico y a la gestación de un presunto nuevo orden internacional. Al calor del análisis de transformaciones como las invocadas, el libro de Fernando Hernández se ocupa en perfilar los rasgos decisivos de lo que es hoy la OTAN. Subraya al respecto, en primer lugar, su desesperada búsqueda de nuevas misiones y amenazas —nacionalismo, fundamentalismo, migraciones, terrorismo— que den sentido a su existencia una vez la organización militar rival, el Pacto de Varsovia, se autodisolvió en 1990. Desmenuza con finura y detalle, en segundo término, una tramada operación encaminada

    a procurar una nueva legitimación para la Alianza y asentada en la fraudulenta conversión de ésta en una instancia filantrópica entregada al servicio del intervencionismo humanitario; al respecto sopesa lo ocurrido al amparo de conflictos como los de Somalia, los Grandes Lagos, Haití, Albania, Bosnia-Hercegovina o Kosova. Identifica, en tercer lugar, el designio otaniano de acometer acciones fuera del área que originariamente era la propia de la Alianza, en un escenario marcado tanto por la ampliación de la OTAN en Europa central como por las intervenciones en Bosnia-Hercegovina —de tono menor— y en Kosova —de visible enjundia—, aireadas por unos medios de comunicación decididos a ocultar sus ingentes dobleces. En las páginas del libro se da cuenta, en suma, del dramático reflejo de todo lo anterior en las resoluciones —dieron en postular lo que en realidad es un derecho de intervención no sometido a cortapisa alguna— aprobadas por la OTAN con ocasión de la impresentable cumbre celebrada en Washington en abril

    de 1999.

    De resultas de todo lo anterior, no es difícil extraer unas cuantas conclusiones sobre la OTAN de nuestros días, una organización que, se diga lo que se diga, apenas ha cambiado: lo que ha experimentado, antes bien, ha sido una gigantesca operación de lavado de imagen. Tal operación, inteligentemente desplegada en torno al mito del intervencionismo humanitario, ha dado pronto sus frutos, como lo demuestra la situación que ahora padecemos entre nosotros: resulta palpable que la mejora operada en la imagen de las fuerzas armadas españolas se debe, en exclusiva, a la fraudulenta identificación de aquéllas con las tareas desempeñadas por los cascos azules. De por medio, claro, se ha hecho valer en nuestra opinión pública una sorprendente aceptación de las presuntas bondades del intervencionismo humanitario y se ha optado por olvidar que comúnmente éste no es otra cosa que un instrumento más al servicio de intereses espurios: quienes han corrido a cargo de las operaciones correspondientes —y singularmente la OTAN— exhiben antecedentes penales que, por sí solos, invitan a recelar de sus nuevas querencias, primero, y a rechazarlas, después. Y es que la Alianza Atlántica, aunque a menudo se olvide, es la principal organización de seguridad de algunos de los países más ricos del planeta, circunstancia que por sí sola invita a recordar que sus intereses en modo alguno pueden considerarse universalmente compartibles. En un escenario en el que el doble rasero impera por doquier, sobran los datos para concluir que la condición aparentemente democrática de nuestros Estados en modo alguno es una garantía de que sus movimientos en la arena internacional se ajustan al respeto de la justicia y de los derechos humanos, y ello por mucho que uno esté en la obligación de recordar que los Saddam Hussein y los Slobodan Milosevic de turno son responsables de un sinfín de conflictos y miserias.

    Volviendo a algo que antes mencioné de pasada, agregaré, en fin, que en las páginas de este libro se hallan omnipresentes las inquietudes que en su momento dieron alas a lo mejor de los movimientos pacifistas. Los análisis de Fernando Hernández en modo alguno esquivan la certificación de hasta qué punto el pensamiento único al uso ha ensalzado sin rebozo las presuntas virtudes asociadas con las intervenciones militares, en franco olvido de otras fórmulas, contrastadas, de resolución de los conflictos. Con irrefutable lucidez, esos mismos análisis recuerdan que nuestros gobernantes se autoatribuyen una inequívoca, etnocéntrica y patriarcal superioridad moral, que no sólo los convierte en sorprendentes garantes de los derechos humanos, sino que rebaja sensiblemente la condición de los supuestamente socorridos, siempre percibidos como infraseres, al tiempo que oculta las muchas responsabilidades que nuestros países tienen en la gestación de los conflictos. El libro de Fernando Hernández demuestra de manera fehaciente, en suma, que es tan posible como necesario reconstruir un movimiento social, el trenzado en torno a un pacifismo radicalmente antimilitarista, que algunos han enterrado prematuramente.

    Carlos Taibo, abril de 2000

    PRIMERA PARTE: LA OTAN DE LA GUERRA FRÍA (1949-1989).

    El sistema fundado sobre la guerra, a pesar de toda la repugnancia subjetiva que inspira a una parte importante de la opinión pública, ha demostrado su eficacia desde los comienzos de la historia conocida; ha proporcionado las bases necesarias para el desarrollo de numerosas y excelentes civilizaciones, incluyendo aquella que hoy día es la civilización dominante. Ha establecido, de modo lógico y sin ambigüedades, las bases sociales fundamentales. Se trata, por lo demás, de un fenómeno ya conocido. Mientras que el establecimiento de un sistema durable fundado sobre la paz (...) significaría una aventura hacia lo desconocido que comportaría los inevitables riesgos de lo imprevisto, por muy pequeños que

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